JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:La ciencia del Derecho Administrativo
Autor:Sarmiento García, Jorge H.
País:
Argentina
Publicación:Revista Iberoamericana de Derecho Administrativo y Regulación Económica - Número 23 - Octubre 2019
Fecha:24-10-2019 Cita:IJ-DCCCLXIII-78
Índice Voces Relacionados Ultimos Artículos
Clasificación de las ciencias y ubicación de las disciplinas jurídicas en el contexto
La estructura tridimensional del mundo jurídico
Distintos ámbitos del saber jurídico
Clasificación de las normas según el objeto de su regulación
Relación entre ser y deber ser
Las ciencias dogmáticas, las ciencias prácticas y la prudencia
El razonamiento jurídico
La ideología de la seguridad jurídica
Norma jurídica y ley física
La función administrativa
La función administrativa
El derecho administrativo
Ciencia del derecho administrativo y Ciencia de la administración
Notas

La ciencia del Derecho Administrativo

Por Jorge H. Sarmiento García

Clasificación de las ciencias y ubicación de las disciplinas jurídicas en el contexto [arriba] 

Una clasificación o división acertada de las ciencias implica la presencia del objeto y fin propios de cada una y sus relaciones con otras áreas afines, como también el método para enfrentar su objeto, logrando el propósito para el cual produce el hecho de investigación.

Sobre tal base, seguiremos la clasificación de la filosofía perenne, que atiende a los siguientes criterios:

Criterio teleológico

El fin del conocimiento humano es descubrir la verdad, pero el hombre no siempre la alcanza del mismo modo, de la misma forma; por ello Aristóteles[1] clasificó las ciencias con un criterio teleológico (telos = fines), conforme al fin de aquel entendimiento, es decir, de acuerdo al propósito que cada ciencia persigue.

Y así, determinó tres grandes grupos de ciencias:

a) Las ciencias teóricas, contemplativas o especulativas.

La denominación viene de la palabra especulo, que significa espejo. En estas ciencias la verdad se busca en sí misma, simplemente para saber lo que la realidad es; la verdad se investiga para contemplarla, para mirarla, sin que ello esté subordinado a ningún otro fin.

De estas, la ciencia por excelencia es la metafísica, y el tipo ideal de este conocimiento es el de las matemáticas, donde se conoce solo por conocer, su objeto se impone al hombre, y se concluye -mediante procedimientos de lógica formal- en verdades puramente abstractas, estando totalmente ausentes de este ámbito las valoraciones.

b) Las ciencias prácticas.

Su denominación viene de praxis, que significa conducta. Aquí estamos en el orden ético (siendo ethos equivalente a mor, mores, a moral; es el orden moral). En este tipo de ciencias el hombre indaga la verdad para que el propio hombre obre bien, busca la verdad para perfeccionarse a sí mismo. Se pasa del mundo exterior al interior del hombre. Son también denominadas ciencias normativas porque reglan la conducta del hombre.

Entre estas ciencias Aristóteles ubica el conocimiento de la ética, la política y el derecho. El derecho es la regulación de la conducta humana con el fin del perfeccionamiento del hombre, para lograr el propio bien del hombre.

c) Las ciencias técnicas, poéticas o artísticas.

Su denominación viene del latín arts que en griego significa teckne o conocimiento técnico. En este tipo de ciencias el hombre busca la verdad para cambiar, para modificar el mundo exterior. Es el orden de la producción.

Los clásicos subdividían este grupo de conocimientos en artes bellas (escultura, pintura) y artes útiles (herrería, carpintería).

Criterio Jerárquico

Aristóteles también utilizó para clasificar las ciencias un criterio jerárquico, según el cual las más importantes son las ciencias teóricas, contemplativas o especulativas, ya que su fin es buscar la verdad en sí misma, sin que ello esté subordinado a ningún otro fin; en segundo lugar coloca las ciencias prácticas, ya que si bien están subordinadas a otro fin, el perfeccionamiento del hombre, este es un fin superior; por último ubica las ciencias técnicas o artísticas, ya que las mismas están subordinadas a un fin subalterno cual es la modificación del mundo exterior al hombre.

Ahora bien, adelantamos que es común en el pensamiento jurídico moderno tratar (erróneamente, por cierto) a las realidades práctico-jurídicas al modo especulativo: aunque sin sostener expresamente que el derecho constituya un objeto especulativo, se lo trata como si lo fuera. El jurista (como el matemático o el físico) parte de un dato (p. ej. la ley) y a partir del mismo, o sea, dada una norma positiva, y un caso subsumible en dicha norma, se concluye necesaria y uniformemente en la decisión singular de la situación jurídica planteada. Como veremos, esto constituye un grave error, motivado por la ideología de la seguridad jurídica.

La estructura tridimensional del mundo jurídico [arriba] 

El derecho, el mundo jurídico, tiene una hechura tridimensional: en él nos enfrentamos con tres órdenes íntimamente vinculados entre sí, pero distinguibles unos de otros: el orden de conductas, el orden normativo y el de la justicia o derecho natural.

Esos tres órdenes o ámbitos no se dan como tres objetos acoplados, sino que, por el contrario, son tres aspectos esencialmente entrelazados de modo recíproco. Efectivamente, se advierte que las normas, creadas por los hombres, se gestan en ciertos hechos y quieren regular ciertas conductas sociales, a la vez que implican el propósito de realizar un valor, propósito que podrá o no tener éxito, o tenerlo en mayor o menor proporción.

El derecho, pues, es “hecho, norma y valores”, inconmoviblemente unidos entre sí en una relación ingénita. Y se ha destacado que toda posición que deje de lado alguno de esos tres ámbitos es sin duda truncada e incorrecta, pues cercena una totalidad en la que todos esos componentes están íntimamente trabados; el derecho, el mundo jurídico, abarca lo que dicen las normas, lo que se hace en la realidad existencial y los criterios de justicia.

Consecuentemente, nos parece que si una concepción sobre los temas que nos ocupan atiende a la realidad y a los valores, no por ello tiene un carácter metajurídico, sino que precisamente ocurre lo contrario: entendemos que el jurista debe ocuparse ciertamente de la norma, mas ha de atender igualmente a la realidad y no puede desechar los criterios de justicia.

En nuestro entender, la ciencia dogmática del derecho administrativo estudia predominantemente el orden normativo, pero sin dejar de lado sus conexiones sociales y axiológicas, íntimamente entrelazadas.

Las normas -marcos de posibilidades, en la terminología kelseniana[2]- deben ser interpretadas y aplicadas en base a la realidad existencial -de la que surgen y a la que van a pretender regir- y a los valores -que deben plasmar en ellas-; y esto es -creemos- totalmente jurídico.[3]

Distintos ámbitos del saber jurídico [arriba] 

Objeto material y objeto formal

Cabe advertir que todo aquello de que trata una disciplina se llama, en general, objeto de la misma; pero es necesario distinguir debidamente entre objeto material y objeto formal.

El objeto material es lo que la disciplina estudia, considerado indeterminadamente; el objeto formal lo constituye el aspecto determinado bajo el cual es estudiado.

El hombre, por ejemplo, constituye el objeto material de la biología, de la psicología y de la moral, pero mientras la primera lo considera como “ser vivo”, la segunda lo hace como “ser inteligente” y la última como “ser libre”.

Se advierte, entonces, cómo el mismo objeto material es considerado de distinto modo, según su objeto formal.

