JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:La libertad de expresión vs. el derecho al honor ¿Cómo superar el conflicto?
Autor:Shina, Fernando
País:
Argentina
Publicación:Biblioteca IJ Editores - Argentina - Derecho Constitucional
Fecha:05-10-2010 Cita:IJ-XL-388
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I. Distintos aspectos de la libertad de expresión
II. Teorías que explican la libertad de expresión

La libertad de expresión vs. el derecho al honor ¿Cómo superar el conflicto?

Si reflexionamos sobre la naturaleza del sistema republicano, es necesario concluir que la censura es una facultad que tiene el pueblo sobre el gobierno, y no una facultad que tiene el gobierno sobre el pueblo.

James Madison

Cámara de Diputados de los Estados Unidos, 1794

Fernando Shina*

I. Distintos aspectos de la libertad de expresión [arriba] 

1) Hay tres relaciones que hay que diferenciar cuando se habla de libertad de expresión, particularmente la libertad de expresión de los medios masivos de comunicación que luego vuelcan en el mercado en cada publicación. Son tres categorías conflictivas, tanto por sus asimetrías internas, como por el tratamiento legal diverso que requieren para superar las tensiones que de ellas surgen.

(i) Primera: conflictos que surgen cuando los medios de comunicación informan sobre personajes públicos o sobre sucesos de notable interés social;

(ii) Segunda: conflictos que surgen cuando los medios se refieren a personas que no revisten la calidad social de ‘personajes’;

(iii) Tercera: conflictos que surgen cuando los medios de comunicación se refieren a personajes públicos, pero sobre asuntos que no hacen a la actividad a la que deben su fama o notoriedad. En otras palabras, esta relación se refiere a la vida privada de las personas públicas.

Porque, según sea la relación de pares que se enfrentan, distinta va a ser la composición de fuerzas de unos y de otros. Por ejemplo, un personaje público puede ser más poderos que una cadena televisiva. Puede detentar un poder, provisorio pero exagerado, que le permita dañar a ese medio (censura, pautas publicitarias, etc). Las leyes en general, tienden a proteger a lo más débiles de las relaciones jurídicas, ensanchando sus derechos y restringiendo los del más fornido.

2) Los medios de Comunicación vs. los personajes públicos (en especial políticos) En el caso de la primera de las relaciones que mencioné, en la cual se enfrentan los medios de comunicación con los personajes públicos, una sabia y ya vieja construcción jurisprudencial resolvió la cuestión a través de la creación de la llamada doctrina de la “real malicia” (actual malice, en su idioma original). En breve, para no referirme tan extensamente a un fallo que hoy reviste la categoría de mito, diré que en el año 1964, en el marco de la causa The New York Times vs. Sullivan, la Corte Suprema de los Estados Unidos resolvió con perdurable firmeza que la prensa, enfrentada al funcionario público poderoso, y muchas veces irritable, debía ser robustecida y amparada de manera excepcional. Es decir, en la primera de las relaciones enfrentadas, la asimetría de fuerzas fue resuelta –afortunadamente- a favor de la prensa. En síntesis: la publicación cuestionada al prestigioso diario contenía noticias, inexactas (eufemismo de falsas) acerca del accionar la policía durante una marcha a favor de los derechos civiles, liderada por Matin Luther King. Cuando el asunto llegó a la Corte, luego de dos derrotas en las instancias inferiores, los magistrados del Máximo Tribunal dijeron:

(i) A pesar del contenido difamatorio de la nota, no proceden las indemnizaciones requeridas a menos que se demuestre el estado de real malicia del medio.

(ii) La real malicia es una categoría legal que impone, como requisito ineludible para que proceda la obligación de reparar, que la información haya sido publicada con intención de difamar o con absoluta negligencia para chequear su verdad o falsedad.

(iii) Las publicaciones erróneas, o aún las exageradas son habituales en la actividad que desarrolla la prensa. Pero aún así, debe protegérselas.

(iv) Los ciudadanos deben criticar a quienes los gobiernan, y sus críticas deben ser protegidas, más allá de que sean verdaderas o falsas.

(v) El interés público supera al interés del gobernante de turno.

(vi) Es aconsejable autorizar la publicación de una nota falsa. También ellas encuentran protección a la luz de la Primera Enmienda Constitucional.

(vii) Lo contrario evitaría que muchas otras publicaciones verdaderas no salieran a la luz por temor a ser censuradas o económicamente castigadas.

(viii) Debe limitarse al Estado su capacidad de iniciar acciones judiciales contra la prensa por eventuales difamaciones que se refieran a la actuación oficial de los funcionarios de un gobierno determinado.

