Bergstein, Jonás 03-08-2020 - Residencia tributaria en el Uruguay 01-09-2009 - La extinción del contrato de duración: trece años después 02-10-2012 - El problema de la retroactividad en el Acuerdo de Intercambio de Información Tributaria entre Argentina y Uruguay(*) 01-03-2020 - Proyecciones de la buena fe en el derecho tributario. Una mirada desde la jurisprudencia uruguaya
¿Qué significa la buena fe en la jurisprudencia tributaria del Tribunal de lo Contencioso Administrativo (“el TCA”)? He aquí la pregunta a la cual procuraremos dar respuesta.
La pregunta impone algunas precisiones.
En el estado actual de nuestro Derecho, se da por superado el debate respecto de la aplicación del principio de la buena fe a la materia tributaria. La propia jurisprudencia del Tribunal lo tiene establecido en blanco sobre negro: "la buena fe debe guiar las relaciones entre la Administración Tributaria y el contribuyente"[1]. Incluso la vigencia de la regla del acto propio en el Derecho Tributario es aceptada por el Tribunal de manera expresa[2]. Y en el seno de la doctrina la cuestión parecería definitivamente laudada. Las expresiones del civilista Jorge Gamarra son categóricas: “No hay duda que la teoría del acto propio –vertiente de o proyección de la buena fe, puntualizamos nosotros– es extensible a la relación entre la administración pública y el administrado o contribuyente”[3]. De hecho, hoy nadie duda que la buena fe objetiva, como principio general de derecho, es susceptible de aplicación en toda rama jurídica, sin necesidad de norma expresa que la establezca.[4] Y para citar –por último– una referencia comparada, el propio Estatuto de Derechos del Contribuyente italiano establece que “las relaciones entre el contribuyente y la Administración Tributaria están dominadas por o reciben la impronta de (sono improntati) los principios de la colaboración y buena fe” (traducción libre del autor. Ley N° 212, del 27 Julio 2000).
El lector no encontrará aquí una definición de la buena fe ni una noción general de ella en el campo de los tributos. Es éste un desafío (frustrante al decir de algunos autores) al que muchos han renunciado. La buena fe es esquiva a las definiciones. No debe sorprender que a la hora de intentar esa conceptualización, la literatura suela apelar a metáforas o tienda a utilizar expresiones tan vagas o tan amplias como la propia expresión (buena fe); al punto tal que algún autor nos habla de una “fuga hacia imágenes”, precisamente para rehuir a la faena[5]. Es común caer en una suerte de círculo vicioso de palabras que no logran ir más allá de un amplio nivel de generalidad e inespecificidad (lealtad, confianza, probidad, etc.).
Por lo mismo, hemos creído más constructivo, en cambio, intentar delinear los contornos de la figura tal como ella se perfila a partir de la jurisprudencia del Alto Tribunal, promotora de primera línea en la aplicación y extensión de la buena fe en el Derecho Tributario[6]. Esto es, procuraremos establecer categorías o tipos de comportamientos esperados –modelos de referencia al decir de Gamarra–[7], en el entendido que la buena fe (al menos la llamada buena fe objetiva) es precisamente un padrón de comportamiento o modelo de conducta del cual se desprenden derechos, obligaciones, y, especialmente, expectativas: esto es, qué conductas son esperables de un sujeto (en este caso: contribuyentes y Administración) en un momento dado, en función de las peculiares circunstancias del caso concreto, siempre a partir de la jurisprudencia del TCA[8].
Asumiremos como premisa que la buena fe es en buena medida –por la propia laxitud del principio– lo que los Jueces (en este caso el Alto Tribunal) nos dicen que ella es. De ahí, y por la propia condición elástica y abierta de la figura, la necesidad de crear categorías que permitan mitigar el arbitrio judicial, y al mismo aporten pautas de referencia, tanto a los Jueces a la hora de fallar, como a los particulares y la Administración a la hora de apreciar el alcance de sus obligaciones y el significado de sus actos.
La buena fe tributaria involucra una comparación de conductas: una comparación entre la conducta adoptada por el contribuyente (o la Administración) en el caso concreto, y la conducta que debiera ser idealmente practicada o esperada conforme las expectativas ordinarias o normales en casos semejantes, de acuerdo al celo que la ocasión requiera[9].
Las circunstancias de tiempo y lugar habrán de adquirir un rol preponderante: en parte porque sólo a partir de ellas es posible alcanzar la justicia en el caso concreto, y en parte por la propia variabilidad de la noción de buena fe, que ofrece matices en función del contexto y de la cultura dominantes[10]. Las conclusiones de hoy, las exigencias que la buena fe puede imponer en los tiempos actuales, con seguridad han de ser diferentes en otro tiempo y lugar[11].
2. Buena Fe Objetiva y Buena Fe Subjetiva. Exclusión del Derecho Infraccional
La literatura es casi unánime a la hora de distinguir dos variedades de la buena fe, la denominada buena fe subjetiva, y la buena fe objetiva. Algunos autores prefieren hablar de buena fe “creencia”, y de buena fe “probidad” o “lealtad”[12]; las palabras pueden ser diversas, pero el concepto es el mismo. La primera de ellas refiere a un estado de conciencia de la persona que normalmente se traduce en el conocimiento o desconocimiento de ciertas circunstancias que el Derecho habrá de valorar a la hora de considerar la proyección jurídica del caso concreto, un estado sicológico o intelectivo que hace a la conciencia del sujeto.[13] En este estudio en cambio, el foco se habrá de centrar (con contadas excepciones) en la buena fe objetiva.
Esto es, es una pauta o arquetipo de conducta objetivable, aplicable genéricamente a quienes se encuentren en determinado contexto de tiempo y lugar. En suma, un standard de conducta.
Lo expuesto precedentemente deja fuera de nuestro campo de estudio el Derecho Infraccional y Sancionatorio[14]. La entidad de la exclusión impone una breve justificación, toda vez que la denominada buena fe –subjetiva en éste caso– está en la raíz de muchos de los institutos que dominan esas esas ramas de nuestra disciplina: la defraudación y la presunción de la intención de defraudar (art. 96 CT), la graduación de las sanciones (especialmente: los numerales 7º, 8º y 9º del art. 100 CT), o el error en tanto eximente de responsabilidad (art. 106.3 del CT)[15] La buena fe que planea esos aspectos del Derecho Tributario comparte el sustrato ético que sostiene la buena fe subjetiva: se valora positivamente la honestidad del sujeto ante determinada situación, en ocasiones su candidez, la ausencia de una intención espuria o reprobable por el orden jurídico. Excepto que ese estado de conciencia que el Derecho valora positivamente –sea para tutelar, sea para no reprimir–, muchas veces va de la mano con el error del sujeto, con una creencia equivocada, una ignorancia que explica el actuar del sujeto[16]. En particular en el campo del Derecho Tributario, donde la complejidad de la norma es una de sus singularidades más salientes[17].
Estamos pues en las aguas turbulentas de la teoría general del error (uno de los institutos más complejos de toda la teoría jurídica), en el ámbito de la culpabilidad y del Derecho Penal, si aceptamos que el Derecho Infraccional abreva de los mismos principios que éste última (o al menos las diferencias son más de matiz que de esencia). El lector advertirá que un excurso de este tipo con seguridad habría de diluir el foco de nuestro estudio, que tiene su eje en el Derecho Tributario[18].
3. Potencia Expansiva de la Buena Fe. El Peligro de los Principios
La vocación del principio de la buena fe, su espectro de aplicación en materia tributaria, es amplísimo: aplica indistintamente a todas las funciones del Estado –incluso la legislativa– y también a toda actividad o acto de proyección tributaria de cualquier sujeto, sean los particulares, sea el Estado.
Esa potencia expansiva de la buena fe, impone la necesidad de aplicar el instituto con particular virtuosismo, para no desvirtuar la figura ni diluir sus contornos técnicos. Especialmente si tomamos en cuenta que, en la medida en que la buena fe es connatural al Estado de Derecho, está siempre latente el riesgo de una aplicación indiscriminada de la figura, y (por ende) abusiva e inexacta[19]. No todo es buena fe, no todo puede resolverse sin más apelando a este principio. Al igual que la regla del acto propio –que es una de sus proyecciones, concreciones o vertientes (según la terminología que se prefiera)–, la buena fe no es una aspirina que cure todos los males, parafraseando al penalista Jiménez de Asúa. No puede (ni debe) verse en ella una panacea[20], un comodín polifuncional capaz de resolver todos los casos difíciles o las múltiples vicisitudes que afloran a diario en la relación entre la Administración y los contribuyentes[21].
Con todo acierto, nuestro máximo jurista en actividad ha alertado sobre el peligro de los principios, que tendrían “vocación irrestricta para proyectarse sobre toda clase de soluciones legales”[22]. De ahí la mesura, la sutileza y el refinamiento a los cuales convocábamos en algún estudio anterior. Y de ahí también la insustituible ponderación del Juez en el caso concreto –siempre necesaria–, so pena de abrir las compuertas a la arbitrariedad judicial, al facilismo, a un derecho de pura creación pretoriana; a eso que algunos han dado en llamar una “jurisprudencia de valores”. Precisamente porque –por sus propias características– todo sujeto que entra en relación con otros no debiera quedar ajeno a las exigencias de la buena fe.
4. La Buena Fe en el Código Tributario. Aplicación Coadyuvante y Residual del Principio
La buena fe es uno de los grandes fundamentos del Derecho todo. No se concibe un Estado de Derecho que no reconozca en la buena fe uno de sus lineamientos vectores o directrices principales. Un Derecho que no estuviera dominado por ese principio, no sería Derecho, o en todo caso sería un Derecho injusto.
Por eso no debe sorprender la vastedad de normas del CT que subyacen este principio, o mejor, que son también expresión de la buena fe. Sin ánimo de agotar el elenco, los siguientes institutos son (también) expresión (directa o indirecta) de la buena fe:
La defraudación, ya mencionada, prevista en el art. 96 CT, es manifestación de la buena fe en su versión negativa, que es la proscripción de la mala fe, la proscripción del ardid, del uso de las formas jurídicas manifiestamente inapropiadas.
Las obligaciones de los particulares edictadas en los arts. 68 y 70 CT, son en buena medida expresión del deber de colaboración que es propio de las relaciones jurídicas de larga duración. Es en la relaciones de larga duración donde la buena fe encuentra uno de sus campos más fértiles; y la relación tributaria con frecuencia adquiere esa dimensión –la larga duración– en un vasto universo de los casos[23].
El instituto de la consulta, contemplado en los arts. 71 y ss. del CT, en cuanto expresión de la seguridad jurídica, y, en lo que refiere más específicamente a la buena fe, a la proscripción de la sorpresa, en tanto establece que el cambio de criterio en relación al consultante “sólo surtirá efecto para los hechos posteriores a dichas notificación” (art. 74).
En línea similar puede mencionarse el art. 66 CT, en cuanto prescribe que ante todo corresponde acudir a la determinación sobre base cierta (“el conocimiento cierto y directo de los hechos previstos en la Ley como generadores de la obligación”), y que sólo en su defecto y de manera subsidiaria es factible acudir a la determinación sobre base presunta (“si no fuera posible conocer de manera cierta y directa aquellos hechos”). Si bien la norma puede verse (también) como expresión de los principios de realidad y de búsqueda de la verdad, es posible advertir en ella una manifestación de la buena fe en una de sus vertientes más señaladas: la laboriosidad, la proscripción del camino corto, en tanto expresiones del comportamiento activo que la doctrina reconoce como propio de la buena fe[24].
Otro tanto podría decirse de la escrituralidad de las actuaciones (arts. 44 y 45 CT), o de la obligación de notificar ciertos actos de manera personal (art. 51 CT), manifestación (entre otros) de los deberes de colaboración inherentes a la buena fe.
A esta altura del discurso, el lector podrá legítimamente indagar en cuanto al sentido de invocar un instituto o un principio general cuando hay tantas normas expresas. ¿Qué sentido puede tener convocar el instituto de la auto–responsabilidad (manifestación de la buena fe) –por ejemplo– cuando el art. 66 CT establece que en ausencia de contabilidad (“ausencia total o parcial de registros contables”) es legítimo acudir a la determinación sobre base presunta?
La pregunta es particularmente pertinente. Si el Derecho es una herramienta de convivencia social, una doctrina jurídica sólo puede preciarse de tal en la medida en que sea útil, es decir, cumpla una función que le permita contribuir en la dilucidación de una determinada situación. Si no la cumple –o bien (lo que es lo mismo) es suplida por otras doctrinas–, no tiene razón de ser; es un ejercicio puramente académico.
Son varias las respuestas que aquí pueden ensayarse.
La buena fe en tanto principio general sirve de criterio informador, de interpretación y aplicación de todo el orden jurídico. Siendo la buena fe la vía de irrupción del contenido ético–social del Derecho, las más de las veces los Jueces acuden a ella de manera casuística e inconexa como una manera de apelar a la razón de justicia que debe prevalecer en la resolución de un determinado conflicto.[25] Quiere decir que de manera un tanto intuitiva, carente de mayor rigor técnico, brinda al juzgador una herramienta inicial a la hora de orientar su fallo: ¿hacia dónde debe dirigirse la sentencia, quién tiene razón?[26]
Pero más allá de esto que no deja de ser una pauta general de la mecánica mental del Juez, no todas las preguntas encuentran en la ley solución expresa: están las limitaciones emergentes de la estructura de la ley, que por su naturaleza general en ocasiones es insuficiente para contemplar el universo de situaciones. Hay allí un campo fértil en que el principio puede florecer en ausencia de las reglas. Es la aplicación residual de la buena fe: en tanto principio general de derecho, si existe una regla legal expresa que contemple el caso, debe preferirse la solución de ésta por encima del principio[27].
Además, la norma tampoco garantiza en todos los casos la realización de los valores constitucionales que deben presidir la solución del caso[28]. Como veremos más abajo, existen situaciones que sólo la buena fe logra colmar: sin este principio, no se alcanza la solución justa en el caso concreto. Especialmente en un ámbito donde la complejidad de la norma se erige en lo que un autor francés ha denominado uno de los dos principales males del Derecho Fiscal[29].
Un ejemplo podrá ilustrar el punto.
Supóngase el caso de un contribuyente que a la hora de pagar un impuesto por una cuantía varias veces millonaria, omite pagar la suma de $ 1. ¿Se le tipifica la infracción de mora por la no extinción de la deuda (art. 94 CT), o se hacen prevalecer consideraciones de justicia y razonabilidad para atenuar el rigor de una aplicación irrestricta del principio de legalidad? Sólo a través de la buena fe podrá llegarse a la solución justa del caso: esto es, si no apelamos al principio de la buena fe –en alguna o algunas de sus manifestaciones: en especial, la razonabilidad–, no es posible alcanzar la solución justa al caso concreto (y en su mérito será menester tipificar la infracción de mora con la correspondiente multa y recargos. Solución que a nuestro juicio luce injusta)[30].
En Alemania, los tribunales han aplicado el principio de la buena fe para liberar al contribuyente del pago de un impuesto más alto, debido a que había pagado su impuesto con un día de retraso confiando en la información objetivamente equivocada que le había dado un funcionario de la Oficina de Impuestos[31].
En otros casos, la buena fe permitirá aportar una perspectiva distinta del caso, que permitirá robustecer la solución, o bien arrojar luz allí donde la solución no surgía con nitidez. Es lo que podemos dar en llamar la buena fe coadyuvante. No sustituye otras soluciones (sean reglas o principios), sino que los complementa y refuerza.
En el 2005, la Ley N° 17.930 consagró (en su art. 463) facultó a la Dirección General Impositiva (“DGI”) de suspender el certificado de vigencia transcurridos 90 días de decretadas medidas cautelares por la Justicia. Desde entonces, ha quedado instalada la duda en torno a la constitucionalidad de la norma a la luz del principio de la tutela jurisdiccional efectiva (y en especial, la prohibición del aforismo solve et repete)[32]. Desde ése ámbito, nuestra Suprema Corte de Justicia ha desechado la inconstitucionalidad de la norma, atento a la (amplia) postura tradicional del Alto Cuerpo en el sentido que la tutela jurisdiccional queda satisfecha cuando la persona ha tenido su día ante el tribunal[33].
Hoy, sin embargo, creemos que, si el tema se encarara desde la óptica de la buena fe, la cuestión podría verse con mayor claridad y quizás podría ser de más fácil dilucidación. Porque la buena fe impone una barrera en la actuación de la Administración: no se puede ni debe constreñir al contribuyente al pago del tributo. Ella supone –también– un límite en lo que a hace a los medios a los cuales el legislador puede apelar para exigir el pago de los tributos[34]. El Derecho consagra una serie de mecanismos de fiscalización, sanción y ejecución de la norma tributaria, a la vez que consagra figuras infraccionales y penales que de por sí contribuyen a mitigar posibles incumplimientos y a mantener a un universo de individuos al margen de la infracción y del delito; son esos los instrumentos que el sistema legal entiende necesarios y suficientes para cumplir la función disuasiva que es propia de tantas normas tributarias. Son aquellos los medios que el Derecho reconoce legítimos para instar a la observancia de las normas tributarias, sin necesidad de acudir a niveles mayores de coerción. Niveles estos últimos que son rayanos con lo que el Código Civil denomina violencia moral y que en cuanto tales aparecen (a nuestro juicio) reñidos con la buena fe[35]. Así lo avala –creemos– el art. 84 del Código Tributario (“el CT”) en cuanto proscribe el solve et repete, es decir, la exigencia de que primero hay que pagar para la luego recurrir o accionar.
Por tanto, si se demostrara que la Ley no tiene otro sentido que ése –constreñir al pago al contribuyente–, a nuestro juicio la ley debiera ser declarada inconstitucional por ser violatoria del principio de la buena fe[36]. Del mismo modo, si se demostrara que en la práctica la aplicación de la norma y la consiguiente suspensión del certificado no persiguieron otro objetivo que amedrentar al contribuyente, creemos que la suspensión del certificado haría al Estado pasible de responsabilidad por violación del mismo principio[37].
Otro tanto cabría decir de la actuación del Estado en el ejercicio de potestades reglamentarias. Por ejemplo, creemos que el Poder Ejecutivo viola el principio de la buena fe cuando, sobre el filo del cierre del ejercicio –cuando ya casi no existen posibilidades materiales para que el contribuyente se reacomode (o reorganice su estructura de financiación)–, se dicta un Decreto que toma por sorpresa al contribuyente y modifica el régimen del ajuste por inflación, casi de manera retroactiva.
La referencia corresponde al Decreto N° 359/015 (29 diciembre 2015), por el cual se impidió a los contribuyentes que hubieran cerrado su ejercicio anual al 31 diciembre 2015, y en lo sucesivo, la realización del ajuste por inflación previsto para el Impuesto a la Renta de las Actividades Económicas (“IRAE”), siempre que el porcentaje de variación del índice a considerar, ocurrido entre los meses de cierre del ejercicio anterior y del que se liquida, no haya superado el 10%. La aprobación del referido Decreto y su inmediata publicación en el Diario Oficial tuvo por efecto su aplicación a los ejercicios fiscales en curso y, de modo especial, la eliminación del ajuste por inflación a los contribuyentes de IRAE cuyos ejercicios fiscales cerraban el 31 diciembre 2015. Y ello por cuanto a la fecha de aprobación y publicación del Decreto era ya casi un hecho que el Índice de Precios al Productor de Productos Nacionales (“IPPPN”) y el Índice de Precios al Consumo (“IPC”) no habrían de tener una variación superior al 10% en el año 2015. Vale decir que la aprobación del Decreto cuestionado implicó un cambio casi súbito de las reglas de juego en materia de IRAE, reñido con exigencias de seguridad, certeza, previsibilidad y confianza, todas ellas impuestas por el standard de la buena fe.
En efecto. Creemos que, si bien en su momento la cuestión fue vista mayormente a partir del principio de certeza y seguridad jurídica, la perspectiva desde el ángulo de la buena fe –ciertamente no excluyente sino complementaria– a nuestro juicio enriquece y engloba todas las otras (con las cuales guarda una estrecha vinculación). Tal como se expresara en la literatura brasileña, el “poder público no puede sorprender a los administrados, prepararles una emboscada, actuar deslealmente, ni tampoco puede contrariar la confianza que debe pautar la conducta del Estado”[38].
Proyecciones todas ellas que cobran particular relevancia en momentos en que, al influjo (entre otros) de la conocida Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (y del grupo de países que la apuntalan, llámese Grupo de los 7, Grupo de los 20 u otros), se ha introducido en el Derecho nacional –en un lapso relativamente corto– una avalancha de normas que amenazan conmover la sabia economía del Código Tributario; y amenazan también erosionar ciertas bases fundamentales de nuestra mejor cultura y tradición jurídicas (la vista previa sería una de ellas). De ahí la necesidad –también– de convocar y volver una vez más al sustrato ético que planea el instituto de la buena fe[39].
La pregunta del comienzo –la utilidad de la buena fe en el campo tributario– cobra especial virtualidad en los ámbitos del Derecho Tributario Formal y del Derecho Procesal Tributario (capítulos tercero y cuarto del CT). Porque las exigencias o proyecciones de la buena fe que habremos de reseñar –siempre a partir de la agrupación de casos que comparten un núcleo común–han sido ya abundantemente estudiadas en nuestro medio por la vasta y rica literatura administrativista. Excepto que lo han sido (quizás en la mayoría de los casos) bajo otros prismas o ángulos de análisis: a saber, motivación del acto, desviación de poder, celeridad del procedimiento, debido proceso, o informalismo en favor del administrad[40]. Todos ellos son institutos largamente decantados –y particularmente útiles– en el ámbito del Derecho Administrativo. Esos institutos han sido y siguen siendo particularmente útiles. La buena fe no viene a desplazarlos ni tampoco a ocupar su lugar, al punto que el art. 2 del Decreto 500 enumera unos y otros. De hecho, el sustrato de esas figuras es compartido con la buena fe, que privilegia la rectitud y coherencia del comportamiento, la conducta transparente y pro–activa.
Tal como se verá en ocasión de analizar los casos en las categorías que hemos agrupado, la buena fe en muchos casos logrará suplir o aportar algún ingrediente adicional allí donde esas figuras del Derecho Administrativo no puedan llegar o sean insuficientes; o bien, en el peor de los casos, ratificará la solución a la cual se arriba a través de los restantes institutos mencionados, que como decíamos se encuentran ya largamente decantados en el pensamiento administrativista y en la jurisprudencia patria. Así, la motivación del acto, o la necesidad de dar vista previa, son habitualmente enfocadas desde la óptica del derecho de defensa; pero ambas son también expresión de la buena fe (en particular en una de sus acepciones: la transparencia).
Como veremos, esas figuras permanecen incambiadas. La buena fe quizás permita, con un poco de fortuna, y dependiendo siempre de las circunstancias del caso, arrojar una mirada distinta, una luz diferente, que en muchos casos podrá aportar la solución del caso –allí donde no haya regla ni otros institutos derechamente aplicables–, y en tantos otros, por fin, no habrá más que ratificar la conclusión a la cual se arriba por el camino de otros institutos como los que se viene de mencionar. En este sentido, justo es reconocer que, si alguna singularidad pudiera atribuirse a este estudio, no es otra que la peculiaridad de su enfoque: esto es, agrupar o nuclear esas sentencias bajo una unidad conceptual diversa, la buena fe.
Por fin, la norma no siempre es clara. En palabras de Celso Lafer, “la relación entre las normas y la realidad es siempre más problemática que automática”[41]. Vale decir, la claridad de la solución legal no siempre es un dato de la realidad que pueda tomarse sin más. Ni tampoco deja de ser azarosa la tarea de subsunción de los hechos en la norma, tarea a la cual el Tribunal ha referido en más de una ocasión[42]. Allí donde esa claridad no existe, es dable acudir a la buena fe, ya de manera subsidiaria, ya de manera coadyuvante.
5. Buena Fe y Principio de Legalidad
El alcance de nuestro estudio será forzosamente limitado, para circunscribirnos exclusivamente a un único terreno, seguramente el más fértil, que es la visión de la buena fe en el campo del Derecho Tributario Formal (y Procesal Tributario); más precisamente, su incidencia en el procedimiento tributario, enfocado a partir de la jurisprudencia tributaria del TCA[43]. Campo éste expresamente convocado por el Decreto 500, que identifica la buena fe entre los principios que rigen el procedimiento administrativo (art. 2(k) y 6).
Ya Sayagués advertía que la extensión del principio de la buena fe al Derecho Administrativo, no significaba que en éste último tuviera las mismas consecuencias que en el Derecho civil o comercial[44] [45]. Estamos en el ámbito del Derecho Público, donde la actuación de la Administración está dominada (entre otros) por el principio de legalidad, especialmente si nos situamos en el ámbito del Derecho Tributario Formal, donde la actuación de la Administración es reglada: sólo corresponde aplicar la ley.[46] Pero como enseñaba Valdés, la ley por sí sola no es suficiente; es imprescindible que se ajuste a las normas y principios establecidos expresa o implícitamente en la Constitución.[47] Ahí ingresa la buena fe. A lo cual cabe agregar que la ley debe ser individualizada en el caso concreto, y en atención a las circunstancias de éste. Y en ese proceso de creación jurídica, “la ley no es ni el grado único, ni siquiera el grado supremo del orden jurídico”[48].
Como se comprenderá, en el campo del Derecho Tributario Material –donde al decir de Valdés todo lo relativo a la existencia, estructura y cuantía de la obligación tributaria es materia reservada a la Ley–[49], las proyecciones del principio de la buena fe resultan, a primera vista, naturalmente más limitadas. Es decir: la buena fe es de suyo inidónea, per se, para crear un tributo o una exoneración; hasta donde nos consta, son pocos los que han pretendido semejante alcance de la figura a la hora de extender el principio de la buena fe a la esfera tributaria[50]. En cambio, sí postulamos que, al tiempo de aplicar la norma al caso concreto –aun la norma de Derecho Tributario Material–, la buena fe pueda erigirse, en función de las circunstancias del caso, en una pauta interpretativa válida, en cuya virtud la pretensión tributaria del Estado pueda verse ratificada o bien desvirtuada. Especialmente en aquellos casos en que el sentido de la regla dista de ser claro, o donde la Administración, con sus actos, haya generado un estado de confianza que deba ser tutelado. Una autora brasilera lo ha puesto en términos por demás esclarecedores:
“Ni la buena fe del contribuyente, ni su ignorancia, ni su desinformación, pueden crear tributo inexistente a favor de la Hacienda Pública. Pero la buena fe del contribuyente y la confianza legítima que él debe depositar en los órganos públicos, deben contar a su favor para atenuar, flexibilizar o hasta para impedir la aplicación de ley de imposición expresa”[51].
Tendemos a creer que los principios generales son varios y que no son ni monopólicos ni excluyentes. El punto estriba en la ponderación de principios, de qué manera se logra conjugar unos con otros cuando pudieren entrar en conflicto; en ocasiones uno podrá prevalecer sobre otro, se acentuará un principio y el otro se atenuará, sin que por ello sea menester inferir la partida de defunción de ninguno de los institutos convocados[52]. Para usar las palabras del Tribunal en Dutra,
“los principios, a diferencia de las reglas, no se aplican en términos de todo o nada, sino de acuerdo a su dimensión de peso en la argumentación (…) El mecanismo utilizado por la técnica jurídica para resolver en estos casos, es el juicio de ponderación, que llevará a decidir cuáles principios se priorizan dada una determinada hipótesis de hecho y cuáles se dejan en un segundo plano”[53].
El ejemplo que convocáramos más arriba a propósito del contribuyente que paga la cuantía de un impuesto millonario con un peso de menos, ilustra el punto cabalmente. De la misma manera, supóngase el caso de una resolución de la Administración Tributaria claramente ilegal. Si el contribuyente se atuviera a la resolución de la Administración, entendemos que su conducta debiera ser irreprochable, aun cuando la Administración revisara luego su criterio y optara por consagrar una solución arreglada a Derecho. Porque debe prevalecer la confianza (de buena fe) depositada por los particulares en la interpretación de la Administración, sin perjuicio del derecho –y la obligación– de ésta de revisar el criterio genérico adoptado para acomodarlo a la ley[54]. ¿Hay allí claudicación del principio de legalidad? Creemos que no; sí una atenuación de su rigor –algunos hablan de morigeración, otros de dulcificación–, que da cabida a la tutela de la confianza de los contribuyentes. En Brasil, se ha escrito (siguiendo el pensamiento de Sainz de Bujanda) que el Derecho Tributario debe ser no solamente legal, sino también justo. Con cita del eminente autor español, se ha expresado que “si el sistema tributario es una obra del Derecho, fundado por ende en la Justicia, no basta que el tributo sea legal, es necesario que sea también justo”. De manera tal que en no existe antinomia entre la función recaudatoria del Derecho Tributario, y el respeto de la dignidad humana, sustento de la buena fe[55].
II. La Tipología: Consideraciones Generales [arriba]
Todos reconocemos que la buena fe, en cuanto principio general de derecho, encarna una serie de valores que planean el orden jurídico, que con variantes son unánimemente reconocidos por todos los autores: hemos visto ya que es un lugar común la referencia a la honestidad, probidad, sinceridad, confianza mutua, lealtad, responsabilidad, solidaridad, seguridad y previsibilidad del orden jurídico, fidelidad, cohesión social, por citar los más frecuentemente nombrados[56].
También es útil hablar de los denominados disvalores o contra–valores, pues nos ayudan a visualizar el valor en toda su dimensión y en su cabal sentido: insinceridad, deslealtad, deshonestidad, irresponsabilidad, infidelidad, etc.
Pero es necesario aterrizar esos valores en términos más tangibles. Porque como decía Larenz, la buena fe necesita de concreción[57]. La referencia a la concretización, a la especificación, es casi una constante[58]. Nos explicamos: es frecuente apelar a la buena fe, y son frecuentes también las referencias a la lealtad, honestidad y probidad que la buena fe significa. Es menester –por tanto– el mentado aterrizaje o especificación, ese salto adicional que nos permita inferir, por ejemplo, que la buena fe proscribe denominar acta final de inspección a un documento que ontológicamente no reúna las características de ese instituto; o que el uso de estratagemas artificiosos que abusan de las formas jurídicas, es inoponible al Fisco porque la buena fe veda el fraude a la ley fiscal.
En este mismo sentido, es curioso observar que el Decreto 500, a lo largo de su extenso articulado, explicita varios de los principios generales que anticipa en su art. 2: así, la impulsión de oficio es desarrollada en los arts. 56 y siguientes; el de verdad material en el art. 4 del mismo Decreto; el de economía y celeridad en los arts. 8, 60 y 61; y la motivación del acto es explicitada en los arts. 123 y 124. Sin embargo, es muy poco lo que habrá de agregar en punto a la buena fe: precisamente por las dificultades de una definición, el art. 6 refiere, de manera un tanto general, que “todos los participantes del procedimiento, ajustarán su conducta al respeto mutuo y a la lealtad y buena fe”. Este vacío ha sido llenado por la jurisprudencia con el apoyo de la doctrina.
Entre nosotros ha se expresado con singular claridad:
“Habitualmente se enseña que debe entenderse por buena fe ´la conducta leal, honesta, correcta, escrupulosa, incluso solidaria´. Pero esto no es suficiente; lo que importa es precisar cuándo un contratante actúa lealmente, y aquí la fuente decisiva es el ´derecho vivo´, esto es, las sentencias judiciales”[59].
Es por eso que es necesario construir los puntos de referencia, los grupos de casos que, en la medida en que reflejan una aplicación jurisdiccional reiterada del principio a situaciones similares o análogas, son idóneos para construir categorías de conductas esperadas[60].
