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Para nuestro punto de vista, la respuesta es sencilla. La democracia es una forma de organización política o “forma de Estado” (no “forma de gobierno”) que conecta al elemento poder con el elemento humano del Estado. Esa conexión implica resolver el modo de instalación política de los hombres en el Estado, y ese modo de instalación política tiene su dinámica real (diríamos: en la constitución material o en el régimen político) a través del poder estatal. Es, en suma, contestar a ¿“cómo se ejerce” el poder en su relación con los hombres? Pues bien, ¿cómo resuelve la democracia ese modo de instalación o situación política de los hombres en el Estado? De un modo favorable al respeto de su dignidad de personas, a sus libertades y a sus derechos. Esto quiere decir que sitúa al hombre en cuanto es persona, que reconoce y tutela su libertad y sus derechos, y que “promueve” una y otros. Todo ello en lo que llamamos la vigencia sociológica, es decir, en la efectividad o realidad del funcionamiento de la constitución material, que es tanto como afirmar que la vigencia sociológica depende de las conductas humanas. No basta, pues, con que las normas expresamente formuladas (escritas constitucionalmente o legalmente) definan y reconozcan la libertad y los derechos humanos, porque aunque lo hagan, estamos ciertos que no hay democracia si a la vigencia normológica de las referidas normas no se le imprime funcionamiento a través de conductas que las cumplan y apliquen en la vigencia sociológica de la constitución material (o régimen político).
Si se comparte el esquema antecedente, se da un primer paso a la justificación de la democracia en lo que cabe apodar el humanismo personalista o el personalismo humanista. Y a él vamos.
La democracia se justifica por el reconocimiento del hombre como persona, cuando deriva a dar cima en la vigencia sociológica a un régimen político que reconoce, facilita y promueve el pleno desarrollo de todos los hombres como personas. En su meollo se focaliza el valor “personalidad” que es propio de todo ser humano, y que es valor ético, lo que no cierra el desplazamiento de su exigencia valente al mundo del derecho y de la política para presidir en él desde el plano ético el plexo de valores estrictamente jurídico-políticos que encabeza la justicia.
Este valor personalidad demanda, para el desarrollo pleno del hombre como persona, que a cada hombre se le deje un espacio suficiente de libertad en el que pueda desplegarse y realizar satisfactoriamente su proyecto óntico como ser in fieri que es en el mundo (con los demás hombres y con las cosas, en su circunstancia). Esta visión existencial de desarrollo de las potencias propias del humano en su tránsito mundanal, exige que el Estado democrático subsane las limitaciones y falencias del hombre auxiliando a sus necesidades vitales. Estas necesidades siempre son permanentes, porque la esencia o naturaleza humana –aun realizándose existencialmente de modo histórico– no cambia, aunque cambian las necesidades porque la vida de cada hombre en cada sociedad se emplaza y se vive situacionalmente; por eso la libertad humana y los derechos humanos, aunque arraigados en aquella naturaleza, también son situaciones e implican pretensiones que, valoradas por el hombre dentro del marco societario y temporal en que se inserta, están a su vez traspasadas de historicidad. Y de nuevo son las conductas humanas las que hacen de sustrato o soporte a los valores que, conforme a las necesidades, pretensiones y valoraciones sociales, fenomenizan situacionalmente en el mundo jurídico-político las exigencias provenientes de ese valor ético que hemos rotulado valor personalidad.
Hay reminiscencias inocultables de eso que Ortega definió como liberalismo; el liberalismo –enseñaba Ortega–, más que una cuestión de más o de menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada hombre debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino. ¿No reconocemos en esta sublime idea la de que el valor personalidad demanda para cada hombre un espacio de libertad efectiva para que pueda desarrollarse como persona? ¿No es esto, bajo un nombre u otro, el personalismo humanista? Al contestar asertivamente dejamos fundamentada la primera justificación de la democracia.
En íntima, casi indisoluble unión, aparece la dignidad del hombre.
Iusnaturalistas de la más variada estirpe, y positivistas de distinto cuño, coinciden consensuadamente hoy en que el hombre, por ser persona, tiene dignidad. Es la dignidad personal de la que fluye el complejo de los derechos humanos tan en boga actualmente.