Sus críticos dicen que esta doctrina judicial fue excesiva, y de hecho con el correr del tiempo una nueva interpretación jurisprudencial ha ajustado un poco estos criterios extremos. El punto más débil de la doctrina de la real malicia es que ya no se puede investigar la verdad o falsedad de una publicación, sino la intención que el medio tuvo al publicarla. En los hechos, este estándar tan elevado crea un verdadero bill de impunidad a favor de los medios de comunicación. Como anécdota, a casi 40 años de aquél fallo, uno de los jueces que formó parte de esa Corte Suprema de Justicia, manifestó estar arrepentido del veredicto porque le abrió paso a ciertos excesos de la prensa.

Pero, a pesar de los posibles excesos o abusos, que la interpretación judicial irá ajustando día a día en sus nuevos fallos, lo cierto es que el enfrentamiento entre los personajes públicos, en particular políticos, y la prensa es resuelta a favor de ésta última.

La política, la prensa libre, los políticos y la prostitución. Otro caso – muy reciente - que sirve para describir la dificilísima relación que hay en los personajes públicos y los medios de comunicación fue el llamado Escándalo de la Prostitución, del que se informó, también en el New York Times en el año 2008. La publicación trataba sobre la escandalosamente divertida vida privada de un personaje público. El protagonista del enredo fue el Ex Gobernador del Estado de Nueva York, Mr. Eliot Spitzer. Este funcionario era muy respetado por la población porque se había convertido en un cruzado en la lucha contra la prostitución. Había logrado pasar leyes muy estrictas que eximían de sanción a las prostitutas mientras que aplicaba rigurosos escarmientos contra quienes requerían sus servicios. Es uy importante señalar que la impronta moralizadora del buen Eliot era su carta de presentación en sociedad, y uno de los principales ejes de su discurso político. El único problema de Mr. Spitzer, y de sus electores por cierto, fue que al funcionario le resultaba más fácil luchar contra la prostitución cuando entraba al Congreso, que cuando salía de su trabajo, y no siempre volvía a su casa. Lo cierto que en el medio de una cobertura mediática espléndida, liderada por el New York Times, se supo que este superhéroe adulterado de la moral pública era habitué de una carísima y exclusiva agencia que promocionaba el servicio de compañeras lujosas y provisorias. Los informes de la prensa americana dicen que Spizer llevaba gastados unos U$ 80.000 en ese divertimento, en los pocos años que duraba su carrera política, primero como Procurador General y luego como Gobernador Estadual. Ni bien la noticia salió a la calle, calentó la primera plana de todos los periódicos, enfrió las sábanas del playboy oficial, y congeló su carrera política para siempre. El escándalo de la prostitución –así lo titulaban los diarios – estalló un 10 de marzo de 2008. Eliot Spitzer presentó su renuncia el 12 de marzo de ese mismo año. Era el gobernador del Estado de Nueva York, uno de los cargos más importantes dentro de la burocracia administrativa de los Estados Unidos.

Me interesa analizar el caso Spitzer, en línea con las ideas que venimos desarrollando. Es preciso examinar entonces si hubo una colisión entre los derechos de libre expresión de la prensa y la intimidad o vida privada de un funcionario público. En mi opinión son tres los aspectos que debemos cubrir para comprender este asunto que sirve para ver cómo funciona esa relación entre la prensa y los hombres públicos.

(i) Lo primero que hay que determinar con exactitud es si los 80 mil dólares eran del propio Spitzer o habían salido del erario público. Según la crónica, ese dinero pertenecía al patrimonio personal del funcionario, con lo cual se descarta la comisión de otro delito distinto, toda vez que no hubo perjuicio alguno para las cuentas fiscales de su país.

(ii) Luego, es preciso echar una mirada - rápida y discreta – sobre la intimidad sexual del personaje, sin analizar la cuestión de la prostitución que sí está incluida en este caso. Esa intimidad, como expresión o conducta de un sujeto libre, está protegida por la ley como un derecho personalísimo. Por lo tanto, el costoso divertimento de Eliot no es reprochable en sí mismo. Repito: sin considerar la trama delictual que eventualmente puede seguirse por tratarse de un caso de prostitución. Dejo de lado esta cuestión, no porque carezca de la importancia que efectivamente tiene sino por la sencilla razón de que aún en el supuesto de que las muchachas no hubieran sido prostitutas la noticia igualmente hubiera ganado la calle con los mismos resultados. Pero, una vez más, la intimidad sexual del sujeto que sí es un derecho personalísimo que todos tenemos, en este caso no podía serle opuesta con éxito a la libertad de expresión del medio que publicó el escandalete. Sin embargo, sostengo que no fue este el problema principal que motivó la renuncia del dirigente.