Esos conjuntos de casos debieran servir, de un lado, de faro orientador para asistir al Juez en su labor (en éste caso: al TCA), y al mismo tiempo establecer un freno para contener la inevitable discrecionalidad del Juez a la hora de aplicar un concepto jurídico indeterminado como la buena fe[61]. Si se acepta –con un amplio espectro de la literatura comparada– que la buena fe es la herramienta que la jurisprudencia ha encontrado a la hora de encontrar una solución justa allí donde ésta no habría sido factible sin una dosis de dulcificación en la aplicación de las normas[62], ha de convenirse que la búsqueda de esa solución justa debe ser jurídica y como tal enmarcarse en los carriles propios de la disciplina que cultivamos. En esta línea se ubica –creemos—el pensamiento del Juez Leslie Van Rompaey: “El instrumento más fructífero para lograr la justificación del caso concreto, lo conforman los principios generales de derecho”[63]. Todo ello –agrega el autor– sin caer en las soluciones contra legem, ni en el desenfrenado arbitrio judicial, ni en una suerte de escuela libre del derecho[64]. Consideraciones todas ellas que suscribimos en todos términos.
He aquí expuesta la tarea que nos hemos impuesto en este análisis.
Esa agrupación de casos es posible precisamente porque detrás de todas las manifestaciones o expresiones de la buena fe que habremos de reseñar, subyace, en mayor o menor medida, una nota común: un juicio de reprochabilidad, un obrar torcido, avieso, desleal, reticente o poco transparente, a veces irrazonable, o al menos contrario a la finalidad de la norma –o a la conducta que espera el sujeto con quien se ha entrado en relación, llámese Administración, llámese contribuyente–.
En la inmensa mayoría de los casos relevados, el transgresor de la buena fe procura, mucho más que actuar la ley o cumplir sus obligaciones, prevalecer en el litigio (cuando no violentar la ley). ¿Cómo lo sabemos? Atendiendo a la motivación, a los móviles que hay detrás de la conducta o del acto en cuestión: es el descubrimiento del propósito que se esconde detrás de la conducta –naturalmente exteriorizado a través de signos o manifestaciones externas–, el que habrá de echar luz e iluminar el juicio de reprochabilidad[65].
El caso Sabid –sobre el cual habremos de volver más adelante– ilustra la especie. Antes de que venciera el plazo para evacuar la vista, la Administración se apresura y ordena dictar el acto de determinación. ¿Por qué? Porque la Administración era consciente de que –a partir de la nueva prueba diligenciada (de la cual estaba dando vista)–, no sólo surgiría una deuda tributaria menor a la inicialmente había estimado, sino que también el contribuyente accedería a otros elementos probatorios que habrían de reforzar la postura de éste último (Sentencia N° 391/014, 30 Setiembre 2014)[66].
Todo ello sin perder de vista que con singular frecuencia, los institutos jurídicos aparecen entrelazados unos y otros, de modo que rara vez la buena fe se presenta de manera aislada o en estado de pureza[67]. Así, en el caso Torre Casino (537, 28 Agosto 2012)[68], no estaba claro qué órgano había expedido el acto (o a quién debía éste atribuirse); por ende, tampoco resultaba claro de qué manera debía impugnarse y por eso se discutía ante el TCA si la vía administrativa había sido correctamente agotada o N° Justamente, el caso podía encararse ora como una cuestión de acceso a la justicia, ora como una manifestación del aforismo según el cual nadie puede ampararse en su propia culpa. También podía abordarse bajo la óptica de la protección de la confianza en la apariencia generada (así lo vio el propio TCA), e incluso, lisa y llanamente, como expresión de la carga de hablar claro, que es también expresión de la buena fe.
Cualquiera fuera el principio invocado, la solución sería la misma: los recursos habían sido eficazmente planteados y por tanto la vía administrativa había sido debidamente agotada. Esto significa que si bien ciertas conductas o comportamientos nosotros los habremos de estudiar (exclusivamente) como corolarios de la buena fe, justo es decir que no son patrimonio exclusivo de ésta, sino que suelen ser también estudiados y compartidos junto con otros institutos. Lejos de contraponerse, esos enfoques se complementan y enriquecen. Vale decir que esas visiones –y la buena fe– resultan compatibles (porque no hay en la buena fe nada que sea incompatible con aquellas lecturas), confluyentes (porque desembocan en una misma solución del caso), y complementarias (lejos de excluirse, ambos enfoques se complementan).
Las categorías creadas no son perfectas ni excluyentes. Es decir, una misma conducta puede quedar encartada bajo más de una categoría, o, lo que es lo mismo, una misma sentencia puede enmarcarse en diversas categorías. En la medida en que todas las categorías participan de un tronco común (la buena fe), los límites entre una y otra categoría muchas veces podrán resultar imperfectos, difusos, o incluso antojadizos.
La enumeración tampoco pretende agotar el elenco. Por la simple razón que la realidad será siempre más rica que cualquier intento de categorización que pudiéramos ensayar[69]. De ahí que en la literatura española haya podido señalarse con todo acierto que la dogmática moderna
“ha renunciado a la elaboración de una tipología exhaustiva. Pero es propicia sin embargo a la definición de institutos típicos derivados de una reiterada aplicación judicial a grupos de casos semejantes, definición que puede aportar ciertas pautas en la construcción de la solución jurídica y ciertos límites por tanto a la inevitable discrecionalidad judicial (…)”[70].
Como se comprenderá, la buena fe tributaria es un camino de ida y vuelta, que obliga tanto a los particulares como a la Administración[71]. Hoy se acepta pacíficamente que en una sociedad democrática y liberal, nadie puede estar excluido de la obligación de actuar de buena fe[72]. Ello sin perjuicio de dejar anotado que la literatura comparada dedicada al estudio de la buena fe objetiva en el terreno tributario, se ocupa mucho más de la buena fe de la Administración que aquélla que obliga a los particulares[73].
Dicho eso, la incidencia de la buena fe no es exactamente la misma en un sentido y otro[74]. Entre otros, porque existen una multiplicidad de normas que reglan la actuación del Estado en la aplicación de la norma en general y en el procedimiento administrativo en particular. Y porque es el Estado quien inviste la triple calidad de creador de la norma, ejecutor, y Juez. Por lo demás, si se acepta –en temperamento ciertamente opinable– que la buena fe es el elemento tipificante del abuso de derecho propio de la planificación tributaria ilegítima (asimilable a lo que el CT denomina formas jurídicas manifiestamente inadecuadas), es natural que esa proyección de la buena fe imponga un standard de conducta –en el caso: un límite de actuación– extensible únicamente a los contribuyentes.
Por fin, una breve reflexión en punto a las consecuencias de la transgresión del principio de la buena fe.
Las implicancias jurídicas pueden ser dispares. De hecho en la literatura especializada (iuspriviatista) es frecuente hablar de una pluralidad de remedios[75]. En lo que a nuestro ámbito refiere, habrá que estar a las peculiaridades del caso concreto, particularmente a la entidad del apartamiento de que se trate y a las obligaciones omitidas y/o a los derechos que se hubieren cercenado; muchas veces serán esos derechos violentados –por ejemplo: el derecho de defensa– los que hayan de dar la medida de las consecuencias jurídicas que emergen de la desviación de marras.
En cualquier caso, esas consecuencias podrán ser variables y oscilar entre la privación de efectos del acto transgresor, la reparación de los daños y perjuicios causados, la condena en costas y costos, o aun la anulación del acto administrativo, conforme correspondiera[76]. Justo es decir que atento a un principio de trascendencia –presente también en la teoría de las nulidades en materia administrativa–[77], bien podría suceder que una transgresión aislada y menor del standard resulte inconsecuente, tal como lo ha recogido la jurisprudencia del Tribunal especialmente en cuanto refiere a vicios de forma[78]. En esa línea, la jurisprudencia del TCA ha distinguido entre vicios influyentes y vicios no influyentes en punto a la toma de decisión final por la Administración: “no toda irregularidad vicia el acto … (sino solamente) aquella que lo inficiona pesando o influyendo, de manera decisiva, en el contenido del procedimiento de la Administración” (Pérez Fernández, 357, 16 Junio 2016)[79]. Razones todas ellas que lejos de echar sombra sobre el sentido de extender la aplicación de la buena fe a la materia tributaria, la ratifican con creces.
La palabra tiene diversas acepcione[80]. Vaya por delante que la transparencia de la cual hablamos, nada tiene que ver con la transparencia a la cual refiere la denominada Ley de Transparencia Fiscal (Ley N° 19.484, del 5 enero 2017). (Respecto a ésta última, nada menos que Sainz de Bujanda solía decir que no existe noción más oscura en el mundo del Derecho Tributario que el concepto de transparencia fiscal).
La transparencia que ahora nos convoca es aquella que impone al Estado el deber de desarrollar la actividad financiera de acuerdo a pautas de claridad, apertura y simplicidad[81]. Es la proscripción de la reticencia y de la vaguedad allí donde existe la obligación de actuar y/o hablar, con escrupulosidad y cristalinidad[82]. Es la interdicción del comportamiento omiso y la obligación de romper el mutismo allí donde el silencio, o bien la omisión o la inacción, pueden inducir en una creencia equivocada o a una solución contraria a Derecho . Al igual que la buena fe, no se concibe un Estado de Derecho que no sea transparente. Una actuación reñida con la transparencia, resultará ineludiblemente reñida con la buena fe[83], toda vez que la buena fe impone una conducta honesta, inequívoca, veraz, prístina, que no traicione la confianza razonable de la otra parte[84].
Tal como se ha podido afirmar en nuestro medio, “la transparencia, la verdad y los derechos conjugan una trilogía necesaria para el cumplimiento del ´contrato social´ erigido a través de la fundación del Estado en el cumplimiento de sus fines y cometidos”[85]. Si en un Estado democrático de Derecho la arbitrariedad está vedada, y si es correcto que es de su esencia la necesidad del Estado de justificar sus decisiones y de permitir a los ciudadanos el control de su actuación, fluye que la transparencia hace a lo que hoy se denomina la calidad democrática de una nación[86]. Porque no puede haber un control genuino sin trasparencia de la Administración. Es decir, sin una actuación que brinde los medios para ejercitar ese contralor: esto es, una actuación (como decíamos más arriba) traslúcida, diáfana, libre del ardid, de medias tintas o de medias verdades, de ocultamientos y de silencios allí donde existe la carga de hablar y de ser explícitos[87]. Conductas o cualidades –todas ellas– que son propias de la buena fe, invariablemente asociada a las virtudes sobre las que insiste la unanimidad de los autores (y tantas veces citadas a lo largo de esta nota): sinceridad, lealtad, escrupulosidad y probidad[88].
Se trata de explicar, de no ocultar eventuales carencias o errores, de no inducir en error a través del silencio o de la simple inacción (allí donde no hay razones que impongan la reserva)[89]; sobremanera cuando la información o los datos que no se dan a conocer pudieren traducirse en un resultado adverso o contrario a la pretensión o a la postura de la Administración en un determinado procedimiento (o, lo que es lo mismo, cuando sería razonable inferir que el conocimiento –por el particular– de la información silenciada habría de robustecer la pretensión de éste). Y sobremanera también cuando se es consciente –o aun: cuando razonablemente se debe ser consciente– de que, de no develarse el dato o la información ocultos, el resultado será contrario a Derecho[90] [91].
Este pensamiento ha permeado la jurisprudencia tributaria del TCA, que en una de sus máximas mejor logradas –si ésa es la expresión que cabe– ha dicho que
“la hermenéutica propiciada por el Cuerpo realiza los valores que moralmente son deseables en un Estado de Derecho. Particularmente, el de la transparencia en la actividad de la Administración Pública, desde que no cabe amparar posturas de los órganos públicos que no se articulen por medios nítidos, límpidos y reales” (Sentencia 315/015, 27 Setiembre 2011)[92].
Estas líneas directrices han encontrado múltiples manifestaciones en esa misma jurisprudencia tributaria. El elenco es vastísimo y no habremos de agotarlo. Así, el Tribunal ha relevado la ausencia de actuaciones escritas[93]; o ha observado una decisión del Director General de Rentas que, al tiempo de dictar el acto de determinación, sin explicación alguna se apartó del dictamen de los servicios jurídicos de la DGI.[94] Por eso hemos seleccionado aquellos casos que, en virtud de su reiteración, pautan una orientación o tendencia.
Una primera orientación en la jurisprudencia del TCA en la materia, se vincula a los standards de rigurosidad que la Administración debe observar a la hora de proceder a una determinación sobre base presunta en función de las previsiones del art. 66 del CT.
Así, el Tribunal ha subrayado la obligación de la Administración de identificar los índices o márgenes de utilidad aportados por terceros y utilizados por aquélla.
En el caso Meyer estaba involucrada una casa de cambio de la ciudad de Young. En el marco de una determinación sobre base presunta, la DGI había re–calculado la utilidad del establecimiento a partir de un margen que la Administración había obtenido en base a información aportada por terceros (según se expresa en los considerandos de la sentencia). Excepto que en el expediente esos terceros en ningún momento fueron identificados. Con lo cual, en opinión del TCA, el contribuyente mal podía controlar el verdadero alcance de esos índices. Con singular contundencia, dijo el Tribunal:
“No puede prohijarse (...) que parte del material probatorio se encuentre inaccesible al interesado (...) Si la Administración no puede revelar la identidad de los titulares de la información que le aportan los datos para el acto de determinación, la Administración debe abstenerse de esa prueba"[95].
Si se emplea información de terceros, es necesario que ésta sea transparente –la expresión es del Tribunal–, pues de otro modo resulta imposible el control del obrar administrativo: “es necesario que pueda conocer la identidad del tercero, so pena de quedar en situación de total indefensión, como ocurrió en la emergencia”.
Adviértase que no se puso en tela de juicio la exactitud o inexactitud de la información considerada por la Administración, sino la transparencia de la información, más concretamente, su origen, la fuente de la información.
Tampoco escapará al lector que si bien el TCA no ignoró la transparencia que estaba en juego –de hecho, la convocó a texto expreso–, la cuestión fue dilucidada a partir del derecho de defensa del contribuyente, del contralor que pudo ejercer o no sobre el material que servía de fundamento al acto de determinación. Conforme anticipado líneas arriba, no son caminos argumentales excluyentes, sino complementarios y confluyentes. El cercenamiento de ciertos derechos –en este caso: el derecho de defensa– ilustra acerca de la entidad o trascendencia de la transgresión de la buena fe, y por ende permite despejar en qué medida ésta última transgresión habrá de viciar el acto administrativo de nulidad. He aquí una nota característica de la buena fe: a partir de la reprochabilidad de la conducta, ella nos ilumina entorno a la posible ilicitud de los comportamientos involucrados. Serán otros institutos –en este caso: el derecho a una defensa plena–, los que, en muchas ocasiones, complementando ese punto de partida, habrán de determinar y afinar las consecuencias concretas de esa ilicitud, en este caso la anulación del acto.
La especie ofrece dos singularidades adicionales. La primera: si bien las mentadas planillas no fueron incorporadas al expediente administrativo, fueron agregadas con posterioridad al proceso jurisdiccional, como parte de la prueba documental ofrecida. Lejos de superar la objeción, el Tribunal interpretó que esa agregación (ocurrida en el transcurso de la acción de nulidad) no hizo más que “dejar de manifiesto la irregularidad en la que incurrió durante el procedimiento administrativo”. El standard está claro: si se trata de controlar la juridicidad del acto administrativo de determinación, lo que importa son los elementos que el expediente exhibe al tiempo del dictado del acto; más específicamente, los elementos que resultaron accesibles al contribuyente al tiempo en que éste pudo ejercer los contralores del caso (en oportunidad de la vista previa). La segunda: la documentación agregada era “copia fiel” de la documentación original, que había quedado en poder del equipo inspectivo. El Tribunal releva este extremo, que al parecer –la sentencia no lo aclara– el Tribunal mira con recelo. El standard –agregamos nosotros– es ciertamente elevado: sin la documentación original, no están dadas las garantías del caso. El Tribunal no aporta mayores pistas para justificar la conclusión, motivo por el cual sólo podemos ensayar conjeturas: es posible que sin los originales no exista (para el contribuyente al menos) la plena certeza de que el material incorporado contenga la totalidad de los originales correspondientes. Y fundamentalmente –seguimos conjeturando– el Estado tiene no sólo la obligación de ser transparente, sino también la carga de parecerlo, de modo de aventar toda clase de sospechas sobre la cristalinidad de su proceder. ¿Por qué? Precisamente por tratarse del Estado.
Una situación parangonable a Meyer, se dio en el caso Lubricar. La Dirección Nacional de Aduanas (“la DNA”) había desconsiderado el valor de transacción declarado por el contribuyente al tiempo de la importación. Para la fijación del nuevo valor en aduana, la Administración había tomado en consideración el valor de mercaderías idénticas y de mercaderías similares, conforme las previsiones del Acuerdo de Valor en Aduana GATT/OMC. No obstante, no explicitó qué mercaderías idénticas y similares habían sido relevadas: “esta información permaneció inaccesible para la interesada”, que por ende no pudo controlarla adecuadamente. El Tribunal expresó: “si se utilizaron datos de otras empresas para compararlos con las operaciones de la actora y descartar sus declaraciones, estos datos debieron necesariamente estar (a disposición del contribuyente) para que pudiera ejercitar debidamente sus defensas”[96].
No menos contundente es la jurisprudencia del Tribunal en lo que refiere al material probatorio que sustenta la reliquidación practicada por la Administración: en lo que a esta altura ha devenido un verdadero postulado del TCA, éste tiene establecido que todos los elementos relevantes que han de erigirse en el sostén de la determinación, deben ser pasibles de contralor por parte del contribuyente/responsable (en tiempo oportuno), y por ende deben haber sido incorporados al expediente administrativo previo al otorgamiento de la vista de las actuaciones.
El caso Santín es emblemático. En ocasión de inspeccionar un garaje, los inspectores habían retirado nueve libretas con talonarios. Esa documentación, que al decir del Tribunal fue “la base” de la determinación presuntiva, no fue incorporada al expediente administrativo tal como correspondía. El Tribunal sostuvo que ese obrar colidía directamente con el principio de escritura que rige esta materia (arts. 44 y 45 CT; y arts. 34 y 35 del Decreto 500/991). Y agregó:
“este principio implica que todos los elementos probatorios en que se sustenta la imputación de un adeudo, deben incorporarse al expediente administrativo y deben estar disponibles para los interesados cuando se confiera la vista, porque de otro modo el contralor de lo actuado no es posible. Y se han anulado reiteradamente las determinaciones tributarias realizadas sobre base presunta, cuando los elementos en que se fundamenta la determinación no se agregan al expediente”[97].
Términos muy similares habían sido anticipados por el Tribunal un año antes, a propósito de la incautación de ciertas cuadernolas del inspeccionado que en los hechos sirvieron de base a la determinación y que tampoco habían sido agregadas al expediente (ni devueltas al contribuyente, no obstante haberlo éste solicitado). En Azulay, tras dejar asentado que los inspectores naturalmente tienen la facultad legal de incautar documentos en poder de los sujetos pasivos fiscalizados (art. 68.E CT), el Tribunal subrayó que esos medios de prueba debieron incorporarse al expediente administrativo: la omisión de incorporar lo que
“a la postre (…) fundamentó la determinación, es la que sella la suerte de la accionada y determina que la pretensión anulatoria deba ser amparada (…). (Porque) no puede prohijarse ni admitirse que parte del informativo probatorio utilizado y que sirve de sustento y apoyo a la determinación tributaria realizada, se encuentre inaccesible para el interesado en el procedimiento administrativo”.
Esa carencia inhibe los necesarios controles del contribuyente, y por ende desvirtúa el derecho de defensa[98].
Idéntica línea argumental fue observada por el Tribunal en un asunto algo más reciente. En el caso –estaba en juego la eventual caracterización de una relación de dependencia encubierta (y en su virtud la cuantía de las obligaciones adeudadas)–, el TCA hizo particular hincapié en que “los comprobantes de los movimientos bancarios –pieza clave para la cuantificación de las obligaciones tributarias– no fueron incorporados al expediente administrativo en la oportunidad procedimental correspondiente”. Circunstancia ésta que determinó, en la opinión del Tribunal, que esos elementos no estuvieran disponibles al tiempo de conferida la vista, por lo cual el interesado “no tuvo todos los elementos a la vista para poder controlar lo actuado: tal extremo vulneró, de forma significativa, su derecho de defensa, menguando sus garantías”[99].
La reseña de sentencias que ratifican este punto de vista es por demás extensa[100]. En todas ellas se pone de relieve una falta de transparencia: hay documentos, pruebas, informaciones o circunstancias (de la más diversa naturaleza) que se omite incorporar al expediente. A veces pueden ser expedientes enteros que aparecen relacionados en el propio procedimiento, a los cuales el contribuyente no tiene acceso.[101] Incluso debe ser transparente no sólo la información en sí misma, sino la manera en que ella se incorpora al expediente[102]. Esa falta de transparencia no es inconsecuente: porque el material omitido en todos los casos erosiona las posibilidades del contribuyente para ejercer un control cabal de la determinación tributaria, ya sea sobre las variables consideradas a los efectos del acto de determinación, ya sea sobre la mecánica o el procedimiento observado por la Administración para llegar a esa determinación. Vale decir que la ilicitud emergente de la transgresión del principio de la buena fe –en este caso: en una de sus vertientes que es la transparencia– en la inmensa mayoría de los casos tendrá virtualidad jurídica en la medida en que se conmuevan derechos o garantías de los particulares. Con todo, en hipótesis no debiera descartarse que en situaciones excepcionales pudiera darse el caso en el cual la falta de transparencia (y por ende la violación de la buena fe) fuera de una entidad tal que, aun sin lesionar el derecho de defensa, debiera implicar igualmente la anulación del acto (Ello sin dejar de reconocer que, muy factiblemente, una situación de tal naturaleza habría de quedar encartada en alguna de las restantes proyecciones de la buena fe que se comentan en esta nota).
Por lo mismo que el material omitido permanece oculto en la penumbra, el interesado (y el lector) carece de elementos suficientes para desentrañar las razones de esa omisión. Ellas pueden ser de la más diversa índole: es factible que las informaciones contenidas en ese material puedan impactar adversamente sobre la pretensión de la Administración, puede que su divulgación comprometa el secreto tributario, puede ser que las informaciones hayan sido obtenidas bajo un pacto de confidencialidad, en fin, puede que salgan a relucir flaquezas formales o sustanciales en la postura o en el proceder de la Administración. Cualesquiera sean las razones, el resultado es siempre el mismo: hay una falta de transparencia (y por ende una lesión de la buena fe), que no sólo echa un indeseable manto de sombra y de duda sobre la actuación de Estado, sino que cercena las posibilidades de control del contribuyente sobre la regularidad del acto que impugna.
Una vertiente adicional en los caminos del Alto Tribunal en punto a la transparencia, se refiere a la manera diáfana y exhaustiva en que la Administración debe hacer valer las pruebas que constan en material informático.
Algunos ejemplos permitirán ilustrar el punto.
En el marco de una inspección, la Administración copió el disco duro del contribuyente en un CD no regrabable. Excepto que: primero, no dejó al contribuyente una copia del material incluido en el CD copiado; y segundo, a la hora de imprimir el CD (para luego incorporarlo al expediente) el contribuyente no estuvo presente y por ende no tuvo oportunidad de verificar que las hojas impresas correspondieran estrictamente al material copiado de su disco duro. Con una peculiaridad adicional: esa prueba obtenida de los archivos informáticos operó como sustento o sustrato fáctico de la determinación realizada.
Con todo acierto, en sentencia 18/015 (3 Febrero 2015)[103], el Tribunal estableció una serie de pautas que han sido una constante en su jurisprudencia: (i)
“(…) no se aseguran las garantías del interesado si no se le deja una copia de lo que se extrae del equipo informático y se graba en el CD no regrabable; (ii) menos aun se realizan las garantías cuando el contenido del CD se imprime en las oficinas de la Administración en postrera actuación unilateral con prescindencia absoluta de la intervención del interesado. (iii) (…) si bien no es posible aseverar que los archivos se hayan adulterado, (…), no se observaron debidamente las garantías del interesado para que ello no ocurriera, por lo que el obrar administrativo está viciado de nulidad. La Administración no respetó las garantías para asegurar el principio de inmaculación del medio probatorio obtenido. Y el empleo de ese medio de prueba, obtenido sin asegurar las garantías del caso, inficiona de nulidad todo lo actuado porque la determinación se basa en esa prueba”.
El temperamento señalado había sido anticipado en Platero, verdadero leading case en esta proyección de la transparencia. Como suele suceder en estas situaciones, buena parte de la prueba recabada constaba en soportes informáticos. Los inspectores habían expresado que esa prueba era voluminosa, y que por eso no la habían adjuntado en su totalidad. El Tribunal no dejó pasar el punto y señaló:
“no consta el acta en que se documentó el retiro de dicha prueba, (tampoco) consta que el actor haya podido controlar el diligenciamiento de dicho medio de prueba, (ni) que haya tenido la oportunidad de dejar las constancias y hacer los descargos que entendiese del caso”. Y agregó: “no consta tampoco cómo y cuándo abrieron el archivo los inspectores, y no surge que hayan citado al contribuyente para abrir los archivos informáticos incautados (…)”.
En particular a partir de la ausencia de un acta circunstanciada que documente la forma de incorporación legítima al procedimiento, “no cabe sino concluir que se han violentado esas garantías, por lo que estamos ante una prueba ilícita”. Circunstancia ésta que, en opinión del Tribunal, resulta “más que suficiente” para invalidar el acto, porque “la determinación se cimienta fundamentalmente en la información obtenida a partir de dicha prueba”[104].
Justo es decir que las pautas antedichas han sido en buena asimiladas por la Administración. En una acción promovida por un hipermercado a propósito de una reliquidación de aportes patronales al BPS, la empresa se había agraviado por entender que existieron irregularidades procedimentales del BPS en oportunidad de obtener esa prueba, que le impedían comprobar la fehaciencia de la información manejada por el BPS. El TCA rechazó el agravio, confirmando el criterio arriba establecido. En la especie, el Tribunal sentenció que al contribuyente se le habían dado las garantías del caso: los archivos de la empresa habían sido copiados en presencia de representantes de ésta, y se había dejado constancia del tamaño de los archivos copiados, por lo que fácilmente se podía haber cotejado si los archivos agregados al expediente coincidían con los recabados con la inspección[105].
Fluye sin mayor esfuerzo que la transparencia que se comenta tiene una razón de ser muy concreta: preservar el medio probatorio en estado de pureza. Esto es, garantizar que los medios de prueba no sean alterados luego de haber sido retirados por el equipo inspectivo, en términos tales que no exista la más mínima duda sobre la total genuinidad de la prueba agregada: a saber, que la prueba incorporada al expediente (a partir de los archivos informáticos) corresponda estricta y rigurosamente a la oportunamente obtenida en ocasión de la inspección, que sea completa y total (o sea: que no se encuentre retaceada ni mutilada), y que no haya sido alterada en modo alguno. Todos estos extremos que tienden a garantizar la intangibilidad, la inmaculabilidad de la prueba – en la feliz expresión del Tribunal– que debe ser debidamente acreditada al contribuyente[106].
Aquí se advierte la función moralizadora y ejemplarizante de la buena fe: el Tribunal propicia una vez más un standard elevado, conforme el cual la Administración debe ser como la mujer del César, a quien no le alcanza con ser honesta, sino que debe también parecerlo[107] [108].
La transparencia –y la buena fe que le subyace– se vinculan también con la necesidad de justificar (la liquidación) en que tanto ha insistido el Tribunal. Cuestión ésta que hace a la motivación del acto administrativo, en la medida en que esa motivación no tiene otro sentido que explicar, echar luz, fundamentar, el actuar de la Administración, de manera que su actuación pueda ser sujeta al escrutinio de los hombres (descartando la arbitrariedad y también la inmunidad)[109].
En nuestro medio, la motivación del acto administrativo es un axioma del Derecho Administrativo uruguayo, amplia y finamente decantado en la doctrina y en la jurisprudencia nacional[110]. Enseña Durán Martínez que “es un valor entendido que la motivación es un elemento necesario en cualquier acto administrativo y que, su ausencia, lo vicia de nulidad”[111]. El propio Tribunal ha dicho con singular elocuencia, que la adecuada motivación de una decisión es lo que aleja el acto “de ser un mero acto de autoridad, conjura la arbitrariedad y permite aquilatar su racionalidad”[112].
En el Derecho uruguayo la motivación del acto administrativo es una exigencia expresa del Decreto 500:
“Todo acto administrativo deberá ser motivado, explicándose las razones de hecho y de derecho que lo fundamentan. No son admisibles fórmulas generales de fundamentación, sino que deberá hacerse una relación directa y concreta de los hechos del caso específico en resolución, exponiéndose además las razones que con referencia a él en particular justifican la decisión adoptada”[113].
En lo que hace a la materia tributaria, el Tribunal ha destacado la necesidad de justificar cómo se llega a la liquidación del adeudo, o, para expresarlo con palabras sencillas, cómo se llega a los números de la deuda por tributos. Así, ha anulado actos por entender que “no existe ni un solo elemento probatorio parta entender cómo la DGI llega a dicha determinación: no se sabe en qué se basó para determinar el IVA (…) (ni) existe un solo elemento para saber cuáles fueron las ventas no declaradas”[114]; o bien porque “la fundamentación relativa a la reliquidación y determinación del (Impuesto al Patrimonio) brilla por su ausencia”[115]; o bien por “la omisión de la Administración de explicitar las razones por las que se prescindió de la base cierta y se pasó a la determinación sobre base presunta”[116].
En una expresión singularmente feliz, el Tribunal estableció: "la motivación del acto conjura la arbitrariedad, aleja la actuación de la Administración del mero acto de autoridad, y permite aquilatar su racionalidad".
En síntesis: la motivación del acto es un axioma que, en el estado actual de nuestro Derecho, no requiere de mayor explicitación. Allí donde hay falta de transparencia en la motivación –sea porque la motivación es insuficiente, inexacta, oscura, o lisa y llanamente inexistente–, se violenta la buena fe en términos tales que imponen la anulación del acto.
Como se comprenderá, la cuestión puede encararse desde diversos ángulos. La jurisprudencia del Tribunal (lo mismo que la doctrina nacional consultada) ha invocado tradicionalmente la falta de motivación, expresión que nos viene dada (al menos) desde Sayagués, y que fuera luego recogida en el Decreto N° 640/973 primero y en el Decreto 500 en tiempos más recientes. Creemos que, si se hablara de buena fe, las consecuencias legales serían las mismas. En todos los casos, estamos hablando de lo mismo: la motivación del acto es expresión de la buena fe, y cualquiera sea la terminología, subyace un tronco común: la interdicción de la arbitrariedad, nota esencial de todo Estado de Derecho.
Estrechamente vinculada con la transparencia, aparece esta categoría nítidamente delineada en la jurisprudencia del Tribunal. Allí donde hay un actuar poco transparente –que como tal omite revelar informaciones, datos o documentos que pueden ser relevantes a las actuaciones y/o a los intereses de la contraparte–, hay también un hablar con poca claridad: las expresiones son muy próximas y el concepto es el mismo, pues según se viera la transparencia se define a partir de la claridad. Con el agregado que la categoría que nos convoca, refiere a una vertiente particular de la falta de transparencia y de claridad: la poca claridad en el hablar, en la expresión. Los sujetos deben expresarse con claridad, so pena de soportar las consecuencias de su falta de claridad[117].
La obligación de hablar con claridad es el corolario natural de una serie de figuras jurídicas y de valores que planean la buena fe: la escrupulosidad, la auto–responsabilidad, y la confianza.
La idea de escrupulosidad tampoco escapa a la falta de concreción que es propia del principio general: las nociones están ahí, pero es difícil traducirlas en una definición que vaya más allá de la mera permuta de palabras y se traduzca en un verdadero aporte, en una delimitación del concepto. Todos asociamos la escrupulosidad con una carga, un plus, un esfuerzo adicional de detallismo, minuciosidad y prolijidad. En la jurisprudencia del Tribunal, los ejemplos abundan (al punto que bien podrían haber ameritado una categoría autónoma): la carga de la Administración de desglosar las partidas de locomoción[118]; la omisión de relacionar e individualizar separadamente uno a uno los gastos objetados (de manera permitir el control de las objeciones)[119]; la ausencia de discriminación en las sumas ilegítimamente fijadas[120]; la necesidad de un discrimen del adeudo, que necesariamente debe “contener un detalle comprensible de las obligaciones que acceden al mentado llamamiento de responsabilidad, precisando debidamente la identidad de las obligaciones, concepto y cuantía”[121]; etc.
