Dilemas en la toma de decisiones en niños que padecen discapacidad
María Susana Ciruzzi
“Triste época la nuestra: es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.”
Albert Einstein
“El problema no es cómo eliminar las diferencias, sino cómo unirnos sin alterar las diferencias.”
Rabindranath Tagore
El proceso de toma de decisiones en Pediatría suele ser complejo desde el punto de vista médico, moralmente desafiante y emocionalmente costoso. La relación médico-paciente asienta sus bases en el concepto de “unidad de tratamiento”: paciente ya no es solo quien padece la enfermedad sino también su familia (principalmente pero no solo, los padres), sus demás afectos y círculo social. A ello se agrega un elemento aún más destacado: el paciente no es aquél sujeto legalmente capaz y plenamente competente. Su habilidad para poder involucrarse personalmente en la toma de decisiones dependerá no sólo de su edad, sino de su capacidad de comprensión, valoración y entendimiento, en un contexto de extrema vulnerabilidad personal, familiar y social, cuando no económica. En el mejor de los escenarios, será oído, pero no siempre podrá tener voz personal; en ese caso, serán sus padres o representante legal quienes amplificarán su opinión y dotarán de contenido a su derecho a la salud. Será un incapaz civil, pero en cada situación individual tendremos la obligación de indagar acerca de su competencia bioética para poder ejercer personalmente su autonomía.
Es cierto que la enfermedad grave, crónica y permanente suele acelerar la maduración del niño y ayudarlo a (sobre) adaptarse a su situación personal. Pero en ocasiones resulta muy difícil poder desentrañar su voluntad o, inclusive, poder establecer la diferencia entre sus preferencias y los deseos de los padres.
Muchas enfermedades de la infancia suelen producir, en mayor o menor medida, temporal o permanentemente, algún grado de discapacidad que interfiere en el proceso de toma de decisiones, ya sea limitando las posibilidades físicas de asunción de la autonomía y/o perturbando las habilidades psicológicas de comprensión, entendimiento y valoración.
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, aprobada por Naciones Unidas en 2006, define a la discapacidad como aquella condición bajo la cual ciertas personas presentan alguna deficiencia física, mental, intelectual o sensorial que a largo plazo afecta la forma de interactuar y participar plenamente en la sociedad. Considera que persona con discapacidad es aquella que posee una o más discapacidades.
El nuevo paradigma receptado por nuestra propia legislación constitucional y civil, remarca la condición de sujeto de derecho de todas las personas que sufren algún grado de discapacidad, e independientemente de la misma, haciendo hincapié en el marco de vulnerabilidad en que desarrollan su vida, ya que su propia condición afecta y dificulta el ejercicio de sus derechos personalísimos, lo cual nos convoca no a reemplazarlos, sino a fortalecerlos y acompañarlos, dotándolos de todos los apoyos necesarios (personales, familiares, sociales, físicos y estructurales) que les garanticen la accesibilidad y el ejercicio pleno de sus derechos individuales, muy especialmente en nuestro caso, el derecho a la salud.
La discapacidad puede ser:
· Motriz: pérdida o limitación de la movilidad.
· Visual: pérdida o limitación de la visión.
· Auditiva: pérdida o limitación de la audición.
· Verbal: pérdida o limitación del habla.
· Mental: pérdida o limitación de la capacidad mental, la cual abarca: a) la discapacidad intelectual: limitación del aprendizaje para la adquisición de nuevas habilidades y b) psicosocial: limitaciones para establecer relaciones sociales y/o afectivas.
· Visceral: la discapacidad originada a raíz de un trasplante de órganos, la cual puede ser respiratoria, renal, hepática o cardiológica.
La discapacidad es multicausal y puede originarse:
a) Por causas sociales y contextuales: guerras, conflictos armados o accidentes (domésticos, laborales o de tránsito).
b) Por causas sanitarias: enfermedades infecciosas y parasitarias, deficiencias nutricionales, malformaciones fetales, defectos congénitos, enfermedades crónicas o neurodegenerativas, etc.
c) Por causas ambientales: contaminación ambiental y sus efectos en la salud, como el uso de plaguicidas en los cultivos.