Algunas veces el objeto material de una disciplina es suficiente para distinguirla de otras: no hay riesgo de confundir la botánica con la ciencia del derecho constitucional. Pero pueden dos o más disciplinas tener, en parte o en todo, un mismo objeto material, ya que una misma cosa puede ser estudiada bajo aspectos diversos; lo que no pueden tener dos disciplinas es un mismo objeto formal, pues en el momento que estudiaran la misma cosa bajo el mismo aspecto o punto de vista, coincidirían totalmente.

El derecho como objeto material

El derecho, el mundo jurídico, es el objeto material de diversas disciplinas, como la “filosofía jurídica”, la “sociología jurídica”, la “historia del derecho” y las “ciencias dogmáticas”. Estas disciplinas se distinguen por el punto de vista preciso, la formalidad, el aspecto bajo el cual consideran el común objeto material.

Así, la “filosofía jurídica” estudia el derecho primordialmente en el orden natural; la “historia del derecho” y la “sociología jurídica” consideran principalmente su dimensión fáctica y las “ciencias dogmáticas” fundamentalmente las normas positivas, “puestas” por los hombres en el área de la historia.

El derecho como objeto formal

También debemos destacar -en orden a nuestro fin- que las ciencias dogmático-jurídicas (del derecho constitucional, del derecho administrativo, del derecho civil, etc.), que consideran primordialmente el aspecto normativo del mundo jurídico, a su vez se diversifican en razón del punto de vista en que lo hacen; v. gr., la ciencia del derecho constitucional se ocupa del orden normativo positivo en cuanto hace referencia a la constitución en sentido material, mientras que la ciencia del derecho administrativo lo contempla en cuanto regula la función administrativa, elemento de síntesis que refleja adecuadamente la totalidad de las partes que componen a esta rama del derecho.

Clasificación de las normas según el objeto de su regulación [arriba] 

Hay que señalar que el derecho positivo está constituido no sólo por la Constitución y las leyes, sino también por otras normas tales como las sentencias, los contratos, actos administrativos, testamentos, etc., susceptibles todas ellas de la siguiente clasificación.

1. Normas generales

Estas normas regulan por anticipado, en una forma abstracta, un indeterminado número de casos, como lo hace aque­lla norma que dice que si alguno roba debe ser castigado por un tribunal.

2. Normas individuales

A diferencia de las anteriores, las normas individuales regulan en forma concreta un caso particular, como la sentencia que resuelve que A debe ser sujeto a prisión por seis meses porque robó un caballo a B.

Los preceptos individuales son, al igual que la ley, normas jurídicas, regulando todas conducta humana (aunque algunas en forma abstracta y otras en forma concreta), presentando identidad lógica: si la ley (norma general) dice "Dado tal contrato debe ser tal consecuencia", una sentencia dirá "Dado este contrato debe ser esta consecuencia".

Relación entre ser y deber ser [arriba] 

Debe quedar en claro que en modo alguno hacemos una separación rotunda entre "ser" y "deber ser", como lo hiciera Hans Kelsen, pues lo cierto es que si bien ambas categorías no se confunden, no cabe entre ellas la incomunicación ni el aislamiento, pues -decimos con Ortega y Gasset- "El ideal de una cosa, o dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de la realidad".

En suma, el "deber ser" sirve para ordenar y enjuiciar al "ser".

Las ciencias dogmáticas, las ciencias prácticas y la prudencia [arriba] 

Las ciencias dogmático-jurídicas (como la del derecho administrativo) son prácticas y no meramente especulativas, en la división primera del saber, según Aristóteles; se trata no de conocer por conocer, sino de conocer para obrar. Bien se ha dicho que el objeto terminal del conocimiento jurídico es siempre una decisión jurídica a tomar en una circunstancia concreta.

Todas las indagaciones y construcciones del jurista están encaminadas a preparar la decisión jurídica. Con esta finalidad aquél analiza las normas, utilizando los aportes de la filosofía (especialmente de la axiología jurídica[4]), de la historia del derecho, de la sociología, etc.

Se advierte claramente, por ende, la importancia que tiene el conocimiento por parte del científico del derecho (jurisconsulto) de los principios del orden natural que deben orientar su labor de señalar a los creadores del derecho positivo (legislador, juez, administrador) las decisiones correctas.

Pero la elección de la decisión jurídica para introducirla en la existencia, ya no es cuestión de puro conocimiento sino, precisamente, de prudencia.

La prudencia es una potenciación de la inteligencia y de la voluntad del hombre que le pone precisamente en situación de tomar decisiones acertadas; incluye en su concepto la osadía del que debe lanzarse desde el mundo del conocimiento al de la acción para introducir en la existencia aquello que aún no es.

Para que, ante un caso singular, el creador del derecho positivo (legislador, juez, etc.) adopte una decisión acertada, una resolución prudencial, es menester que conozca:

a) Los principios que gobiernan toda la extensión del orden ético.

b) El orden normativo-positivo, objeto primordial de las ciencias dogmáticas.

c) Las condiciones y circunstancias concretas que componen el caso singular.

Por ello Santo Tomas de Aquino ha dicho que el prudente precisa conocer tanto los primeros principios universales de la razón, cuanto las realidades concretas sobre las que versa la acción.

Mas el sólo conocimiento es impotente para conducir a la solución normativa adecuada; es menester además un acto de voluntad recta.

La prudencia es una de las virtudes cardinales y solo cuando es constante y perpetua la voluntad de dar a cada uno lo suyo, esta moverá a la razón para que dicte una solución conforme a la verdad.

Dentro del marco de posibilidades que siempre se ofrece al creador de derecho positivo, la razón descubrirá la resolución justa y acertada si la voluntad aspira a los verdaderos principios de justicia.

El objetivo del científico del derecho, en definitiva, es inducir al creador del mismo a operar bien, posibilitándole -en el caso de los administradores y los jueces- adoptar la mejor solución del caso traído a su conocimiento, logrando el fin propio de la institución de que se trate en una situación concreta.

Bien se ha enseñado que la doctrina es muchas veces como pre jurisprudencia. Ella se elabora por los especialistas en la soledad silenciosa y abstracta de la biblioteca y después el juez, “cum strepitu iudicii”, la somete al reto de los hechos: si la doctrina resulta ser instrumento adecuado para resolver con justicia el conflicto planteado, el juez la sigue y con ello y por la vía de la reiteración pasa a ser jurisprudencia.

Para valorar la importancia de la opinión de los especialistas, no hay que perder de vista que los jueces realizan una actividad creadora. En efecto, si la norma individual -la providencia judicial en el caso- siempre contiene algo propio; si no puede desconocerse el elemento creador de la norma individual, pese a su derivabilidad lógica (pero no unívoca) de la norma general; si -como ha sostenido la Escuela de Viena- toda norma es un marco de posibilidades, cuya interpretación permite dos o más soluciones, todas igualmente correctas desde el punto de vista racional deductivo, es claro que por lo general los jueces pueden optar ante las varias soluciones posibles, aunque deben hacerlo por la que sea más justa en el caso concreto llegado a su conocimiento y decisión.

Y que nadie, por esto, rasgue sus vestiduras, dado que no da a los jueces ningún nuevo poder. Con ello nos limitamos -con el fundador de la Teoría Egológica del Derecho, Carlos Cossio[5]- a poner teóricamente en descubierto un poder que el juez siempre ha tenido, como muy bien lo saben todos los que conocen la práctica del derecho. Es cierto que el intelectualismo dominante, en sus formas de racionalismo y de empirismo, llevado por la ideología de la seguridad jurídica, ha ocultado la existencia y la naturaleza de ese inmenso poder que detenta el juez; pero de nada vale para el progreso de una ciencia, el ocultamiento, consciente o inconsciente, de la verdad.