En segundo lugar convocamos la denominada auto–responsabilidad, es decir, la obligación de toda persona de hacerse cargo y responder por sus propios actos, recogida en el antiguo aforismo conforme el cual nadie puede ampararse en su propia culpa (nemo auditur propriam turpetudinem allegans)[122], del cual el Tribunal también se ha hecho eco[123]. Quizás el caso más recurrente –y también de más fácil visualización–, es el cambio de domicilio no notificado a la Administración. En Liste, el particular había constituido domicilio a los efectos tributarios (y con la conformidad de la oficina recaudadora) en su residencia particular. Al cabo de un tiempo, el particular mudó su residencia, pero no tuvo la precaución de constituir un nuevo domicilio a los efectos fiscales; motivo por el cual las notificaciones siguieron llegando al domicilio anterior, el único constituido a los efectos tributarios. Va de suyo que las notificaciones de la Oficina continuaron recibiéndose en éste último. El particular accionante se agravió invocando que las notificaciones fueron practicadas en un domicilio en el cual hacía años no vivía. Con todo acierto, el Tribunal dejó sentado los deberes de diligencia impuestos al contribuyente: “Si el actor modificó su domicilio y pretendía que las notificaciones se cumplieran en otro sitio, era su carga denunciarlo ante el organismo y hacer el cambio de domicilio constituido”[124]. El Tribunal hizo caudal del art. 27 del CT – a nuestro juicio expresión del aforismo que comentamos–, en solución que nos parece impecable y que resolvió el tema en un pronunciamiento breve y contundente[125].
Por fin, en la antesala de la obligación de hablar con claridad, está la confianza, que es una de las notas definitorias de la buena fe, al decir de Gamarra[126]. Parafraseando al civilista compatriota, el principio de la confianza significa que quien emite una declaración –en nuestro caso: en el marco de una relación jurídico–tributaria– o actúa un comportamiento (en ese mismo marco), suscita en el destinatario, la confianza de que el acto es serio y conforme a su significado objetivo[127]. Sobremanera cuando la declaración emana de una autoridad pública, cuya actuación debemos asumir veraz.
La obligación de hablar con claridad se traduce en el deber de expresarse de manera precisa, libre de ambigüedades, y al mismo tiempo con el nivel de información suficiente como para permitir la cabal comprensión del mensaje o declaración que se desea transmitir. Quien transgrede ese deber de claridad, deberá soportar las consecuencias de su propia oscuridad de expresión. No otro es el alcance de las diáfanas disposiciones del Código Civil, íntegramente trasladables en esta materia: “las cláusulas ambiguas que hayan sido extendidas o dictadas por una de las partes, sea acreedora o deudora, se interpretarán contra ella, siempre que la ambigüedad provenga de su falta de explicación” (inc. segundo del art. 1304 del Código Civil).
En esa línea, creemos que la doctrina del Tribunal luce explícita y uniforme. En Ruoco, el Tribunal relevó que no surgía de la demanda de nulidad (de uno de los accionantes), cuáles eran concretamente los agravios causados por la resolución impugnada: la omisión de indicar la lesión provocada por el acto cuestionado, sumada a la omisión de explicitar en qué consistía su ilegitimidad, fueron “razón suficiente para rechazar una pretensión así deducida”[128] [129].
La misma suerte había corrido el agravio de un accionante que años antes había invocado la ilegitimidad de una declaración de defraudación. A criterio del Tribunal, en Consorcio Ruta 1 la parte actora no explicitó en su demanda las razones de esa pretendida ilegitimidad: “se limitó a historiar su relación con la empresa (…)”[130].
Vale la pena detenernos en Gnazzo, seguramente el leading case en este ámbito. El Tribunal había endilgado a la Administración la ausencia de una imputación concreta y detallada que precisara con la claridad debida la identidad de los períodos y conceptos por los que pretendía responsabilizar a los actores. Circunstancia que no sólo socavaba las posibilidades de una genuina defensa, sino que también hacía “imposible pronunciarse con certeza sobre el agravio concerniente a la prescripción”. Por su singular contundencia, nos permitimos transcribir ampliamente las palabras del Tribunal:
“si la Administración pretende responsabilizar a dos individuos por las deudas de una sociedad contribuyente, debe por lo menos precisar con claridad la identidad de las obligaciones por las que pretende responsabilizarlos, señalando su cuantía y los períodos a los que éstas corresponden”. Sin esos elementos, el control del acto resulta imposible. Y agregó: “no surge de los antecedentes que (el acto) haya sido motivado en forma suficiente y clara, de forma tal de permitir al contribuyente su contralor y esgrimir sus defensas (…) La ausencia de motivación clara y suficiente acarrea un vicio insubsanable”[131].
Una vez más, la apreciación de la violación de la buena sólo puede realizarse en concreto, en el contexto de las circunstancias. Los dos primeros casos se ubican en el marco del proceso contencioso–administrativo, en la demanda de acción de nulidad: el agravio que no se articuló con claridad, se desecha. Gnazzo se ubica en el procedimiento administrativo previo. Pero en ambos casos la transgresión de la buena fe fue apreciada en sus consecuencias: en los dos primeros, en la dificultad de desentrañar el sentido de la demanda; en el segundo, en la afectación de un derecho del contribuyente, el derecho de defensa y de qué manera se ve disminuido el control que es propio a éste último.
No es casual que la proscripción del ardid sea estudiada –lo mismo que la obligación de hablar con claridad– inmediatamente después de habernos detenido en la transparencia impuesta por la buena fe. La falta de transparencia y la proscripción del ardid guardan estrecho parentesco: en ambas hay un proceder que no es cristalino, que no es diáfano, que por alguna razón –reñida con la ley (ya con su letra, ya con su espíritu)– oculta alguna circunstancia. Así, cuando el acto administrativo carece de motivación, caracteriza una hipótesis de falta de transparencia. La misma falta de transparencia se observa cuando una Administración Pública, contraviniendo lo que es de estilo, deliberadamente omite dar intervención a una de sus reparticiones u organismos dictaminantes. En ambos casos hay un proceder omiso. Pero en la segunda hipótesis las circunstancias del caso –tan decisivas en este terreno–[132] caracterizan un plus que denota un ánimo, un fin reprobable: una reticencia maliciosa susceptible de inducir en error o de ambientar una creencia errónea, siempre en aras de obtener un resultado contrario a derecho[133].
La reciente jurisprudencia tributaria del TCA es conteste en la reprobación de aquellas conductas que importan una estratagema, una maquinación, un proceder artero, espurio, en aras de procurar un resultado reprochable. Un resultado que, de no mediar el engaño artificioso (para usar la feliz expresión del art. 347 del Código Penal), no sería posible. Son conductas que apuntan a eludir la letra o el espíritu de la ley, y por eso son condenables. Esa reprobación se ha traducido invariablemente en la privación de efectos al acto en cuestión.
Quizás el ejemplo más claro sea la denominación con el título de "acta final de inspección" de un documento que en verdad no cumple con las características de tal[134]. Vale decir: no habiendo concluido el procedimiento inspectivo, la Administración expide un documento al que denomina "acta final de inspección", que en rigor no es tal. ¿Para qué? Para alcanzar el efecto interruptivo de la prescripción que el Código Tributario atribuye a la denominada acta final de inspección (art. 39 CT).
Al igual que las restantes figuras que aquí se estudian, también ésta podría encararse bajo la óptica del rechazo del formalismo excesivo (que veremos en breve) en cuanto el temperamento del Tribunal con todo acierto privilegia el fondo sobre la forma. Sin embargo, hemos optado por la inclusión en este rubro, porque creemos que es la motivación elusiva, el obrar malicioso, el eludir la finalidad de la ley –en el caso: sortear el escollo legal, la inminente prescripción del crédito fiscal– el que colorea la figura.
En Pita Grandal, ya citado, ese documento fue otorgado cuando el informe del equipo no estaba siquiera elaborado. Y prueba de ello es que, luego de labrada el acta, el procedimiento inspectivo siguió su curso.
El TCA descartó el efecto interruptivo de la prescripción que por el Código Tributario corresponde al acta final de inspección. Tras indicar que ante todo se debe verificar si lo que la Administración denomina acta final de inspección es realmente tal, y si por ende tiene o no aptitud interruptiva de las obligaciones tributarias, el TCA sostuvo que para tener esa eficacia interruptiva, el documento
“debe contener una imputación concreta, y debe contener también una cuantificación, al menos provisoria, de las obligaciones en vías de determinación; porque el contribuyente debe poder identificar al menos cuáles son las obligaciones y los períodos que la Administración considera que adeuda – (…)”. Y luego agregó: “la hermenéutica contraria implicaría un privilegio irrazonable, y, por sobre todas las cosas, prevalecerían las formas por sobre la sustancia o contenido”[135].
El mismo temperamento había sido observado por el Tribunal en Voz, oportunidad en la cual el Tribunal afirmó que
“no basta el rótulo o carátula de la actuación administrativa, sino que el contenido expresado en aquélla debe necesariamente reflejar o plasmar el análisis arribado preliminarmente por los funcionarios intervinientes, de modo que el administrado pueda conocer el criterio utilizado en la especie (…) En el documento denominado ´Acta Final de Inspección y Vista´ no se pueden identificar claramente los incumplimientos concretos que la actuación inspectiva constató, y tampoco sumariamente la razón de ser de aquellos. Simplemente se advierten casilleros pre–impresos donde se ´tildan´ las irregularidades, pero no se correlacionan los hechos constatados con los preceptos legales o reglamentarios supuestamente infringidos por la contribuyente”[136].
También es apropiado convocar en este capítulo aquellas sentencias en las cuales se ha aprecia una alteración inesperada en el iter procedimental normal. Sabid ilustra la especie[137]. Al evacuar una de las tantas vistas que la Administración confirió a los interesados durante el procedimiento administrativo, Sabid había pedido una nueva prueba: que se oficiara al Juzgado Laboral para que se remitiera el testimonio de un expediente. La DGI hizo lugar al pedido de ese medio de prueba, y en su mérito se libró el oficio y el Juzgado atendió el requerimiento. Al examinar ese medio de prueba, el Departamento Jurídico ordenó remitir el expediente a la División Fiscalización, para determinar si la prueba incorporada hacía variar en algo la liquidación de las obligaciones oportunamente realizada. En su informe, el letrado actuante dictaminó que “únicamente en caso de que se genere una reliquidación y a los efectos del control por parte del interesado, corresponderá el otorgamiento de una nueva vista”. Efectivamente el equipo inspectivo practicó una reliquidación; y conforme aconsejado previamente por el Departamento Jurídico, la Administración procedió a conferir la vista a los interesados. Excepto que ya conferida la vista, y antes de que venciera el plazo de 15 días conferido a efectos de evacuarla, “la Administración torció (…) el curso normal del procedimiento”, provocando una de las irregularidades procedimentales denunciadas, que por sí sola amerita el amparo de la pretensión anulatoria: la Administración dio marcha atrás y ordenó pasar directamente al dictado del acto de determinación, sin aguardar que los interesados hicieran las defensas a las que tenían legítimo derecho.
¿Por qué lo hizo? Porque de la reliquidación practicada había surgido un adeudo cuantitativamente inferior para la empresa. Motivo por el cual, mientras los interesados estaban aún en plazo para articular sus descargos, y sin haber sido oídos, se ordenó pasar al acto de determinación.
La conclusión del Tribunal fue terminante: si de oficio se modifica la cuantificación del adeudo, hay algo nuevo en el procedimiento de lo que hay que conferir la correspondiente oportunidad de defensa. Y como resulta evidente, no valen las anteriores vistas otorgadas (rectius: son insuficientes, diríamos nosotros): precisamente porque aquello respecto de lo cual hay que dar vista –las reliquidaciones– no se encontraba en el expediente al tiempo de evacuadas las vistas anteriores.
El Tribunal anuló el acto, invocando precisamente el principio de la buena fe, la coherencia en el comportamiento, y la seguridad jurídica[138].
En esa misma orientación jurisprudencial –que sanciona el cambio de rumbo– cabe traer a colación el caso Cebotariuc[139].
Los integrantes de un matrimonio habían presentado, individualmente, declaraciones separadas de IRPF, (pretendidamente) mal asesorados en la baranda de la DGI. Advertidos que de haber liquidado el tributo como núcleo familiar nada deberían de haber tributado, rápidamente procedieron a presentar una nueva liquidación bajo esta modalidad. Si bien el caso ofrece otras aristas sobre las cuales habremos de volver más adelante, en lo que a estos efectos importa, el procedimiento administrativo omitió un paso: la DGI no dio participación a sus abogados, no obstante existir una norma derechamente aplicable al caso –el art. 64 CT– que expresamente contempla el derecho del contribuyente de presentar re– liquidaciones.
Esa omisión de la Administración no pasó inadvertida al Tribunal, que se expresó tal como sigue: “Llama poderosamente la atención cómo el asunto en examen, concerniente a la interpretación de disposiciones normativas (tema eminentemente jurídico si los hay), no haya merecido, ni durante la instrucción ni en la etapa recursiva siquiera un informe de abogado ...”[140].
Como se comprenderá, el proceder administrativo que se comenta se emparenta con la transparencia: en ambos casos hay un proceder desleal. Sin embargo, las situaciones son diversas, pues aquí no hay un dato o un documento (adverso al interés del Fisco) que se omite incorporar al expediente. Aquí lo que hay es un proceder avieso, torcido: se desvía o se altera el curso natural del procedimiento, siempre con un móvil artero, a saber, el abatimiento en el importe reliquidado (Sabid), o procurar que no salgan a relucir posibles debilidades en la postura jurídica de la Administración (Cebotariuc). En cualquiera de ambos casos el proceder de la Administración –el artilugio– no es presidido por la recta aplicación de la ley, sino por el objetivo de prevalecer en el juicio. Y esa actuación es contraria a la buena fe.
Como el lector comprenderá, esa maniobra, por acción o por omisión, puede asumir múltiples rostros, pero la motivación espuria estará subyacente en todas ellas. Gamarra, con su gráfica expresión, nos habla de “medios encubiertos y disfraces”. Arriba hemos visto la rotulación como “acta final de inspección” de un documento que no merece esa denominación. Y venimos de ver el cambio de frente en la secuencia natural del procedimiento administrativo. No son los únicos. Añadiremos un par de ejemplos (extraídos de los repertorios del TCA), quizás por ser (infelizmente) frecuentes en nuestra práctica forense.
Caribeño, ya citado en esta misma apostilla, también en este punto marca un aporte en la jurisprudencia del Tribunal.
Como es sabido, en el foro patrio es de estilo (sobre todo del lado del contribuyente) adjuntar el dictamen de un especialista que de alguna manera avale el punto de vista del litigante en cuestión. Fue el caso que nos convoca. Excepto que a la hora de formular la consulta al experto –en el caso concreto, al Prof. Dr. Andrés Blanco, distinguido docente de nuestra asignatura–, la formulación de la consulta fue formulada en términos tales que, siguiendo la "ingeniosa" estrategia del contribuyente, el jurista consultado omitió la consideración de un Decreto que era tan relevante al caso, como contrario lo era para los intereses del consultante.
En efecto, y en palabras del Tribunal, se pidió al consultante que analizara el caso –un convenio de facilidades que omitía la incidencia de las multas y recargos– tan sólo a la luz de la Ley N° 17.555 y del Decreto N° 389/002. Nada se dijo en la consulta acerca de la co–existencia de otro Decreto que era desfavorable al contribuyente, el Decreto N° 370/002:
“En el propio planteo de la consulta (el contribuyente) le circunscribe al experto el radio de análisis. En su planteo, intentó que el caso fuera analizado sin tomar en cuenta todas las disposiciones normativas aplicables, y tomando en cuenta las que le resultan favorables (...). Sucede que un recorte jurídico de esa naturaleza en ningún caso es admisible (...)". Y luego remata el TCA: "la regla soslayada por la actora y escamoteada al consultante al formularle la consulta, es la clave para elucidar el asunto".
El Tribunal nos está diciendo que la conducta del contribuyente –el escamoteo de información al opinante, o quizás mejor, el direccionamiento de su dictamen– es reprobable y que, por ende, el informe técnico que de manera sutil e “inducida” fue requerido, no puede ser tenido en cuenta. Temperamento que creemos totalmente compartible. Con la única salvedad que, en mérito a la coherencia que el Tribunal exige, creemos que debió haber condenado al contribuyente accionante en costas y costos, en la medida en que su obrar cobró la nota de "malicia".
Se desprende de aquí una pauta de transparencia dictada por la buena fe: la agregación de un informe de estas características –las consultas de especialistas– debieran anexar no sólo el tenor de la respuesta del experto, sino también el planteo que se le realizara a éste último, de manera que el Tribunal pudiera disponer, con toda cristalinidad, de los elementos necesarios para apreciar el mérito y la aplicabilidad de la consulta agregada.
En línea similar, el Tribunal ha tenido ocasión de alzarse en contra de la viciosa práctica de des–contextualizar una transcripción, ya jurisprudencial, ya doctrinaria. En Silva Terán, se discutía (entre otros) la caracterización de cierto aprovisionamiento de naves como exportación de servicios. En sus escritos, la Administración demandada había citado la opinión del Dr. Andrés Blanco. Sin embargo, el Tribunal destacó que la opinión sustentada por el mencionado jurista era opuesta a la que pretendía sostener la Administración: ésta “descontextualizó citas doctrinarias citándolas en su apoyo, cuando el autor no adhirió al criterio sustentado por la Administración Fiscal”. Extremo por el cual –y considerando también cuestionamientos formales realizados por la Administración (en éste caso) sin la debida apoyatura jurídica– condujeron al Tribunal a condenar a la Administración al pago de las costas, por entender que su actitud procesal tipificaba lo que el Código Civil denomina “culpable ligereza”[141].
En suma: la proscripción del ardid, vinculada estrechamente con la transparencia, excluye y reprueba la artimaña, los dobleces, las conductas que van más allá de los márgenes de lo permisivo en la natural puja por prevalecer en el procedimiento o en el proceso. Y es en la motivación subyacente de esas conductas donde el intérprete habrá de discernir el umbral de la licitud, una vez atravesado el cual el comportamiento se tendrá por violatorio de la buena fe.
La jurisprudencia tributaria del TCA exige de ambas partes de la relación jurídico–tributaria un comportamiento coherente[142].
Se trata de una cualidad inherente al orden jurídico todo, que se presume coherente, es decir, sistemático y exento de contradicciones[143]. Allí donde se detecta una contradicción, el intérprete procura superarla y conciliar los textos o las lecturas que se presentan contradictorias. Es éste un valor entendido en la jurisprudencia del Tribunal, que ha tenido ocasión de resaltar “la consistencia del orden jurídico”[144] y “el principio de interpretación armónica de todo el orden jurídico”[145].
Coherencia significa uniformidad de criterios, de argumentación y de actuación[146]; en la medida en que hay uniformidad, puede existir previsibilidad (que a nuestro juicio debiera ser una aspiración de todo orden jurídico). La previsibilidad es la consecuencia natural de esa uniformidad: un comportamiento imprevisible se aparta del padrón de uniformidad y deviene incoherente.
Esa coherencia es propia de la buena fe[147]. Si aceptamos que la buena fe es –entre otros– un modelo de conducta que se traduce en derechos y obligaciones/prestaciones y especialmente en expectativas–, éstas sólo pueden ambientarse en un marco de coherencia. La relación entre la coherencia y la buena fe es tan íntima que algunos autores encuentran en la buena fe, el fundamento (o a menos uno de ellos) del carácter vinculante de precedente administrativo[148]. Allí donde el comportamiento es incoherente, no es factible esperar del individuo comportamiento alguno, precisamente porque falta la mentada uniformidad[149].
En el tráfico jurídico se da por sentado que cualquier sujeto que entra en relación con otro u otros, espera de éste o de estos, un comportamiento coherente. Es decir, libre de contradicciones, en términos tales que una determinada conducta no haya de resultar incompatible con otra (del mismo sujeto) previa o concomitante. Esto naturalmente aplica al propio Estado, porque, según se indicara más atrás, la prosecución de un fin púbico no le exime de esta clase de ataduras o condicionamientos. El Estado es también custodio de la buena fe en las relaciones jurídicas, y como tal no puede ni debe sorprender a los particulares con cambios de actitud, con comportamientos bruscos o intempestivos que colidan con otros emanados del mismo cuerpo y que no serían tolerados en el Derecho privado[150].
La jurisprudencia del Tribunal ha proyectado esa coherencia especialmente a la hora de considerar el raciocinio que fundamenta el acto de determinación de la Administración Tributaria.
En el caso Consorcio Ruta 1, el TCA ha entendido que allí donde la Administración consideró configurada una unidad económico–administrativa, correspondía a la Administración realizar un balance consolidado y en su mérito practicar una única liquidación. En opinión del TCA, sólo de esa manera –a partir de un balance consolidado– se puede saber si a la postre hubo o no una pérdida de recaudación para el Fisco. Es contradictorio, razona el Tribunal, sostener que el conjunto de sociedades del contribuyente conforma una unidad económico administrativa, y al mismo tiempo realizar varias liquidaciones, una por cada sociedad involucrada, y responsabilizar solidariamente a todos los involucrados por sus respectivas obligaciones tributarias. Porque “sin un balance consolidado –expresa el Tribunal– no es posible determinar si existió o no una pérdida de recaudación para el fisco”. Y concluye: “Luego de declarar la existencia de la unidad económico–administrativa, debió actuar en consecuencia y realizar una única liquidación, en lugar de responsabilizar solidariamente a todas las integrantes de la liquidación realizada en cabeza de una sola de dichas entidades”[151] [152].
Similar temperamento había sido anticipado por el Tribunal en el caso Calachi, seguramente el leading case en esta materia. Tras relevar que la Administración había trazado una rigurosa distinción entre las nociones de unidad económico–administrativa de un lado y conjunto económico de otro, el Tribunal subrayó que “al momento de dictar el acto de determinación, la Administración consideró que las cuatro sociedades conformaban un conjunto económico”. Trayendo a colación sus pronunciamientos anteriores[153], dijo el TCA en la ocasión:
“si la DGI consideró que todas las sociedades constituían en realidad una única empresa –más concretamente una unidad económico–administrativa– debió proceder en consecuencia a desconsiderar todas las operaciones realizadas entre ellas mediante la realización de un balance consolidado. Sin embargo, lejos de ello, la Administración realizó liquidaciones separadas de cada una de las sociedades, y responsabilizó solidariamente a las mismas por las deudas y sancionadas determinadas en cabeza de la unidad económico–administrativa. Dicho proceder resulta desajustado a Derecho y claramente contradictorios, puesto que, si se trata de una única empresa, entonces deben desconsiderarse las operaciones realizadas entre las entidades que la integran”.
Con cita de Alberto Ramón Real, el Tribunal recordó que la fundamentación del acto debe ser congruente, es decir, los motivos, normas y razones invocadas, deben aparecer como las premisas de las cuales la conclusión –que es la decisión– se extrae lógicamente: “si hay contradicción entre la fundamentación del acto y la decisión, esa incongruencia afecta la validez del acto”[154].
Como se comprenderá, se trata de un standard elevado. Porque el TCA impone a la Administración una faena que no está escrita en ningún lado: que confeccione un balance. A diferencia de la reliquidación de tributos –que es la tarea propia de la Administración–, el TCA va más allá, para explicitar los medios a través de los que se debe llegar a esa reliquidación: la facción de un balance. Vale decir que el TCA transmite a la Administración un mensaje muy claro, sobre el cual luego tendremos ocasión de volver: la proscripción del atajo, del camino corto.
En el caso Meluca, el TCA llevó la exigencia (de la coherencia argumental) a un standard quizás mayor. En la especie, la Administración había concluido que el Director actuante era un testaferro. Y al mismo tiempo había responsabilizado (por las obligaciones emergentes) a testaferros y Directores de hecho, conjunta y solidariamente. Sin embargo, en opinión del TCA, no es posible responsabilizar al mismo tiempo y por la misma conducta, a quien se releva como el verdadero director y representante, y a su testaferro. Si apegándose a la verdad material –dice el TCA– la Administración concluyó que se trataba de un testaferro, no podía atribuir las mismas consecuencias jurídicas a la realidad que a las formas. Tal proceder es contrario al principio de no contradicción, pilar sobre el que se asienta el razonamiento lógico.
“Si se invoca el principio de verdad material para llegar a la verdad subyacente, porque es esa realidad la que el Derecho debe regir y no la apariencia generada para encubrir y/o enturbiar la verdad sustancial. De igual forma, no resulta lógico mantener, al mismo tiempo, esa mise–en–scène de la que se prescinde –por desajustada a la realidad– para aplicar las normas correspondientes, precisamente porque el Derecho no debe operar sobre las realidades que, la propia Administración, pone de manifiesto como falsa”[155].
Compartimos que en el plano lógico la conclusión es inatacable. Sin embargo, nos plantea cierta vacilación un posible resultado (no querido) del planteo del Tribunal: a saber, que quien prestó su nombre –a sabiendas de lo que eso conllevaba–, emerja airoso. La circunstancia de que en un plano sustancial el testaferro no pueda ser asimilado a la figura del Director, no le releva de toda responsabilidad. Desde nuestro punto de vista, la exención de responsabilidad del testaferro por el tributo omitido, no debiera eximirle de responsabilidad por las infracciones, esto es, por la participación personal que al testaferro pudiere corresponder en la infracción, de conformidad con el art. 102 CT.
Desde otra perspectiva, el TCA ha extendido la exigencia de la coherencia no sólo a los efectos del raciocinio (en los casos reseñados: de la Administración), sino que la ha llevado también al comportamiento del contribuyente. En un caso al cual tendremos ocasión de volver, Caribeño, el TCA subrayó la incoherencia del contribuyente que se valió de un régimen legal y reglamentario de excepción para la regularización de obligaciones tributarias sin multas y recargos (Decreto N° 370/002), sin querer asumir la contrapartida de esa remisión del Estado que es la actualización de las obligaciones debidas por IPC. Dijo el TCA:
“Si el contribuyente no estaba dispuesto a actualizar sus obligaciones por IPC, podía haberse acogido al régimen de facilidades del CT, que no contempla la actualización de las obligaciones. Pero naturalmente que ello no le permitiría a la condonación de las multas y recargos”[156].
Por fin, en la misma línea también cabe volver a citar a Sabid (391/014), ya mencionado: el contribuyente pidió una nueva prueba; se hizo lugar a ella y se diligenció; el Departamento Jurídico de la Administración dictaminó que si hubiera reliquidación correspondería dar vista; se reliquidó; y se volvió a dar vista. Pero antes de que venciera el plazo para evacuarla, la Administración dio marcha atrás y ordenó dictar el acto de determinación. El Tribunal relevó ese proceder contradictorio de la Administración, que por un lado dio vista, y por otro se apresuró al dictado del acto de determinación, sin permitir el control del contribuyente sobre los nuevos elementos aportados al expediente. El Tribunal invocó precisamente la buena fe, la coherencia en el comportamiento, y la seguridad jurídica, un trípode conceptual inescindible en el campo en que nos movemos (El Tribunal también invocó la regla del acto propio).
En suma: en la jurisprudencia del TCA, tanto la argumentación jurídica como la conducta de los sujetos activo y pasivo de la relación, deben ser coherentes. Y esa coherencia es una de las expresiones más notables del principio de la buena fe.
Como decíamos más arriba, las consecuencias legales de esa falta de coherencia pueden ser disímiles. En todos los casos reseñados, la evidencia parece indicar que esa circunstancia fue ponderada como factor determinante para anular el acto.
El deber de decir la verdad es tan esencial al Estado de Derecho como lo es la buena fe[157]. No se concibe la buena fe –y damos un paso más: ni el orden jurídico todo– si ella no va acompañada del deber de decir la verdad y de la proscripción de la mentira. Quien dice la verdad, actúa de buena fe; quien miente, falta a la verdad y por lo mismo transgrede el principio. Si el sentido de la buena fe –o al menos uno de ellos– es alcanzar la solución justa en el caso concreto, no es posible llegar a la solución justa si no es a través de la verdad[158]. En esa misma línea, en Argentina se ha escrito que “a la verdad no se accede sino mediante la buena fe”[159]. De manera tal que un procedimiento administrativo dominado por la falta de la verdad, sea de la Administración, sea del contribuyente, a nuestro juicio es un procedimiento viciado y como tal compromete la validez del acto administrativo que representa su culminación.
Este imperativo ético no ha escapado a la jurisprudencia que nos convoca. Más de una vez el Tribunal ha reprochado a los involucrados haber faltado a la verdad. A veces en cuanto al relato de los hechos, y a veces incluso respecto del propio derecho.
El caso Caribeño ya citado, ilustra esta última variedad. El contribuyente (deliberadamente) invocaba una y otra vez un marco jurídico inexacto o al menos incompleto. Dijo el TCA:
"La actora repite una y otra vez que no hay norma que imponga la actualización, pero esto es falso. El régimen de convenios de facilidades de pago al amparo del que se suscribió el convenio multicitado, fue el autorizado por la Ley N° 17.555 y reglamentado por el Decreto 370/2002 (haciendo uso de esa autorización). Y se prevé a texto expreso la actualización por IPC de las obligaciones a convenir" (art. 8.b del Decreto N° 370/2002).
El Tribunal vio con disfavor ese apartamiento de la verdad, y así lo hizo saber en la sentencia. Es decir, la falta a la verdad no es indiferente al Derecho: ella merece la reprobación del orden jurídico, al punto que es una de las consideraciones que sustentaron el rechazo de la demanda.
Un temperamento similar había sido anticipado por el Tribunal un par de años antes, a propósito del caso de un contribuyente, proveedor del Estado, a quien en el contexto de la crisis de los años 2001–2002 el Estado había dejado de pagar. En la ocasión, y tras traer a colación el principio de la buena fe (de manera expresa), dijo el Tribunal: “Desconocer un incumplimiento del Estado como generador de atrasos en el pago de tributos, cuando el mismo ha sido probado y reconocido por los propios informes previos, no se adecua a tal principio”[160].
Astinor es particularmente significativo. Luego de grabar archivos de la computadora de la empresa controlada, se labró el acta correspondiente, la que fue firmada por la Directora de la empresa. Con un detalle: había en el acta un agregado final que rezaba: “se corroboró el contenido de los diskettes (…)”. Resultó que ese agregado era inexacto, pues no había sido firmado por la mencionada Directora (además de que los mentados diskettes no habían sido impresos en el momento de la inspección, y por lo tanto tampoco habían sido firmados por la representante de la empresa fiscalizada). La respuesta del Tribunal fue lapidaria: “La prueba así obtenida debe ser categorizada como ilícita”. Y tras invocar la teoría de los frutos del árbol prohibido, y puntualizar también que “el fin no justifica los medios”, el Tribunal expresó: “No es posible (…) cohonestar una irregularidad en la obtención del material probatorio atribuyéndole efectos depuratorios a la rúbrica de un informe del equipo inspectivo del cual no se desprende el consentimiento de lo actuado por la Directora del sujeto pasivo –de dudosa eficacia sin la debida asistencia letrada–”[161]. Más allá de que la sentencia hizo especial énfasis en la falta de transparencia de los procedimientos que rodearon la obtención y agregado de la prueba obtenida por medios informáticos (anticipando muchas de las expresiones que vimos más arriba a este respecto), a nuestros efectos interesa remarcar la conclusión del Tribunal en este punto: la prueba agregada faltando a la verdad, fue considerada ilícita e inadmisible.