Una cuestión no menor que ocupa muchas de las discusiones es la terminología que se debe emplear para nombrar a las personas que presentan algún grado de discapacidad. Distintas expresiones tales como “persona con capacidades diferentes” o “personas con capacidades especiales”, “discapacitado” o “persona con discapacidad”, son de las más usadas.
Este debate semántico viene de la mano de lo que se ha dado en llamar “corrección política”.
La “corrección política” se ha definido como la actitud o conducta orientada a lograr cierta igualdad entre las diversas minorías étnicas, políticas, ideológicas y culturales que componen una sociedad multicultural y multiétnica, pero revirtiendo el equilibrio de poder –lo que técnicamente se conoce como “discriminación positiva”[1]- en favor de las autodefinidas como minorías oprimidas: negros, mujeres, homosexuales, inmigrantes, etc.
Umberto Eco[2] ha resumido las tres fases de evolución de esta doctrina: su origen de “izquierda” y socialmente intencionado en los Estados Unidos; su reorientación hacia disquisiciones y ocurrencias terminológicas y su aceptación y manipulación por los neoconservadores y reaccionarios; afirmando que “El término ‘políticamente correcto’ se utiliza hoy día en un sentido políticamente incorrecto. En otras palabras, un movimiento de reforma lingüística que ha generado usos lingüísticos desviados”.
En este punto, empezaré derribando algunos mitos. “Persona con capacidades diferentes” o “persona con capacidades especiales” nada dice respecto de la discapacidad, mucho menos de la persona a la que nos referimos en este trabajo. Todos tenemos capacidades diferentes y muchos tienen –además- capacidades especiales. Pensemos en un atleta de elite (Messi, Ginobili, Federer, solo por poner un par de ejemplos). No puede existir duda alguna de que todos ellos tienen capacidades especiales y diferentes del resto de nosotros… y ninguno de ellos sufre de ninguna discapacidad, tal como la hemos definido. Pensemos ahora en Stephen Hawking: sus capacidades especiales para entender el universo difieren claramente de nuestras capacidades… y también es una persona que padece discapacidad, al sufrir de una enfermedad como la Esclerosis Lateral Amiotrófica que lo tiene postrado en silla de ruedas y sin poder hablar por sí mismo, sino es a través de un programa de computación, desde hace años.
La palabra “discapacitado” suele ser rechazada por la carga despectiva que entraña y por considerarse resultado de un etiquetamiento basado en prejuicios. Desde la Teoría del Etiquetamiento (o Interaccionismo Simbólico)[3] se sostiene que afirmar que una persona “es” algo (discapacitado, negro, criminal, etc.) es definir su ser como constituido por esa calidad y que –consiguientemente- no puede “ser” de otra manera, y por “ser” así solo puede esperarse de ella un comportamiento o actitud negativos.
Por su parte, la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad utiliza la expresión “persona con discapacidad”. Atento ser ley vigente, no sólo a nivel internacional para los Estados signatarios, sino ley interna con rango constitucional para nosotros, es la forma en que deberíamos identificar a quienes padecen algún tipo de discapacidad.
Para finalizar con las cuestiones terminológicas, me centraré brevemente en el concepto de discriminación. A lo largo de nuestras vidas, discriminamos en muchas ocasiones: desde el momento en que elegimos cómo vestirnos de una manera y no de otra, optamos por una carrera o un trabajo dejando de lado otras posibilidades, o nos enamoramos o desamoramos, elegimos, seleccionamos y descartamos opciones. A ello debemos agregar que en la naturaleza somos todos distintos: unos más fuertes y otros más débiles, más altos o más bajos, más o menos inteligentes. La igualdad es un concepto eminentemente jurídico, donde la ley interviene para compensar –en cierta medida- las desigualdades que existen en el orden natural, creando una ficción jurídica donde se establece una igualdad de trato en igualdad de condiciones o “la igualdad entre iguales”. Allí donde existe una desigualdad, entonces la ley será una vara de corrección que dotará de mayores protecciones a quienes se encuentran en situación de desigualdad, sea por su condición física o mental, por su estatus social o cultural, o por su emplazamiento económico o laboral.