El razonamiento jurídico [arriba] 

Pues bien, en línea de lo expuesto “supra”, señalamos que el razonamiento del auténtico jurisperito[6] (legislador, juez, administrador) no es deductivo, ni silogístico, ni axiomático, sino prudencial, realizando aquél un análisis teleológico y valorativo de las realidades en estudio, buscando la solución más justa, qué norma es la más adecuada para la resolución del problema planteado, cuál es la más razonable de las argumentaciones expuestas por las partes o los interesados. Se trata de un modo de razonar en el que se introducen constantemente los fines prácticos, las apreciaciones de justicia, los conflictos de bienes o valores. Nada tiene que hacer aquí el razonamiento de tipo teórico, necesario y uniforme. Y realizada la deliberación, indagados los medios para solucionar el problema planteado y todos los elementos del mismo, escuchados los argumentos de las partes o de los interesados, el jurisperito decide, emite un juicio práctico acerca de cuál es la solución que en mayor medida contempla las razones de bien particular y de bien común en el caso.[7]

Expresa Carlos Massini[8] que aquel juicio, que en el caso del juez se expresa en la parte dispositiva de la sentencia, así como la deliberación se expresa en los considerandos, tiene una característica particular y problemática: nunca tiene certeza absoluta. Siempre existe en ese juicio un elemento de indeterminación, de inseguridad, como de salto en el vacío. Ningún juez sensato puede tener la certeza absoluta de que su resolución es perfecta; a lo más, será la mejor dentro de las posibles. También aquí se percibe claramente la diferencia entre el juicio jurídico y el juicio científico-teórico, que siempre concluye con exactitud, o casi con exactitud conforme lo sostenido por algunas teorías físicas contemporáneas.

La verdad es que reina en estos ámbitos la doctrina de la prudencia pese a la ideología de la seguridad jurídica, doctrina que -añade Massini- representa una perfecta síntesis superadora de las opuestas posiciones del conceptualismo y el voluntarismo. Entre la posición de los exegetas, para quienes la sentencia era el resultado de una deducción puramente racional y la de Kelsen, quien sostiene que la decisión del juez es un acto de pura voluntad inmotivada, siempre que lo sea dentro del marco de posibilidades establecido por la norma, se encuentra la doctrina de la prudencia; para esta, la decisión judicial es un acto formalmente de la razón, pero transido de voluntariedad; implica una determinación racional de lo que es justo, pero no solo una determinación sino también una valoración y un mandato, actos que no pueden realizarse sin el concurso de la voluntad, que quiere aquello que la razón le presenta como recto.

La ideología de la seguridad jurídica [arriba] 

Esto nos mueve a poner en guardia (aquí, una vez más) ante la ideología de la seguridad jurídica, la que expandida por la Revolución Francesa y por el éxito de las armas imperiales, fue construida en torno de la primacía absoluta de la ley -con una autoridad fundamentada en el mito[9] de la voluntad de la nación formulada por los representantes del pueblo- y del contrato, y, complementariamente, de la idea del juez (respecto del cual pensaba Montesquieu que debía actuar como simple boca muerta que pronuncia las palabras de la ley) como autómata silogístico de los preceptos legales o convencionales, lo que debería extenderse al administrador, por más que sea el juez la figura central del derecho.

La identificación de la ley (especialmente del Código Napoleón) con el derecho, llevó a Bugnet a escribir que no conocía el derecho civil, que solo conocía el Código pre-mentado; y Demolombe, al comenzar su Tratado, realiza esta profesión de fe: “Los textos ante todo. Yo publico un tratado del Código Napoleón”.

Por otra parte, la autonomía de la voluntad se desdoblaba en la independencia del individuo y en su auto-dependencia en la esfera de su soberanía a través del contrato.

Finalmente, el juez -y, en su caso, el administrador- debía limitarse a actuar silogísticamente, con un razonamiento deductivo compuesto de tres proposiciones, la tercera de las cuales (conclusión o sentencia) era la consecuencia única de las dos primeras (premisa mayor: ley o contrato, y menor: el caso concreto).

Pero la descripta ideología no puede prevalecer sobre la realidad, la que evidencia -en razón de las altas potestades que ostentan sobre todo los jueces- que debe reinar aquí la doctrina de la prudencia, no pasando la solución por el dogma de la suficiencia de la ley y el contrato y la ilusión de los jueces como meros aplicadores de sus disposiciones, sino por la idoneidad técnica y moral, la imparcialidad e independencia de aquéllos.

Obviamente que no negamos la importancia de la predicción de soluciones a posibles controversias, mas pensamos que en definitiva lo más valioso es la solución final de las mismas, a cargo en última instancia de los jueces.

Es que, en rigor, la seguridad jurídica requiere soluciones probables, no necesarias como las de los saberes teóricos; y el juez debe concretar prudentemente lo justo en el caso traído a su conocimiento y decisión con el instrumento de la ley o del contrato, emitiendo un juicio práctico acerca de cuál es la solución concreta que en mayor medida contempla las razones de bien particular y de bien común en el caso singular.

La ideología en trato no ha podido prevalecer, pese a los siempre renovados esfuerzos de los ideólogos, quienes incluso llevaron a que en Francia (y en otros países imitadores) se tomaran medidas antijudiciales inspiradas en la desconfianza hacia los jueces; mas como la realidad concluye siempre imponiéndose, tales medidas en definitiva terminan produciendo nuevos judicialismos disfrazados; y así:

a) el establecimiento de un tribunal de casación, que garantizaría la legalidad y unidad en la aplicación de las normas, ha venido a ser una nueva y superior instancia jurisdiccional;

b) la creación de un consejo de Estado lleva a que sea un superior tribunal de derecho público; y

c) la configuración de un tribunal constitucional -concebido por Hans Kelsen- conduce a una jurisdicción constitucional encargada de interpretar la constitución y proteger los derechos constitucionales, convirtiéndose sus miembros en nuevos jueces (“lato sensu”) superiores.

La verdad, reiteramos, es que debe reinar aquí la doctrina de la prudencia no obstante la ideología de la seguridad jurídica; y como dijo el Tribunal Constitucional Federal alemán en el caso “Kloppenburg v. Finanzamt Leer”, de 1984, “… en Europa el juez nunca fue meramente ´la bouche qui pronounce les paroles de la loi`”, apelando para objetivar tal aseveración a los ejemplos del derecho romano, del “Common Law”, del “Gemeines Recht” alemán y del derecho administrativo francés producido por el Consejo de Estado.

Entiéndase bien: no negamos la importancia de la predicción de soluciones a posibles controversias; mas pensamos que en definitiva lo más valioso es la solución final de las mismas, a cargo en última instancia de los jueces.

No se dude de que postulamos y favorecemos la seguridad jurídica, que es sin duda un principio de derecho natural y que implica -como bien se ha dicho- que el hombre pueda organizar su vida sobre la fe en el orden jurídico existente, con dos elementos básicos: a) previsibilidad de las conductas propias y ajenas y de sus efectos; b) protección frente a la arbitrariedad y a las violaciones del orden jurídico; mas en modo alguno podemos aceptar “la ideología” de la seguridad jurídica.

Nos permitimos remarcar además que, para esta última, todos los caracteres propios de los objetos de la razón práctica (como variabilidad de las circunstancias, mutabilidad de las situaciones, complejidad extrema, etc.) aparecen como elementos que deben ser eliminados en homenaje a la claridad, la distinción y la simplicidad de las construcciones de la razón (como de algún modo lo son la ley y el contrato), reduciéndose la labor del juez a pura lógica deductiva, mediante la cual se explicita para el caso singular la única solución posible en aplicación de la pertinente norma (general o individual), excluyendo cualquier consideración histórica, sociológica o axiológica.