La democracia encuentra justificación en ser un régimen político que, en la vigencia sociológica, arranca de la dignidad humana, por cuyo respeto, protección y promoción sitúa al hombre en el Estado de una manera favorable y satisfactoria. Y lo hace así porque recibe desde el estrato superior de la ética la exigencia valente del valor personalidad, propio del ser humano.
¿Cómo puede ser esto, cuando en el pluralismo ideológico militan posturas iusfilosóficas de raíz diferente y hasta opuesta? Por una razón que otras veces ya hemos tratado de explicar, inspirados en el pensamiento de Maritain. Hombres, grupos y doctrinas diferentes y opuestas pueden explicar y explican en sus discursos filosóficos la dignidad humana desde planos y con razones disimiles. Tal es lo que hemos rotulado como ideologías “especulativas”, los “por qué” el hombre tiene dignidad, anida el valor personalidad, debe gozar de libertad, debe ver reconocidos y realizados derechos, etcétera. Cada cual es capaz de dar su respuesta, y acumularía a la de los demás. Pero todos pueden llegar a una convergencia consensuada: que en el régimen político –más allá de las razones explicativas– el hombre debe ser instalado en libertad y debe poder disfrutar de sus derechos personales; he aquí la democracia justificada por la dignidad humana. Y compartir esa creencia ya no es una ideología especulativa proveniente de “unas” razones que pueden no ser las mismas para todos, sino una ideología “práctica” como solución empírica.
Por eso, desde ideologías especulativas a veces hasta reñidas entre sí se ha podido y se puede alcanzar la concordancia en una ideología práctica que, como solución empírica que es, encarna en el Estado democrático y le proporciona una justificación basada en el consenso de las valoraciones predominantes socialmente.
En estos rodeos primerizos se nos ha destacado la libertad. Puede ser otra justificación de la democracia y conviene analizarla.
Sea que a la libertad la veamos como ese prius ontológico tan caro a la egología encabezada por el maestro Cossio al enseñar que “todo lo que no está prohibido está permitido”, sea que la incorporemos al plexo de valores propios del mundo del derecho y de la política, la libertad ronda a la democracia. No en vano desde el comienzo hablábamos del espacio suficiente de libertad que exige situacionalmente e históricamente el valor personalidad para que el hombre se pueda desarrollar como persona.
La frontera de la libertad no es rígida ni se puede demarcar siempre en unos mismos límites. No se puede porque dijimos que es situacional, que depende históricamente de cuáles son las pretensiones y valoraciones sociales. Pero remontándonos al valor puro y a su deberserideal encontramos siempre un centro, un meollo, cuya preservación y despliegue perseveran con exigencias valiosas. La frontera puede moverse, desplazarse, cambiar, pero hasta cierto punto, porque cuando se desnaturaliza, atrofia o perfora ese núcleo y la libertad se aniquila totalmente (en el totalitarismo), entonces ya no hay democracia, entonces la situación histórica arrincona la libertad y la destruye.
Por supuesto que esta libertad –que adjudicamos al hombre y a la vez a los grupos que desde el hombre se constituyen y expanden dentro de la sociedad– ha de ser una libertad reconocida por el derecho, en el sentido de que en su goce y ejercicio ha de ser capaz de surtir efectos relevantes en el mundo jurídico-político. Por eso hablamos de libertad jurídica y no de simple libertad de hecho. Y ha de ser una libertad que circule en y por todos los estratos de la sociedad de modo que, fluidamente, quede en disponibilidad de acceso y disfrute para todos, sin insularizarse o sectorializarse en determinados ámbitos con marginamientos y segregaciones para otros. No es, entonces, una pura y formal libertad que se hermane con la mera igualdad ante la ley, sino que además se equilibre y confraternice con una real igualdad de oportunidades para todos los hombres de todos los sectores sociales.
5. La noción recurrente del bien común público [arriba]
Aunque desgastada por su antigüedad aristótelica y por los reenvíos que al clasicismo griego ha hecho el tomismo, las obras contemporáneas de ciencia política vuelven a recoger la enseñanza de que el bien común público es el fin del Estado. Tanto énfasis ha cobrado la idea, que hoy se la desplaza al derecho internacional para hablar de un bien común internacional. Se nos ocurre –por ejemplo– para hacer una sola cita, recordar la clásica obra de Jean Dabin Doctrina general del Estado.