La discriminación se torna inconstitucional, cuando la misma es arbitraria, esto es cuando no existe razonabilidad en la distinción que se realiza. Y esta arbitrariedad es presumida por la ley cuando su fundamento o razón de ser es el sexo, la identidad de género, las creencias políticas o religiosas, las características físicas y/o psicológicas de la persona o su apariencia personal. Es que justamente el problema es cuando tratamos de manera diferente a las personas por el sólo hecho de sus características sin considerar sus necesidades específicas. A mi entender, no son las palabras las que discriminan, sino las acciones individuales intencionadas, dirigidas a tratar o percibir al individuo en desmedro de su dignidad intrínseca.
En nuestro país existe un amplio marco normativo de protección a los derechos de las personas con discapacidad[4]. Sin embargo, la existencia de este plexo legal no inhibe, por sí mismo, la existencia de discriminación y vulneración de los derechos de las personas con discapacidad. Debemos recordar que las leyes no modifican la realidad ni mucho menos producen cambios sociales. Más bien, es exactamente lo contrario.
La visión basada en los derechos humanos o modelos sociales introduce el estudio de la interacción entre una persona con discapacidad y su ambiente, destacando el rol de la sociedad en definir, causar o mantener la discapacidad dentro de la misma, incluyendo actitudes y normas de accesibilidad que favorecen a unos en detrimento de otros. En este sentido, el grado de discapacidad será mayor –ergo, requiriendo una mayor protección de parte del Estado– cuanto mayores sean las barreras (sociales, culturales, económicas, arquitectónicas) que se presenten en una comunidad determinada.
En la sociedad actual existe una tendencia a adaptar el entorno y los espacios públicos a las necesidades de las personas con discapacidad, a fin de evitar la exclusión social, pues una discapacidad se percibe como tal, en tanto la persona es incapaz de interactuar por sí misma con su propio entorno, incapacidad originada en su propio ambiente social.
Pero también existe un enfoque médico de la discapacidad, la cual es entendida como enfermedad que causa una deficiencia en las funciones orgánicas o mentales, y que por lo tanto requiere de la asistencia médica sostenida en el tiempo a través de un tratamiento individualizado que permita –en el mejor de los casos- la cura o, cuando ello no sea posible, garantizar la mejor calidad de vida, calidad cuyo contenido será determinado por el propio paciente conforme el proyecto de vida elegido.
Es por estas razones que se acentúa la importancia de la accesibilidad, que es el grado en el que todas las personas –independientemente de sus condiciones individuales– pueden utilizar un objeto, visitar un lugar o acceder a un servicio. Este concepto de accesibilidad se centra en los siguientes principios:
a) Uso equitativo: que los entornos puedan ser usados por personas con distintas capacidades físicas.
b) Uso flexible: que los entornos se acomoden a un amplio rango de preferencias y habilidades individuales.
c) Uso simple e intuitivo: que los entornos sean fáciles de entender, sin importar la experiencia, conocimientos, habilidades del lenguaje o nivel de concentración del usuario.
d) Información perceptible: que los entornos transmitan la información necesaria al usuario para su desplazamiento de forma efectiva, sin importar las condiciones del medio ambiente o sus capacidades sensoriales.
e) Tolerancia al error: que los entornos minimicen riesgos y consecuencias adversas de acciones involuntarias o accidentales.
f) Mínimo esfuerzo físico: que los entornos puedan ser usados cómoda y eficientemente, minimizando la fatiga.
g) Adecuado tamaño de aproximación y uso: que los componentes de las construcciones proporcionen un tamaño y espacio adecuado para el acercamiento, alcance, manipulación y uso de los servicios independientemente del tamaño corporal, postura o movilidad del usuario.
Quiero ser especialmente enfática en este punto: los derechos individuales y los derechos humanos de las personas con discapacidad son los mismos que los de las personas que no padecen discapacidad. No existen derechos distintos ni mucho menos, opuestos. Sólo existe una especial obligación en cabeza del Estado de garantizar el real goce de estos derechos suministrando apoyos (que pueden ser humanos, tecnológicos, edilicios, económicos, entre otros) que, en el caso puntual del derecho de la salud, asegure el mayor grado de disfrute del mismo aún a pesar de la misma patología que lo aqueja. Y ello es así porque no existe un “derecho a ser sano” sino un derecho a gozar del mejor estado de salud posible y cuando ésta se deteriora, un derecho de acceso a los servicios asistenciales que permitan recomponerla o al menos paliar la situación.