En suma: el litigante que faltó a la verdad, ha transgredido el standard de la buena fe, y ésa circunstancia debiera ser ponderada por el Tribunal a la hora de fallar –incluso a la hora de graduar las sanciones (si el infractor fuera el contribuyente)–, dependiendo de la entidad de la mendacidad y de sus consecuencias. Esas consecuencias variarán, una vez más, en función de las circunstancias del caso concreto; creemos que si el apartamiento de la verdad refiriera a aspectos relevantes del acto de determinación (o del procedimiento que en él culminó), la consecuencia debería ser la anulación del acto. En cualquier hipótesis, toda actuación en el procedimiento, sea que dependa de la Administración, sea que dependa del contribuyente, deberá prestarse “en las condiciones de honestidad y veracidad que exige el buen fin de la obligación y la satisfacción de los intereses colectivos expresados en la Constitución”[162].
En nuestro medio, el deber de decir la verdad (en lo que a la materia tributaria dice referencia) ha sido estudiado a propósito del derecho de no incriminarse[163]. Ese derecho ha sido incorporado a nuestro ordenamiento a texto expreso, a partir de la ratificación por Ley N° 15.737 del Pacto de San José de Costa Rica (Convención Interamericana de Derechos Humanos):
“Toda persona inculpada de delito, tiene derecho a que se presuma su inocencia, mientras no se establezca legalmente su culpabilidad. Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas: (…) (g) derecho a no declarar contra sí mismo ni a declararse culpable (…)” (art. 8)[164].
¿Son conciliables uno y otro?
Ciertamente creemos que lo son.
Todo individuo tiene el deber de decir la verdad, aun el propio incriminado. Y al mismo tiempo tiene (también) el derecho a articular su defensa (incluido el derecho a muñirse del asesoramiento profesional correspondiente) y en particular a no declarar en contra de sí mismo.
Aun cuando en la práctica pudiera vislumbrarse una cierta tensión entre ambas figuras, lo cierto es que el deber de decir la verdad se traduce –a nuestro juicio– en la proscripción de la mentira: a nadie le es lícito mentir, ni aun en causa propia.
Pero ese deber de decir la verdad no significa en modo alguno que el sujeto deba auto–incriminarme ni que esté obligado a declarar en su contra. Precisamente porque el derecho mencionado se erige en una valla en la cual el inspeccionado puede ampararse. Es cierto que (contra esta tesitura) podrían invocarse –tal como habitualmente se hace– los deberes de colaboración del particular (art. 70.G del CT) y su correlato (que son las prerrogativas de la Administración, particularmente las previstas en el art. 68.E del mismo Código). Sin embargo, nos parece que la raíz constitucional del derecho a no declarar contra uno mismo, debiera prevalecer.
El conflicto entre ambos institutos es menos frontal de lo que una primera mirada pudiera sugerir. El derecho a no incriminarse no significa que el individuo esté legitimado a faltar a la verdad o que exista en esos casos un derecho a mentir: significa sí que el sujeto puede no responder determinadas preguntas, o abstenerse de determinadas aseveraciones, si cree que las mismas pudieren incriminarle; en suma, que tiene derecho a guardar silencio[165].
Y fundamentalmente, el deber de decir la verdad no implica la obligación de decir toda la verdad; implica sí la exclusión de la mentira.
He aquí –a nuestro juicio– los márgenes legales dentro de los cuales puede y debe navegar una defensa plenamente conciliable con el deber de decir la verdad, sin mengua del derecho a no declarar en contra de uno mismo.
El tema fue abordado por el Tribunal en la enjundiosa sentencia que fallara el caso Tenifor[166]. En una de las declaraciones del Director de la empresa investigada, en las oficinas de la DGI, éste había reconocido que existía un “porcentaje de clientes a los cuales se les hace un recibo no oficial y no se les hace factura”. La defensa sostuvo que esa prueba era ilícita, en tanto la Administración había omitido advertir al indagado que podía estar asistido de abogado y que sus declaraciones podrían ser utilizadas para incriminarlo. A su turno, la Administración sostuvo que en el Uruguay no existe una norma que establezca la obligación de advertir al declarante que tiene derecho a no declarar en su contra, sino que, bien por el contrario, el Código Tributario impone un deber de colaboración para con la Administración Tributaria (art. 70 CT).
Tras insistir en que ese tipo de advertencias son las que logran conjugar los deberes de colaboración (para con la Administración) con la garantía del debido proceso, el Tribunal (en mayoría) asentó su decisión (anulatoria) en la merma de garantías que rodearon la mentada declaración, que a la postre resultó ser, al menos en buena medida, el sustento del acto de determinación que decidiera la imposición de sanciones.
El fundamento medular del fallo radicó –más que en el deber de decir la verdad– en las garantías que en opinión del Tribunal debieron rodear las declaraciones del investigado: si de las manifestaciones del Director de la empresa era razonable inferir que podían derivarse posibles sanciones, era menester conferir a éste todas las garantías procesales para salvaguardar eficazmente el derecho a no declarar contra sí mismo[167]. Temperamento éste que luce completamente en línea con las expresiones del Tribunal relacionadas más arriba en punto a la transparencia y a las condiciones que deben rodear el proceso de colección de probanzas para que éstas puedan ser lícitamente consideradas.
Hay sin embargo otras consideraciones que se deslizan en el fallo y que resultan particularmente relevantes para los fines de esta parte de nuestro análisis.
En primer lugar, las expresas referencias del fallo a la buena fe: es
“el proceder de buena fe del Fisco (…), (el que), se estima, no permite que el Estado compulsivamente actúe sin el más mínimo recelo para dar satisfacción al interés general que, huelga decir, también es el puntilloso aprecio por el cumplimiento de las garantías como lo es el derecho subjetivo a no autoincriminarse”.
El texto transcripto nos parece particularmente relevante: el Tribunal identifica en la buena fe el límite a las prerrogativas de la Administración en el marco de los arts. 68 y 70 CT[168]. Criterio éste que se afilia a las enseñanzas de la doctrina especializada, que ha visualizado en la buena fe el límite que marca el abuso de derecho, y, en lo que aquí nos interesa, el límite impuesto a la Administración en el ejercicio de las prerrogativas de fiscalización legalmente establecidas[169].
En segundo lugar, interesan las referencias a la verdad. Dijo el Tribunal: “Se insiste, el sujeto pasivo no está obligado a decir la verdad o reconocer pormenores de su actividad con trascendencia tributaria que puedan merecer el reproche sancionatorio del órgano público”.
Desde nuestro punto de vista, la primera parte de la aseveración no es compartible; y paradojalmente, es la segunda parte de la misma frase la que da en el punto con la solución que entendemos ajustada a Derecho. Nos explicamos. Tal como se viene de ver, nos resulta difícil admitir la inexistencia de una obligación de decir la verdad: tal inexistencia se nos hace, lisa y llanamente, inconciliable con la noción misma de Derecho, que encuentra en la verdad uno de sus principales sustratos éticos[170].
Al mismo tiempo, el resto del pasaje transcripto creemos que encierra la refutación de la afirmación que le precede: el sujeto pasivo no está obligado a “reconocer pormenores de su actividad con trascendencia tributaria”. Esto no es otra cosa que lo que decíamos más arriba: estoy obligado a decir la verdad; pero no estoy obligado a decir toda la verdad. Para expresarlo de otra manera: en el marco de un interrogatorio, el sujeto pasivo no está obligado a relatar todo lo sucedido con pelos y señales, si se nos permite el exceso; puede dejar reservado a su fuero interno aquellas manifestaciones que crea que han de poder sustentar una incriminación en su contra; sin embargo, en aquello que sí haya de hablar, deberá ajustarse a la verdad.
El concepto es particularmente amplio y guarda relación con diversas nociones que ya son familiares al lector.
Así, se emparenta con el denominado principio del informalismo en favor del administrado, recogido en el arts. 2 y 9 del Decreto 500: allí donde el particular ha omitido una formalidad que se entiende que no es esencial, “se admitirá al interesado el cumplimiento del acto en cuestión (aun) sin la formalidad, o (bien) se considerará legítimo el ya cumplido sin ella, siempre que tal formalidad pueda ser cumplida posteriormente”[171].
Se vincula también con la incidencia de los vicios formales (intrascendentes) en el procedimiento y/o en el acto administrativo, entendiéndose por tales aquellos que tienen que ver con las formalidades o con la forma del acto administrativo[172]. Es lo que en Derecho Administrativo se conoce con el nombre de principio de trascendencia, citado al comienzo de nuestro estudio[173].
Otro tanto cabe decir de la prevalencia del fondo sobre la forma: allí donde el espíritu o la intención de la norma han sido satisfechos, corresponde tener la norma o la exigencia cumplida, aun cuando las formalidades no se hayan visto colmadas en toda su dimensión.
En Derecho Tributario el concepto recibe consagración expresa en lo que a la interpretación del hecho generador se refiere:
“(…) Las formas jurídicas adoptadas por los particulares no obligan al intérprete; éste deberá atribuir a las situaciones y actos ocurridos una significación acorde con los hechos, siempre que del análisis de la norma surja que el hecho generador fue definido atendiendo a la realidad y no a la forma jurídica” (Inciso segundo del art. 6, CT). Por eso el Tribunal ha podido expresar con singular claridad: “La Administración tiene el deber de prescindir de las formas jurídicas, o de lo que surge de la documentación, cuando la prueba de cargo demuestra que los hechos sucedieron de distinta forma a lo que surge de los documentos. En ese sentido, se presenta la dicotomía realidad/forma que atraviesa varios campos del Derecho, como el principio de primacía de la realidad del Derecho del Trabajo o el principio de la realidad económica, que se encuentra en el art. 6, inc. 2º, del CT”[174].
Por fin, guarda también puntos de contacto con el rechazo del llamado legalismo de la interpretación, conforme el cual el Derecho debe fundarse exclusivamente en la ley escrita, y en la interpretación meramente declarativa o reproductiva de un significado pre–existente; vale decir, el legalismo prescinde de la consideración de toda clase de elementos extrínsecos, ajenos a la ley, y muy especialmente de las circunstancias del caso[175]. Es un lugar común la cita de Cicerón: el formalismo extremado puede llevar a la injusticia extrema (summum ius, summa injuria)[176].
Pero al mismo tiempo, el rechazo del formalismo excesivo es todo eso y también algo más: es la prevalencia de lo relevante sobre lo accesorio, para usar la feliz expresión de Pezzutti[177]; es la interpretación que aplica la norma teniendo en cuenta la realidad vital[178]; es la visión del bosque que se impone sobre la del árbol aisladamente considerado, es la interpretación que privilegia el interés que el Derecho procura proteger[179], que prioriza la finalidad y el espíritu de la norma, frente a la letra de ésta abstraída de sus circunstancias; la interpretación que en esa necesaria y fluida interacción entre la norma y el caso concreto, jerarquiza el rol de las circunstancias que influyen en la interpretación[180]. En síntesis, es la buena fe en la interpretación y aplicación de la norma, si se nos permite la tautología[181].
Estas consideraciones no resultan fortuitas: porque la buena fe aparece indisolublemente vinculada a las circunstancias del caso, que el formalismo excesivo relega para centrarse puramente en los elementos textuales. Si la buena fe pretende ser expresión de lo justo, ese sentido de justicia emerge del análisis del caso, de los hechos. Por eso con total propiedad se ha dicho que la buena fe importa el rescate y la jerarquización de las circunstancias del caso a la hora de procurar la dilucidación de éste.
El lector habrá advertido sin esfuerzo la vastísima amplitud de esta vertiente de la buena fe. Precisamente, es esa misma amplitud la que impone la necesidad de delinear los criterios orientadores que han presidido la rica jurisprudencia del Tribunal.
Quizás una de las expresiones jurisprudenciales más salientes a este respecto tiene que ver con las formalidades documentales que deben observarse a efectos de que un gasto sea deducible para llegar a la materia imponible en sede de IRAE y de IVA. El leading case es CIEMS[182]. Se discutía la deductibilidad de una serie de gastos a efectos del impuesto a la renta empresarial; excepto que la documentación presentaba diversas carencias, todas ellas puramente formales (ejemplo: estaba vencido el plazo de vigencia de la factura). La singularidad de la especie estaba dada no sólo por el elevado número de esos apartamientos –todos ellos exquisitamente formales–, sino también porque no existían discrepancias entre Administración y contribuyente en cuanto al fondo, es decir, en punto a la existencia del gasto, su cuantía, y aun respecto de su necesariedad (a los efectos de habilitar su deducción, extremo éste último que, con razón, ha sido y es fuente de continuas discrepancias).
Los gastos en cuestión tenían que ver con gastos en taxímetros, reintegro de gastos sufragados a terceros, gastos en paratributos (timbres profesionales) y gastos documentados en facturas cuyo pie de imprenta se encontraba vencido.
El Tribunal entendió que la posición de la DGI sostenida en las actuaciones “era excesivamente formalista y resultaba alejada de la realidad”. Tomando en consideración la índole de los gastos cuestionados, y tras establecer que los boletos constituyen una prueba documental suficiente, el Tribunal afirmó (entre otros) que “es un hecho notorio para cualquier habitante de Montevideo, que ningún taxi extiende boletas en forma rigurosamente ajustada a las disposiciones reglamentarias”. A propósito de los gastos documentados en boletas de taxis, el Tribunal apeló a “lo que sucede en la realidad”, a “un criterio pragmático”, para concluir que la pretensión de la Administración en el sentido de denegar la deductibilidad de estos gastos, “aparece contrariando el más elemental sentido común”. Y en lo más interesa a nuestros efectos, el TCA remató: “es un exceso de rigor formalista no permitir (la deducción de los gatos a efectos del IRIC), cuando hay elementos documentales que prueban sobradamente su existencia y cuantía”[183].
En lo que importa a nuestro estudio, el Tribunal puso énfasis en la fehaciente prueba de la existencia del gasto, para privilegiar ese aspecto por encima de consideraciones documentales y formales (en palabras del TCA: “minucias documentales”). Todo ello en estricto cumplimiento de las normas legales. Razón por la cual el Tribunal descartó –con acierto– la deductibilidad de los gastos a los efectos del IVA[184], donde los aspectos formales son más rigurosos y adquieren singular relevancia. Si bien es verdad que los aspectos comentados tienen que ver con el Derecho Tributario Material –la cuantificación de la obligación tributaria– más que con el procedimiento administrativo –el ámbito más fecundo en lo que a la aplicación del principio de la buena fe tributaria se refiere–, entendemos que la buena fe en la interpretación (a la cual aludíamos en la introducción de este capítulo) justifica las reflexiones precedentes.
Este mismo comentario resultaría extensible a Manassi[185]. Se trataba de la aplicación de la exoneración del IVA a la importación y enajenación de insumos agropecuarios, más precisamente films de polietileno (O sea: Derecho Tributario Material). A ese respecto, la norma reglamentaria, establece que quedan incluidos en la exoneración legal a la enajenación de bienes a emplearse en la producción agropecuaria, ciertos envases que enumera[186]. A cuyos efectos la norma agrega al final una exigencia complementaria: los envases deben “exhibir impreso en la forma indeleble o grabado en el propio bien y en lugar y tamaño bien visible la leyenda “uso exclusivo agropecuario”.
La Administración cuestionó que la leyenda constara en el envoltorio y no en el producto propiamente dicho. El contribuyente esgrimió que en alguna de las variedades que comercializaba los films –más precisamente: el film de polietileno para mulch de color negro (veremos a continuación que el detalle importa)– la leyenda estaba impresa en los envoltorios de cada rollo, por lo cual, en una razonable interpretación de la norma en cuestión, la importación y enajenación del bien debía tenerse por exonerada de IVA, por tratarse de insumos agropecuarios exclusivamente.
El Tribunal, además de advertir que la norma reglamentaria se limita a exigir únicamente que el bien contenga la leyenda “uso exclusivo agrícola” (sin discriminar entre el envoltorio y lo que estuviere dentro de él), hizo hincapié en que la leyenda existente en el envoltorio “cumplía con el designio normativo”. El fallo del Tribunal fue muy claro en este sentido. Primero, porque siendo que el film en cuestión es de color negro, “existen impiden la impresión de la leyenda en el bien”. Segundo, porque el producto “se comercializa con el envase, formando el envoltorio parte del film” (a lo cual se suma que su costo no justifica que sea utilizado en otra actividad que no sea agrícola). Y tercero, la exigencia de que conste en el propio producto y no en su envase, “no respeta una racionalidad ni colabora en la fiscalización, que es el verdadero sentido de la existencia misma de tal leyenda”.
Por lo demás, el Tribunal no fue ajeno a ese diálogo permanente entre la norma y las circunstancias de hecho al que la buena fe convoca. El Tribunal advirtió –atinadamente– que, en ocasión de las importaciones del producto, la constancia expedida por la Dirección General de Servicios Agrícolas del Ministerio de Agricultura y Pesca indicaba que el film importado era para “uso agrícola”.
Vale decir que si bien no se habla a texto expreso de formalismo excesivo ni de buena fe –de hecho, el actor invocó un instituto diferente: la “interpretación sistemática”–, son precisamente aquellos los conceptos que sobrevuelan el fallo. Completamente dominado, agregamos nosotros, por criterios de razonabilidad y sentido común que subyacen todo el orden jurídico, tal como el propio Tribunal lo ha relevado en reiteradas ocasiones (y hacen también a la buena fe)[187].
La sentencia incursiona también en una de las tantas expresiones de la buena fe: la prevalencia de la satisfacción del interés protegido por la norma, por encima de su observancia literal: la finalidad de la norma –ofrecer las mayores seguridades de que el bien habrá de ser destinado a un uso exclusivamente agrícola– estaba satisfecha con creces y así lo había relevado el Tribunal. Con palabras de Gamarra, es el triunfo del principio general de la buena fe sobre el formalismo jurídico[188].
Por tratarse también de una cuestión formal, en este capítulo corresponde convocar la conocida (y monolítica) postura del Alto Tribunal en lo que refiere a la ubicación documental de la motivación del acto administrativo. Es un lugar común en la defensa de los contribuyentes, el agravio en el sentido que la fundamentación del acto de determinación no surge del propio acto, en cuyo mérito –se suele esgrimir– el acto carece de motivación.
Como se comprenderá, se trata de un argumento esencialmente formal (que como tal justifica su mención en esta parte del discurso). Lo que importa no es si la motivación del acto surge del propio acto de determinación o de los antecedentes (es decir: del resto del expediente), sino que lo relevante (y decisivo) es que tal motivación exista y que el impugnante haya podido acceder a ella.
Una y otra vez el Tribunal ha expresado que el agravio es irrelevante en la medida en que la motivación surja del expediente y el litigante haya tenido oportunidad de controlarla en tiempo oportuno. A vía de ejemplo, el Tribunal ha sentenciado que
“aunque la resolución resistida no es muy explícita en lo que refiere a sus fundamentos, ello no configura falta de motivación, porque, como lo ha entendido invariablemente la Corporación, la fundamentación del acto puede y debe surgir del acto mismo o de sus antecedentes (cfr. Sent. 631/07)”[189].
Algunos años después, citando la opinión de la Cátedra, y tras recordar que la motivación del acto puede ser escueta, el Tribunal estableció:
“ (…) No es, pues, un problema de forma sino de que exista una fundamentación congruente (los motivos, normas, razones indicadas deben aparecer como premisas de las que se extraiga la conclusión que es la decisión) y exacta (las razones de derecho deben corresponder a los textos invocados, los hechos deben ser ciertos) (Rotondo, Felipe, Manual de Derecho Administrativo, 7ª edición, 2009, págs. 329 y 330)”. Y concluía el Tribunal: “Por lo tanto, la motivación del acto según jurisprudencia reiterada del Tribunal, puede partir tanto del propio texto del acto enjuiciado como de los antecedentes que sirven de apoyo y sustento”[190].
Distinto es el caso de la motivación ex post facto, entendida ésta como la motivación que se agrega luego de dictado el acto. Siguiendo la doctrina administrativista, el Tribunal ha entendido que la fundamentación posterior al acto recurrido, es inidónea para subsanar el vicio originario. Y ello por cuanto esa fundamentación posterior es ignorada por el interesado al tiempo de la impugnación, erosionando así sus posibilidades de una efectiva defensa: mal puede argumentarse respecto de aquello que se desconoce[191].
En este mismo orden de ideas, se ubica la jurisprudencia del Tribunal en lo que hace al agravio de los contribuyentes invocando la ausencia de una orden escrita de inspección, previa al inicio de las actuaciones. La posición mayoritaria del Tribunal –con la importante discordia a la que referiremos seguidamente– tiene establecido que la ausencia de esa orden previa no constituye un vicio influyente de una entidad tal o apto para provocar la nulidad de las actuaciones. En Calachi, el Tribunal (siempre en mayoría) señaló que se trata de una actuación “desprolija”, pero que la irregularidad no resulta invalidante del procedimiento ni de la resolución adoptada. Citando expresiones del dictamen del Procurador del Estado en lo Contencioso Administrativo, el Tribunal expresó que
“más allá de la falencia formal anotada, sustancialmente no caben dudas que el procedimiento de autos no fue iniciado a instancias de los funcionarios en forma arbitraria, sino que existieron instrucciones precisas de sus jerarcas en el sentido de controlar (…) la regularidad de la conducta”[192].
El Tribunal invocó su jurisprudencia previa en lo que hace a las irregularidades formales del iter procedimental (y que también convocan el rechazo del formalismo excesivo del cual venimos hablando): el apartamiento formal determina la nulidad del acto en la medida en que esa irregularidad haya causado un grave perjuicio al administrado. Si bien el Tribunal admitió la existencia de una cierta irregularidad, no advirtió que los funcionarios hubieran actuado a su propio arbitrio, o con desviación de poder, o que se hubiere minado el derecho de defensa del contribuyente[193].
La decisión del Tribunal ha merecido la consistente discordia del Ministro Juan P. Tobía –recientemente fallecido–, para quien la orden escrita no es en modo alguno un vicio intrascendente. Los fundamentos de la discordia son varios, todos ellos muy sólidos. En primer lugar, la garantía que significa (para quien es objeto de un procedimiento administrativo) conocer los elementos básicos que rodean la actividad (orden del jerarca, funcionarios designados al efecto, etc.) en la primer oportunidad[194]. En segundo lugar, la transparencia: “la necesidad de transparentar la acción pública hacia el sujeto pasivo”[195]. En tercer lugar, la escrituralidad, que permite resguardar al contribuyente “contra un posible desborde del accionar de los agentes públicos configurativos de desviación de poder, porque la Administración debe actuar con imparcialidad, objetividad, sin preconceptos (…) (y) debe contribuir a demostrar la inexistencia de intencionalidades”[196].
Como se comprenderá, todas estas consideraciones de la discordia resultan compartibles y hacen a la buena fe. (De hecho, este punto –la necesidad de una orden escrita– bien podría haberse abordado en otras de las categorías jurisprudenciales que hemos agrupado, principalmente la transparencia; también la escrupulosidad y la pulcritud, que veremos más adelante). Sin dejar de reconocer la opinabilidad del tema –que tampoco escapó a la lúcida visión del Ministro discorde–, nos inclinamos por acompañar la tesitura de la mayoría. Porque no obstante los acertados argumentos en contra que se vienen de reseñar, creemos que se debe privilegiar la visión integral de la mayoría, el principio de trascendencia tantas veces invocado por el Tribunal: ¿en qué habría cambiado la suerte del caso de haber mediado una orden escrita previa? Naturalmente que hay un apartamiento de las formas y que de haberse notificado esa orden en tiempo oportuno el contribuyente habría tenido –también en tiempo oportuno– las seguridades de que la inspección era efectivamente tal y obedecía a una voluntad de la autoridad. Pero lo cierto es que la orden escrita sobrevino más tarde, y que el inspeccionado pudo ejercer su defensa en la instancia oportuna. Son pertinentes algunas de las reflexiones introductorias de esta nota: no toda transgresión de la buena fe se traduce en “remedios” legales concretos; si el apartamiento no tuvo efectos adversos relevantes, la violación del standard no aparejará consecuencias legales. Por fin, hay también consideraciones de auto–responsabilidad que coadyuvan en la solución de la mayoría: el inspeccionado bien podía legítimamente haber denegado el acceso a los inspectores actuantes, si estos no exhibieron la orden escrita; no lo hizo.
En esta misma línea que rechaza el formalismo excesivo, pueden citarse los pronunciamientos del Tribunal relativos a la extensión temporal de la responsabilidad de los administradores y representantes.
El tema no requiere de mayores introitos. El Código Tributario establece que “los representantes legales y voluntarios que no procedan con la debida diligencia en sus funciones, serán solidariamente responsables de las obligaciones tributarias que correspondan a sus representados (…)” (art. 21 CT). Norma ésta que se complementa (entre otras) con las disposiciones que en sede de IRAE se incluyen en materia de responsabilidad: “Los socios de sociedades personales o directores de sociedades contribuyentes, serán solidariamente responsables del pago del impuesto” (art. 95 del Título 4 del Texto Ordenado). Quiere decir que, más allá de ciertos matices, en líneas generales la responsabilidad se limita a aquellos tributos que debieron pagarse durante el período de actividad del representante[197].
Estas previsiones legales han suscitado alguna vacilación a la hora de establecer un corte en el tiempo que permita establecer el momento hasta el cual se extiende esa responsabilidad solidaria de los “representantes legales y voluntarios”.
El criterio de la DGI –expuesto invariablemente en sus actos de determinación– se apega a las formas: los representantes responden tributariamente hasta el momento en que su desvinculación haya sido comunicada a la Administración, con prescindencia de que, con anterioridad, en los hechos la persona hubiere cesado toda actuación y vinculación con el representado[198].
Hace ya varios años que el Tribunal viene marcando su discrepancia con este punto de vista. El TCA tiene establecido que el temperamento precedente responde a un “criterio estrictamente formal”, que “toma únicamente como elemento determinante la fecha de la comunicación al RUC del cese como director”, y desconoce la prueba usualmente aportada en estos expedientes, en el sentido que, en la vía de los hechos, la desvinculación se produjo con anterioridad. La visión del TCA a este respecto luce largamente consolidada: en opinión del Alto Cuerpo,
“los directores sólo responden por los impuestos que la empresa debió pagar durante su gestión y no por los que se devengaron en tal período”[199]; “la mera ausencia de (la) comunicación a la Administración Tributaria del cese en la calidad de representante, no necesariamente implica que éste pueda ser responsabilizado por un período posterior a esa desvinculación, si por otros medios fehacientes puede acreditarse que la misma efectivamente tuvo lugar”[200].
Las expresiones del Tribunal en W Lounge pueden tenerse por plenamente representativas de esta corriente del Tribunal[201]. El entonces Director de la sociedad anónima investigada (y posterior actor en la acción de nulidad) había cesado en sus funciones el 13 noviembre 2004, fecha de las Asamblea Extraordinaria de Accionistas en que la renuncia le fue aceptada (y en que se designó un nuevo Director). Sin embargo, del legajo de la DGI no surgía con claridad la fecha de cese de aquél. Motivo por el cual esa Administración Tributaria tomó, como fecha de desvinculación, la fecha de la certificación notarial de las firmas estampadas en el formulario conforme el cual se había comunicado a la DGI el cambio de Directorio, el 2 Julio 2005.
Dijo el Tribunal:
“La Administración optó por el criterio formal de lo que surgía de su registro, sin tomar en cuenta la identidad de los hechos y desconsiderando totalmente –nada menos– que lo que sus propios servicios inspectivos constataron sobre la forma en que ocurrieron los hechos (…) fueron los propios inspectores los que con toda claridad admitieron que el actor no actuó como director y representante (…) más allá de noviembre 2004. Esto condice perfectamente con la fecha de la asamblea societaria celebrada ese mismo mes, en la que se aceptó su renuncia a la presidencia (…)”.
A partir de este punto de partida, el Tribunal sentó su discrepancia con la tesis de la DGI, por entender que la prueba tasada por ella exigida –un documento con fecha cierta que pruebe la desvinculación– no está prevista en la ley. Para que alguien pueda ser responsabilizado como representante de un contribuyente, debe existir –agrega el Tribunal– prueba de que actuó en esa calidad. Y la carga de esa prueba –en el sentido de que un individuo actuó como representante y tuvo injerencia en la materia tributaria– recae sobre la Administración que imputa un obrar negligente o doloso.
En función de lo expuesto, el Tribunal expresó “la DGI optó por un criterio estrictamente formal, desconsiderando las pruebas, lo que supone soslayar el principio de verdad material previsto en los arts. 2.d y 4 del Decreto N° 500/991”. Sustentada en este último principio, y transcribiendo las opiniones del Profesor Juan P. Cajarville, el Tribunal dejó sentado que “la Administración tiene el deber de prescindir de las formas jurídicas o de lo que surge de la documentación, cuando la prueba de cargo demuestra que los hechos sucedieron de distinta forma a lo que surge de los documentos (…)”. Todo lo cual permitió al Tribunal dar por probado que el actor no había actuado como Director y representante de la sociedad más allá de la fecha de la Asamblea de Accionistas.
A esta altura del discurso el lector comprenderá la plena confluencia de los institutos jurídicos en juego. Sea que hablemos de prevalencia del fondo sobre la forma, de verdad material, de trascendencia o de rechazo del formalismo excesivo (buena fe), el resultado sigue siendo el mismo: la nulidad del acto de determinación.
He aquí otro de los valores que inspiran el principio de la buena fe, y que se trasunta en varias de las exigencias arriba reseñadas. La solidaridad –establecida a texto expreso por la Constitución italiana como deber general–[202] es la consideración de los intereses de la otra parte[203]; refiere a una serie de deberes de colaboración que, de no cumplirse, afectan desfavorablemente los intereses de la otra parte –en la medida determinada en cada caso– al propio ejercicio del derecho o a los términos del cumplimiento de la obligación[204]. En esa misma línea, en España la Ley de Derechos y Garantías de los Contribuyentes, alude no solamente a deberes de colaboración, sino también a la no obstaculización del ejercicio de los derechos del contribuyente o del cumplimiento de la obligación tributaria, y al desarrollo de las actuaciones de la Administración tributaria (que requieran la intervención de los contribuyentes) de la manera menos gravosa para estos[205]. Entre nosotros, Gamarra escribe que la obligación de colaborar deriva de la esencia misma de la solidaridad y la que mejor la expresa[206]. En cierta medida, algunos de los derechos (y correlativos deberes) estatuidos en el Código Tributario uruguayo, son expresión de ese deber de colaboración que podríamos dar en llamar solidaridad tributaria.
Ese rechazo del comportamiento mezquino, ha aflorado una y otra en la jurisprudencia del Tribunal, siempre con un semblante que hace a la singularidad del caso: cada especie encierra su propia riqueza, de manera que no hay dos procedimientos administrativos exactamente iguales. Siempre teniendo presente, como se puntualizaba al comienzo, que las categorías rara vez son excluyentes y rara vez también se presentan en estado de pureza. La reflexión es pertinente porque la duración razonable que se comentar á en el capítulo siguiente –las partes deben actuar con una diligencia tal que el procedimiento no se dilate más allá de lo estrictamente necesario– es expresión (también del deber de colaboración impuesto por la solidaridad).
En Tísaro, ya citado, el contribuyente se había agraviado por la no devolución de los registros contables de la empresa. El caso había pasado a la órbita de la Justicia penal, en cuyo marco la asesora contable del contribuyente había hecho entrega (al Juzgado Penal) de un volumen de información importante, inclusiva de los registros contables correspondientes a un cierto período (documentación sobre compras y ventas, balances y declaraciones juradas, diario analítico y diario resumido por día –siempre en relación a determinados períodos– para mencionar los documentos de naturaleza contable de mayor relevancia). Los peritos designados por la Justicia Penal, examinaron esos documentos y los entregaron a las funcionarias inspectoras de la Administración. El contribuyente solicitó expresamente su devolución a ésta última, petición que (al decir del Tribunal) la Administración ni siquiera examinó.
Este extremo resultó determinante de la sentencia, al punto que ésta refiere a un “grosero vicio procedimental”: durante todo el transcurso de la inspección los registros contables permanecieron en poder del equipo inspectivo, sin que el interesado haya podido tener acceso a ellos. Circunstancia ésta “que menguó las garantías de defensa de los interesados, erigiéndose en (…) un vicio procedimental invalidante”. Porque en la medida en que buena parte der las irregularidades detectadas partieron del estudio de los registros contables, no era posible (para el contribuyente) ejercitar su defensa sin examinar esos registros. Y si la Administración no podía devolver los originales, debió sacar un testimonio, afirmó el Tribunal con todo sentido común.