Norma jurídica y ley física [arriba] 

Claro está que la norma jurídica (general o individual) se distingue esencialmente de la ley física y su fórmula matemática, que conceptualiza relaciones necesarias entre fenómenos, propia de las ciencias exactas y experimentales de la naturaleza, conceptualizando la primera conducta humana en su libertad.

La ley física se aplica indiferentemente a todos los casos particulares una vez que se han uniformado las condiciones experimentales (“el calor dilata los metales”). Aquí todas las leyes son impersonales, anónimas o indiferentes, se cumplen exactamente igual en las mismas circunstancias.

Pero la norma jurídica no es similar a la ley física ni el derecho una técnica social análoga a la técnica físico-matemática ni un hacer fundado en el cálculo y en el experimento, sino regulación de la conducta humana construida en base a la prudencia, la que presupone el conocimiento de los principios, que existen y subsisten, quiéranlo o no algunos doctrinarios.[10]

Y reiteramos que en las resoluciones o actos de imperio de la prudencia, esencialmente referidos a lo concreto, falto por sí de necesidad y no existente aún, no encontraremos la seguridad que se hospeda en la conclusión de un raciocinio teorético. El prudente no espera certeza donde y cuando no la hay, ni se deja tampoco embaucar por falsas certezas.

La función administrativa [arriba] 

Poder, funciones y órganos

Suele usarse la palabra "poder" indistintamente para designar a la vez al poder político mismo, a las funciones del poder y a los órganos que lo ejercen, sin duda por influencia de la obra de Montesquieu quien adoptó, por regla general, el vocablo "poder" dándole un sentido amplio: acertadamente se ha dicho que aquel no distinguió bien, conceptualmente, el poder del Estado, sus órganos y sus funciones, y por ello no se le planteó la necesidad de usar tres expresiones distintas para nombrarlos; bajo el vocablo genérico “poder”, confundió el poder del Estado, propiamente dicho, con las funciones del poder y, en algunos casos, también con los órganos del Estado, por lo que cabe afirmar que Montesquieu adoptó, por regla general, el vocablo “poder”, dándole un sentido amplio, ajeno a la moderna técnica y comprensivo de los conceptos de poder en sentido estricto, de órgano y de función.[11] Mas en la actualidad la doctrina, en general, es pacífica en el sentido que el poder del Estado es único e indivisible, como también en la necesidad de distinguir entre aquel, sus funciones y sus órganos.

Es que el poder político se manifiesta o exterioriza a través de distintas actividades o funciones que son cumplidas o realizadas por los órganos[12] del Estado; se advierte, por ejemplo, que cuando el parlamento o congreso sanciona una ley, un juez dicta una sentencia o la policía de seguridad procede a disolver mediante el empleo de la fuerza una reunión pública tumultuaria, en los tres supuestos se han desarrollado actividades en las que se han manifestado el poder político -o capaci­dad del Estado de establecer normas de conducta (ley, sentencia) y de obrar (disolución de la reunión) para el cumplimiento de su fin- por parte de órganos estatales.[13]

Es necesario, por tanto, distinguir en planos distintos el poder, las funciones y los órganos, pues se trata de un problema con tres términos; de donde deviene errónea la expresión "división de poderes" y las denominaciones "poder ejecutivo", "poder legislativo" y "poder judicial" -usadas tradicionalmente-, pues el poder político es uno solo. Mas pese a todas las explicaciones y los intentos de reforma, la sencilla terminología mentada en el texto se ha impuesto en la práctica y no es fácil que pueda ser desarraigada.

Tal la noción de unidad del poder, atraído por la unidad del fin para cuyo logro existe, y por la propia unidad del Estado, siendo que en realidad son distinguibles las "funciones del poder" (o diversas formas bajo las cuales se manifiesta la actividad del Estado) y los "órganos" que lo ejercen.

Bueno es aclarar a esta altura que el orden político, causa formal del Estado, que convierte en tal a un conglomerado humano asentado sobre un territorio, se instaura y mantiene por el poder, el gobierno y el ordenamiento jurídico-positivo, los que se configuran como "propios" del orden; y evocamos que el término "propio" designa el predicado que, si bien no entra en la definición del sujeto, es exigido consecutivamente por la esencia de este y solo a él conviene.[14]

El "poder" o "poder político" -reiteramos- es la capacidad del Estado para establecer normas de conducta y obrar en orden al cumplimiento de su fin, y para realizarse necesita de una inteligencia, de una voluntad, de una fuerza humana que lo concrete, lo haga efectivo, lo impulse, por lo que aparece entonces el “gobierno” -o conjunto de órganos del Estado- que lo hace funcionar, lo ejerce y pone en acto.[15]

El gobierno -de cualquier modo constituido y que, por lo demás, jamás puede faltar en la estructura estatal- no se identifica, como suele ocurrir, con el Estado, pues este debe considerarse configurado por otros diversos elementos, además de su organización gubernativa.[16]

Por otra parte, nos parece conveniente señalar que siendo el gobierno el conjunto de individuos u órganos que ejercen el poder político, en puridad no corresponde -allí donde se ha consagrado la denominada "división de los poderes"- identificarlo con los más altos órganos ejecutivos del Estado.[17]

Finalmente, también es propio del orden político el “ordenamiento jurídico-positivo”, es decir, un sistema de normas fabricadas por los hombres para regir las relaciones sociales de una colectividad política en un cierto lugar y en una determinada época[18], y aclaramos:

a) Que aquí hacemos referencia solo a uno de los órdenes que integran el mundo jurídico, el normativo.

b) Que tal orden normativo está integrado por normas que conceptualizan conductas, que determinan como debido, como debiendo ser, cierto comportamiento.[19]

c) Que el orden de la normatividad incluye también la consuetudinaria y espontánea.[20]

Ahora bien, el poder político existe para "algo", pues no puede serlo a secas, sino que lo es en función de "algo", y ese "algo" es el bien común, fin de la sociedad política.[21]

Cuando el poder se ejerce para aquello que es contrario al bien común o que no conduce a él, viola el orden natural, está maculado de injusticia; y en este orden de ideas, se ha enseñado que el poder debe ejercerse dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico establecido o por establecer; y respecto de esto destacamos que:

a) Las aplicaciones del bien común dependen de las contingencias de tiempo y lugar, de la variedad de psicologías populares y del grado de perfección técnica del Estado encargado de promoverlo: en otras palabras, la determinación de cuáles son las condiciones de la vida social necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades, oficios y deberes, se resuelve conforme a la realidad histórica. El bien común, como principio del orden natural, requiere concretarse en cada situación histórica ante el cambio continuo de las circunstancias.

b) El poder del Estado debe, en principio, ejercerse según la regulación del ordenamiento jurídico-positivo.

Respecto de las funciones del poder, existen discrepancias en cuanto a su número y, también, en orden al criterio distintivo; en efecto:

a) No obstante que desde hace más de doscientos años se ha generalizado la división de la actividad estatal en tres funciones -la legislativa, la ejecutiva o administrativa y la jurisdiccional-, se ha destacado que tal clasificación tripartita ha sido objeto de numerosas discusiones relativas al número, ya sea reduciéndolas a dos (legislativa y ejecutiva), ampliándolas a cuatro (las tres tradicionales más la gubernativa) e incluso a cinco (las clásicas, más las de control y examen).[22] Pensamos, por nuestra parte, que son tres las funciones del poder infraconstitucionales,[23] a través de las cuales se cumplen o tienden a cumplirse las funcio­nes o cometidos del Estado.[24] No creemos, en consecuencia, que existe -como función del poder- una función política o gubernativa, sin perjuicio de afirmar las "atribuciones políticas" del poder estatal.[25]

Para distinguirlas, suelen adoptarse criterios diferentes:

1) Según un criterio orgánico, se considera la función por el órgano que la cumple, y así, toda la actividad cumplida por el órgano legislativo será legislativa, sin acordar relevancia a la forma del acto de que se trate ni a su contenido.