Aunque pueda parecer vaga, ambigua o imprecisa, la noción del bien común público sigue siendo útil, a condición de que se la haga permeable y maleable existencialmente, lo que quiere decir que sus contenidos varían, participan de la historicidad de la vida humana y social, se priorizan o se colocan detrás de otros según la siempre aludida renovación de las pretensiones y valoraciones sociales y, principalmente, de las necesidades humanas que reclaman atención estatal.
Si preferimos plegarnos al trialismo de Goldschmidt, identifiquemos o canjeemos la noción de bien común por la de valor justicia. No sobrevienen inconvenientes.
Pues bien, si ese bien común público es el fin del Estado (aun cuando no falten teorías que nieguen finalismo al Estado por hominizar más la cosa y hablen en su reemplazo de fines que siempre son exclusivos de los hombres) resulta bastante fácil hallar otra justificación a la democracia, en cuanto el Estado democrático está convocado a maximizar el bien común con su complejo abierto de condiciones materiales e inmateriales para lograr la optimización de un rendimiento participativo y distributivo y, con él, dejar expedito el acceso disponible al disfrute de la libertad y los derechos en favor de todos los hombres, en equilibrio con la ya mentada igualdad de oportunidades.
Si el bien común es “bien” –no del Estado, sino de las personas en su convivencia–, y si lo equiparamos –en el lenguaje del preámbulo de la Constitución argentina– al bienestar general, comprendemos que le subyace una idea ética, porque la de bien lo es. Y acaso de nuevo esa raíz ética nos recuerde al valor personalidad que, oriundo asimismo de la ética, penetra con sus exigencias al mundo del derecho y de la política.
Y casi como de la mano, la justificación que presta el bien común público a la democracia nos conduce a otra: la del Estado de bienestar, o Estado social y democrático de derecho, que por esta última denominación nos demanda previamente la referencia a otra justificación, la que ofrece el tradicionalmente llamado Estado de Derecho (al que, personalmente, siempre tratamos de rotular mejor como Estado de Justicia, sin que ahora corresponda suministrar las razones de nuestro vocabulario).
Esta habitual locución viene siendo empleada ahora para aludir al requerimiento ético de que el Estado –y su poder– se sometan al derecho, se subordinen a él. Pero se trata de captar un derecho justo, un derecho que realice la justicia con signo positivo en la vigencia sociológica, que es tanto como decir en las conductas. Otra vez, no se trata de poner en el orden normológico normas expresamente formuladas que valoramos como justas: se trata de realizar el valor justicia. Léxicos tradicionales traducirían la idea en esta otra: el contenido material del derecho al que se subordinan el Estado y el poder debe ser justo.
La sumisión del Estado al derecho justo anida una concepción de limitación al Estado y al poder, en paralelo con otra de control para que los límites sean efectivos, no se traspasen, o para que acaso, traspasados se subsane el efecto nocivo de su violación.
Hay acá una justificación de la democracia, porque el Estado democrático es, esencialmente, un Estado limitado y de poder limitado y controlado, para tutela de la persona humana que convive en su marco. El eje visceral de la limitación luce en la protección y garantía de la libertad y de los derechos personales, en concurrencia con la clásica distribución del poder nacida bajo el nombre –todavía repetido– de división de poderes, que suscita la idea de una desconcentración interna de órganos y funciones en el organigrama del poder estatal.
Pero el consabido Estado de derecho así perfilado ya no puede ser el originario Estado abstencionista del laissez faire, que cumplió su ciclo histórico como reacción primeriza frente al absolutismo. Por eso, concatenado con el tema precedente del Estado de derecho se nos hace urgente recalar en el Estado de bienestar
Si la libertad ha de circular socialmente en disponibilidad de acceso y goce para todos, y si los derechos humanos necesitan maximizarse a través de la remoción de los óbices que los hacen imposibles para muchos hombres – sobre todo en las sociedades en vías de desarrollo o subdesarrolladas–, el Estado tiene un rol a cumplir, que se añade sin restar nada al de pasividad omisiva que, frente a la libertad y los derechos, le fue atribuido al Estado abstencionista. Por eso se acude a nuevos rótulos, de los que nos interesa más el contenido al que aluden que las palabras utilizadas.
Estado social de derecho, Estado social y democrático de derecho, Estado de bienestar, Estado de constitucionalismo social, dan idea de otra justificación contemporánea de la democracia: la justificación del Estado democrático por la difusión del bienestar que permite holgar las condiciones de acceso y disfrute de la libertad y los derechos para todos los hombres, y acentuar la promoción de una y de otros.