Como en tantas otras ocasiones a lo largo de esta crónica, y en estricta aplicación del principio de trascendencia recogido en el art. 7 del Decreto 500, el Tribunal no relevó la retención de los documentos per se, sino en función de su relevancia. Y para ello consideró –atinadamente– la entidad de los documentos retaceados: esos documentos eran importantes, porque eran, ni más ni menos, que la base de las imputaciones. En suma: la omisión al deber de solidaridad fue trascendente porque menoscabó el derecho de defensa.
En Calandra, también citado, se dio una situación igualmente peculiar, aunque distinta. Se habían constituido garantías a favor de la Administración; excepto que la Administración no las ejecutó en tiempo oportuno, y luego pretendió el cobro de los recargos correspondientes. El Tribunal no hizo lugar a esta pretensión: “a partir del conocimiento por parte de la Administración de la referida garantía, debió afectar la misma al pago de los adeudos, y no seguir generando recargos”.
Aquí subyace otro standard propio de la buena fe: mitigar el daño ajeno, exigir el pago de los impuestos por la vía o por los mecanismos menos gravosos para el contribuyente. Si hay diversos caminos para hacer efectivo el cobro del tributo, la Administración debe optar por aquel que resulte menos oneroso para el contribuyente. ¿Por qué? Porque así lo impone el deber de solidaridad tributaria que la buena fe conlleva. En el Derecho comparado esta obligación ha recibido ya consagración legal. Es el caso de España, cuya Ley de Derechos y Garantías de los Contribuyentes establece a texto expreso que “las actuaciones de la Administración Tributaria que requieran la intervención de los contribuyentes, deberán llevarse a cabo de la forma que resulte menos gravosa para estos”[207].
En esa misma línea de pensamiento pueden citarse otros deberes de colaboración: así, es de buena fe el acceso al pedido de prórroga del plazo para evacuar la vista cuando la misma es necesaria para poder consultar el expediente[208], y es también de buena fe el diligenciamiento de toda aquella prueba que el sujeto pasivo solicita y que luce razonablemente conducente y pertinente[209].
X. La Pro–actividad de la Administración: La Duración Razonable del Procedimiento [arriba] [210]
La pro–actividad y el comportamiento activo de cooperación, es una de las tantas manifestaciones de la buena fe (y en particular de uno de los valores que le subyacen: la solidaridad). Esa solidaridad se pone sobremanera de relieve en el marco de relaciones de larga duración, como suele serlo la relación entre la Administración Tributaria y el contribuyente[211]. Es justamente en el contexto de estas relaciones en que los deberes de colaboración impuestos por la buena fe irrumpen en toda su dimensión[212]. Por eso es pertinente estudiar la duración del procedimiento en el marco del principio de la buena fe[213]: no es la larga duración del procedimiento la que violenta la buena fe, sino la indolencia, la desidia que hay detrás de esos procedimientos que se perpetúan en el tiempo[214]. En ausencia de esa abulia administrativa, no hay (al menos del lado de la Administración) transgresión alguna de la buena fe, por extendida que pudiera ser la duración del procedimiento. El paréntesis es pertinente, porque muchas veces es el contribuyente/responsable quien, transgrediendo el imperativo de la buena fe, asume comportamientos dirigidos a obstaculizar, entorpecer o prolongar innecesariamente los procedimientos administrativos a través de dilaciones injustificadas[215].
Sin desconocer que la pro–actividad impuesta por la buena fe se proyecta de múltiples maneras –algunas de ellas reseñadas en el capítulo anterior–, en este capítulo nos ocuparemos de una de las más significativas, que es precisamente la duración del procedimiento tributario, o sea, la imperiosa necesidad de que sus tiempos sean los estrictamente necesarios[216].
En materia tributaria, la duración del procedimiento ofrece alguna singularidad: en tanto el procedimiento tributario transcurre, la no extinción de la deuda por tributos en el plazo correspondiente significa que los recargos por mora se continúan devengando día a día. Esos recargos se capitalizan cuatrimestralmente (art. 94 CT; y art. 742 de la Ley N° 16.736, 5 Enero 1996), y a ellos se suman posibles embargos[217] y hasta hace poco tiempo atrás, la eventual suspensión del certificado único de la DGI[218], con las consecuencias que todo ello conlleva. Quiere decir que, sobremanera en esta materia, el transcurso del tiempo no es indiferente al Derecho[219]. En parte por las razones apuntadas, y en parte también por la carga emocional, la intranquilidad familiar y el estado de incertidumbre que supone el decurso de una inspección tributaria, o, más ampliamente, de un procedimiento tributario[220] [221].
El tema no ha sido ajeno a la preocupación de la Administración Tributaria. Una Resolución (poco conocida) del Directorio del BPS lo había anticipado hace más de dos décadas. Nos referimos a la R.D. N° 43–31/97, del 30 diciembre 1997, en cuyos Considerandos se establece, en blanco sobre negro, que “la Administración no debe cobrar recargos en las situaciones en que la demora le sea imputable, y siempre que la misma sea superior al lapso razonable de sustanciación de las actuaciones”. A partir de esa premisa, la Resolución dio un paso más y estableció una fecha límite para el cálculo de los recargos –pasada la cual los recargos no debían ser liquidados–, según que el avalúo fuere o no precedido de una inspección, o bien fuere consecuencia del cierre de obra. La misma Resolución agregó que la fecha límite establecida no era de aplicación en casos de omisión total de aportes, defraudación tributaria, y otros[222].
Actualmente el agravio de los contribuyentes en punto a la dilatada duración de los procedimientos se ha convertido en un lugar común. Precisamente para descartar el uso abusivo del agravio, con singular tino el TCA tiene establecido que no basta con la alegación de la duración excesiva: es menester establecer por qué se considera excesivo el plazo, y a partir de qué momento deviene tal. Por eso, en Fynn el Tribunal señaló que “la alegación genérica del agravio sella la suerte del accionante"[223].
Como se recordará, no existe una previsión legal expresa (o aun reglamentaria) que establezca un plazo definido o determinado para la duración del procedimiento tributario. Existen en cambio principios generales de celeridad, eficacia y buena administración que inspiran todo procedimiento administrativo, tal como lo preconiza el art. 2 del Decreto 500. El mismo Decreto agrega: “Los interesados en el procedimiento administrativo gozarán de todos los derechos y garantías inherentes al debido proceso (…) Estos derechos implican un procedimiento de duración razonable (…)” (art. 5). Términos similares son referidos en el Pacto de San José de Costa Rica, de expresa aplicación en materia fiscal: “Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable (…)” (art. 8).
A partir de esas premisas, el Tribunal tiene establecido (al menos de manera implícita) que la duración de la inspección no puede involucrar “una demora excesiva, irracional e injustificada”[224]: el procedimiento tributario debe tener un plazo razonable que como tal no puede dilatarse indefinidamente.
Se trata pues de despejar qué significa –en la jurisprudencia del Tribunal– un plazo de duración razonable: ¿cuándo el plazo de una inspección puede o debe entenderse razonable?
La jurisprudencia dominante del TCA tiene en DICOSE (2012) su leading case[225]. Porque si bien no fue dictada en el marco de un procedimiento estrictamente tributario, a ella se han remitido varios de los pronunciamientos posteriores del Tribunal, muchos de ellos referidos específicamente a la materia tributaria; extremo éste que se comprende fácilmente si se toma en consideración que el agravio de la parte actora había fincado, exclusivamente, en la duración excesiva del procedimiento, y habida cuenta también de que se detuvo detenidamente en la consideración de las circunstancias del caso concreto[226].
El Tribunal rechazó la demanda. Si bien la sentencia reconoce el principio de duración razonable del procedimiento (lo mismo que los principios de administración eficiente y seguridad jurídica –y acepta también que es posible reclamar su cumplimiento por parte de la Administración–), el fallo reconoce que los derechos emergentes de esos principios no resultan absolutos, sino que reconocen limitaciones surgidas del propio orden jurídico: más específicamente, de otros principios (también recogidos en la Constitución, de manera explícita o implícita): los principios de “verdad material, impulsión de oficio, debido proceso y derecho de defensa”. Principios estos que, en opinión del Tribunal, actúan como limitantes o contrapesos de los principios invocados por la parte actora.
En palabras que el Tribunal habría de reiterar en pronunciamientos futuros, y con amplia cita de la obra de Juan Pablo Cajarville, el TCA expresó que
“los principios, a diferencia de las reglas, no se aplican en términos de todo o nada, sino de acuerdo a su dimensión de peso en la argumentación (...) es el juicio de ponderación que llevará a decidir cuáles principios se priorizando –dada una determinada hipótesis de hecho– y cuáles se dejan en un segundo plano (...) La Sala estima que el conflicto entre los principios que rigen el procedimiento administrativo debe resolverse caso a caso, considerando las circunstancias que particularizan la situación”.
En el caso concreto, y ponderados los principios arriba relacionados, la Sala concluyó que el tiempo insumido por el procedimiento “no excedió los márgenes de razonabilidad, ni supuso una actuación excesiva de la Administración”. Por el contrario, en opinión del TCA, el plazo de duración del procedimiento fue el “estrictamente necesario para satisfacer el cumplimiento de determinados principios generales del procedimiento administrativo”.
En esa línea, el Tribunal hizo caudal de las varias comparecencias del interesado y del diligenciamiento de varios medios probatorios, todo ello en aras de llegar al “conocimiento real de los hechos”. De hecho, el actor evacuó tres vistas, articuló sus descargos y solicitó la apertura a prueba (que así se dispuso). Tras recordar que el actor estaba domiciliado en Rocha y que en el curso de las actuaciones había planteado la recusación del Director de DICOSE, el TCA concluyó que el tiempo insumido por el procedimiento no sólo no fue irracional ni excesivo, sino el preciso y necesario para satisfacer principios cardinales del procedimiento administrativo.
Según se mencionara, los fallos posteriores del TCA habrían de reproducir las expresiones precedentes, total o parcialmente, directa o indirectamente[227]. Y fundamentalmente se habrían de hacer eco de su línea argumental, a saber, la ponderación de principios, el necesario balance y contrapeso entre los principios en juego –de duración razonable y celeridad de un lado, y los principios del debido proceso y de búsqueda de la verdad por el otro–, principios estos que, en opinión del TCA, en cierta medida son “de signo contrario” o “entran en contradicción”[228] [229].
Nosotros compartimos la incidencia de los diversos principios, aunque con algún matiz: no creemos que en esta materia esos principios entren en colisión, sino que, desde nuestro punto de vista, unos y otros se potencian recíprocamente y se integran sin esfuerzo. Cuando decimos que la duración del procedimiento ha sido excesiva, estamos haciendo alusión a un procedimiento en el cual, cumplidas las exigencias del caso –sobre todo las conexas con el derecho a una defensa razonable y las vinculadas al deber de la Administración de llegar a la verdad–, y transcurridos los tiempos razonablemente necesarios para atender el conjunto de esas exigencias (y aun aquellos que pudieren haber suspendido el avance de las actuaciones por justas causas), el procedimiento no fue concluido, sin razón valedera alguna. Es decir, el exceso comienza luego de satisfechas las necesarias garantías que deben rodear todo procedimiento; hasta ahí, no hay exceso ni irrazonabilidad algunos.
Vale decir, hay un punto de inflexión: un momento hasta el cual la duración se considera razonable; a partir de ése mismo momento, todo tiempo que transcurra –sin que se dicte y notifique el acto de determinación– será completamente innecesario y por ende dará la medida del exceso. Es por eso que a nuestro juicio no hay en este caso conflicto de principios: antes bien, la tutela jurisdiccional y la necesidad de llegar a la verdad, son precisamente los que nos van a dar la medida de la irrazonabilidad de la duración, los que nos han de indicar el lapso necesario para su satisfacción, y por ende los que han de marcar el hito o umbral a partir del cual la duración del procedimiento será considerada desmedida o carente de sentido[230].
Las ideas precedentes habrían de ser retomadas por el Tribunal en Clérici, que creemos sintetiza las grandes líneas que orientan el pensamiento de la mayoría del Tribunal[231]. De ahí su importancia, sumada a la fundada discordia que le acompaña.
En lo que hace al objeto de nuestro estudio, la parte actora se había agraviado por la demora de la Administración de más de dos años para dictar el acto de determinación (a partir del inicio de las actuaciones inspectivas). En su virtud, entendió que los recargos correspondientes al período de formación del acto de determinación no debieran aplicarse, por cuanto respondían a atrasos que no resultaban imputables al actor y, en cuanto tales, no podía la Administración reclamar un daño que resulte de su propia culpa.
La sentencia –en mayoría– no hizo lugar a la demanda. En opinión de la mayoría, existieron demoras reprochables a ambas partes, y el contribuyente demostró una actitud “poco cooperante”, al punto que fue menester citarlo en tres oportunidades, y aun así omitió presentar parte de la documentación.
El Tribunal –siempre en mayoría– admitió que las demoras en el procedimiento administrativo no son indiferentes para el Derecho –en cuanto quebrantan el principio de celeridad del procedimiento– y admitió también el derecho de los particulares a un procedimiento de duración razonable. Sin embargo, convalidó la duración del procedimiento. Tras recordar que no existe en el Derecho patrio un plazo para la finalización del procedimiento, la sentencia expresó que la duración injustificada se traduciría (según la tesis expuesta por el Dr. Sebastián Arcia, que el Tribunal menciona) en la responsabilidad patrimonial del Estado. En cuyo caso el Tribunal no tiene competencia para juzgar el punto.
Este pensamiento –que ya había sido expuesto por el Tribunal en diversos pronunciamientos anteriores–[232], nos merece alguna vacilación. Es bien sabido que, si un particular cree que un obrar ilícito de la Administración le ocasiona un daño, puede naturalmente ocurrir a un juicio reparatorio patrimonial –que se ventila ante los Juzgados Letrados de Primera Instancia en lo Contencioso Administrativo– para reclamar su resarcimiento. Eso está fuera de discusión. Pero aquí el punto (creemos) nos parece que es otro. Porque el particular no reclama un pago, sino que aspira a privar de efectos la pretensión del cobro de aquellos recargos que, de no haber mediado una omisión culpable de la Administración, no se habrían generado. El resultado económico puede ser el mismo, pero la pretensión jurídica y la mecánica procesal son completamente diferentes: aquí nadie pide al Estado una sentencia de condena (al resarcimiento de un daño), sino la anulación parcial del acto administrativo, exclusivamente en aquella parte que determina la obligación de pagar una suma de dinero por concepto de recargos.
Creemos que este planteo armoniza con los principios de administración eficiente y, fundamentalmente, con el sentido común y la razonabilidad que planea todo orden jurídico: no parecería razonable que el agraviado deba aguardar a las resultas de un juicio reparatorio patrimonial para ver resarcido el daño sufrido. Y menos lógica aún pareciera la pretensión de hacer valer –y, sobre todo: ejecutar– un acto administrativo a sabiendas de que su licitud va a ser cuestionada de inmediato en el ámbito reparatorio–patrimonial.
La sentencia sostuvo también (siempre en mayoría) que
“no existe un parámetro razonable que permita indicar a partir de cuándo la fiscalización o el procedimiento administrativo en sí mismo, dejó de tener un tiempo razonable (...). No existe una regla de Derecho que ofrezca una solución en tales términos. Por lo que resulta imposible que el Juzgador pueda resolver en tales términos”.
Y agrega el Tribunal que “cuando el legislador quiso contemplar la actitud de la Administración y su relación directa con la duración del procedimiento, así lo hizo expresamente”, tal como sucede en el caso del art. 87 del CT[233].
Nosotros creemos que existe el mentado parámetro y es precisamente la razonabilidad. Lo que en verdad no existe es una norma que, como decíamos más atrás, “aterrice” esa razonabilidad en términos de meses o años y en cuanto tal expresamente cuantifique en términos temporales cuándo esa duración del procedimiento pasa a ser irrazonable (o, lo que es lo mismo, cuándo deja de ser razonable). Creemos (en sintonía con la discordia del Ministro Tobía), que la ausencia de esa norma expresa no puede ni debe inhibir al Tribunal de pronunciarse sobre la irrazonabilidad de la duración de la inspección. Estamos en presencia de una de esas tantas situaciones que se presentan en el mundo legal, en las cuales el Derecho positivo se limita a establecer una pauta genérica y laxa, que permite un margen de amplitud a la apreciación judicial, para que el Juez individualice –en función de las circunstancias del caso– el standard aplicable al caso concreto[234]. Cuando hablamos de abuso de derecho o preaviso razonable, en todos los casos estamos convocando pautas que deben ser aplicadas no obstante su generalidad. Hasta donde nos consta, nadie ha planteado que el Juez deba abstenerse de aplicar cualquiera de esos conceptos so pretexto de que la ley ha guardado silencio a la hora de especificar esos patrones. Precisamente es a partir del desarrollo pretoriano de esas breves referencias legales –en nuestro caso: la duración razonable– que aquellas pautas han cobrado vida y en cuya virtud el Derecho ha dado un salto, se ha sofisticado y se ha superado. De manera tal que, si alguna diferencia cabe trazar con el caso que nos ocupa, creemos que ella tiene que ver –únicamente– con la ausencia de una elaboración jurisprudencial previa, de una jurisprudencia previamente decantada y consolidada que permita apoyar y muñir al Juez de herramientas más precisas y “tangibles” a la hora de determinar a partir de qué momento la duración del procedimiento ha devenido irrazonable. Es hora de comenzar a construir esa jurisprudencia; la discordia del Ministro Tobía –que habremos de comentar más abajo– creemos que bien puede servir de punto de partida[235].
Antes de ingresar en ésta última, justo es recordar que en alguna ocasión el propio TCA entendió que las circunstancias del caso inhibían a la Administración de cobrar recargos a partir de una determinada fecha. Se trata del caso Calandra, ya comentado más atrás, en el cual la parte actora oportunamente había constituido garantía de cumplimiento de sus obligaciones tributarias (entre otras). Con motivo de su disolución societaria, en el año 2003 Calandra había solicitado (voluntariamente) la liberación de esa garantía. La Administración practicó la liquidación en el 2005, determinando una cifra que “en ese momento podía haber sido fácilmente cubierta con la garantía otorgada”; no obstante, en una hipótesis de mora del acreedor –que pudiendo cobrar no lo hizo–, la Administración desconoció la existencia de la garantía y optó por no ejecutarla. En sus agravios, Calandra expresó que resultaba “arbitrario e inexplicable que debido a la demora innecesaria de la Administración en liquidar los tributos, se aumentara el crédito fiscal en base a multas y recargos por infracciones en las cuales bajo ningún concepto él había incurrido”[236].
El TCA dio la razón a la Calandra en este punto. El Alto Tribunal falló que estos no eran aplicables a partir del 27 de mayo de 2004: “a partir del conocimiento por parte de la Administración de la referida garantía, debió afectarse la misma al pago de los adeudos, y no seguir generando recargos”.
Quiere decir –razonamos nosotros– que aun cuando en el caso no había una regla de Derecho que explicitara a partir de cuándo los recargos dejaban de ser exigibles, ello no fue óbice para que el Tribunal, no obstante confirmar el acto administrativo en lo que hace a la configuración de la infracción de mora, fallara que los recargos eran ilegítimos a partir de una fecha concreta y determinada (el 27 de mayo de 2004: la fecha de inicio de la inspección). Y si bien es verdad que las especies no son idénticas, hay en ambas aristas comunes que permiten trazar un paralelismo: hay en ambos supuestos un comportamiento pasivo de la Administración, que omite actuar de manera pro–activa, ya para hacer efectivo el cobro de una garantía que habría saldado la deuda por recargos (en Calandra), ya para finalizar con celeridad los procedimientos inspectivos (en Clérici). En ambos casos la consecuencia de la indolencia administrativa es la misma: la acumulación de los recargos. No hay razones –a nuestro criterio– que justifiquen el tratamiento dispar en uno y otro caso[237].
Por fin, citando un pronunciamiento anterior (la Sentencia N° 628/014), la mayoría del Tribunal expresa que “no puede pretenderse dejar de lado la solución establecida en forma diáfana en las reglas de Derecho positivo, so capa de aplicar la regla del acto propio, la confianza legítima u otras teorías de creación dogmática y jurisprudencial”. Nosotros creemos que no hay tal diafanidad. Cuando pretendemos que se considere irrazonable la duración del procedimiento, no lo hacemos en mérito a teoría alguna, sino precisamente para no tener por no escrita la norma legal y reglamentaria que impone la duración razonable. Entendemos que no hay aquí un conflicto entre una regla pretendidamente clara y escrita frente a otra presuntamente ambigua y no escrita, sino más bien entre dos normas escritas: la que establece la generación de recargos, y la que establece la razonabilidad en la duración del procedimiento. Excepto que mientras el TCA se inclina por una solución que a nuestro juicio termina por ignorar la norma que impone la duración razonable, nosotros bregamos por una solución que propende a la co–existencia de ambas normas sin que ninguna de ellas deba tenerse por no escrita[238].
En efecto, adherimos a la tesis sustentada en la discordia del Ministro Juan Pedro Tobía, que creemos que apunta en la dirección acertada.
Ya en sus primeras consideraciones la discordia sienta su conclusión: no se adeudan recargos moratorios “cuando los mismos se producen como consecuencia del obrar del órgano público en el desenvolvimiento tempestivo de los poderes de fiscalización y verificación”.
Tras establecer que “la garantía de a duración razonable no supone –como muchas veces sucede– el uso retórico como principio a efectos de destacar su preeminencia o superior valor”, la discordia expresa que la inexistencia de una consecuencia jurídica expresa en lo que a la duración del procedimiento se refiere, no opera en absoluto en detrimento de la garantía básica de la duración razonable de aquél. Porque para el Derecho no resulta indiferente que “el ejercicio de potestades de fiscalización se verifique en procedimientos probadamente lentos (…)”. Y agrega: “tan reprochable jurídicamente es no actuar prerrogativas (asignadas al poder público) cuando es debido, como lo es ejercer los poderes conferidos en forma intempestiva”.
Luego de invocar las normas que imponen la necesidad de una duración razonable para el procedimiento (art. 8 del Pacto de San José de Costa Rica y art. 5 del Decreto N° 500/991), la discordia establece que corresponde al juzgador de turno ponderar los datos fácticos del caso concreto, para determinar si corresponde o no hacer lugar a la excepción a la aplicación de la regla establecida en el art. 94 del Código Tributario (el adeudo de los recargos por mora). Con palabras del Ministro discorde, toca al Juez “dentro de un margen de discrecionalidad, pero justificando su decisión en la ponderación de los datos fácticos emergentes del expediente (…), especificar la consecuencia jurídica del principio”. Se trata de una apreciación global de las circunstancias del caso, tendientes a despejar si las demoras sufridas resultaron o no justificadas.
Con amplia cita del estudio de Patritti Isasi (por entonces inédito), la discordia recuerda que
“la categorización de demoras imputables al Fisco, supone la valoración del accionar administrativo caracterizado por la desidia, liviandad y apatía del órgano público en sustanciar el procedimiento. Las causas del enlentecimiento no obedecen a la actuación de poderes de instrucción ex–art. 68 CT, (…), (sino que) el desinterés se visualiza cuando de las resultancias administrativas no se logran identificar los extremos fácticos motivantes de la detención del procedimiento administrativo tributario”.
A partir de ese marco teórico, y haciéndose eco de un valioso antecedente del propio Tribunal en materia disciplinaria –la Sentencia N° 507 del 14 octubre 2014 arriba glosada–, la discordia expone los factores a tomar en consideración, a saber, la complejidad del asunto, el comportamiento del interesado, y la manera en que el caso fue llevado por la autoridad administrativa.
En ese contexto, el Ministro discorde relevó algunas circunstancias fácticas que le resultaron particularmente significativas: (1) Tras la evacuación de la segunda vista, el expediente fue remitido a la repartición correspondiente recién al cabo de aproximadamente 10 meses. (2) Se confirió una vista a la actora para que comentara un “avalúo”, en una iniciativa que el discorde consideró “incomprensible” pues la “actuación carecía de utilidad practicaba y conformaba un exceso ritual manifiesto, desde que al conferirse la segunda vista (…) ya constaba tal avalúo en el expediente administrativo”. (3) El caso no revestía especial complejidad: porque “a juicio del Organismo Previsional, las actuaciones incorporadas por el contribuyente y los dichos de la trabajadora, conformaban un marco probatorio útil para el dictado del acto de determinación”. (4) Al momento de verificarse las dilaciones imputables a la Administración, “no existía diligencia probatoria pendiente (…).”
A partir de esas premisas, y sin desconocer que pudo mediar alguna falta de cooperación del propio interesado, la discordia concluyó que efectivamente hubo “dilaciones excesivas” y que las mismas fueron “exclusivamente imputables a la Administración”; las tardanzas y/o demoras constatadas carecieron –siempre a criterio del Ministro discorde– de una “justificación racional”.
En función de ese cúmulo de consideraciones, y tras dejar expresamente asentado que “debe variarse el criterio consignado por el Cuerpo en diversos pronunciamientos”, la discordia concluyó que el obrar administrativo se caracterizó por la “desidia, la liviandad y la apatía” del órgano público, y que en su mérito correspondía el acogimiento parcial de la causal de nulidad invocada.
Como el lector comprenderá, nuestra coincidencia es total. Pero más importante que eso, importa subrayar la revalorización de las circunstancias del caso, el aterrizaje de las nociones teóricas al caso concreto. La discordia fue más allá de la transcripción doctrinaria y del enunciado de principios generales, para aplicar todo ello en el caso concreto: escudriñó las peculiaridades de la especie, los tiempos que cada etapa había insumido, la razonabilidad (temporal) de cada una de ellas, y la pertinencia y necesariedad de cada una de las actuaciones.
Esto último es especialmente significativo. Porque como decíamos al comienzo, los particulares en ocasiones abusan del instituto –la duración excesiva del procedimiento–, sin identificar con precisión las razones del agracio. Vale decir, es menester demostrar, a la luz de las circunstancias del caso, por qué se entiende que esa extensión resulta irrazonable, o, lo que es lo mismo, a partir de qué momento la duración dejó de ser razonable. He aquí uno de los mayores aciertos de la discordia reseñada.
En síntesis: sin incurrir en arbitrariedad, el TCA dispone de latitud suficiente para evaluar esa razonabilidad caso a caso. Toca al Tribunal esclarecer el momento a partir del cual la duración ha resultado excesiva. Despejado ese corte en el tiempo, el Tribunal tiene potestades suficientes para anular de manera parcial el acto de determinación, y en su mérito inhibir a la Administración del cobro de aquellos recargos que correspondieren al período que se hubiere reputado excesivo.
La justificación de este capítulo en el marco de un estudio dedicado a la buena fe en el campo tributario, no requiere de mayores explicaciones. El nexo entre ambos institutos es inescindible. Al punto que la generalidad de los autores encuentran en la buena fe el sustrato de la regla del acto propio (o al menos uno de ellos), o bien identifican ésta como una proyección de la buena fe[239]. Según el apotegma acuñado por el Tribuna Civil 5º –más tarde recogido por nuestro máximo órgano judicial–, la regla del acto propio es una concreción del principio general de la buena fe, de raíz constitucional y de jerarquía supra–legal (arts. 7, 72 y 332 de la Constitución Nacional)[240].
Y es particularmente atinado convocar la regla del acto propio a la hora de considerar la jurisprudencia tributaria del TCA. Porque hasta donde nos consta, fue el TCA, al influjo de Reyes Terra y su estudio pionero sobre la buena fe del año 69’, el primer tribunal uruguayo que recogiera la regla del acto propio a texto expreso, aun antes de que la doctrina primero y la jurisprudencia (civil) después, la recogieran con singular generosidad hacia fines de la década de los 80´y principios de los 90’[241].
Hoy el venire es moneda corriente en el paisaje jurídico nacional –incluso en el seno del Derecho Tributario– al punto que con toda razón se ha hablado del éxito insólito que la doctrina ha alcanzado en nuestro medio[242].
Esa inusitada acogida no es casual y su explicación arroja un rayo de luz sobre el sentido de la figura. El auge del venire en nuestro medio es corolario natural de la implosión de la buena fe y su potencia expansiva que penetra y permea todo el orden jurídico. Pero, además, el venire está en la naturaleza de las cosas: es intuitivo y es de aplicación intuitiva. Nociones íntimamente vinculadas al venire, como el antecedente o el precedente, están ahí, en la vida de todos los días, y no requieren de explicación alguna. Giros tales como no quiero sentar precedentes, o borrar con el codo lo que se escribió con la mano, ilustran sobradamente el punto. Y ello tampoco es casual: las circunstancias que lo ambientan –la confianza depositada, la sorpresa, la contradicción–, tocan o hieren la sensibilidad jurídica. De ahí esa natural inclinación –rectius: reacción– a ver en cualquier tema, alguna implicancia desde el punto de vista del venire, y a procurar su aplicación indiscriminada (y por lo mismo equivocada).
Esas consideraciones a nuestro juicio explican el carácter residual que los autores reconocen en el venire[243]: al igual que la buena fe, el venire sólo se habrá de aplicar allí donde no haya norma expresa u otra figura o instituto jurídico que resuelva la situación con mayor especificidad. Aun cuando doctrina y jurisprudencia han ido decantando la caracterización de la regla para dotarla del necesario tecnicismo jurídico –propio de toda doctrina jurídica que se precie de tal–, su natural vocación expansiva impone esta solución. A lo cual corresponde agregar dos consideraciones adicionales. La primera: existen múltiples normas –especialmente procesales– que son expresión del venire, de manera tal que se impone la aplicación de la norma positiva antes que el principio[244]. La segunda: las normas de Derecho positivo, las reglas, están dotadas de un mayor grado de concreción y de especificidad, al punto que imponen una consecuencia o resultado expreso; mientras que el principio es por definición de alcance más amplio y al mismo tiempo más inespecífico[245]. El principio se concreta en la regla. Por lo mismo, allí donde hay regla expresa, es ésta la que debe prevalecer sobre el principio; caso contrario, la previsibilidad y la seguridad (que deben caracterizar todo orden jurídico) se verían irremediablemente asediadas[246].
La compulsa de la jurisprudencia tributaria del TCA muestra, ante todo, la amplia carta de ciudadanía que el venire ha merecido en la materia tributaria: TCA, Administración y particulares, la invocan una y otra vez, aun cuando más no sea para concluir en su inaplicación en el caso concreto[247]. Vale decir que las discrepancias giran en torno a los límites del venire en nuestra materia, no así respecto a la propia extensión del principio al ámbito tributario. Negar sin más la vigencia del venire en materia tributaria, creemos que sería tanto como negar la aplicación de la buena fe en el Derecho Tributario, temperamento éste que, hasta donde sabemos, jamás se ha sostenido.
Corresponde subrayar –en esta visión panorámica y preliminar– el amplio abuso (sobre todo de parte de los contribuyentes) a la hora de hacer valer la doctrina. Allí donde se identifica una suerte de contradicción, o aun de un proceder errático de la Administración, es casi automático el llamado al venire. Sin embargo, el intérprete debe mantenerse en estado de alerta permanente ante la tentación de ese exceso: no toda contradicción caracteriza el venire[248]; de hecho veremos que no es fácil identificar las situaciones en que el venire se aplica en toda su dimensión y con todas sus consecuencias. Tendencia ésta que –desde nuestro punto de vista– lejos de desvirtuar el instituto, contribuye a preservar su singularidad y su perfil propio. La mesura con que el Tribunal ha aplicado el instituto, lejos de exiliarlo, han contribuido a su adecuada configuración.