2) A tenor del criterio formal, debe atenderse a la forma y a los procedimientos que el acto reviste y por los que es establecido, siendo por ejemplo ley todo acto con forma de tal que ha sido sancionado según el procedimiento establecido en la Constitución a tal efecto; más específicamente, el criterio formal atiende a los modos de preparación (procedimiento) y exteriorización del acto o actividad; y así, serían leyes lo actos con forma de tal, dictados siguiendo el procedimiento constitucionalmente establecido para su sanción, promulgación y publicación.

3) Conforme al criterio material, debe estarse a la sustancia o contenido del acto, sin que tenga trascendencia la forma que presenta ni el órgano del cual emana, de donde un acto será legislativo por su esencia y no por tener forma de ley ni por ser emitido por el parlamento o congreso.

Debe señalarse que los autores suelen acudir a criterios mixtos para diferenciar las funciones del poder, atendiendo por ejemplo a los aspectos sustantivos y orgánicos, o a los mismos sumados a los formales.

También destacamos que es menester distinguir entre ente y órgano, sobre la base que el primero tiene personalidad jurídica, en tanto que el segundo no, formando parte de la estructura del ente; y así, por ejemplo, el ente municipal tiene un órgano unipersonal ejecutivo (intendente) y otro colegiado deliberativo (concejo deliberante)[26].

La función administrativa [arriba] 

La casi totalidad de la doctrina moderna comparte el concepto de que el derecho administrativo es el sector o rama del derecho relativo a la actividad o función administrativa; pero las discrepancias surgen no bien se quiere conceptuar a esta, sobre lo cual sí hay grandes divergencias, algunas de detalle y aún de mera terminología[27].

En nuestro concepto[28] es administrativa toda la actividad estatal infraconstitucional que no es legislativa ni jurisdiccional, concepto este evidentemente negativo y residual, por lo que lógicamente resulta necesario conceptualizar brevemente las otras dos funciones del poder.[29]

Entendemos por función legislativa el dictado de normas jurídicas generales actuado por el órgano legislativo, definición en la que se encuentran dos elementos: a) uno material u objetivo, que conceptúa el contenido de la función: el dictado de normas jurídicas generales, y b) otro orgánico o subjetivo, que aclara que la función es realizada únicamente por el órgano legislativo.

Consideramos función jurisdiccional la decisión con fuerza de verdad legal, de un litigio o controversia por parte de un órgano judicial del Estado, enunciación que también comprende dos elementos: a) uno material (sustancial, de contenido) que se refiere a lo que la función es en sí misma: decisión con fuerza de verdad legal de un litigio o controversia, y b) uno orgánico (subjetivo o formal) que se refiere al órgano independiente e imparcial que realiza la función (los jueces).

Siendo función administrativa toda la actividad estatal infraconstitucional que no es legislativa ni jurisdiccional, ella:

a) No tiene, a diferencia de las demás funciones, un contenido único. En efecto, desde el punto de vista de su contenido, puede consistir tanto en el dictado de normas jurídicas generales (como un reglamento, una acordada judicial o una ordenanza municipal) o en la decisión de controversias (como cuando se resuelve un recurso jerárquico), como en la actuación material en los casos concretos que se le presentan (v. gr., la remoción de obstáculos en la vía pública), etc.

b) Además, y contrariamente a las otras funciones -que no solo tienen un contenido preciso y único, sino que también son realizadas solo por órganos específicamente creados constitucionalmente al efecto-, la función administrativa puede ser realizada por cualquier órgano.[30]

El derecho administrativo [arriba] 

Con el concepto que hemos dado de función administrativa, podemos decir en consecuencia que el derecho administrativo es el sector del derecho relativo a la actividad o función administrativa, siendo la función de marras el elemento de síntesis que refleja adecuadamente la totalidad de las partes que componen a esta rama del derecho.

Ahora bien, la función administrativa:

a) Se manifiesta en diversas formas (actos administrativos, contratos de la administración, servicios públicos, etc.).

b) Es ejercida por el Estado y por ciertas personas jurídicas de las que aquel se vale para el cumplimiento de sus fines; personas jurídicas que expresan su voluntad a través de personas físicas que las integran y que constituyen los llamados “órganos individuos”.

c) Tiene a su disposición ciertos medios para el cumplimiento de sus fines (dominio público y privado del Estado).

d) Se fundamenta en ciertas atribuciones (poder de policía, regladas y discrecionales, etc.).

e) Tiene límites, asegurados, por ejemplo, por recursos administrativos y acciones judiciales.

Ergo, es correcto decir que el sector del derecho relativo a las formas que reviste la función administrativa, a los sujetos que la ejercen, a los medios de que se sirve, a las atribuciones en que se fundamenta y a sus límites, es derecho administrativo por referirse a la función administrativa.

Ciencia del derecho administrativo y Ciencia de la administración [arriba] 

Está claro que resulta necesario distinguir debidamente entre el objeto y la disciplina científica que lo estudia. En nuestro caso, el objeto es el derecho administrativo, y la disciplina científica que estudia ese objeto formal es la ciencia dogmática[31] del derecho administrativo. Por ello nos parece incorrecta la afirmación referida a que el derecho administrativo es una disciplina científica, por la confusión en que incurre entre objeto y ciencia.

Por otra parte, entendemos que el origen de las diversas ramas o sectores del derecho y, correlativamente, de sus diversas ciencias (penal, civil, administrativa, etc.), se encuentra en esto: el inmenso ámbito del derecho y la necesidad de la división del trabajo, derivada de la limitación de nuestra mente, hacen necesario dividir la totalidad de los fenómenos que esencialmente, en su raíz, son uno, en distintos órdenes particulares que son estudiados cada uno por una ciencia singular.

Precisamente por la unidad del objeto material de las ciencias jurídicas y por la unidad esencial de los fenómenos jurídicos, es que pensamos que resulta prácticamente imposible establecer límites precisos y tajantes entre las distintas ramas del derecho y que, además, las distintas disciplinas jurídicas guardan entre sí múltiples conexiones.

Ahora bien, respecto de la distinción entre ciencia del derecho administrativo y ciencia de la administración, esta última estudiaría las formas, modos y medios posibles para lograr la máxima eficacia de la función administrativa, en tanto que aquélla tendría por objeto el régimen jurídico de la misma función. Así, por ejemplo, el régimen jurídico de los procedimientos de contratación sería estudiado por la ciencia del derecho administrativo, en tanto que sería materia de la ciencia de la administración el determinar si conviene la contratación directa o por licitación, o cuál tipo de licitación es más ventajoso.

Hay que advertir que la distinción entre estas ciencias no es pacífica en la doctrina. Por nuestra parte, adherimos a quienes advierten que no parece necesario, ni posible, separar las respectivas investigaciones, que están estrechamente ligadas, siendo conveniente estudiarlas conjuntamente, por más que teóricamente el distingo sea teóricamente exacto, pues una cosa es el estudio de las diferentes formas posibles de organizar y accionar la actividad administrativa a fin de lograr la máxima eficacia, y otra estudiar su régimen jurídico.