Es en este marco conceptual que quiero referirme –brevemente, ya que su tratamiento en profundidad requeriría un artículo especial para cada una de ellas– a ciertas situaciones en salud pediátrica, con pacientes que padecen determinado tipo de discapacidad, de las que surgen dilemas éticos que atraviesan, modifican y determinan el proceso de toma de decisiones.
Un dilema es aquella situación en las que se nos presentan distintas opciones que resultan mutuamente excluyentes. En la situación dilemática no existe solución, sólo la posibilidad de decantarse por una de las opciones a sabiendas de que ello implicará dejar de lado la otra y tomando en cuenta que cada una de las opciones pueden producir consecuencias buenas, malas o regulares.
Dicho esto, una primera situación médica particularmente desafiante en la toma de decisiones se da en el caso de la adecuación del esfuerzo terapéutico[5] en pacientes que padecen un grado grave de discapacidad mental y que padecen, además, una enfermedad limitante o amenazante de la vida. Me refiero particularmente a aquellos pacientes con enfermedades neurodegenerativas. Decidir ya sea la abstención (no escalar más en el esfuerzo terapéutico evitando instaurar tratamientos que resulten desproporcionados o fútiles) o la interrupción de las terapias que se han transformado en desproporcionadas o fútiles resulta una situación altamente estresante para el equipo de salud y para la familia. La dificultad en determinar el concepto de calidad de vida en un paciente que no puede expresarse por sí mismo lleva a descansar en la valoración subrogada, sea de los padres o representante legal, o del mismo equipo de salud. En general, los terceros solemos infravalorar la calidad de vida del paciente, entendiendo como intolerable aquello que –en su propia subjetividad– aún no lo es. Minimizar ese riesgo a la hora de la toma de decisiones impone al equipo tratante el imperativo moral de actuar con suma prudencia, extremando los recaudos a la hora de valorar la carga que la propia enfermedad y el tratamiento en particular imponen al paciente, teniendo presente que en materia de niños, principio liminar de interpretación y decisión es el mejor interés (conforme Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, art. 3), que es aquél que mejor protege sus derechos.
Una segunda situación dilemática se plantea al momento de proteger la confidencialidad y el derecho a la intimidad del paciente. Es cierto que cuando acudimos al sistema de salud para tratar nuestra enfermedad sabemos que abandonamos cierta expectativa de intimidad en pos de recibir la mejor atención médica. Empero, el deber de confidencialidad, además de ser una obligación ética, es una imposición legal que se presume existente en toda relación médico/paciente sin necesidad de expresa solicitud y que sólo puede ser dejada de lado en dos hipótesis: a) expresa autorización del paciente o b) justa causa de revelación, la cual está impuesta por ley (por ejemplo, cuando existe deber de denuncia –abuso sexual, infección por HIV, ETS-) o cuando el concepto de mejor interés del niño así lo impone.
En la práctica diaria presenciamos innumerables conductas que violentan la intimidad del paciente, aún aquellas que se realizan con las mejores intenciones. La publicación de imágenes del niño durante su internación, la divulgación de su nombre o datos personales o de su familia, el uso de las redes sociales por los mismos padres contando la evolución de su salud, o instando a cadenas de oración o requiriendo ayuda económica o social, son todas acciones que vulneran la intimidad y privacidad del niño, aún más, cuando ese niño no puede expresarse por sí mismo debido a su estado de salud. El niño nunca debe ser noticia y su imagen e intimidad le pertenecen, por lo que ni sus padres, ni el equipo de salud, pueden disponer de ellas.
Tercera circunstancia que plantea, quizás, los mayores dilemas en cuanto a las personas con discapacidad: el ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos, y la protección de su integridad corporal. En esta órbita, haré referencia a tres prácticas puntuales: la contracepción quirúrgica, la atenuación hormonal (Ashley Treatment) y el trasplante de órganos.