El constitucionalismo social no es ni puede ser la inserción formal y declamada de derechos sociales, económicos y culturales en un texto constitucional escrito. Tiene que ser vigencia sociológica en las conductas humanas, como siempre. Si hay reconocimiento y declaración escritos de tales derechos en una Constitución formal es menester que esta funcione y opere realmente para que podamos decir que “hay” o que “existe” constitucionalismo social. En otros términos, tiene que haber un Estado que sea eficazmente Estado de bienestar, o Estado social derecho, o Estado de democracia social, o Estado social y democrático de derecho. La constitución material –con o sin letra escrita que responda al constitucionalismo social– tiene que ser, en su vigencia sociológica, la propia de un Estado de bienestar, o como más agrade apodarlo.
La columna vertebral, entonces, queda recorrida por una médula vivificante; y su expresión verbal puede ser ésta: el Estado debe, prudencialmente, y sin incurrir en dirigismos paternalistas, ocuparse y preocuparse por y para alcanzar en su sociedad una distribución razonablemente igualitaria de la libertad, especialmente en favor de los hombres y sectores socialmente discapacitados o hiposuficientes en lo cultural, en lo social, en lo económico, en lo político. La preocupación no se abastece con formular normas escritas que, por ser normas, son eso y solo eso. Y el derecho no es norma, sino conducta o, en todo caso, en profesión iusfilosófica trialista, un mundo jurídico tridimensionalmente integrado por un orden de conductas, un orden normativo y un orden del valor.
Se capta de inmediato que el Estado de bienestar en el constitucionalismo social es un Estado no solo de omisión de daño a la libertad y los derechos, sino además y también un Estado de prestaciones para la llamada procura existencial. Y son las múltiples políticas de bienestar las que están llamadas y urgidas por las necesidades humanas históricas que, hincándose en la dignidad personal, exigen ser satisfechas sin exclusión de nadie. ¿No vinculamos, acaso, esta idea con la ya expuesta del bien común público? Indudablemente. Y aquí está la justificación más nueva de la democracia, que no viene a horadar ni estropear ni relegar la conquista del viejo Estado de derecho, sino a completarla sin pérdida alguna de sus elementos originarios con las añadiduras que situacionalmente son valoradas en la actualidad como justas.
Con lo dicho se nos tiende el puente a otra justificación: la del plexo de valores de la democracia.
No es nada fácil que las distintas corrientes iusfilosóficas coincidan en torno de dos temas propios: si hay un único y solo valor jurídico o si hay varios; y en caso de plegarse a su pluralidad, cuáles son esos valores plúrimos.
Creemos que goza de preferencia mayoritaria la opción por un plexo de varios valores. Se habla de valores de la sociedad democrática, o del Estado democrático. Juzgamos que está bien, y que es así: hay más de uno. En cambio, no vamos a embanderarnos en su enumeración.
Sin duda, encuadra en el plexo el valor justicia, pero sigue la serie. De cualquier manera que se la componga, rastreamos una base importante para la justificación: el plexo de valores de la democracia la justifica porque esos valores, en permanente circulación entre sí –tanto los inferiores o fundantes de los superiores, como estos últimos, a cuya cabeza se halla el valor justicia– se interconectan en la atmósfera de la democracia para beneficio de la persona humana. ¿Podría aseverarse que su combinación e interconexión da equilibrio y realidad al bien común? No es menester tomar partido por una respuesta, pero el interrogante es sugestivo, y vale para mostrar claramente que si hay valores propios de la democracia que, en su último reenvío, nos remiten siempre a la persona humana política y jurídicamente situada en la convivencia estatal, el Estado democrático se justifica por la valiosidad que anexa a sí mismo cuando fenomeniza con signo positivo en las conductas humanas a aquellos valores.
Estamos persuadidos que la buena convivencia, o buen vivir, o “estar bien” los hombres en el Estado (que apunta en la inversión de los términos al “bienestar”) otorga un título indudable de justificación a la democracia que promueve, alcanza, y torna participativo para todos los hombres al bien común público a través de los valores que, sin individualizar, hemos dado como un haz plural en el Estado democrático. Estamos en el ámbito de la axiología jurídico-política, sin quebrar todas las ligaduras posibles de ella con la ética.