 

 

Notas [arriba] 

[1] Aristóteles sistematizó todos los saberes de su tiempo, y estableció marcos lógicos, teóricos y políticos del conocimiento que siguen vigentes. Entre sus obras principales se cuentan Organon (escritos lógicos), Ética a Nicómaco, Física, Metafísica, Política, Retórica y Poética. Pensadores árabes, como Averroes, y judíos, como Maimónides, tradujeron a Aristóteles e introdujeron sus ideas en la Europa medieval, en la que los filósofos y teólogos, cuyo máximo exponente fue Tomás de Aquino, se basaron en el pensamiento aristotélico para elaborar sus concepciones, cobrando renovada vigencia en el siglo XX las aristotélico-tomistas.
[2]Pero cuidado con Kelsen: como ha expresado Juan Vallet de Goytisolo, en la revista “Filosofía Oggi”, nº III-IV, octubre-diciembre de 1980, el racionalismo, el extenderse de la esfera individual al ámbito social, se encarnó, en virtud del mito del contrato social, sea en el soberano o en la mayoría, pero siempre en el Leviathan, en el Estado, que asumió la producción de la ley con la que se ha confundido el derecho. No le cupo, con el historicismo, mejor suerte al derecho, absorbido por el “espíritu del pueblo”, dando lugar a un nuevo positivismo que alcanza su cénit con Hegel, al identificarse totalmente lo racional y lo real. La función del jurista resulta de ese modo puramente formal, ya sea meramente exegética o bien conceptualista. Todo lo sustantivo del derecho queda convertido en un producto político, sometido a la voluntad del Estado, concebido como orden coactivo de la conducta humana, el cual, como persona, no es otra cosa que la personificación del orden jurídico, y, como poder, no es sino la eficiencia de ese orden, según expresiones de Kelsen. Esa ha sido la “teoría pura del Derecho” de Hans Kelsen, que aisla el estudio del derecho de toda relación con el iusnaturalísmo en torno a la justicia. Limitándose al derecho positivo, según palabras de su fundador, al jurista no le queda otro papel que “la determinación del marco constituido por la norma y, por consiguiente, la comprobación de las diversas maneras posibles de llenarlo”. Los fracasos de ese formalismo, con la falta de una metafísica, han abierto de par en par las puertas de la intelección, la interpretación y la aplicación del Derecho a lo utópico y lo irracional.
[3] Sobre lo expuesto, comp. Reale, Miguel, “Teoria Tridimensional do Direito”, Säo Paulo, 1967. Empleamos la locución “mundo jurídico” como equivalente de la voz “derecho”, porque “La palabra derecho origina, muchas veces, polémicas según la posición iusfilosófica que se adopte; así, por ejemplo: como derecho alude a lo que es recto o justo, son muchos los autores que niegan la posibilidad de un derecho injusto, cuya injusticia lo destituiría, por eso mismo, de la esencia del derecho. Con la locución mundo jurídico designamos, esquivando esa discusión, al fenómeno jurídico que nos resulta real y perceptible”: Bidart Campos, Germán J., “Manual de Derecho Constitucional Argentino”, Bs. As., 1972, pág. 9. Ver Goldschmidt, Werner, “Introducción al derecho. La teoría trialista del mundo jurídico y sus horizontes”, Bs. As., 1967. Ver Picone, Francisco Humberto, “La teoría tridimensional y el derecho administrativo”, “La Ley, Tomo 115, págs. 927 y ss.
[4] La axiología es un sector de la Filosofía que estudia los valores.
[5] En "La teoría egológica del derecho y el concepto jurídico de libertad", Bs. As., 1944.
[6] Es decir, el operador jurídico, diferenciado del jurisconsulto o científico del derecho, ambos comprendidos en el jurista.
[7] Esto lo decimos luego de ejercer cuarenta y un años la magistratura, siguiendo el sabio consejo en el sentido que las sentencias no deben ser obras de doctrina.
[8] Ver Massini Correas, Carlos I., “ La prudencia jurídica. Introducción a la gnoseología del Derecho”, Bs. As., 2006, entre una de sus obras que refieren al tema.
[9] Del griego mythos, «relato», «cuento».
[10] Bien ha escrito Tomás Antonio Catapano, en “La función del juez y el normativismo juridico”, que el juez opera con una materia contingente y circunstanciada como es la jurídica; el razonamiento del magistrado no está encaminado a descubrir una verdad teórica sino a la solución justa de un problema práctico, a ordenar la convivencia hacia el bien común, con el instrumento de la ley, en cada caso particular y concreto; el juicio judicial es un juicio de valor que compromete éticamente al juzgador; el juez no sólo determina a través del juicio prudencial qué es derecho en un caso concreto, sino que lo prescribe y manda que sea concretada la solución en los hechos, no solamente establece qué es lo suyo de cada uno, sino que impera le sea dado. En fin, conocemos que el juez no es “la boca que pronuncia las palabras de la ley” sino como “cierta justicia animada”.
[11] Ver Tristán Bosch, Jorge, “Ensayo de Interpretación de la Doctrina de la Separación de los Poderes”, Bs. As., 1944, págs. 47 a 50.
[12] El poder, para reali¬zarse, necesita de una inteligencia, de una voluntad, de una fuerza humana que lo concre¬te, lo haga efectivo, siendo por tanto perso¬nas físicas -con inteligencia y voluntad- las que actúan por el Estado, caso en el cual sus voluntades son imputables al Estado. Ahora bien, para explicar en mérito a qué los actos y hechos de las personas que actúan por el Estado son imputables a este, se han propuesto diversas teorías, siendo las principales las que a continuación sintetiza¬mos. a) Teoría del mandato: Según esta, las personas físicas obrarían como mandatarios del Estado, criterio inaceptable pues parte del supuesto que el Estado estuvo en condi¬ciones de expresar su voluntad para otorgar el mandato: para dar un mandato, se requiere desde ese momento una voluntad, la cual toda¬vía no existe en el Estado. b) Teoría de la representación: Conforme a esta teoría, las personas físicas actuarían como representantes del Estado para suplir la insuficiencia de su voluntad, en forma análo¬ga a la representación del infante o del de¬mente. Mas esta concepción tiene también la falla lógica de la inexistencia de una volun¬tad inicial en el Estado para poder nombrarse o darse el representante. c) Teoría del órgano: Se ha explicado que entre la noción de órgano y la de manda¬tario o representante, hay una diferencia esencial. La calidad de representante puede derivar de la ley o de un acto jurídico; en cambio, la calidad de órgano deriva de la pro¬pia constitución de la persona moral: in¬tegra la estructura de esta y forma parte de ella. El órgano nace con la persona jurídica. En el mandato y en la representación hay un vínculo jurídico entre dos sujetos de dere¬cho, donde uno actúa en nombre de otro; en cambio, tra¬tándose del órgano la persona ju¬rídica -en el caso, el Estado- actúa ella misma, porque el órgano forma parte de ella e integra su es¬tructura; la persona jurídica se sirve del órgano como la persona física se sirve de la boca o de la mano. Es menester destacar que entre los órganos de los seres físicos y los del Estado, hay sólo analogía, no identidad: los primeros, como el cerebro o las manos, son siempre y necesariamente órganos, en tanto que los segundos -que consisten sustancialmente en hombres que en nada se distinguen de los demás hombres- no son tales sino cuando actúan por el Estado; en otras palabras, la persona física puede actuar como persona privada o como órgano del Estado: en el primer caso actúa en forma personal y sus actos y hechos a ella se le atribuyen, mientras que en el segundo las consecuencias de sus voluntades también son imputables al Estado. En razón de lo que antecede resulta imprescindible saber qué crite¬rio habrá de seguirse para la determinación de si la