La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, asegura y protege la indemnidad sexual y el ejercicio de los derechos reproductivos y sexuales. Nuestra legislación interna ha quedado desfasada en este aspecto, ya que conforme la Ley N° 26.132, de contracepción quirúrgica, se autoriza la esterilización del incapaz judicialmente declarado con autorización judicial solicitada por su representante legal (art. 3), lo cual implica desconocer el principio de autonomía[6] del paciente, sin permitirle su participación en el proceso de toma de decisiones ni requiriendo su consentimiento informado para intervenir en su integridad corporal. Huelga decir que a la luz de la jerarquía de la normativa involucrada, el art. 3 de la Ley N° 26.132 resulta inconstitucional.
No es un dato menor que debamos soslayar, que nuestros jóvenes tienen relaciones sexuales, experimentan con su sexualidad y hablan de ella. Muchas veces caemos en el error de pensar que un cuerpo enfermo (y aún mismo en los casos de los pacientes adultos) es asexuado, poco atractivo o que el enfermo tiene preocupaciones tan graves que no le permiten pensar en algo tan “banal” como su sexualidad o que simplemente, su deseo se “esfumó”. Sin embargo, la práctica profesional nos ha enseñado que la sexualidad conecta al paciente con su lado “sano y saludable”, y le insufla un impulso vital que suele repercutir favorablemente en su propio enfoque de la enfermedad y del tratamiento.
La determinación de ejercer o no la sexualidad o los derechos reproductivos forma parte del concepto de privacidad del individuo que no permite intromisión arbitraria de terceros, ni mucho menos, un desplazamiento del centro de toma de decisiones.
Un caso con alta repercusión pública ocurrió en el año 2007, cuando los médicos Daniel Gunther y Douglas Diekema publicaron un artículo en “Archives of Pediatric and Adolescent Medicine” sobre un tratamiento de atenuación hormonal, realizado en una niña de 9 años conocida como Ashley, en la ciudad de Seattle, Estados Unidos.
Se trataba de una niña con una severa discapacidad neurológica a quien le fueron extirpados el útero y los pechos y recibió un tratamiento con hormonas para detener su pubertad y paralizar su crecimiento, de manera que los padres pudieran continuar alzándola y cuidándola en el hogar. Sus padres la llamaban “pillow angel” (el ángel de la almohada). La pequeña no caminaba, ni sostenía su cabeza y se alimentaba a través de un tubo. A pedido de los padres, los cirujanos extirparon el útero para impedir la menstruación y los senos incipientes, para evitar incomodidad mientras la niña yacía boca abajo. Se le administraron altas dosis de estrógeno para inhibir el crecimiento y producir la atenuación permanente del tamaño de su cuerpo.
Los especialistas fundamentaron este tratamiento en las grandes dificultades en el cuidado de niños que padecen profundas discapacidades mentales. Las tareas de asistencia se tornan cada vez más difíciles, especialmente a medida que el niño crece, llega a la adolescencia y a la adultez. Sostuvieron que este tratamiento garantizaba la dignidad de Ashley al tener un cuerpo más cómodo para ella y más adecuado a su estado de desarrollo, libre de los dolores menstruales, libre del peso de pechos grandes y plenamente desarrollados, lo que hacía su cuerpo más confortable y mejor adaptado para yacer constantemente y ser movido de un lugar a otro.
Este tipo de tratamiento ha sido muy criticado desde el ámbito bioético por permitir una mutilación de una niña “pensando” más en la conveniencia de los padres que en el beneficio para la propia paciente.
En punto al ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos es cierto que un gran temor de los adultos respecto de la niña que padece discapacidad mental, es la posibilidad de exposición al riesgo potencial de abuso sexual, donde la pequeña pueda verse involucrada en contextos sexuales sin su consentimiento ni conocimiento. Este mismo temor ha llevado a muchos padres a justificar su solicitud de atenuación hormonal para evitar un posible embarazo –en caso de abuso sexual- o disminuir el riesgo de abuso al borrar los caracteres femeninos del cuerpo de la niña.
No es éste el ámbito donde abordar la problemática del abuso sexual infantil. Pero sí es necesario remarcar –brevemente– que este tipo de conductas no asientan en un sentimiento de atracción amorosa hacia la niña, ni en su apariencia física, sino que el perpetrador sexual suele pretender ejercer su poder y dominación a través de la vulneración de la integridad sexual de la víctima. No se trata de ver al otro como un sujeto amoroso sino como un objeto de (auto) satisfacción personal. Por lo que cualquier medida destinada a prevenir situaciones de abuso sexual deben enfocarse más allá de la capacidad para consentir o en la apariencia física o la capacidad reproductiva de la niña.