Hay otra justificación, muy empírica pero no menos relevante, que dimana del derecho internacional. En el marco internacional se va acentuando cada vez más el problema y la cuestión de los derechos humanos, en torno de los cuales se aglutina consenso. El derecho internacional ha asumido la convicción de que hay y debe haber “unos” derechos humanos. Sin detallar su historia, es indudable que desde la Carta de San Francisco y la creación de las Naciones Unidas existe el compromiso internacional de proteger los derechos y libertades fundamentales del hombre. Que ello deba tener su ámbito de efectividad en la jurisdicción interna de los estados no desmiente que tal compromiso para que así sea, se asume internacionalmente. El derecho internacional lo impone, y procura proporcionar instrumentos que lo aseguren. En 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos vino a aclarar y enunciar cuáles son esos derechos y libertades que la inserción en las Naciones Unidas obliga a los estados parte de la organización a reconocer y tutelar, Y con fuerza sin duda alguna vinculante le siguen numerosos tratados, pactos y convenciones internacionales que se refieren a un plexo general de derechos o a algunos en particular. Valga mencionar los dos Pactos de 1966 de Naciones Unidas sobre derechos civiles y políticos, y sobre derechos económicos, sociales y culturales (ambos incorporados al derecho argentino por ratificación realizada en 1986) y, en el área americana, la Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica (también incorporada por ratificación en 1984).
Más allá del modo o de la efectividad con que tratados como estos operan en la jurisdicción interna de los estados parte, lo cierto es que el mero dato de que el derecho y las organizaciones internacionales se ocupen de los derechos del hombre y tiendan a afianzar su reconocimiento, añadiendo a veces incluso el refuerzo de jurisdicciones supraestatales o transnacionales hasta abiertas a quejas o denuncias de las personas físicas (la jurisdicción supraestatal de la Comisión y de la Corte Interamericanas de Derechos Humanos en el Pacto de Costa Rica es un ejemplo) permite hablar de un consenso general y de una concepción común de los derechos en dimensión universal. La tutela de los derechos humanos forma parte del ius cogens o sector del derecho internacional que es imperativo, inderogable, e indisponible; todo lo cual prueba con elocuencia que ese mismo consenso que converge a un movimiento ecuménico de protección y garantía sirve de título justificante a la democracia. El Estado democrático se justifica internacionalmente en la medida en que acompasa al llamado “derecho internacional de los derechos humanos”, y en que sincroniza con él al derecho interno.
No por empírico, pues, este título deja de ser menos significativo.
La denominada doctrina social de la Iglesia es, según lo destaca Juan Pablo II en la Sollicitudo rei socialis, teología moral. Por eso, brinda principios éticos, pero no técnicas jurídico-políticas o económicas. Parece que acudir a tal doctrina para colacionar otra justificación de la democracia fuera tanto como respaldar a una forma empírica de organización política con el magisterio eclesial. Con ese alcance, el propósito –aunque loable– equivocaría el enfoque.
Sin embargo, si acabamos de echar mano de un marco internacional en pro de los derechos humanos no es intrascendente hacer paralelo con el insistente reclamo que de los mismos vienen haciendo los Pontífices –especialmente desde Pío XII, sin olvidar las encíclicas condenatorias de los totalitarismos de Pío XI, hasta Juan Pablo II–. El Concilio Vaticano II no quedó a la zaga.
Si nuestra definición de la democracia gira alrededor de la persona y de sus derechos, resulta bien seguro que la doctrina social de la Iglesia proporciona directrices muy precisas y elocuentes sobre una y otros. Y que su doctrina sobre el hombre y su inserción en la comunidad política recalque con ahínco –aunque sea solamente desde el plano moral– la reivindicación de su libertad y de sus derechos, anima una justificación valiosa al sistema que, puesto por nosotros bajo el nombre de democracia, se inspira en el personalismo humanista, en la dignidad del hombre, y en el reconocimiento y respeto a la titularidad de sus derechos.
El hilván de títulos de justificación de la democracia que hemos procurado sintetizar del mejor modo posible, no los agota. Otras perspectivas pueden completar la serie. El tema queda inconcluso, inacabado, y abierto a revisión y examen. Nuestro resumen mínimo ha procurado captar las líneas fundamentales con toda modestia, pero con claridad. Esperamos que tan breve trabajo aporte alguna utilidad para seguir elaborando el tema.
* Profesor de la Universidad Católica Argentina y en la Universidad de Buenos Aires.