persona física actúa como órgano del Estado o como sujeto de derecho diferenciado del mismo, existiendo al respecto un criterio subjetivo, que toma en cuenta la finalidad perseguida por el agente, y otro objetivo, que solo analiza la conducta del mismo; dentro del criterio objeti¬vo, existe una tesitura que considera la legitimidad del acto o hecho, aseverando que son imputables al Estado -o ente de que se trate- sólo si aquellos son válidos, y otra que, prescindiendo de la legitimidad, considera únicamente la apariencia externa del acto o hecho, afirmando que si aparentan ser propios de las tareas o funciones a cargo del agente, corresponde imputarlos al Estado o ente, siendo este último criterio el que predomina en doctrina y jurisprudencia. Cuando el intendente de una municipalidad le otorga poder a un abogado o procurador para que actúe ante los tribunales de justi¬cia, el primero es un órgano, el segundo un representante. La relación entre el ente y sus órganos -reiteramos- no tiene ca¬rácter bilateral: se trata de una relación de identidad, de una relación entre el todo y sus partes. El Estado actúa, no por medio de mandatarios o representantes, sino de órganos, que son parte integrante de su estructura, por lo que frente a terceros, el Esta¬do y sus órganos no suponen una duplicidad de sujetos (como la que se da entre mandante y mandatario, entre representado y represen¬tante). Los actos del órgano (leyes, sentencias, actos administra¬tivos, etc.), son actos del Estado, que solo puede reflejar su vo¬luntad a través de órganos y jurídicamente sólo puede querer y ac¬tuar a través de ellos. Ahora bien, a esta altura es menester aclarar que la expresión órgano es utilizada en dos sentidos, a saber, para designar a la persona física que actúa y expresa la volun¬tad del Estado, y para mentar al cargo u ofi¬cio de aquélla. Para aludir la primera significación, suele hablarse de "órgano individuo", y para la segunda, de "órgano institución"; este sería un conjunto de atribuciones o de compe¬tencias, un cargo, mientras que aquél la per¬sona física que ejerce o desempeña tales atribuciones: se ha dicho que así, mientras llamamos parla¬mento o congreso, y poder ejecutivo, a los órganos-instituciones que el orden de las normas configura y describe, nos damos cuenta que en el orden de la realidad el parlamento o congreso es una pluralidad de individuos que integran la o las cámaras del mismo; y que el poder ejecu¬tivo es el hombre que inviste la presidencia de la república, o el grupo de hombres que componen el gabinete de un régimen parlamen¬tario. Es importante destacar por último, sobre este tema, que la mutación o desaparición del órgano-individuo no tiene ninguna influencia en la existencia jurídica del órgano-institu¬ción, el cual sobrevive a los cambios, siem¬pre contingentes, de los órganos-individuos; como también que, en principio, los órga¬nos-institución no tienen personalidad jurí¬dica: entre nosotros, por ejemplo, los órga¬nos Legislativo, Judicial y Ejecutivo, care¬cen de personalidad, la cual le corresponde al Estado, cuya estructura integran. Igualmente se ha escrito que la falta de personalidad de los órganos hace posible la pluralidad de los mismos en el seno del Estado, pues si cada uno de ellos tuviera una personalidad propia, la uni¬dad de poder del Estado quedaría comprometida, mientras que con¬siderados como simples instrumentos de una voluntad única, nada se opone a que sean distintos, ya que, a pesar de su variedad origina¬ria de facto, sus decisiones jurídicas serán siempre las de un su¬jeto único, el Estado organizado.
[13] A todos los seres de la naturaleza corresponde una potencia o energía, comunicada o propia, mediante la cual cumplen su cometido en el concierto del cosmos; y el Estado la posee también. La energía que el Estado despliega -a través del establecimiento de normas de conducta o de operaciones materiales- constituye su poder. Mas siendo el Estado un ser accidental (pues no es un todo sustante, como el hombre, sino que necesita existir en el ser de los individuos que lo sustentan), su energía, su potencia, le corresponde -en rigor- a los hombres en los que existe, de donde se sigue que se apoya ante todo en el reconocimiento del mismo por una gran parte de los sujetos que integran la comunidad política, se inserta en factores de consciencia, consistiendo en una potencia dinamizante hacia el bien común, potencia profunda que irradia de una colectividad consciente de sus fines y en tensa procura de su realización. El poder, entonces, está constituido por un complejo conjunto de elementos materiales y espirituales, y si bien no es asimilable a la sola fuerza, hay que reconocer que es una energía, o que la encierra. Y si bien no es posible eliminar el poder como “propio” de la causa formal del Estado (es decir, del orden político), sí es menester y factible enquiciarlo con sus límites, antes vistos, aderezando el fenómeno primitivo del poder, haciéndolo racionalmente aceptable. El Estado, en ejercicio de su poder, establece la norma jurídica; pero esta no solo abarca una “regula”, es decir, una norma de actuación que indica cómo debe desarrollarse la misma para cooperar al bien común, sino que, al ser esencial a esa regla presentarse en forma de mandato, no puede por menos que requerir una fuerza coactiva, sin la cual carecería de eficacia. La norma, el derecho, reclama la fuerza física, que en líneas generales será la del Estado (pues sabido es que en casos particulares, cuando la tutela del derecho no es posible de otro modo, podrá actuar la fuerza del individuo). Sin duda que el derecho positivo conforme al orden natural es, ante todo, una fuerza moral, mas exige y racionaliza la fuerza física (aunque debe destacarse que aun cuando por circunstancias accidentales el derecho carezca de cárcel real y, por lo mismo, de eficacia externa, de todos modos sigue firme e íntegro en su valor): la coercibilidad o posibilidad de ejercer la coacción y de recurrir a la fuerza física es ciertamente una “propiedad” que dimana de la propia naturaleza social del precepto jurídico. Despreciar “a priori” la fuerza es, pues, un craso error, aunque es correcto rechazar la “violencia”, la que no es sino el mal uso, el uso injusto de la fuerza: la fuerza injusta, al ser irracional, inmoral y, por lo mismo, contraria al auténtico fin del Estado, se opone por idéntica razón al derecho. Bien se ha dicho que tan distinta es la violencia de la fuerza que, con frecuencia, lleva en el rostro los signos patentes de la debilidad y, así, el hombre verdaderamente fuerte grita poco: si somos violentos con los demás, es porque no somos fuertes con nosotros mismos. Mas cuidado: no se trata de que la norma jurídica tenga carácter de juridicidad porque esté dotado de fuerza física quien la impone, es decir, las normas no son jurídicas porque estén proveídas de coerción, sino que es todo lo contrario: deben estar equipadas de coerción porque son jurídicas. El derecho no es derecho porque posea la nota de coercibilidad, sino que tiene tal dato porque es derecho; y lo mismo hay que decir de la coacción (o acto por el que se obtiene la ejecución del precepto jurídico mediante la fuerza física, violentando al sujeto): no constituye la norma jurídica, sino que la presupone y protege. Es por ello que la coercibilidad -o posibilidad de coacción y de recurrir a la fuerza física- es solo una “propiedad” que dimana de la naturaleza del precepto jurídico; y hasta tal punto es incapaz la fuerza física de ser el constitutivo de la juridicidad, que esta existiría aún en el caso de que todos los ciudadanos fuesen “virtuosi”, porque aún entonces sería necesaria la norma jurídica del Estado, tanto