Finalmente, la accesibilidad al trasplante de órganos, en personas que presentan distinto grado de discapacidad mental, suele también plantear dilemas importantes. Es una verdad de Perogrullo que la oferta de órganos para trasplante es totalmente escasa frente a una demanda ilimitada. Ello plantea la necesidad de determinar parámetros de racionamiento de recursos que permitan la asignación en base a elementos objetivos de modo de garantizar la justicia distributiva y la equidad en el acceso. El tipo de patología, las opciones terapéuticas y la posibilidad de adherencia al tratamiento son variables muy importantes que deben tenerse en cuenta a la hora de la asignación de un órgano para trasplante. En las personas que sufren un severo grado de discapacidad mental surge el dilema frente a la posibilidad de no lograr una adecuada adherencia al tratamiento, con la consiguiente pérdida del órgano. La dificultad para determinar la comprensión del paciente a las directivas médicas, la ausencia de redes de contención y apoyo familiar y estatal son determinantes a la hora de rechazar la posibilidad de receptar un órgano. Es entonces cuando la enfermedad mental se transforma en causa de su rechazo. El médico se ve enfrentado a una decisión crucial: asignar un órgano a quien se encuentra en necesidad médica de recibirlo sabiendo que su discapacidad y la ausencia de redes de contención llevarán a un fracaso en el trasplante, por su nula adherencia al tratamiento, lo que inexorablemente implicará la pérdida del órgano y la privación de asignación a otro paciente en su misma necesidad o negar la posibilidad de acceso al trasplante, sabiendo que ello producirá la muerte del paciente.
Con las situaciones precedentemente relatadas sólo quise exponer –sin agotar- los problemas y dilemas a los que el equipo de salud se ve enfrentado a la hora de tratar un paciente que sufre severas discapacidades.
El primer principio a tener en cuenta en el proceso de toma de decisiones es la dignidad. Dignidad que resulta ser un término polisémico y eminentemente subjetivo. Aquello que puede ser digno para uno puede no serlo para el otro. En la asistencia médica, nuestro desafío es privilegiar el concepto personal de dignidad, en tanto respeto al otro por el solo hecho de ser persona. Dignidad que deriva de la palabra griega axioma, que alude a los primeros principios que fundamentan el conocimiento científico y que no necesitan demostración. La dignidad ontológica de la persona humana nunca se pierde, no importa cuán malas, discutibles o disvaliosas puedan ser nuestras acciones, detentamos una dignidad que define nuestra esencia y nos pertenece a cada uno de nosotros. Pero esa dignidad, muchas veces debe ser desentrañada, supuesta o adivinada, encontrándole un contenido y finalidad que el propio paciente, por su enfermedad, no es capaz de exteriorizar.
En segundo lugar, debemos considerar que todas las decisiones en medicina son casuísticas. Es en un caso puntual en el que asumimos determinada orientación, con las propias cosmovisiones (personales y/o religiosas) de ese paciente en particular, quien tiene –por propia definición- una experiencia de vida breve y acotada por su enfermedad, y que necesita de la singularidad del tratamiento médico.
Una tercera pauta nos lleva a considerar el principio del balance riesgo/beneficio. La obligación del profesional de la salud consiste en el viejo adagio primum non nocere. La acción médica no debe dañar y –solo después- procurar además un beneficio. Cuando la carga que se impone al paciente es tal que el beneficio se diluye, cuando los riesgos de la terapéutica propuesta desbalancean el beneficio que se pretende alcanzar, entonces debemos modificar nuestro enfoque y optar por una medida menos lesiva para la integridad y bienestar del paciente.
Como cuarto elemento a considerar, existe una máxima en bioética que establece que los padres no pueden hacer mártires de sus hijos[7]. La responsabilidad parental está dada para que los padres protejan a sus hijos, no para que le causen daño, aún cuando sus decisiones estén guiadas por la mejor de las intenciones. Los niños no son objeto de propiedad de sus padres sino sujetos de derechos.