Al igual que sucede con tantos otros agravios, en la práctica forense es infrecuente una invocación rigurosamente técnica del venire (especialmente por parte de los particulares), con todos sus elementos configurativos. Por eso, y aun a riesgo de pecar por reiteración, vale recordar que el venire refiere –tal como lo mencionáramos en alguna oportunidad anterior– a la prohibición de alegar un derecho en contradicción con una conducta anteriormente asumida. Se tutela la coherencia del comportamiento, sancionando la conducta de aquel que contraría o traiciona la confianza que él mismo ha suscitado a través de una conducta anterior[249]. Por la misma razón, creemos que vale la pena también detenerse por un instante en las notas de esa conducta inicial, y en general en el conjunto de elementos caracterizantes del venire (muchas veces soslayados en esas invocaciones tan genéricas a las cuales hacíamos alusión). Aunque los matices difieren entre los autores, subrayamos:
(i) Una conducta o un comportamiento inicial, que debe ser válido, libérrimo, eficaz y de sentido inequívoco.
(ii) Esa conducta debe tener suficiente virtualidad como para generar un estado, fundamentalmente una creencia, una expectativa o una apariencia. No puede ser una conducta irrelevante.
(iii) Debe existir una segunda conducta o comportamiento, que contradiga claramente el primero: ésta es la esencia del venire, la contradicción. La contradicción frustra una confianza, una apariencia, una creencia, o bien se traduce en una clara incoherencia.
(iv) Debe existir una sucesión temporal entre una y otra conducta: no pueden ser actos simultáneos ni indisolubles. Pues no se genera confianza o apariencia alguna allí donde los actos son coetáneos y al mismo tiempo de signo contrario.
(v) Identidad de personas: esto es, las personas involucradas por el comportamiento inicial, deben ser las mismas que participan de la relación jurídica en el segundo momento presuntamente contradictorio con el primero. Por eso se habla de unidad de situación o relación jurídica: la contradicción debe verificarse en el marco de la misma relación.
El efecto de la regla es la desestimación de la pretensión contradictoria.[250]
Como el lector podrá inferir, serán pocas las situaciones en que esos elementos puedan todos ellos converger. Así por ejemplo, corresponde invocar atinadamente el venire (y en su virtud desconocer la pretensión del contradictor), cuando un contribuyente canaliza su actividad a través de dos sociedades, para luego pretender consolidar balances y hacer una única liquidación impositiva;[251] cuando dos personas físicas compran un inmueble a través de una sociedad de responsabilidad limitada, y luego pretenden liquidar tributos en cabeza de las personas físicas, desconociendo la personería jurídica[252]; o cuando un consultante que desarrolla actividad a través de dos sociedades anónimas, se presenta luego ante la Administración para postular que en verdad todas ellas configuran una unidad económica[253] [254].
Con todo, la reseña que sigue –centrada en aquellos casos en que el venire fue alegado a texto expreso por las partes o por el Tribunal–, muestra la mesura con que el Tribunal ha aplicado el venire. Y también de qué manera el Tribunal ha sabido poner el punto en la virtualidad del comportamiento inicial, y en la contradicción que hace al corazón del venire.
En Uruguay XXI, un contribuyente que canalizaba su actividad agropecuaria a través de una sociedad (en trámite de transferencia de domicilio al Uruguay), se agravió por la respuesta dada por la Administración a la consulta vinculante por aquélla formulada. El agravio fue fincado (entre otros) en que la respuesta de la DGI excluyó a la empresa actora de la exoneración –entonces prevista en el art. 16 de la Ley 17.345 (31 mayo 2001)–, en cuanto –según la postura adoptada por la Administración– la norma en cuestión admitía la exoneración de no residentes únicamente en la medida en estos fueran personas físicas.
Entre sus argumentos, la empresa actora invocó el venire: la limitación de la exoneración no se condecía, a criterio del accionante, con la publicidad institucional de Uruguay XXI, dedicada como se sabe a la promoción de inversiones.
Con todo acierto, el Tribunal sentenció que no se advertía conducta posterior alguna de la Administración incongruente con el obrar previo. En opinión del TCA,
“la conducta anterior –publicidad institucional del Ministerio de Relaciones Exteriores y del Instituto Uruguay XXI– es perfectamente conciliable, armonizable, con el obrar posterior del (…) Promocionar y fomentar inversiones no se opone a una postrera volición de la Administración que reconoce a la promotora no incluida en un beneficio fiscal. Porque la promoción implica fomento, favorecimiento; y (en cambio) la correcta intelección normativa en relación al ámbito tributario, de ninguna manera desconoce el alcance de la política pública de atracción de inversiones hacia nuestro país. Y por sobre todas las cosas, no existió en la especie un adelantamiento de criterio técnico sobre idéntica materia, que generara una expectativa plausible y razonable sobre la interpretación del orden jurídico que efectuara la Administración”[255].
La argumentación del Tribunal nos parece inatacable. Una promoción institucional por definición reviste un carácter amplio, general e indeterminado. No puede tener la virtud de generar un estado de confianza en la interpretación de las normas. Es inidónea para ser tenida como fuente válida a efectos de fincar en ella una decisión futura: nadie se embarca seriamente en un emprendimiento empresarial fundado exclusivamente en la publicidad de una institución promocional. Por lo demás, tampoco se verifica la identidad subjetiva que el venire reclama: esto es, el acto presuntamente contradictor –la Resolución administrativa que había dado respuesta a la consulta–, emanó de un organismo (la DGI) integrado a los cuadros del Ministerio de Economía y Finanzas (que pertenece a la órbita del Poder Ejecutivo); mientras que el comportamiento inicial –la promoción de Uruguay XXI–, había emanado de una persona pública no estatal, que como tal debe entenderse ajena a los cuadros de la Administración Central. No parece razonable comprometer a la Administración Tributaria a partir de manifestaciones de un órgano que le es completamente ajeno.
En el caso Cooperativa de Ahorro y Crédito, la Administración Tributaria, fundada en el principio de la realidad (inc. segundo del art. 6 CT), entendió que el accionante había abusado de la forma jurídica adoptada –una cooperativa de ahorro y crédito–, para acceder a las exoneraciones tributarias propias del tipo cooperativo, siendo que en rigor se trataba de una sociedad comercial que perseguía fines de lucro. A la hora de sustentar su defensa, el contribuyente hizo caudal de la regla del acto propio: si el estatuto ahora cuestionado había sido aprobado sin observaciones por el Registro Nacional de Comercio, la conducta de la DGI de desconsiderar el carácter cooperativo de la institución, supone una “vulneración abierta de la prohibición venire contra factum proprium”[256].
Con acierto, el Tribunal sostuvo que el acto emanado del Registro de Comercio –lo mismo que la aprobación previa de los estatutos por la Auditoría Interna de la Nación–, no vinculan a la Administración Tributaria. El Registro realiza un “control formal de los estatutos que se presentan para su aprobación”; del cual no puede inferirse “una suerte de carta blanca que permita legitimar cualquier irregularidad”. Con total lucidez, el Tribunal destacó que, de adoptarse la postura de la actora, la potestad de la Administración de prescindir de las formas en la interpretación de los hechos (art. 6 CT) se vería completamente desvirtuada:
“de seguirse el razonamiento de la actora, por la mera formalidad de haberse aprobado su creación u otorgado personería jurídica, el intérprete –en este caso el Órgano recaudador– no podría superar esa circunstancia aunque exista una manifiesta discordancia entre el fin querido y las formas adoptadas”.
Este temperamento resulta completamente compartible. Desde el punto de vista tributario, creemos que la aprobación o el registro de los estatutos (conforme corresponda), en la medida en que se ubican en un momento en el cual la persona jurídica ni siquiera ha comenzado a ejecutar actos propios de su giro, no son actos de la Administración susceptibles de generar confianza o apariencia alguna que pudiera –siempre en el campo tributario– amparar en el futuro una confianza digna de tutela. En ese sentido podría decirse que son neutros. Sobremanera cuando resultaría por demás discutible –una vez más–, endilgar a la Administración Tributaria una presunta contradicción cuando la conducta inicial emanó de organismos diversos. Por fin, nadie puede ampararse en su propia culpa. Menos aun en su mala fe. Esto es: nadie puede hacer valer el venire –que reconoce en la buena fe su sustrato– cuando en el punto de partida –y en la actuación posterior del contribuyente– hay una conducta abusiva del contribuyente, reñida con la buena fe, que pretende prevalerse de formas que no se adecuan a la realidad de su giro. Como se dice en Derecho Civil, el fraude todo lo corrompe.
Un caso interesante se presenta a propósito de los certificados de “estar al día” que normalmente expiden los organismos de recaudación tributaria. Especialmente cuando –como sucediera en el caso que habremos de ver– el tenor del propio certificado hace la salvedad que el documento
“no puede tener efecto liberatorio sobre las deudas que pudieran a favor del BPS, por reliquidaciones que se efectúen por el contribuyente o por la Administración. En caso de error u omisión en perjuicio del BPS, éste se reserva el derecho de reclamar al contribuyente el importe correspondiente”.
En temperamento que creemos compartible, el Tribunal estableció que “no es jurídicamente atendible relevar comportamientos contradictorios si la voluntad explícita del Estado no es inconciliable con el obrar previo”[257]. A lo cual cabría agregar que, en la medida en que el propio certificado hace las salvedades del caso, mal puede servir de sustento para abrigar confianza distinta a lo que el propio texto establece.
El caso es parangonable a los pagos que se hacen bajo protesto. En la medida que quien realiza el pago del tributo deja expresa constancia de que no implica reconocimiento de deuda ni allanamiento de la pretensión, compartimos el criterio del Tribunal en el sentido de que esos pagos son inidóneos para ambientas una expectativa fundada y legítima por parte de la Administración[258].
Una situación singular se dio a propósito de un contribuyente dedicado a la compraventa (trading) internacional de cueros (sin tránsito físico de estos por el territorio nacional). En su momento, el contribuyente –una sociedad anónima local– había comenzado a liquidar el impuesto a la renta corporativo (por entonces IRIC ––Impuesto a las Rentas de Industria y Comercio––, hoy Impuesto a la Renta de las Actividades Económicas, “IRAE”) al amparo de la Resolución No, 51/997 (20 marzo 1997). Esto es, había comenzado a considerar como base de cálculo (para la liquidación del impuesto a la renta corporativo) el 3% de la diferencia entre el precio de compra y el precio de venta de los cueros comercializados[259]. Hasta que en cierto momento la misma sociedad –al parecer convencida de que no debía verter impuesto a la renta alguno a las arcas del Estado–[260] dejó de hacerlo, por entender que el 100% de la renta era de fuente extranjera y como tal nada debía de abonar por concepto de IRIC.
En lo que importa a los efectos de nuestro análisis, la DGI esgrimió (entre otros) que la sociedad contribuyente debía liquidar IRIC en función de la Resolución (o sea: sobre el 3% arriba indicado), en mérito (entre otros) a que el contribuyente había reconocido la aplicación del régimen de la Resolución, motivo por el cual no podía luego desconocerlo. O sea, habiendo liquidado el tributo de acuerdo a lo establecido por la mencionada resolución, “no puede ahora desconocer lo abonado”.
Aun cuando el venire no fue invocado a texto expreso, creemos que las consecuencias del planteo de la Administración son la mismas: en la medida en que el contribuyente oportunamente se acogió al régimen de la Resolución y lo aplicó durante un tiempo, se pone en contra de sus propios actos (al plantear ahora que el 100% de la renta es de fuente extranjera y que por ende nada debe por concepto de impuesto a la renta). Y siendo éste un acto que contradice frontalmente el primero, no puede hacerse valer la pretensión ulterior.
La objeción fue descartada por el Tribunal. Entendiendo que las obligaciones tributarias de fuente legal, el error en que pueda haber incurrido el contribuyente pagando un tributo que en verdad no le correspondía, “no exonera a la Administración de examinar la situación y, de conformidad con la conclusión a que se arribe (…) devolver lo pagado”[261].
Entendemos que el temperamento de la Administración tiene su razón de ser. Hay una relación planteada entre dos sujetos, hay una conducta inicial (completamente libérrima), y hay un planteo posterior del mismo sujeto que pretende dejar sin efecto la postura inicialmente asumida.
Sin embargo, siendo el de la Resolución un régimen completamente opcional, creemos que el acogimiento inicial a sus disposiciones no inhibe que el contribuyente pueda luego pretender liquidar el tributo sobre otras bases. Esto es, tratándose de un régimen opcional, y siendo que la reglamentación no ha limitado –tal como sucede en otras situaciones– la potestad del contribuyente de migrar de un régimen a otro, creemos que el comportamiento inicial –la opción por el Régimen de la Resolución–, no puede ambientar confianza alguna. Nada en el ejercicio de aquella opción podía hacer presumir que el contribuyente en algún futuro no habría de pretender liquidar el tributo a partir de un esquema diferente y en su virtud abandonar los parámetros fictos de la Resolución. Por lo demás, siendo un régimen opcional, nos parece que la DGI carece de facultades para imponerlo: sólo al contribuyente toca la potestad exclusiva de acogerse o bien de apartarse de él. Y en tanto potestad del contribuyente, la Administración se encuentra en “situación claudicante” ante la opción del contribuyente: la DGI nada puede hacer aquella ante la opción del administrado, debiendo acatar el camino adoptado por el contribuyente[262].
Ciemsa, tantas veces citado más arriba, también orilló la regla del acto propio. Entre otros tantos temas, y a los efectos de la liquidación del IVA, la empresa contribuyente había asimilado al régimen de exportación (tasa cero) la venta de una secadora de arroz que importó y a la que le incorporó un horno de material. En virtud de tal modificación, el contribuyente entendió que el bien que enajenaba era distinto al previamente importado, motivo por el cual –sostuvo– su venta podía y debía beneficiarse del régimen de tasa cero. Para robustecer su planteo, el accionante alegó que la DGI había admitido en consultas que “bienes que tienen un uso dual pueden beneficiarse del régimen de tasa cero”, pueden calificarse como máquinas agrícolas cuando son adquiridas por establecimientos agropecuarios o bien están afectadas a la producción de bienes primarios. Criterio éste que fuera sustentado por la Administración en la Consulta N° 4. 296.en la medida en que fueren tal como ocurre con las bombas sumergibles de riego.
En este punto el Tribunal no le dio la razón. Fincando la cuestión en la eficacia (para los terceros no consultantes) de las respuestas publicadas por la DGI, el Tribunal reconoció el carácter controversial de la cuestión. Luego de recordar la fundada opinión (contraria a esa eficacia o efecto vinculante) sustentada por Serrana Delgado, el Tribunal subrayó que la consulta invocada por los actores constituía una consulta aislada; esto es, no había en rigor un criterio monolítico y consolidado de la DGI que pudiera permitir la aplicación de la regla del acto propio en todas sus consecuencias.
Suscribimos la conclusión del Tribunal en todos sus términos. Hoy pensamos que la cuestión debe ser situada en el campo de la doctrina del precedente, pues el venire es una técnica que opera dentro de una misma relación jurídica. El precedente en cambio, refiere a relaciones jurídicas distintas, que involucra un caso anterior, una relación jurídica precedente (y como tal diversa), y en las cuales, a diferencia de lo que sucede en materia de actos propios, quien alega el precedente no suele ser la misma persona con respecto a la cual dicho precedente se produjo[263].
Ubicada la cuestión en su verdadero ámbito, creemos que las objeciones en punto al principio de legalidad deben ser relativizadas. No por un menoscabo o retaceo en la aplicación del principio –cuya centralidad en el Derecho tributario no se pone en tela de juicio–, sino precisamente porque, en atención a ese mismo principio, es de la esencia de la doctrina del precedente la legalidad del precedente: el precedente no cabe invocarse cuando es ilegal, porque “una ilegalidad no justifica una cadena de ilegalidades, ni el ordenamiento puede amparar que se perpetúen situaciones antijurídicas”[264]. Creemos que Ciemsa no plantea el supuesto de un precedente ilegal, sino de un precedente que por su carácter aislado, por las circunstancias en que se verifica, por la materia sobre la cual versaba, y sobre todo por no haber sido sucedido por otros dictámenes similares, no podía tener la aptitud de inhibir los efectos naturales de la potestad de la Administración de cambiar su criterio o su punto de vista. El precedente invocado no podía generar confianza alguna entre los contribuyentes[265].
Una situación sutil se planteó ante una consulta formulada por un conjunto de prácticos de navegación. Aquí fue la Administración quien nuevamente trajo a colación la doctrina. Los prácticos habían consultado a la DGI si su actividad de practicaje caracterizaba una relación de independencia y en su mérito si quedaban excluidos de la retención de IRPF por los rendimientos de trabajo. Su criterio no fue acogido por la Administración y el caso fue llevado a los estrados del TCA. A la hora de contestar la demanda de nulidad, la Administración recordó que unos 25 años atrás, a propósito de un cambio en la legislación, los prácticos habían consultado si caracterizaban o no una relación de dependencia. En aquella ocasión, la DGI había concluido que su actividad se desempeñaba en régimen de dependencia y que por ende quedaban excluidos del IVA; y especialmente, los propios prácticos habían sustentado que su actividad se desarrollaba con autonomía técnica, pero en relación de dependencia. En ese marco la DGI sacó a relucir el venire –en el contexto de la acción de nulidad ventilada años después–: “la postura de los consultantes resulta inaceptable en tanto se constituye en una violación de los principios de buena fe y seguridad jurídica (…) por imperio de la teoría de los actos propios, surge una relación jurídica que no puede ser destruida por actos posteriores”[266].
Sin desconocer la opinabilidad de la cuestión, creemos que la invocación del venire no debe prosperar.
Naturalmente debemos partir de la premisa que los prácticos que en los años 80’ formularon el primer planteo, son los mismos que vuelven a presentarse décadas más tarde a propósito de la reforma tributaria que implantara el IRPF. A partir de ese punto de partida, creemos que los prácticos no pretendían revisar lo actuado para atrás, sino precisamente hacia adelante: ante un nuevo escenario legal, cambian de frente y tuercen el rumbo de su argumentación con miras a beneficiarse, de ahí en más, de un tratamiento diverso. Si esto es así, no vemos impedimento en que el contribuyente pueda pretender revisar –hacia adelante– el criterio hasta entonces sustentado. Máxime cuando en el caso ya existía una antigua sentencia del propio Tribunal (de 1968) y cuando diversas normas reglamentarias posteriores se inclinaron por el criterio que ahora los prácticos invocaban. Circunstancias éstas que –desde nuestro punto de vista– difícilmente podían caracterizar la apariencia o generar el estado que el venire aspira tutelar.
Por fin, quizás Caribeño, citado en otras partes de este escrito, acaso sea la especie más singular: por la riqueza de sus matices, por las peculiaridades de sus circunstancias, y por la enjundia con que el tema fuera tratado.
En el contexto de la crisis de los años 2001–2002 y de lo que el propio Tribunal llamó “la dramática situación vivida por la economía uruguaya durante la crisis económico–financiera que afectó al país en el entorno del año 2002”, el Estado sancionó una ley y un par de decretos que consagraron un régimen especialísimo de facilidades de pago, con remisión de multas y recargos, sin perjuicio de la natural actualización de la obligación principal por IPC.
En esa coyuntura, y en circunstancias un tanto “heterodoxas” al decir del Tribunal, contribuyente y Administración celebraron un convenio de facilidades. Con una peculiaridad: su texto omitió incluir toda referencia a la actualización de los importes por IPC. Vale decir, el importe a ser abonado en cuotas excluía no sólo la incidencia de las multas y recargos, sino también toda actualización o intereses (tal como lo imponían los decretos reglamentarios que disciplinaban el tema).
El contribuyente cumplió el convenio a pie juntillas y satisfizo todas las obligaciones en él previstas.
Excepto que, en cierto momento, la Administración, advertida de la irregularidad, promovió una inspección, y reliquidó las obligaciones del contribuyente, considerando la incidencia de las multas y recargos oportunamente omitidos.
El contribuyente hizo valer la regla del acto propio: si la Administración suscribió el acuerdo y le indujo en la creencia que con ello su deuda quedaba saldada, la Administración quedaba inhibida de ir en contra de sus propios actos. El contribuyente alegó que firmó y pagó en el convencimiento que eso era todo lo que debía: “durante un largo período la Administración generó la confianza de que no reclamaría el reajuste por IPC”, para venir luego sobre sus pasos y reclamar el crédito. En síntesis: hay un acuerdo firmado, y ese acuerdo debe cumplirse.
La DGI alegó que no correspondía convocar al venire cuando había una norma expresa que no solamente habilitaba a la DGI a revisar el acto inicial, sino que le imponía ajustar su conducta a Derecho. En palabras de la Administración, no corresponde aplicar el venire contra la legalidad, cuando el acto inicial es contra legem. El acto inicial es un acto viciado.
Dijo el Tribunal en la ocasión:
“Existe una regla de derecho absolutamente inequívoca que imponía a la Administración el deber de actualizar por IPC (…) La no aplicación de lo que disponen las reglas de derecho no puede soslayarse invocando ´actos propios´ ´derechos adquiridos´, máxime en un asunto tributario, presidido por el principio de legalidad (…) La aplicación de la teoría del acto propio no puede valer para justificar apartamientos de la normativa (…). La teoría del acto propio no resulta de aplicación cuando, como sucede en la emergencia, hay una regla de derecho positivo que resuelve el caso. Además, la teoría del acto propio no puede invocarse para hacer pervivir un antecedente contrario a Derecho. La Administración no puede quedar vinculada por un precedente contra legem”.
Nosotros compartimos la conclusión del Tribunal (y la tesis de la DGI), que como se comprenderá le dio la razón a la Administración. Excepto que mientras el Tribunal desemboca en el fallo tras una meditada y profunda reflexión en punto al conflicto entre principios y reglas, nosotros creemos que otros caminos –a nuestro juicio más naturales– pueden igualmente conducir al mismo destino, sin necesidad de sacrificar un principio en pos de la aplicación de una regla, tal como lo preconizara el Tribunal en su doctrina (Si bien compartimos –valga aclararlo– la primacía de la regla sobre el principio en la dilucidación del caso)[267].
Vaya por delante que a nuestro juicio la cuestión convoca –más que al venire– el aforismo pacta sunt servanda: los pactos deben cumplirse. Si se comparte que un convenio de facilidades de pago es, ontológicamente, un contrato –en cuanto implica un acuerdo de voluntades que genera obligaciones–,[268] ha de quedar sujeto al régimen jurídico de estos. Si esta premisa es admitida, creemos que Caribeño involucra, lisa y llanamente, un contrato que resulta nulo en virtud de la ilicitud de su objeto[269]. Por tanto, su anulación se impone[270]. Y si es así, siendo el venire de aplicación residual, no hay necesidad de acudir a la regla. Por eso la advertencia vuelve a ser oportuna: no corresponde invocar el venire cuando otros institutos pueden resultan aplicables sin violencia.
Aun si nos ubicamos en la perspectiva del venire, creemos que la regla del acto propio en ningún caso podría haber servido de sustento a la postura del contribuyente. En primer lugar, porque la conducta inicial que sustenta el venire, debe ser lícita, arreglada a derecho[271]. Como dijéramos más atrás a propósito de Ciemsa (citando a Diez–Picaso), una ilegalidad no justifica una cadena de ilegalidades[272]. En segundo lugar, el venire –por su propio fundamento– sólo puede prosperar en el marco de una actuación de buena fe: quien no actúa de buena fe, no puede servirse del venire, pues el venire, por su propia razón de ser (la buena fe) no puede amparar a quienes no actúen de buena fe. Las peculiaridades del caso permiten al menos ambientar la duda a este respecto. Y en tercer lugar, y corolario de las consideraciones precedentes, allí donde la ilegitimidad del acto es manifiesta o notoria, hay culpa grave que excluye la protección de la confianza[273].
Con buenas razones el lector podrá cuestionar la inclusión de este capítulo en un estudio dedicado a la buena fe objetiva. Particularmente porque –tal como se estableciera al comienzo que nuestro análisis– nuestro estudio ha quedado restringido al ámbito del Derecho Tributario Formal y Procesal, al tiempo que expresamente se ha excluido el Derecho Infraccional y Sancionatorio. Dicho eso, hemos creído que una reseña de la buena fe tributaria, por sintética y panorámica que fuere, no podría omitir, aunque más no sea una breve mención a la defraudación tributaria, una de las patologías más salientes de todo el Derecho tributario, ubicada en el extremo opuesto de la buena fe. Hay también (y muy en particular) otra razón: es precisamente en la buena fe, donde un sector importante de la literatura ha fincado la caracterización del fraude a la ley fiscal. Un autor brasilero ha planteado la cuestión con singular claridad: en un Estado democrático de Derecho, “¿es la cláusula general de la buena fe un límite jurídico posible para distinguir entre planificaciones tributarias lícitas e ilícitas?”[275].
El fraude se ubica en las antípodas de la buena fe: estamos en el ámbito de la mala fe, uno de los escenarios en que con mayor nitidez se visualiza la transgresión de la buena fe: mucho más que un comportamiento omiso, poco escrupuloso, indolente o indiferente, hay una conducta del involucrado que, con conciencia y voluntad, se dirige a perjudicar el derecho del Fisco a la percepción de los tributos que le corresponden[276]. Es la total ausencia de buena fe que el Derecho precisamente busca reprimir.
En la literatura brasileña, se ha dicho que el principio de la buena fe es un instrumento útil para la ponderación y comprensión de los casos de fraude fiscal, siendo el principal elemento identificador de comportamientos desleales tipificados como infracciones[277].
La jurisprudencia del Tribunal de la última década, ha ubicado la cuestión con toda lucidez.
La lista de sentencias sería por demás fatigosa. Nos detendremos en algunos de los casos que presentan la mayor agudeza técnica.
En Calachi, tantas veces citado (256/013), el Tribunal finamente discriminó el uso abusivo de las formas jurídicas, según que las mismas tuvieran o no un propósito de negocios que las sustente.
Ammer tuvo la virtud de tratar con claridad uno de los temas más difíciles de todo el Derecho Tributario, que es justamente la fina línea divisoria entre la elusión y la evasión impositiva. El caso concreto involucraba una empresa –pretendidamente usuaria de zona franca– que vendía bebidas y alimentos en zona franca y free shops. En zona franca mantenía un depósito y realizaba la entrega de las mercaderías. Fuera de zona franca, un vendedor visitaba clientes, una administrativa se encargaba de la facturación, y se concretaban las ventas.
El Tribunal situó la cuestión en sus justos términos, el abuso de las formas, y en su virtud procuró despejar cuándo el uso legítimo de las formas deviene abusivo. Siguiendo esa dirección, el Tribunal estableció un standard inatacable: el punto a dilucidar gira en torno a la siguiente interrogante, a saber, “si la sociedad usuaria tiene sustancia detrás (…), o si por el contrario es una mera pantalla para dejar allí las utilidades que se obtienen por actividades realizadas sustancialmente fuera del exclave”[278].
Esta última fue precisamente la conclusión del Tribunal. En opinión del TCA, siendo la venta de productos el giro del negocio, “lo central es la promoción y concreción de contratos, la venta y cobranza de mercaderías, la administración y su contabilidad. Ese es el corazón del negocio”. De modo que si ese corazón se despliega fuera de zona franca, la actividad debe –forzosamente– tenerse por asentada fuera de zona franca y por tanto alcanzada por IRAE[279].
Temperamento similar habría de adoptar el Tribunal algunos meses más tarde. En la especie, la Administración sustentaba –en líneas generales– que el particular se valía de una sociedad usuaria de zonas francas a los solos efectos (o al menos a los efectos principales) de obtener una ventaja fiscal indebida, para “dejar” la renta “en cabeza” de la sociedad usuaria de zona franca y en su mérito abatir la carga tributaria de manera indebida. El TCA le dio la razón al contribuyente y concluyó en línea con lo que se viene de expresar:
“no es posible concluir que [la sociedad] carezca de sustancia y, en consecuencia, de real operativa; razón por la cual la recalificación que hace la DGI –que asume como premisa que la usuaria es una suerte de empresa ´de papel´– no está jurídicamente justificada”[280].
Creemos que no es desatinada la relación de estas sentencias bajo la óptica de la buena fe. Si admitimos, con Tipke[281], que la economía de tributos consciente y planificada sería una modalidad legal de resistencia fiscal, compatible con los valores morales y admitida probablemente en todos los Estados democráticos de Derecho que respetan la libertad, esa modalidad ha de reconocer un límite en el uso abusivo del formalismo jurídico, en la creación de figuras jurídicas cuyo único propósito es el de mitigar la carga fiscal[282]. Y a la hora de trazar ese límite siempre sutil entre el uso legítimo de las formas y su abuso, la buena fe se erige en un faro orientador de primer orden[283]. Precisamente porque ésa es una de las funciones primordiales de la buena fe: servir de límite al ejercicio de los derechos[284].
[1] Sentencia N° 382/011, en RT N° 231, 2012, pág. 1031.
[2] Así lo ha dicho en Caribeño, 628, 13 noviembre 2014.
[3] Teoría del Acto Propio Redimensionada – Análisis Jurisprudencial, en ADCU, XL, 2010, pág.936. Cfe.: Flávio Neto, Segurança Jurídica, Proteçao da Confiança, Boa Fé e Proibiçao de Comportmentos Contraditórios no Direito Tributário (Nemo Potest Venire contra Factum Proprium), en Revista de Direito Tributário Atual, N° 36, 2016, pág. 228.
[4] Cfe.: Kugler y Nakayama, Da Aplicaçao da Boa Fé Objetiva em Questoes Tributárias, en Revista Tributária e de Finanças Públicas, N° 105, 2012, pág. 363.
[5] El pensamento corresponde a Caio Mário da Silva Pereira, citado por Kugler y Nakayama, Da Aplicaçao da Boa Fé Objetiva em Questoes Tributárias, cit., pág. 346.
[6] Couture decía que la jurisprudencia la hacen los abogados. Porque detrás de cada sentencia de relieve, se suelen esconder sólidos escritos forenses que esbozan los desarrollos de los cuales el Juez luego se habrá de hacer eco. La buena fe quizás sea la excepción que confirme la regla: porque aquí el rol de la jurisprudencia –especialmente la del Tribunal– ha sido fecundo, tal como suele ser la pauta en la experiencia comparada.
[7] Buena Fe Contractual, 1ª ed., 2011, pág. 16.
[8] Cfe: F. Rubinstein, Boa Fe Objetiva no Direito Financeiro e Tributário, San Pablo, 2010, pág. 47. En su conocido prólogo a la traducción española de la obra de Franz Wieacker, Diez–Picaso refiere a un "standard o modelo ideal de conducta social. Aquella conducta social que se considera como paradigmática" (El Principio General de la Buena Fe, Madrid, 1982, págs. 12 y 13).
[9] La expresión pertenece a Heleno Taveira Tavares, Boa–Fé e Confiança sao Elementares no Direito Tributário, en Autores Varios, Consultor Tributário, 2015, pág. 224.
[10] La íntima conexión de la buena fe con las circunstancias del caso concreto es también subrayada en el Derecho norteamericano (donde la buena fe no tiene el alcance de que goza en nuestro medio): véase Sepinuk, The Various Standards for the “Good Faith” of a Purchaser, en The Business Lawyer, vol. 73, 2018, págs. 583 y 584.
[11] Cfe.: J. Gamarra, cit., pág. 16.
[12] J.M. Dobson, El Abuso de la Personalidad Jurídica (En el Derecho Privado), 1985, Buenos Aires, pág. 276.
[13] Esta última expresión corresponde a Jorge Gamarra, Tratado, XVIII, 1ª ed., 1977, pág. 247.
[14] La cuestión es de singular actualidad: al tiempo de estas líneas, en Francia se debate un proyecto legislativo conforme el cual el error del contribuyente se presume de buena fe. Más información sobre el punto puede encontrarse en las siguientes fuentes: https://www.romandie.com/ news/Fiscalite–referen t–unique–les –principaux –points–du–proje t–de–loi–droit– a–l–erreur/866 999.rom; https://www.afp.co m/fr/infos/258/fisca lite–referent–unique –les–principaux –points–du–pro jet–de–loi–droi t–lerreur–doc–u m9kf3; y http://www.su douest.fr/201 7/07/24/avec–le –droit–a–l –erreur–admin istrative–la–bonn e–foi–sera–presume e–3642205 –710.php. Justo es decir que en la legislación española esa presunción fue incorporada a la Carta de Derechos del Contribuyente de 1998, Ley N° 1/1998.