para coordinar las diversas energías buenas y orientarlas a un fin único, como porque el derecho natural no sería suficiente y necesitaría de la norma positiva (por ejemplo, para fijar las conclusiones que de sus primeros principios de deducen). Sin duda que para los ciudadanos conscientes de su deber para con el Estado y sus mandatos (“cives virtuosi”), la norma jurídica tiene una carácter de fuerza moral de valor mucho más alto que el temor (“metus”) o la fuerza física (“vis”): se ha expresado con razón que la persona con categoría espiritual escucha el eco de la razón, del deber que tiene de no alterar el orden social ni pisotear la justicia y obedece, sin “metus” ni “vis”. Mas también están los esclavos del egoísmo y de la pasión (“protervi et ad vitia proni”), ante quienes cumple su misión el “metus” e interviene, en su caso, la “vis”. Ahora bien, en verdad, el poder no solo aparece en el Estado, sino que existe y se manifiesta en cualquier grupo social, siempre que deba mantenerse una finalidad común o continuidad de propósitos (p. ej., amistosos o deportivos), y en estos casos puede que aparezca difuso y difundido, practicándolo el grupo en su conjunto (como si se tratara de una democracia directa); pero esta última forma no suele persistir: alguien (o algunos), requerida o espontáneamente, se hace cargo del manejo de los asuntos comunes. Ahora bien, quien asume la coordinación de los esfuerzos “dirige”, en el sentido que elige el “a dónde vamos, por dónde vamos y cómo vamos”. Por otra parte, razones de división del trabajo, de prontitud y de eficiencia, producen la “especialización”. Finalmente, para los casos de desobediencia se impone alguna forma de “sanción”. Se advierte, así, que sociológicamente “dirección”, “especialización” y “coerción” integran el concepto de poder; y tales notas se hacen más nítidas y necesarias cuando se trata del poder del Estado, debiendo a esta altura distinguirse el mero “poder disciplinario” (que corresponde a cualquier asociación, con todas las notas típicas ya expuestas), del “poder dominante” de la sociedad política. El poder simple, el no dominante, se caracteriza por la posibilidad de dar órdenes a los miembros de la asociación; pero carece de fuerza bastante para obligar con sus propios medios a la ejecución de tales órdenes. El miembro de la asociación puede sustraerse, apartarse de ella. Si en grupos o sociedades inferiores al Estado aparece el poder dominante, procede porque el Estado lo permite o lo delega. El Estado moderno realizó una especie de campaña expropiatoria, a su favor, de todos los elementos del poder dominante dispersos en el seno de la sociedad, sobre todo en la Edad Media (así, los del Papa, del Emperador, de los señores feudales y de las corporaciones). El poder dominante o de dominación es irresistible porque le es dado ejercitar la coacción para que se cumplan realmente sus mandatos y sanciones.
[14] Sampay, Arturo Enrique, “Introducción a la Teoría del Estado”, Bs. As., 1951, pág. 407.
[15] Bidart Campos, Germán J., “Derecho Político”, Bs. As., 1962, pág. 350.
[16] Biscaretti di Ruffia, Paolo, “Derecho Constitucional”, Madrid, 1965, pág. 101.
[17] Bielsa, Rafael, “Derecho Administrativo”, Tomo I, Bs. As., 1947, pág. 180, en nota 8.
[18] Recaséns Siches, Luis, “Filosofía del Derecho”, México, 1959, pág. 159.
[19] Id., págs. 116 y ss.
[20] Bidart Campos, Germán J., “Derecho Constitucional”, Tomo I, Bs. As., 1964, pág. 11.
[21] Vid. Pemán, José María, “Cartas a un escéptico en materia de formas de gobierno”, Ed. Cultura Española, 1937, págs. 112 y 113.
[22] Xifra Heras, Jorge, “Formas y Fuerzas Políticas”, Barcelona, 1958, págs. 237 y 243.
[23] Javier Urrutigoity en un trabajo en preparación, escribe: “En resumen: el poder político es un “propio”, exigido por la “causa formal” del Estado. Es único e indivisible, pero ello no impide que la Teoría General del Estado distinga, formal o jurídicamente, sus diversas funciones. No se divide el poder, sino sus funciones jurídicas, entre sus distintos órganos, lo que constituye una garantía de su moderación o limitación, para hacer posible la libertad, en un sistema republicano de gobierno (art. 1 CN). Así, por un lado, aparece la función constituyente del Estado, sea originaria o derivada; que consiste en la sanción o modificación de la constitución formal (o Ley fundamental de garantías); la cual regula, en sus principales trazos, las demás funciones, atribuyéndolas a los llamados “poderes” constituidos (órganos superiores y permanentes del Estado, que ejercen las funciones derivadas de aquélla, constituyendo el poder constituido del Estado). Más allá de las diversas clasificaciones propuestas desde el campo de la Teoría del Estado y del Derecho Constitucional, bien pueden estas funciones del poder constituido seguir siendo reducidas a las tres clásicas: la función legislativa, la judicial y la administrativa.
[24] Jean Dabin -en “Doctrina General del Estado”, México, 1946- distingue entre las funciones del poder y del Estado: las primeras son las de la autoridad en el Estado y las segundas las de la agrupación política misma (identificándose con los cometidos o fines particulares del Estado).
[25] El poder, en tanto que capacidad, impli¬ca atribuciones, esto es, derechos y deberes; así, el Estado tiene el derecho y el deber (la atribución) de realizar la guerra para la defensa. Entre las atribuciones del poder (siem¬pre ejercidas en principio por órganos del Estado), se distinguen las denominadas "polí¬ticas", caracterizadas por ser autónomas y creadoras, de dirección e iniciativa. Son autónomas, por ser incondicionadas en el derecho positivo o limitadas exclusiva-mente, a veces, por el orden jurídico-consti¬tucional. Son creadoras, porque se ejercen para establecer normas o realizar actos relativos a una materia hasta entonces, en principio, desatendida. Son de dirección e iniciativa, porque reflejan el poder político en toda su pleni¬tud, mientras que el ejercicio de las atribu¬ciones no políticas supone solamente un em¬pleo derivado, subordinado, y secundario del mismo poder: los órganos estatales con atri¬buciones políticas tienen las riendas que guían la marcha del Estado en sus manos y las decisiones que las concretan constituyen para las otras actividades estatales el impulso, la dirección, la coordinación. Constituyen ejemplos de atribuciones políticas la de declarar la guerra, fijar los principios orientadores en materia económica, fiscal, agraria, etc., determinar -expresa o implícitamente- la existencia de una emer¬gencia interna y adoptar los remedios para afrontarla, etc. También son políticas, a nuestro juicio, las atribuciones de control de actos políti¬cos y de gestión de los órganos con atribu¬ciones políticas (v. gr.: el "juicio políti-co"), pues si "lo controlado" es político necesariamente también lo es "lo controlan¬te".
[26] Ampliar en nuestro “Compendio de Teoría del Estado y de la Constitución”, Mza., 1191.
[27] Comp.. Sayagués Laso, “Tratado de Derecho Administrativo”, Tomo I, Montevideo, 1958, pág. 21.
[28] Para otras concepciones ver Cassagne, Juan Carlos, “Derecho Administrativo”, Tomo I, Bs. As., 2002, Cap. III.
[29] Comp. y ampl. en Gordillo, Agustín, “Tratado de Derecho Administrativo”, Tomo 1, Bs. As., 1998, Cap. IX.
[30] Ampliar en Sarmiento García, Jorge H. y Petra Recabarren, Guillermo M., “Ley de Procedimiento Administrativo de Mendoza Nº 3.909 – Concordada y Comentada”, Mza., 1979, págs. 9 / 11.
[31] La definición de la ciencia dogmática jurídica viene a estar dada alrededor del derecho positivo. Ella estudia tal derecho válido en determinado espacio y tiempo históricos que se precisan en el ordenamiento jurídico de un país.