Aún más, no debemos perder de vista a la ética del cuidado y tener en cuenta los sentimientos, emociones, temores y angustias que todos los actores de la relación asistencial experimentan, tratar de ponerse en el lugar del otro, aún cuando sabemos que nunca podemos sentir como el otro, porque el sufrimiento y el miedo que apareja la enfermedad sólo puede ser percibido de un modo especial e individual, conformando la experiencia vital intransferible y única de cada paciente, de cada familia y de cada integrante del equipo de salud.
Notas
[1] El origen de la “discriminación positiva” se remonta históricamente a 1954, en el caso “Brown vs Board of Education”, cuando la Corte Suprema Norteamericana afirmó que las leyes estatales que establecían escuelas separadas para estudiantes de raza negra y blanca negaban la igualdad de oportunidades educativas. Como resultado de esta sentencia, la segregación racial pasó a ser considerada como una violación de la Cláusula sobre Protección Igualitaria de la Decimocuarta Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos. Se impuso, en consecuencia, la necesidad de garantizar cupos, en el ingreso a la universidad, para personas “de color” (la corrección política los denominaría hoy en día “afroamericanos”). Situación similar puede observarse en el denominado “cupo femenino” para la conformación de las listas de candidatos en los partidos políticos.
[2] ECO, Umberto. A passo di gambero. Guerre calde e populismo mediático, Milán, Bompiani, 2007.
[3] Teoría del etiquetamiento o labeling (en inglés Labeling theory). Es una de las teorías microsociológicas de la sociología de la desviación desarrollada durante la década de 1960 y 1970 que postula, en relación con las teorías de las relaciones sociales, que la desviación no es inherente al acto concreto sino que es una manifestación de la mayoría social que califica o etiqueta negativamente los comportamientos de las minorías al desviarse de las normas culturales estandarizadas de la mayoría. La teoría ha prestado especial atención a distintos colectivos o minorías que habitualmente sufren el etiquetado o calificación negativa por su desviación de la norma mayoritaria social (grupos de personas en situación de discapacidad física, psíquica o mental, criminales, homosexuales, niños, ancianos, minorías raciales, etc.).
[4] Ley Nº 26.378, Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Ley Nº 23.179, Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer. Ley Nº 23.489, Convención Internacional sobre los Derechos del Niño. Resolución Nº 48/96 ONU, Normas uniformes sobre la igualdad de oportunidades para las personas con discapacidad. Ley Nº 24.901, Sistema de prestaciones básicas para personas con discapacidad. Leyes Nº 23.660 y 23.661, Obras Sociales. Ley Nº 24.754, Medicina Prepaga. Resoluciones MSN Nº 939/00 y 1/01, Plan Médico Obligatorio (PMO). Ley Nº 16.986, Amparo. Art. 43 Constitución Nacional. Ley Nº 23.592, Antidiscriminatoria. Ley Nº 26.061, Protección de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes. Ley Nº 25.673, Salud Sexual y Procreación Responsable. Ley Nº 26.485, Violencia contra la Mujer. Ley Nº 26.130, Régimen para las intervenciones de contracepción quirúrgica. Ley Nº 26.529, Derechos del Paciente. Ley Nº 114, CABA, Protección de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes. Ley Nº 153, CABA, Básica de Salud.
[5] La adecuación del esfuerzo terapéutico (AET) puede definirse como el ajuste de los tratamientos a la situación clínica del paciente. La AET ha de considerarse en casos en los que hay una escasa posibilidad de respuesta a los tratamientos e implica la valoración de un cambio en la estrategia terapéutica que supone la interrupción o abstención de algún tratamiento porque ello no produce ningún beneficio al paciente o resulta desproporcionado al objetivo terapéutico procurado.
[6] La autonomía es la facultad de toda persona, independientemente de su edad y su capacidad civil, de obrar y tomar decisiones conforme su propio criterio, con independencia de la opinión de terceros. Es, además de un principio bioético que se plasma en el respeto a las personas, un principio constitucional (art. 19 CN), que alude a lo que conocemos como conductas autorreferentes, es decir, aquellas acciones o decisiones que asientan en las valoraciones personales (religiosas, culturales, filosóficas) del propio individuo.
[7] Prince vs Massachusetts, 321 U.S. 158 (1944).
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