[15] Existen enfoques sobre el tema que no han esquivado la faena. Quizás el ejemplo más saliente corresponda a la notable monografía de la española Amelia González Méndez, Buena Fe y Derecho Tributario (Madrid, 2001), de cita recurrente en la literatura comparada.
[16] J. Gamarra, Tratado, cit., pág. 247.
[17] Cfe.: Flavio Neto, cit., pág. 227; Perez Tavares, Segurança Jurídica e Autuaçao Fiscal: A Relevancia da Boa Fe do Contribuinte diante dos Fatores de Insegurança Jurídica do Sistema Tributário Nacional, en Revista Tributária de Finanças Públicas, v. 24, n. 129, 2016, pág. 321.
[18] Ciertamente el Tribunal no ha dejado –tampoco– de incursionar en este terreno. Entre las sentencias recientes que abordaran el error como eximente de responsabilidad, subrayamos Santín (818, 6 noviembre 2015).
[19] Por eso Luís Diez–Picaso ha podido escribir que la utilización de la idea de buena fe no puede significar la apertura de un portillo por donde se haga posible un “proceso de intenciones” (Prólogo cit., pág. 16).
[20] Cfe. Buchan y Gumasekara, Administrative Law Parallels with Private Law Concepts: Unconscionable Conduct, Good Faith and Fairness in Franchise Relationships, en 36 Adelaide Law Review, 2015, pág. 575.
[21] De manera gráfica, Germán Bidart Campos escribe que el principio de la buena fe traslada su aplicación operativa a todos los intersticios del mundo jurídico: Una Mirada Constitucional al Principio de la Buena Fe, Tratado de la Buena Fe en el Derecho, vol. I, Buenos Aires, 2004, pág. 50.
[22] J. Gamarra, Imprevisión y Equivalencia Contractual, 2006, pág.16. Y más recientemente, Triunfo del Neoconstitucionalismo en la Jurisprudencia, DJC, V, 2017, pág. 87. En Brasil, Heleno Taveira Torres escribe que debe necesariamente evitarse el riesgo del “justicialismo” o del “activismo judicial” (cit., pág. 231).
[23] En España, Amelia González Méndez ha escrito que la relación que vincula a los obligados a la satisfacción de las prestaciones derivadas de los tributos, se puede describir como una “larga y continuada colaboración” (cit., pág. 164). En la doctrina alemana de Tipke y Lang insisten en el “carácter continuado y duradero de la relación entre la Administración y el obligado tributario, lo que fundamenta un comportamiento consecuente y de buena fe” (citados. Por Amelia González Méndez, cit., pág. 166 nota 61).
[24] Cfe.: J. Gamarra, Tratado, XVIII, cit., pág. 246.
[25] Cfe.: A. González Méndez, cit., pág. 139.
[26] Algo de esto decía Van Rompaey en la entrevista recogida en la Tribuna del Abogado del año 2013.
[27] Cfe.: J.M. Dobson, cit., pág. 285.
[28] Cfe.: Ídem, pág.
[29] La referencia corresponde a Kornprobst, La Notion de Bonne Foi. Application au Droit Fiscal Français, 1980 (citado por Amelia González, pág. 167). En el pensamiento del autor francés, el segundo mal principal del Derecho Tributario, es el fraude fiscal.
[30] Cfe. A. González Méndez, cit., pág. 175.
[31] Cfe.: Abreu Machado Derzi., cit., pág. 280.
[32] Cfe.: Shaw, Inconstitucionalidad de la Suspensión del Certificado Único de la DGI por Medidas Cautelares, en RT N° 200, 2007, pág. 668 (y también del mismo autor: El Modelo de Código Tributario para América Latina y las Garantías de los Procedimientos, en RT N° 216, 2010, págs. 443 y 444).
[33] Sentencia de la SCJ N° 55/008 (4 abril 2008), en RT N° 210, 2009, págs.457 y ss.
[34] En Brasil, Sack Rodrigues ha escrito que “no sería de buena fe que la Administración recaudase todos los impuestos posibles a través de cualquier tipo de medio” en Revista Brasileira de Direito Tributário e Finanças Públicas, N° 2, 2007, pág. 63.
[35] Estos conceptos no han sido completamente ajenos a la jurisprudencia del Tribunal. En Amado Amado, el Tribunal condenó la práctica del BPS de pretender la regularización de deudas tributarias prescriptas a través de la firma de convenios de pago o mediante la obtención del consentimiento del interesado para que los adeudos se debiten de su futura jubilación (339, 14 junio 2016).
[36] En la literatura comparada, Elio Casetta, de la Universidad de Torino, aboga por la extensión del principio de la buena fe a la función legislativa: Buona Fede e Diritto Amministrativo, en Il Ruolo della Buona Fede Oggettiva Nell’Esperienza Giuridica Storica e Contemporanea (L. Garofalo ed.), vol. I, 2003, pág. 387.
[37] Ya casi concluido este trabajo, el art. 3 de la Ley N° 19.631 (22 junio 2018) derogó el art. 463 de la Ley N° 17.030.
[38] La cita corresponde a Flávio Rubinstein, cit., pág. 67.
[39] En meditado estudio, Fernando Barrios ha escrito que “el tema presenta –cada vez más– componentes de una incipiente y nueva “moralidad tributaria”, que si bien pueda aparecer –en última instancia– como loable y hasta compartible en las bases de su discurso, resulta peligrosa cuando a través de su tamiz se pretende subvertir la aplicación de las normas y principios jurídicos” (La Protección de los Derechos de los Contribuyentes en el Proceso de Intercambio de Información en Materia Tributaria., El Panorama en Uruguay, en RT N° 262, 2018, pág. 194). No es posible pasar por alto el esfuerzo del autor a la hora de recopilar ciertas informaciones que sirvieron de base a su estudio: según sus propias expresiones, accedió a ellas a través de una acción de acceso a la información pública (pág. 163).
[40] Véase por todos: C. Delpiazzo, Derecho Administrativo General, vol. 1, 1ª ed., 2011, págs. 324 y ss.
[41] Discurso de agradecimiento en ocasión de la dispensa del título de Profesor Emérito de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Pablo, 2 Abril 2018 (www.arcadas.org..br).
[42] Así en Gottesman, 658, 23 agosto 2011 (con cita de Prieto Sanchís).
[43] Por su amplitud, y si bien no es completamente ajeno a nuestro estudio, no ingresaremos en el debate sobre los principios éticos que deben informar la legislación tributaria (teoría de la causa, principio de la capacidad contributiva, el impuesto justo, etc.) y la moralidad del contribuyente, debate éste que ha acompañado al Derecho Tributario desde su propio nacimiento y que, en tiempos más recientes, pareciera haber cobrado nuevos bríos. Véase por todos la erudita monografía de Jorge Coelho Bascan, Derecho Tributario y Ética, Buenos Aires, 2010.
[44] Obra y lugar citados.
[45] En la doctrina suiza, Danielle Yersin expresa que la influencia de la buena fe en el Derecho Fiscal debe ser limitada, sobre todo cuando la buena fe entra en colisión con el principio de legalidad (Commentaire Romand – Impot Fédéral Direct, Basilea, 2007, cit., n. 77, pág. 38).
[46] Cfe.: R. Valdés Costa, Instituciones, cit., pág. 14.
[47] Cit., pág. 123, 116 y 117.
[48] La transcripción corresponde a Valdés, que cita a Kelsen (cit., pág. 116).
[49] Cfe. R. Valdes Costa, El Derecho Tributario como Rama Jurídica Autónoma y sus Relaciones con la Teoría General del Derecho y las Demás Ramas Jurídicas, 1985. Poco después el aforismo seria recogido en las conclusiones. del recordado simposio latinoamericano que tuviera lugar en Montevideo, en 1986 (El Principio de Legalidad en el Derecho Tributario, 1986, publicación de la Facultad de Derecho de la Universidad de la Republica).
[50] Algunos han llegado bastante cerca. Entre ellos se cuenta el Profesor brasilero Flávio Neto, pág.230.
[51] Abreu Machado Derzi, Buena Fe en el Derecho Tributario, en P. Pistone y H. Taveira Tavares (coords.), en Estudios de Derecho Tributario Constitucional e Internacional, Buenos Aires, 2005, págs. 278 y 279.
[52] Las tensiones entre la protección de la confianza (y la buena fe que aquélla sustenta) y el principio de legalidad, son tan antiguas como el conflicto entre Derecho y Justicia que Couture convocaba en sus Mandamientos. Más ampliamente: Real, Extinción del Acto Administrativo Creador de Derechos, en Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Nos. 1–2, 1960, págs. 71 y ss. En Italia: Airoldi, La Lunga Marcia della Buona Fede e del Legitimo Affidamento dal Sistema Privatistiuco a quello Tributario, en Diritto e Pratica Tributaria, 2003, pág. 831 nota 120.
[53] Sentencia 831, 18 diciembre 2012.
[54] Cfe. Tedesco Wedy, cit., pág. 328.
[55] Kugler y Nakayama, cits., págs. 354 y 355. Los autores dan un paso más y refieren a un nuevo paradigma del Derecho Tributario. Un nuevo paradigma en el cual el centro del Derecho Tributario ya no sea el Fisco, sino el ciudadano; y en el cual el acto de recaudación pase a ser, también, un acto de justicia (págs. citadas).
[56] Ferreira Rubio recuerda que los principios generales son una de las formas de manifestación de los valores; en el camino hacia la concreción técnica –escribe–, los principios generales serían algo así como la primera envoltura externa de los valores (D.M. Ferreira Rubio, La Buena Fe El Principio General en el Derecho Civil, Madrid, 1984, pág. 122).
[57] K. Larenz, Derecho Justo. Fundamentos de Ética Jurídica, 1ª ed., Madrid, 1985, págs. 97 y 98 (trad. de L. Diez–Picaso).
[58] Cfe.: J. Gamarra, cit., pág. 14.
[59] Gamarra, Teoría del Acto Propio Redimensionada, en ADCU XL, 2010, pág. 935.
[60] Gamarra enseña que son siempre los Jueces los que realizan la concreción de la moral (…) pero ni los Jueces ni la doctrina quedan conformes con ello y por ello buscan un marco que sea menos amplio e indeterminado (Buena Fe Contractual, cit., pág. 29).
[61] Cfe.: A. Gonzalez Mendez, Buena Fe y Derecho Tributario, Madrid, 2001, págs. 149 y ss.
[62] Un ejemplo permitirá ilustrar el punto. Supóngase el caso de un contribuyente que a la hora de pagar un impuesto por una cuantía varias veces millonaria, omite pagar (el importe total) la suma de $ 1. Creemos que si no apelamos al principio de la buena fe –en alguna o algunas de sus manifestaciones: en especial, la razonabilidad–, no será posible alcanzar la solución justa al caso concreto (y en su mérito será menester tipificar la infracción de mora con la correspondiente multa y recargos. Solución que a nuestro juicio luce injusta). Ejemplos similares son convocados por Amelia González Méndez en su enjundiosa monografía (cit., pág. 175).
[63] Reflexiones sobre Los Principios Generales de Derecho, en ADCU XXX, 2000, pág. 731. Una reflexión similar puede encontrarse en el pensamiento de Heleno Taveira Tavares en Brasil, en el ámbito propiamente tributario: “la confianza funcional asume el papel de promover la justicia en situaciones concretas en las cuales ni la legalidad ni la previsibilidad del ordenamiento han sido capaces de garantizarla” (cit., pág. 227).
[64] Cit., pág. 730.
[65] Se trata de una función análoga –si se nos permite el símil– a la que cumple la causa simulandi en materia de simulación en el Derecho civil. Enseña nuestro máximo civilista que la simulación es el móvil que explica por qué razón se recurre al procedimiento simulatorio: es un “eficaz punto de partida para ordenar la prueba indiciaria de la simulación en torno a un núcleo central que explique el motivo que tuvieron los simulantes para recurrir a la ficción” (J. Gamarra, Tratado, XIII, 3ª ed., 1979, págs. 52 y 53). En materia de buena fe tributaria, serán la punta de la madeja que nos permitirá explicar el conjunto de conductas que se han desplegado en contravención con el principio de la buena fe.
[66] RT N° 251, 2016, págs. 313 y ss.
[67] Cfe.: Durán Martínez, El Precedente Administrativo, en Revista de Derecho (Universidad Católica del Uruguay), N° 5, 2010, pág. 73.
[68] RT N° 242, 2014, págs. 900 y ss.
[69] Cfe.: L. Iglesias Merrone, El Principio de la Buena Fe en el Derecho del Trabajo, 2017, pág. 31.
[70] A. González Méndez, cit., pág. 149.
[71] Cfe.: A. González Méndez, cit. pág.163; D. Yersin, cit., n. 75, pág. 37.
[72] Cfe.: A. González Méndez, cit., pág. 163; H. Mairal, La Doctrina …
[73] Cfe.: Tedesco Wedy, O Principio da Boa Fé Objetiva no Direito Tributário, en Interesse Público, vol. 9, N° 43, 2007, pág. 326.
[74] Cfe.: Sack Rodrigues, O Principio da Boa–Fé no Direito Tributário, en Revista Brasileira de Direito Tributário, N° 2, 2007, pág. 61.
[75] Cfe.: J. Gamarra, cit., págs. 177 y ss.
[76] Cfe.: A. Gozález Méndez, cit., pág. 52, y págs. 149 y ss.
[77] Véase J.P. Cajarville Peluffo, Sobre Derecho Administrativo, II, 1ª ed., 2007, págs. 250–252 (ampliamente citado en la jurisprudencia del Tribunal).
[78] Dice el art. 7 del Decreto 500: “Los vicios de forma de los actos de procedimientos no causan nulidad si cumplen con el fin que los determina y si no se hubieren disminuido las garantías del proceso o provocado indefensión”.
[79] Nada muy distinto sucede en el Derecho Civil: no todo apartamiento del contrato se erige en un incumplimiento que habilite su rescisión, sino aquel que revista la nota de gravedad, seriedad, trascendencia (J. Gamarra, Tratado, XVII, págs. 166 a 168).
[80] De hecho, se le vincula y se le menciona reiteradamente como un principio fundamental en el combate contra la corrupción. Tal es el caso de Ferreira Rubio, que trae a colación el informe de la Comisión Nolan en Gran Bretaña, aprobado por el Parlamento británico el 16 mayo 1995. El denominado Report Nolan formuló siete principios de la vida pública, a partir de los cuales propuso que se derivaran y formularan explícitamente reglas concretas de conducta. Entre esos principios se alude a la transparencia en los términos que siguen: “Los funcionarios públicos deben ser lo más transparentes posible acerca de todas sus decisiones y acciones. Deben dar fundamento de sus decisiones y restringir la información sólo cuando así lo demande un interés público superior” (Ferreira Rubio, Buena Fe y Ética Pública, en Tratado, I, cit., pág. 70).
[81] Cfe.: Lobo Torres, O Principio da Transparencia no Direito Financeiro, en Revista de Direito da Associacao dos Procuradores do Novo Estado de Rio de Janeiro, N° 8, 2001, págs. 153 y ss.
[82] Esta última expresión es de Gamarra, Buena Fe Contractual, cit., pág. 78.
[83] En esta misma línea, Juan Pablo Cajarville ha vinculado la transparencia con la buena fe: Sobre Derecho Administrativo, II, 1ª ed., 2007, pág. 402. En su Tratado, Jorge Gamarra ha escrito que “la regla de la buena fe impone el deber de hablar” (XI, 4ª ed., 2006, pág. 270).
[84] La expresión pertenece a Cajarville, luego de apuntar finamente la vinculación (en sede de contratación administrativa) de la buena con la transparencia (Sobre Derecho Administrativo, II, cit., págs. 401 y 402).
[85] Sabariz Núñez, Daños por Afectación del Derecho al Duelo Calmo ante una Autopsia Falsa. Una Condena al Poder Judicial por Violación de Derechos Fundamentales, en LJU 155, 2017, pág. 93.
[86] A propósito de la publicidad, hace más de 50 años Cassinelli Muñoz escribía que “el buen funcionamiento de la forma republicana de gobierno exige, entre otras cosas, la información del pueblo acerca de la gestión de los gobernantes (…) la opinión pública debe tener las vías de acceso a la gestión de gobierno, para que el control popular sobre los gobernantes sea una realidad efectiva. Puede afirmarse, por ende, que el principio de la publicidad de la gestión administrativa deriva de la forma republicana de gobierno (…)”. El Principio de la Publicidad de la Gestión Administrativa (nota de jurisprudencia), en RDJA, t. 58, N° 7, abril 1962, págs. 162 y 163. En tiempos mucho más recientes, López Rocca ha escrito que “en la democracia, el control de la gestión de los gobernantes requiere, de necesidad, la publicidad, puesto que posibilita responsabilizarlos por su gestión” (Publicidad y Secreto en la Administración Pública, en Revista de Derecho Público, N° 24, 2003, pág. 41).
[87] El Prof. Carlos Delpiazzo (citado reiteradamente por el TCA) tiene establecido que la “transparencia implica algo más que mostrar, implica dejar ver; simplemente que el actuar de la Administración se deje ver como a través de un cristal (…) la transparencia refiere a la diafanidad del obrar público (…) consecuencia de la muy elemental presunción de que el gobierno pertenece al pueblo” (De la Publicidad a la Transparencia en la Gestión Administrativa (nota de jurisprudencia), en Revista de Derecho (Facultad de Derecho – Universidad de Montevideo), Año II, N° 3, 2003, pág. 114; y con posterioridad, Eficacia Aplicativa de los Principios Generales de Derecho en la Contratación Administrativa, en Anuario de Derecho Administrativo, XIII, 2005, págs. 71 y 72).
[88] Un comportamiento que no es transparente, es también insincero y desleal.
[89] Cfe.: Sabariz Núñez, cit., pág. 92.
[90] En Brasil, Sack Rodrigues ha escrito que “sería contrario a la buena fe que la Administración tuviese en su poder pruebas que beneficiasen al contribuyente y no las pusiese en su conocimiento o bien no las hiciere valer en un procedimiento relevante; inclusive (sería contrario a la buena fe) que se aprovechase del desconocimiento de éste o de sus errores, para privarle de algún derecho” (cit., pág. 65).
[91] No debe sorprender que Gamarra estudie la obligación de informar y de no actuar reticentemente, bajo el prisma de la buena fe (J. Gamarra, Buena Fe Contractual, cit., págs. 22 y 23).
[92] RT N° 235, 2013, págs. 734 y ss.
[93] Calachi, cit.
[94] Balao, 807, 6 noviembre 2015.
[95] Sentencia 687, 2 diciembre 2014.
[96] Sentencia 488, 30 junio 2015.
[97] Sentencia 818, 6 noviembre 2015.
[98] Sentencia 26, 18 febrero 2014.
[99] Sentencia N° 683/016, 25 octubre 2016, en RT N° 262, 2018, págs. 116s.
[100] Por la claridad y el extenso desarrollo que al tema dedican, y también por ser fuente de reiterada remisión en la jurisprudencia ulterior del Tribunal, mencionamos Tísaro (294, 14 agosto 2014), Platero (187, 15 mayo 2012), y Parada Sur (3, 3 febrero 2015).
[101] Es el caso de Platero, que se viene de citar.
[102] Precisamente en Platero, había actuaciones respecto de las cuales no surgía con claridad de qué manera se habían incorporado al expediente, aspecto éste que tampoco pasó inadvertido al Tribunal.
[103] RT N° 253, 2016, págs. 634 y ss.
[104] Sentencia citada.
[105] Es el caso Oteguy, fallado por el TCA en la Sentencia 743, 28 Setiembre2017, en LJU 156, 2018, págs. 40 y ss.
[106] Tal como el Tribunal recordara en Platero –con excelente pedagogía–, “hay que buscar la verdad, pero no de cualquier manera”. La sentencia se extiende en valiosas consideraciones a propósito del deber de persecución de la verdad, la teoría de la prueba, y los valores que deben rodear aquella persecución, que como bien dice el Tribunal, no puede hacerse de cualquier manera. Entre esos valores, el Tribunal menciona el interés público, la privacidad de ciertas relaciones, la dignidad humana, las libertades y derechos. Nosotros nos permitimos agregar uno, que es precisamente el que nos convoca: la transparencia.
[107] En Brasil, por sentencia del 29 Setiembre 1994, el Supremo Tribunal Federal estableció que “el agente público no sólo tiene que ser honesto, sino que también tiene que demostrar que posee tales cualidades, como la mujer del César” (citado por J. Bosco Coelho, cit., pág. 208).
[108] En esta misma línea, en nuestro medio Delpiazzo vincula la transparencia con el deber funcional de probidad, y con la tendencia actual al rescate de lo ético en el ámbito de la Administración (cit., págs. 121 y 122). El mismo Delpiazzo escribiría también que la Administración del siglo XXI “no sólo debe servir sino que debe mostrar cómo sirve” (Transparencia de la Contratación Administrativa, en Liber Amicorum Discipolorumque José Aníbal Cagnoni, pág. 131).
[109] Amelia González da un paso más y dice que se conecta con la buena fe no sólo la motivación del acto administrativo, sino toda información proporcionada por la Administración, en la medida en que, “al hacer explícita la razón de la decisión adoptada, permite la reacción del sujeto afectado en la defensa de sus intereses y derechos, amén de facilitar, en su caso, el acceso a la jurisdicción” (cit., pág. 184). Cfe.: F. Rubinstein, cit, pág. 184); Sack Rodrigues, cit., pág. 66; Tauil Rodrigues, O Principio Jurídico da Boa–Fé e o Planejamento Tributário O Pilar Hermenéutico para a Compreensao de Negócios Estruturados para Obter Economía Tributaria, en Revista Dialética de Direito Tributário, N° 93, 2003, pág. 38.
[110] Esa circunstancia creemos que nos exime de mayores desarrollos y es la razón por la cual en esta parte hemos procurado limitar nuestro estudio a las líneas jurisprudenciales que entendimos más salientes.
[111] La Obligación de Motivar: Un Principio General de Derecho Administrativo, en Estudios de Derecho Administrativo – Parte General, 1999, pág. 67.
[112] Sentencia 287, 14 abril 2015.
[113] La norma transcripta se complementa con el art. 124 del mismo Decreto, que establece la estructura, las partes, (expositiva y dispositiva), que debe contener el acto administrativo.
[114] Madoplan, 539, 14 octubre 2014.
[115] Expresó el Tribunal a propósito de la determinación del citado impuesto: “no fue posible encontrar ni una sola frase dedicada a explicitar las razones por las cuales se le reliquidaron a la empresa (…) por concepto de Impuesto al Patrimonio. Menos aún, elemento alguno respecto a cuál fue el procedimiento seguido a tal efecto.” Tísaro, cit.
[116] Parada Sur, cit.
[117] Gamarra habla de claridad informativa, a la que ubica en el marco de la obligación de colaboración (Buena Fe Contractual, cit., págs. 21 y 22.
[118] Rizzi, 697, 6 Setiembre 2011.
[119] Ciemsa, cit...
[120] Bullosa, 179, 8 mayo 2012; cf.: Gottesman, 658, 23 agosto 2011.
[121] 186/015 (VERIFICAR).
[122] J. Gamarra, Tratado, XI, 4ª ed., 2006, pág. 285.
[123] Véase por todos, la enjundiosa discordia del Ministro Dardo Prezza, en 622, 2 octubre 2012 (en LJU 147, 2013, c. 16.482, pág. 104).
[124] Liste, 1043, 29 noviembre 2011.
[125] Diverso es el caso en que a través del tiempo las notificaciones se practican en un determinado domicilio, y al cabo de un cierto lapso una de las partes de la relación pretende desconocer la eficacia de las notificaciones ahí practicadas. 178, 30 abril 2007, en LJU 140, 2009, c. 15.843, pág. 87. Cf.: 485, 23 octubre 2008, en RT 212, 2009, pág. 861.
[126] J. Gamarra, Tratado, XVIII, cit., pág. 271.
[127] Buena Fe Contractual, cit., pág. 58.
[128] 443, 26 Julio 2016.
[129] Esta es también la jurisprudencia consolidada de la Suprema Corte de Justicia, que, en aplicación del art. 512 CGP, “ha declarado inadmisibles los planteamientos de inconstitucionalidad genéricos, en los que se omite desarrollar las razones en las que se funda el accionamiento” (1104, 213 Julio 2018).
[130] Cit.
[131] 258, 10 mayo 2016.
[132] Norberto Spolansky, a propósito de las circunstancias que enmarcan la estafa, ha escrito: “No existen (…) mentiras ardidosas en sí, sino en relación a quien se presenten” (La Estafa y el Silencio, Buenos Aires, 1969, pág. 71).
[133] Más ampliamente: F. Bayardo Bengoa, Derecho Penal Uruguayo, IX, 1ª ed., 1961, pág. 150. El penalista uruguayo se extendía a propósito de los medios infinitos y de las múltiples formas para llegar al engaño (pág. 142).
[134] El verdadero sentido del instituto ha sido despejado por José Gómez Leiza, con el rigor que le caracteriza: Análisis de las Modificaciones al Régimen de Prescripción de las Obligaciones Tributarias por las Leyes 18.788 y 18.834, en RT N° 234, 2013, págs. 386–395. La Ley N° 18.788 (4 agosto 2011) ha establecido el contenido que necesariamente deben presentar las actas finales de inspección de la DGI (art. 6).
[135] El lector atento advertirá que a la postre no se trata más que de una aplicación concreta del renombrado inciso segundo del art. 6 CT: “Las formas jurídicas utilizadas por los particulares no obligan al intérprete; éste deberá atribuir a las situaciones y actos ocurridos una significación acorde con los hechos, siempre que del análisis de la norma surja que el hecho generador fue definido atendiendo a la realidad y no a la forma jurídica”. Hay sin embargo un escollo: la norma refiere únicamente a las formas jurídicas utilizadas por “los particulares”, omitiendo toda referencia a las que la Administración pudiere adoptar. La respuesta a esa asimetría ha sido aportada por Mario Ferrari: el Código Tributario fue redactado bajo la premisa que la Administración actúa de buena fe (Ferrari, La Tutela Jurisdiccional Tributaria en Uruguay…, RT N° 251, 2016, págs. 233 y ss.).
[136] Sentencia 771, 27 Setiembre 2011. Cf.: Balao G’Ay, 807, 6 noviembre 2015.
[137] Sentencia 391, 30 Setiembre 2014.
[138] Sentencia 391, 30 Setiembre 2014.
[139] Sentencia 532, 23 Julio 2015.
[140] Una omisión semejante había sido relevada por el Tribunal un par de años antes, en Banco Itaú, 291, 9.
[141] Sentencia 42, 20 febrero 2014.
[142] En los hechos, también el contribuyente exige del Tribunal la misma coherencia. Y justo es decir que el Tribunal no ha rehuido el análisis detenido del agravio. Así surge de la Sentencia N° 552, del 6 octubre 2016 (en RT N° 261, 2017, págs. 1000 a 1002).
[143] Quintín Alfonsín escribía que “es jurídicamente imposible que dos normas contradictorias sean válidas a la vez (Y si bien en los hechos ello puede suceder) nos ponemos a buscar una solución para restablecer la unidad de validez violada”, Introducción a la Teoría General del Derecho Internacional Privado, reproducido en LJU 154, 2016, pág. 3. Hay sin embargo discrepancias en torno a este punto de partida: véase Blanco, Categorización de Responsables Tributarios …, en RT N° 220, 2011, pág. 97. También Serrana Delgado ha señalado algún matiz: ¿Es Posible que Respondan Tributariamente los Representantes del Responsable? En RT N° 256, 2017, pág. 33.
[144] Sentencia del 30 Setiembre 2014, en RT N° 252, 2016, pág. 387.
[145] Sentencias N° 138, 1 marzo 2011, en RT N° 229, 2012, pág. 682; y N° 304, 12 abril 2011, en RT N° 230, 2012, pág. 842.
[146] Luis Diez–Picaso ha escrito que “a la Administración le es jurídicamente exigible cierta coherencia en sus actuaciones … Un comportamiento injustificadamente desigual, es incompatible con esa coherencia y constituye por el contrario una arbitrariedad (…)” Y agrega más adelante: esa “coherencia administrativa, compuesta fundamentalmente de objetividad y criterios uniformes, es indispensable para cumplir lo que puede llamarse principio de buena administración”, La Doctrina del Precedente Administrativo, en Revista de Administración Pública, N° 98, 1982, pág. 49.
[147] En esa misma línea se expresa Pedro J.J. Coviello, siguiendo a Diez–Picaso (La Protección de la Confianza del Administrado, Buenos Aires, 2004, pág. 404. También en Argentina, la Corte Suprema de la Nación tiene establecido que una de las derivaciones de la buena fe es precisamente el derecho de todo ciudadano “al comportamiento leal y coherente de los otros, sean estos los particulares o el propio Estado” (Autos “Cía. Azucarera Tucumana SA c/Estado Nacional s/expropiación indirecta – CSJN – 21 Setiembre 1989. Fuente: http://sjconsu lta.csjn.gov.a r/sjconsulta/con sultaSumari os/buscar.html).
[148] Cfe.: Diez–Picaso, cit., pág. 9. El prestigiado autor español ha podido escribir que “el principio de la buena fe se basa en la legítima expectativa de que deben producirse en cada caso consecuencias usuales, las que se han producido en casos similares. Esa legítima expectativa se defrauda cuando la Administración, sin motivo, se aparta de sus precedentes”. Y agrega: “esa coherencia administrativa, compuesta fundamentalmente de objetividad y criterios uniformes, es indispensable para cumplir lo que puede llamarse principio de buena administración” (cit., págs. 14 y 15).
[149] En el ámbito del Derecho Privado, nuestra Suprema Corte de Justicia ha vinculado el comportamiento incoherente con la confianza (LJU, 129, 14.814).
[150] Cfe.: Piaggi, Reflexiones sobre Dos Principios Basilares del Derecho: la Buena Fe y los Actos Propios, en Tratado de la Buena Fe, I, cit., pág. 112; H. Mairal, La Doctrina de los Propios Actos y la Administración Pública, Buenos Aires, reimpres., 1988, n. 19 págs. 52 y ss.
[151] El caso fue fallado por la Sentencia N° 453, 2 junio 2011, en RT N° 233, 2013, págs. 308 y ss.
[152] El Tribunal agregaba que “la Administración no cuenta con una norma que le permita hacer lo que hizo por medio del acto enjuiciado, es decir, responsabilizar solidariamente por la deuda de una entidad a otras entidades o personas distintas, como si formaran parte de un conjunto económico”. Hoy esa norma ya existe: es el art. 20 bis del CT: “Cuando se verifique la existencia de un conjunto económico entre sujetos independientes, sus integrantes responderán solidariamente por los adeudos tributarios generados por cada uno de ellos. La existencia del conjunto económico será determinada según las circunstancias del caso (…)”. Texto agregado por el art. 175 de la Ley Nº 19.438 del 14 octubre 2016.
[153] Sentencia 242/007 (23 mayo 2007), en RT N° 202, 2008, págs. 83 y ss.; y Sentencia 246/012 (22 mayo 2012) en RT N° 239, 2014, págs. 334 y ss.
[154] La cita corresponde a La Fundamentación del Acto Administrativo, en LJU LXXX, 1979–1980, págs. 3 y ss. (especialmente págs. 10 a 12).
[155] El caso Meluca fue fallado por la Sentencia 398/014, 30 Setiembre 2014, en.
[156] Caribeño fue fallado por la Sentencia 628/014 (13 noviembre 2014), en RT N° 252, 2016, págs. 434 y ss.
[157] Ya en su fermental estudio del 58’, Barbe Pérez identificaba el deber de decir la verdad como un principio general que subyace todo el ordenamiento (Los Principios Generales de Derecho como Fuente de Derecho Administrativo en el Derecho Positivo Uruguayo, en Estudios Jurídicos en Memoria de Juan José Amézaga, 1958, pág. 47.
[158] Con su proverbial claridad, Couture escribía: “Es posible afirmar que existe un principio ínsito (aunque no exista texto expreso) en el Derecho Procesal, que determina un deber de las partes de decir la verdad (…). El proceso tiene cierta nota de necesaria, cierta inherencia de verdad, porque el proceso es la realización de la justicia, y ninguna justicia se puede apoyar en la mentira” (El Deber de las Partes de Decir la Verdad, reproducido en Estudios, III, Buenos Aires, 3ª ed, 2003, pág. 167). Cfe.: Véscovi, La Regla Moral en el Proceso Civil, en RDJA t. 56, Nos. 6–8, 1958, págs. 174 y ss. A partir del Código General del Proceso el texto a que Couture aludía hoy es una realidad plasmada en nuestro Derecho positivo: es el art. 63 (inciso segundo) de aquél, que establece que los actos procesales “habrán de ser realizados con veracidad y buena fe (…)”. Véase el Código General del Proceso – Comentado, Anotado y Concordado, E. Véscovi (dir.), t. I, 1992, págs. 130 a 134; y t. II, 1993, págs. 282–283.
[159] La expresión pertenece a Germán Bidart Campos, cit., pág. 48. Cfe.: Palacio, Los Deberes de Lealtad, Probidad y Buena Fe en el Proceso Civil, en Tratado, I, cit., pág. 819.
[160] Sentencia 382, 26 mayo 2011, en RT N° 231, 2012, pág.1030.
[161] Sentencia 420, 2 agosto 2012.
[162] A. González Méndez, cit., pág. 185.
[163] El Prof. César Pérez Novaro se ha ocupado con detenimiento de este último punto: El Principio que Prohíbe la Auto–Incriminación en del Derecho Tributario Formal Uruguayo, en RT N° 257, 2017, págs. 681 y ss.
[164] En estricto rigor, nos ubicamos en la esfera del procedimiento administrativo (y presuntas infracciones): no estamos en el ámbito penal ni procesal penal. No obstante, en nuestro medio goza de particular predicamento la tesis conforme la cual los principios que rigen el proceso penal debieran extenderse a la materia infraccional. Cfe.: F. Berro, Los Ilícitos Tributarios y sus Sanciones, 2ª ed, 1995, pág. 12.
[165] Cfe.: Zarini, Fiscalización y Verificación en la Ley 11.683, en Práctica y Actualidad Tributaria, XXII, 2016 (texto online).
[166] Sentencia 1067, 21 diciembre 2017.
[167] El Tribunal insistió en la obligación (omitida) de la Administración de advertir al declarante –expresamente– que tenía derecho a no declarar en su contra. De ahí las reiteradas referencias de la sentencia a la llamada Advertencia Miranda. Advertencia ésta que debe su nombre al caso Miranda versus Arizona (1966), cuando la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos anuló la condena del imputado (Ernesto Miranda), por entender que su confesión había sido obtenida sin que previamente se advirtiera al condenado que tenía derecho a la asistencia de un abogado.
[168] El Tribunal se hace eco de las opiniones de Marcello Franco, particularmente aplicables a la materia que nos convoca, en cuanto refieren “al principio de la buena fe que subyace en el accionar de la inspección tributaria”, y subraya que “la Administración debe ejercer sus derechos conforme a las exigencias de la buena fe, donde queda interdictado el abuso del accionar de la susodicha inspección”. (Facultad del Estado para Aplicar Penas en Ilícitos Fiscales, en CADE Revista Doctrina & Jurisprudencia, N° 297, 2010).
[169] Cf.: Sack Rodrigues, cit., pág. 68; Stumpf, cit., págs. 65 a 70; A. González Méndez, cit., págs. 163 y 171 y ss.
[170] Así lo reconoce el Decreto 500, que consagra la verdad material entre los principios generales que rigen el procedimiento administrativo (art. 2.d).
[171] Cf.: J.P. Cajarville, cit., pág. 198.
[172] Hace 60 años, Héctor Giorgi escribía en su tesis: “El vicio de forma consiste en la omisión del cumplimiento de los procedimientos y formas que el Derecho impone a la Administración para la formulación del acto. (…). Al referirnos al vicio de forma, comprendemos no sólo la forma del acto, sino también los requisitos de procedimiento a que está sometida la Administración en su actuación” (El Contencioso Administrativo de Anulación, 1958, n. 39, pág. 201. De paso, justo es rendir tributo a la integración del ilustre Tribunal que evaluara la conocida monografía del aspirante: Enrique Sayagués Laso, Alberto Ramón Real, y Héctor Barbé Pérez.
[173] Véase más ampliamente M. Presno y M. Ramos, Trascendencia de los Vicios Formales (en la Jurisprudencia Tributaria del TCA), 2016, págs. 43 y ss. Y más atrás en el tiempo, el estudio de Federico Berro, Los Defectos Formales del Expediente Administrativo en la Jurisprudencia del TCA, en RT N° 162, 2001, págs. 325 y ss.
[174] La transcripción corresponde a la Sentencia N° 759/015 (15 octubre 2015), en RT N° 256, 2017, págs. 152 y ss., con cita de la Sentencia del TCA N° 565/012 y de Serrana Delgado: La Realidad Económica y las Formas Jurídicas en el Derecho Tributario: Un Intento de Disección Epistemológica desde las Dicotomías (Ponencia al seminario Economía y Derecho, A. Blanco y O. Sarlo –coordinadores–, Facultad de Derecho, Universidad de la República, 2008 págs. 6 y 7).
[175] El pensamiento pertenece a Gamarra: Formalismo Jurídico Interpretativo a Partir del Estudio de una Sentencia “Ilegal”, en Tribuna del Abogado, 187, Marzo–abril 2014, pág. 14. Más ampliamente: Las Circunstancias del Caso Concreto en la Interpretación y Aplicación de la Ley, en Derecho y Jurisprudencia de Derecho Civil, II, 2014, págs. 91 y ss.
[176] La frase completa es algo más extensa: Existunt etiam saepe iniuriae calumnia quadam et nimis callida sed malitiosa iuris interpretatione. Ex quo illud ´summum ius summa iniuria´ factum est iam tritum sermone proverbium De Officis Liber Primus, 33.
[177] Prólogo a la obra de Presno y Ramos, cit., pág. 16.
[178] Gamarra, El Pensamiento Formalista en la Jurisprudencia Uruguaya, en DJC III, 2015, pág. 134.
[179] Alterillo, Reflexiones sobre la Vinculación de la Mala Fe con los Factores de Atribución Subjetivos, en Tratado, I, cit., pág. 249.
[180] Las Circunstancias del Caso Concreto, cit., pág.94.
[181] Gastaldi, La Buena Fe en el Derecho de los Contratos, en Tratado, I, cit., pág. 311.
[182] Ciemsa fue resuelta por el Tribunal en sentencia 297, 14 mayo 2013.
[183] Un par de años después de expedido el fallo en Ciemsa, le Ley N° 19.355 (30 diciembre 2015) estableció: “Se considerará que los gastos se encuentran debidamente documentados cuando se cumplan las formalidades dispuestas por el art. 80 del Título 10 del Texto Ordenado 1996. En los casos no comprendidos en dicho artículo, la Dirección General Impositiva establecerá las formalidades necesarias para el mejor control del impuesto, pudiendo hacerlo en atención al giro o naturaleza de las actividades”.
[184] Tal como ha sido característico de la jurisprudencia del Tribunal en tiempos recientes, la cita doctrinaria ha sido particularmente erudita. En el caso, la sentencia convocó en su apoyo una larga lista de autores que avalaban su opinión. En este punto: Juan Antonio Pérez Pérez (Los Condicionamientos Generales para la Deducción de Gastos en el IRAE, en RT N° 210, 2009, págs. 425–427); Domingo Pereira y Ana Riba (La Deductibilidad de los Gastos en el IRAE, en A. Blanco (coord.), Estudios sobre la Imposición a la Renta, 2011, págs. 83–84); Juan Bonet y Leonardo Costa Franco, Reflexiones sobre la Deductibilidad del Gastos en el IRAE, en Estudios Jurídicos, Universidad Católica del Uruguay, 2009, págs. 179 y 180); y Andrés Blanco (El Impuesto al Valor Agregado, vol. II, 2004, págs. 202 a 209).
[185] Sentencia 599, 16 agosto 2011, en RT N° 234, 2013, págs. 550 y ss.
[186] Se trata del art. 39.7 del Decreto N° 220/998 (y sus modificativos), 12 agosto 1998.
[187] Sentencia 725, 18 diciembre 2014, en RT N° 252, 2016, pág. 460; 407, 28 agosto 2008 (en RT N° 211, 2009, pág. 666).
[188] Buena Fe Contractual, cit., pág. 75.
[189] Sentencia N° 127/009, 14 abril. 2009, RT N° 217, 2010, pág. 684.
[190] Sentencia N° 424/012, 2 agostos 2012, RT N° 242, 2014, pág. 875. Entre las sentencias relevadas: subrayamos Rizzi (697, 6 Setiembre 2011), Voz (771, 27 Setiembre 2011), y Rideban (153, 3 Mayo 2012). Cfe.: Pérez Benech, Motivación del Acto Administrativo: Un Análisis de Criterios Jurisprudenciales y Admisibilidad de su Omisión Alegando la Reserva de las Actuaciones, en Revista de Derecho de la Universidad de Montevideo, págs. 42 y 43; Pezzutti, Formalismo Estricto, Atenuado e Informalismo: ¿Cuál es el Principio en el Derecho Administrativo Uruguayo? En AAVV El Procedimiento Administrativo y la Función Pública en la Actualidad (F. Rotondo coord.), Facultad de Derecho de la Udela R, 2014, pág. 196.
[191] Cfe.: Lubricar (488, 30 junio 2015); Pita Grandal (317, 16 abril 2015).
[192] Sentencia 256, 2 mayo 2013.
[193] La misma orientación fue observada por la mayoría del Tribunal en CIEMSA –ya citado–, con la misma discordia a la cual aludiremos de inmediato.
[194] El Ministro discorde transcribe la opinión de Alberto Varela y Gianni Gutiérrez: “no debe confundirse discrecionalidad con arbitrariedad” (El Contribuyente frente a la Inspección Fiscal, 2ª ed., pág. 213).
[195] La discordia recuerda el gráfico símil de Delpiazzo: “la transparencia implica algo más que mostrar; implica dejar ver, simplemente que el actuar de la Administración se deje ver como a través de un cristal” (A la Búsqueda del Equilibrio entre Privacidad y Acceso, en Protección de Datos Personales y Acceso a la Información Pública, 1ª. ed., 2009, pág. 17).
[196] En este punto el Ministro Tobía recordaba las enseñanzas de Valdés: que además de invocar el principio de seguridad, escribía que las actuaciones escritas eliminan “la posibilidad de invocar actos verbales de procedimiento, de difícil probanza, en una materia donde suelen existir importantes intereses pecuniarios” (R. Valdés Costa, N. Valdés, y E. Sayagués Areco, Código Tributario Comentado y Concordado, 5ª ed., 2002, pág. 367).
[197] La expresión pertenece al propio Tribunal, en Fasano, 187, 12 junio 2012. Véase F. Berro, Responsables Tributarios, 1990, pág. 33; y más recientemente Bordolli, La Responsabilidad de los Administradores y Representantes en el Derecho Financiero Uruguayo, en RT N° 221, 2011, pág. 211 y ss.
[198] A vía de ejemplo, es la tesitura asumida por la Administración en el caso fallado por la Sentencia N° 799, 12 Oct 2010, RT 227, 2012, pág. 311.
[199] Sentencia N° 280, 12 junio 2012. en RT N° 239, 2014, págs. 358 y 359.
[200] Sentencia N° 799, 12 octubre 2010, en RT N° 227, 2012, pág. 315. Este último criterio fue compartido por Delpiazzo Antón, Ámbito de Aplicación Personal de la Responsabilidad Solidaria de los Representantes Establecida en el art. 21 del Código Tributario y Carga de la Prueba, en Revista de Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de Montevideo, Año X, N° 20, 2011, págs. 163s. Cfe.: Albacete, La Responsabilidad Tributaria, en RT N° 240, 2014, pág. 464.
[201] Sentencia 759, 15 octubre 2015, en RT N° 256, 2017, págs. 146 y ss.
[202] Art. 2, que alude a “deberes de solidaridad política, económica y social”.
[203] En la literatura civil, Juan Benítez Caorsi la resume en los términos que siguen: “cooperación leal y honesta de las partes en vista de la realización de los beneficios recíprocos acordados por el contrato” (Solidaridad Contractual, 2013, pág. 21). Y agrega: “hacerse cargo del interés del otro no se limita solamente a preservar su existencia, sino a garantizar razonablemente su realización”.
[204] Cfe.: A. González Méndez, cit., pág. 170.
[205] Ley N° 1/1998, art. 20.
[206] Cfe.: J. Gamarra, Buena Fe Contractual, cit., pág. 47.
[207] Véase más ampliamente A. González Méndez, cit., págs. 178 y ss.
[208] Platero, cit.
[209] Fasano, cit. 187, 12 junio 2012.
[210] Este capítulo recoge un análisis del autor.
[211] Cfe.: A. González Méndez, cit., págs. 176 y 177; Tauil Rodrígues, cit., pág. 37.
[212] Véase J. Gamarra, Buena Fe Contractual, cit., págs. 17 y 19.
[213] Naturalmente ello no obsta a que la duración del procedimiento pueda estudiarse también a la luz de otros principios, especialmente el de la seguridad jurídica. En nuestro medio, así lo hizo Carlos Labaure Aliseris: Seguridad Jurídica y Duración del Procedimiento Administrativo, en Seguridad Jurídica y Derecho Administrativo, 2011, págs. 87 y ss.; y años más tarde Sol Agostino, El Principio de la Seguridad Jurídica en el Derecho Tributario, RT N° 242, 2014, págs. 783 y 784.
[214] En España, Amelia González Méndez ha escrito –en punto al plazo de duración de los procedimientos administrativos– que su cómputo no puede verse interrumpido o paralizado por dilaciones imputables a la Administración. Y agrega: “la remoción de tales situaciones no se justifica en base al principio de seguridad jurídica in genere, sino en razón a la existencia de un comportamiento contrario a la buena fe y a la lealtad que debe a la otra parte de la relación jurídica” (cit., pág. 176).
[215] Cfe.: Tauil Rodrigues, cit., pág. 38.
[216] Lo mismo podría decirse –ya en sede de la Justicia civil– a propósito de la vigencia de las medidas cautelares por aquélla decretadas: ¿durante cuánto tiempo debieran ellas regir? Durante el tiempo estrictamente necesario para cumplir su función. En Geralin, la Justicia civil denegó el pedido de la Administración de prorrogar las medidas cautelares vigentes, por entender que la demora considerable en la tramitación del expediente administrativo “resulta imputable en forma exclusiva a la Administración (…) el Tribunal encuentra como excesivos determinados plazos y tiempos que no encuentran a priori justificación razonable”. Y concluye: “lo que no puede avalarse es la continuación de un proceso cautelar por más de siete años, que no tiene a la fecha un fin próximo” (Tribunal Civil 2º, 2 marzo 2016).
[217] Recuérdese que, en el marco del Código Tributario, la Administración Tributaria puede solicitar medidas cautelares no sólo una vez dictado el acto de determinación, sino también aun cuando éste se encuentra aún en vías de determinación (art. 87).
[218] Art. 80 inc. final del Texto Ordenado de la Dirección General Impositiva, en la redacción dada por el art. 463 de la Ley N° 17.930 (23 diciembre 2005). La disposición ha sido recientemente derogada por la Ley N° 19.631, tal como se viera más atrás.
[219] Son éstas las palabras expresadas por el TCA en Sentencia N° 507/014 (14 octubre 2014).
[220] La expresión pertenece a Delpiazzo, Perspectiva Positiva y Tutelar de los Plazos en el Procedimiento Administrativo, en Revista de Derecho Público, N° 39, 2011, pág. 75, con cita de Correa Freitas.
[221] Justo es decir que muchas veces la dilación obedece a actitudes dilatorias y reticentes de los particulares. En numerosas ocasiones es el investigado el primer interesado en dilatar el procedimiento, o bien, adopta una actitud pasiva o reticente que conspira contra el avance fluido de aquél. Aquí nos ocupamos únicamente de aquella duración irrazonable del procedimiento cuyo exceso es atribuible exclusiva o principalmente a la Administración.
[222] Agradezco al Dr. Fredi Mércora, que tuvo la gentileza de hacerme llegar una copia de esa valiosa Resolución.
[223] Sentencia 411, 26 mayo 2015.
[224] Sentencia TCA N° 256/013, 2 mayo 2013 (inédita).
[225] Sentencia 831, 18 diciembre 2012.
[226] Sirvan estas líneas de renovado reconocimiento al redactor de esa magnífica sentencia, el magistrado y docente Dardo Preza. En opinión del camarista, en la especie “no se advierte que la duración en la tramitación de las actuaciones administrativas se haya debido a ´demoras´ imputables al actor. No es razonable que el procedimiento en cuestión, por más complejo que fuera, insuma más de tres años en su tramitación y resolución”. (La sentencia mereció el voto discorde del Ministro Alfredo Gómez Tedeschi).
[227] Es decir, ya invocando la sentencia glosada –N° 831/012–, ya citando alguna o algunas de las sentencias a las cuales el caso DICOSE ha servido de fuente. Véase especialmente: BD/BEQ (234, 23 abril 2013); Calachi (256, 2 mayo 2013); y Dapueto Ortiz, (507, 14 octubre 2014).
[228] Aunque seguramente implícito, creemos que al primer grupo de principios debiera agregarse el de la buena fe, en cuanto impone a la Administración la obligación de asumir un comportamiento pro–activo en la búsqueda de la verdad.
[229] Es pertinente traer a colación –también– los principios de contradicción (como manifestación del derecho a defenderse en vía administrativa – art. 2.j del Decreto 500), y los principios de eficacia y eficiencia administrativa. Más ampliamente: J.P. Cajarville, Sobre Derecho Administrativo, cit., págs. 221 y ss.
[230] Como se comprenderá, la fijación de ese momento en el tiempo dista de ser un mecanismo perfecto y exacto. Aun así, se trata de establecer –con criterios de razonabilidad– una línea de corte, sea el momento en que la recolección de la prueba fue agotada, sea el momento en que se comenzaron a instruir actuaciones superfluas, sea el momento en el cual, sin razones aparentes, el expediente dejó de avanzar. Una vez más, la equilibrada ponderación del Juez en el caso concreto es la que tendrá la última palabra.
[231] Sentencia 323, 21 abril 2015. No tenemos conocimiento –tampoco en este caso– de la publicación de la sentencia.
[232] Así, BD/BEQ (234/013). Esta última ofrece una singularidad: el expediente “se había extraviado por tiempo considerable”, circunstancia esta que no aparece analizada en los Considerandos de la sentencia.
[233] Dice el art. 87 del CT: “(…) Fijará asimismo el término durante el cual se mantendrán las medidas decretadas, el que no podrá ser menor de seis meses y será prorrogado cuando resultare insuficiente por causas no imputables a la Administración (…)”.
[234] Adviértase que la existencia de un único órgano jurisdiccional –el TCA– contribuye al llamado principio de la uniformidad tendencial, que procura asegurar la coherencia de los pronunciamientos judiciales ante casos más o menos similares, evitando así (o al menos mitigando) la llamada “forensic lottery” (Cfe.: J. Gamarra, Tratado, XXV, 1ª ed., 1994, págs. 347 y ss.).
[235] Acuden a nuestra memoria las recordadas guías para el cálculo del daño moral –de tanta utilidad para los Jueces en la era pre–Internet–, la primera redactada por Gamarra (Guía para Liquidar el Daño Moral a la Persona, Cuadernos del ADCU, 1ª ed., 1990), y la segunda por Beatriz Venturini (Sondeo de la Jurisprudencia 1990–1991 en Materia de Valuación de Daño Moral, en ADCU XXI, 1991, págs. 574 a 576).
[236] La transcripción recoge los dichos de la parta actora tal como se reflejan en los Resultandos de la sentencia. Se trata de la Sentencia del TCA N° 442/001, 31 mayo 2011 (Hasta donde sabemos inédita).
[237] Para un análisis de los restantes argumentos del TCA –la referencia al art. 87 CT a la condonación de deuda –, nos remitimos a lo expuesto en el comentario citado más arriba.
[238] La literatura es conteste a la hora de señalar que la interpretatio abrogans es un recurso último y extremo. Cfe.: Gorfinkiel, La Excepción de Completamiento, en Tribuna del Abogado N° 124, 2001, pág. 7; Supervielle, De la Derogación de las Leyes y Demás Normas Jurídicas, en Estudios Jurídicos en Memoria de Juan José Amézaga, 1955, págs. 400 y 415. Gamarra, con cita de Coviello, enseña que “esta clase de interpretación sólo puede admitirse cuando exista contradicción entre la norma que debe interpretarse y otra norma no dudosa, o un principio de derecho, aunque no esté expreso, y cuando han resultado vanas todas las tentativas para removerla” (Tratado, t. III vol. 2, 1962, págs. 166 y 167). Vale decir –agregamos nosotros– que, entre dos interpretaciones posibles, de preferencia debiera procurarse hacer prevalecer aquella que no supone el sacrificio de norma alguna.
[239] Cf.: J. Gamarra, Tratado, XI, 4ª ed., 2006, pág. 273; J.L. de los Mozos, El Principio de la Buena Fe. Sus Aplicaciones Prácticas en el Derecho Civil Español, Barcelona, 1965, págs. 183 a 185; D.M. Ferreira Rubio, La Buena Fe. El Principio General en el Derecho Civil, Madrid, 1984, pág. 184.
[240] Tribunal Civil 5º, Sentencia 105/999, en Anuario de Derecho Comercial, X, 2004, c. 135, pág. 350. Y entre las sentencias de la Suprema Corte de Justicia, 5, 9 febrero 2004, en LJU 130, 2004, c. 14.912, pág. 184; y 361, 6 diciembre 2004, en ÑLJU 132, 2005, c. 15.117, pág. 159.
[241] Se trata de la sentencia 123, 12 diciembre 1977 (redactada por Reyes Terra), en RDJA N° 75, 1975–1979, c. 436 y 437, pág. 70. En nuestro medio, el primer estudio doctrinario pertenece a la Esc. Isabel Pizza de Luna: La Doctrina de los Actos Propios y su Aplicación en las Legislaciones Modernas, publicado en los Estudios Jurídicos en Homenaje a Eduardo J. Couture, 1957, págs. 555 y ss.
[242] La cita corresponde a Jorge Gamarra, Teoría del Acto Propio Redimensionada, cit., pág. 938.
[243] Cf.: J.M. Dobson, El Abuso de la Personalidad Jurídica (en el Derecho Privado), 1985, Buenos Aires, n. 164 pág. 283; A. Borda, La Teoría de los Actos Propios, 3ª ed., 2000, n. 96 págs. 97 y 98; Gelsi Bidart, Acerca de la Teoría del “Acto Propio”, en RJE N° V, 1988, pág. 17;F. Berro, La Relevancia Jurídica de la Conducta Anterior (Teoría de los Actos Propios), 1989, pág. 75; Minvielle y Reyes Oehninger, La Doctrina de los Actos Propios (Perspectiva Procesal Civil), en RUDP 2000/2, pág. 293: Barbieri, La Doctrina de los Actos Propios y Nuestra Jurisprudencia, en ADCU XXX, 2000, pág. 771.
[244] Cf.: Minvielle y Reyes Oehninger, cit., pág. 293.
[245] Escribe Gamarra: “sólo las reglas y no los principios imponen un resultado, porque estos carecen de idoneidad para ofrecer soluciones específicas a las controversias, por tratarse de normas indeterminadas, sin supuesto de hecho ni especificación a los casos a los cuales se aplicaría” (Triunfo del Neo–Constitucionalismo en la Jurisprudencia, en DCJ V, 2017, pág. 84).
[246] Estos puntos –y en particular su vinculación con Ciemsa y Caribeño, comentados más abajo– han sido estudiados con rigor por Serrana Delgado: La Teoría del Acto Propio y el Alcance de la Regla del Derecho, en CADE, (Profesionales & Empresas), XXXIII, 2016, págs. 97 y ss.
[247] Creemos que en ocasiones la Administración ha mostrado cierta reticencia a la hora de convocar el venire. Esa reacción es natural y se observa también en otras jurisdicciones. A vía de ejemplo, la primera sentencia que en España convocó el venire en materia tributaria, en 1933, lo hizo para descartarla, alegando un supuesto efecto “perturbador del orden jurídico” (Rovira Burgada, El Principio de los Actos Propios en Materia Fiscal, en Rev. de Administración Pública, N° 6, 1951, pág. 260. Esa parsimonia es comprensible: todos –y las Administraciones no escapan a esa regla– deseamos vernos liberados de ataduras, de las llamadas vinculaciones (o, auto–vinculaciones, cuando se trata de actos de la Administración).
[248] Héctor Mairal, a quien pertenecen algunas de las mejores páginas jamás escritas sobre el tema, ha señalado con toda propiedad: “Todo observador atento de la jurisprudencia descubre, sin embargo, que dentro de la regla del venire se engloban hipótesis que sólo tienen en común la presencia de un comportamiento contradictorio. Es que la inmediata aceptación de la doctrina de los propios actos, sentida intuitivamente como una fundamentación justa y satisfactoria para el rechazo de la pretensión del contradictor, ha tenido por consecuencia expandir su ámbito hasta alcanzar situaciones que encuadran en otras reglas jurídicas” (n. 6 pág. 9).
[249] La frase reproduce un estudio anterior del autor: La Regla del Acto Propio en las Relaciones entre el Fisco y el Contribuyente, 2008, págs. 10 y 11.
[250] J.M. Dobson, cit., pág. 290.
[251] Consulta 5423 (5 Setiembre 2012).
[252] Consulta 4050 (30 enero 2004).
[253] Consulta 4225 (31 diciembre 2002).
[254] Son destacables las similitudes que estas situaciones plantean con el caso Kellog fallado en la Justicia argentina, que Mairal cita en su magnífica monografía (n– 24 pág. 72). Justo es decir que en los ejemplos citados podría ponerse en tela de juicio la identidad de la relación jurídica.
[255] 560, 12 Setiembre 2012, en RT N° 242, 2014, pág. 912.
[256] 636, 23 agosto 2011, en RT N° 234, 2013, pág. 568.
[257] Sentencia 771, 27 Setiembre 2011, en RT N° 235, 2013, pág. 734.
[258] Mettetiere, 5 febrero 2015, en LJU 151, 2015, c. 16.994, págs. 455 y ss.
[259] Vale decir: al precio de venta se le resta el precio de compra, a esa diferencia se le calcula el porcentaje del 3%, y es sobre éste último que se aplica la alícuota del impuesto.
[260] El expediente no abunda en los detalles del cambio en la postura del contribuyente. La única referencia encontrada aparece en el escrito de alegatos de la parte actora, en el cual ésta hace referencia a “un grueso error” cometido por los asesores de la sociedad (Fojas 36v).
[261] Sentencia 969, 18 noviembre 2010, en RT N° 228, 2012, págs. 483s.
[262] Cfe.: J. Gamarra, Tratado de Derecho Civil Uruguayo, IX, 3ª ed., 1977, págs. 145 y 146.
[263] Cfe.: Diez–Picaso, La Doctrina del Precedente Administrativo, cit., pág. 16.
[264] Cfe.: Diez–Picaso, cit., pág. 27.
[265] Serrana Delgado plantea que, cuando estamos en la zona de certeza de la norma, aun los precedentes aplastantes y monolíticos no deben prevalecer (cit., pág. 108).
[266] 587, 16 agosto 2011, en RT N° 234, 2013, págs. 534 y ss.
[267] Adherimos así al pensamiento que en Uruguay ha sustentado la más prestigiada doctrina civilista, en el sentido de la prevalencia de la regla sobre el principio (Véase Gamarra, Triunfo del Neoconstitucionalismo en la Jurisprudencia, en Revista de Derecho y Jurisprudencia Civil, Año V, t, V, 2017, págs. 85 y ss.). Con todo, la literatura tributaria comparada muestra algunas vacilaciones a este respecto: Lobo Torres, O Princípio da Protecao da Confianca do Contribuinte, en Revista Fórum de Direito Tributário, Año 1, N° 6, 2003 (versión digital); Lodi Ribeiro, A Protecao da Confianca Legitima do Contribuinte, en Revista Dialética de Direito Tributário, N° 145, 2007, pág. 99. El propio Wieacker se manifestaba partidario de la invocación contra legem del principio de la buena fe (cit., págs. 51 y 74 a 85).
[268] La vinculación del pacta sunt servanda con los convenios de facilidades había sido ya anticipada por el Tribunal en Sentencia N° 356, 12 agosto 2008, en RT N° 210, 2009, págs. 513 y ss.
[269] Art. 1261 del Código Civil. Véase J. Gamarra, Tratado.
[270] Es ésta la tesis que en la doctrina suiza sustenta Danielle Yersin, cit., n. 88, pág. 42.
[271] Cfe.: Claro Casado, Estudio sobre la Doctrina de los Actos Propios en el Derecho Tributario, en Revista de Derecho Financiero y Hacienda Pública, N° 178, 1985, pág. 896.
[272] La Doctrina del Precedente Administrativo, cit., pág. 25; cfe.: Durán Martínez, El Precedente Administrativo, en Revista de Derecho (Universidad Católica del Uruguay), N° 5, 2010, págs. 73 y 74.
[273] Cfe.: Lodi Ribeiro, cit., pág. 101; P. Díaz Rubio, El Principio de Confianza Legítima en Materia Tributaria, Valencia, 2014, págs. 85 y 123.
[274] Va de suyo que nuestro objeto de análisis no es el fraude a la ley fiscal, sino tan sólo aproximarnos a la vinculación de la buena fe con el tema. Entre nosotros, el estudio clásico es el que realizara Faget –el primero de los que dedicara al tema– hace más de 35 años: Forma Jurídica Inadecuada y el Fraude a la Ley Fiscal, en RT N° 42, 1981. Un enfoque más reciente puede verse en Hessdörfer, Fraude a la Ley Tributaria: Un Problema no Resuelto por la Ley Tributaria, en RT N° 241, 2014, págs. 636 y ss.
[275] Da Silva Cardoso, A Cláusula Geral da Boa Fé e os Planejamentos Tributários: Nos Limites do Estado Democrático de Direito, en Autores Varios, Tributaçao, 2014, pág. 1094. Ese mismo autor dirá más adelante que los “standards o padrones de comportamiento serían ideales axiológicos obtenidos a partir de la generalización de elementos empíricos (aunque no confundidos con estos), y de elementos normativos (que no se apartan de los ideales del intérprete–aplicador), los que servirán como instrumento auxiliar en la valoración de los negocios jurídicos” (traducción libre del autor) (pág. 1111).
[276] Cfe.: F. Rubinstein, cit., con cita de Tulio Rosembuj.
[277] Cfe. F. Rubinstein, cit, pág. 38.
[278] El test de la sustancia es una de las cuestiones actualmente más debatidas en el Derecho tributario contemporáneo. En nuestro medio, véase Ermoglio y Pardo, Plan de Acción BEPS: Evaluación de Nuestro Impacto en Nuestro País, en RT N° 262, 2018, págs. 17, 19 y 21.
[279] Ammer fue fallado por la Sentencia N° 251, 5 mayo 2016, en RT N° 259, 2016, págs. 647 y ss.
[280] Sentencia N° 630, 18 octubre 2016, en RT N° 262, 2018, págs. 85s.
[281] Citado por F. Rubinstein, pág. 110.
[282] Cfe.: F. Rubinstein, cit., pág. 211.
[283] Véase más ampliamente J. Gamarra, Tratado, XIX, 1ª ed., 1981, pág. 207.
[284] Cfe.: D.M. Ferreira Rubio, cit., págs. 230 y 231; Stumpf, Boa Fé Objetiva na Obrogacao Tributária, en Revista Tributária e de Financas Públicas, N° 101, 2011, pág. 60. En Argentina: O’Donnell, El Principio de la Realidad Económica y el de la Oponibilidad Societaria como Límites de la Planificación, en Doctrina Tributaria, XXXVII, 2016 (versión online).