(iii) A mi modo de ver, el problema central del caso Spitzer no es ni el dinero gastado, ni la intimidad sexual afectada. La cuestión es más profunda. Eliot Spitzer era un político al que sus electores venían votando en base a sus atributos morales. En sus discursos de campaña electoral, la moral pública y la lucha contra la prostitución, ocupaban un lugar de privilegio. Había hecho de la lucha contra la prostitución un programa político con aspiraciones electorales mayores. En suma: lo que privó a esa intimidad de un amparo legal fue la mentira, que una vez detectada por la prensa –vale decirlo – no se privó de ninguna indiscreción. En el escándalo Spitzer se privilegió la Fe pública sobre la privacidad del hombre público. Se quiso impedir que un político le mienta sin consecuencias a las personas que lo votan. En aquellos países que son verdaderamente libres, la privacidad de los hombres públicos se achica y la República se ensancha. Mr. Eliot Spitzer tuvo un último reflejo de prudencia que quizás a nosotros nos parezca de gran originalidad: renunció a su cargo político inmediatamente. Simplemente dijo: No puedo permitir que los errores de mi vida privada afecten mi trabajo para la comunidad que represento. Durante toda mi carrera política siempre insistí, y creo que con razón, que las personas deben ser responsables por sus actos. No me voy a excusar de esta regla. Por esa razón renuncio a mi cargo de Gobernador. Ninguno de sus asesores salió a lanzar diatribas contra la prensa, ni a denunciar maniobras políticas, ni campañas sucias. En las Democracias libres la mentira es un asunto serio, y el enojo de los mentirosos una burla que no hace reír a nadie.

La intimidad protegida de los personajes públicos. Toca ahora analizar si el hombre público tiene, frente a la prensa, alguna forma de intimidad que le sea reservada. La respuesta, desde luego, es afirmativa. No hay derechos absolutos, como bien lo señalan incontables veredictos de los Tribunales Superiores de todo el mundo. Y la libertad de expresión no lo es tampoco. Muchas veces este derecho cede frente a otros, como el honor, la privacidad y la intimidad de las personas, aún de los personajes públicos. En nuestra jurisprudencia hay un caso emblemático de la Corte Suprema de la Nación que describe esta situación, y determina cómo se equilibran ambos derechos en puja. Se trata del caso Indalia Ponzetti de Balbín vs. Revista Gente – Editorial Atlántida. Este expediente judicial, cuya veredicto fue dictado en diciembre del año 1894, trata sobre la demanda que la viuda del líder radical le entablara a la conocida revista de actualidad. El sumario de los hechos indica que reporteros de ese medio tuvieron la desagradable idea de tomar una foto donde se mostraba al Dr. Ricardo Balbín en terapia intensiva donde recibía las últimas atenciones de su vida. La foto luego fue presentada en la tapa del semanario popular y chimentero. Los familiares del líder político presentaron la batalla legal alegando que la publicación les ocasionaba un padecimiento adicional al que supone la pérdida de un ser querido. La Corte Suprema, en un fallo que a la postre sentó las bases de una doctrina judicial, determinó que la intimidad de las personas públicas debe estar protegida frente a los avances de los medios de comunicación. Entre otras cosas el tribunal dijo, y cito textualmente:

(i) Las personas célebres, los hombres públicos tienen, por lo tanto, como todo habitante, el amparo constitucional para su vida privada. Según lo juzga acertadamente el a quo, el interés público existente en la información sobre el estado de salud del doctor Ricardo Balbín en su última enfermedad no exigía ni justificaba una invasión a su más sagrada esfera de privacidad, como ocurrió al publicarse revelaciones "tan íntimas y tan inexcusables en vista a la posición de la víctima como para ultrajar las nociones de decencia de la comunidad" (Emerson, op. cit. ps. 552/553).

(ii) Tal alegación ha sido desestimado por el a quo sobre la base de que la libertad de prensa no justifica la intromisión en la esfera privada, aun cuando se trate de la correspondiente a un hombre público, y sin desconocer que mediaba un interés general en la información acerca del estado de salud de tan importante personalidad política.

(iii) Que en el caso de personajes célebres cuya vida tiene carácter público o de personajes populares, su actuación pública o privada puede divulgarse en lo que se relacione con la actividad que les confiere prestigio o notoriedad y siempre que lo justifique el interés general. Pero ese avance sobre la intimidad no autoriza a dañar la imagen pública o el honor de estas personas y menos sostener que no tienen un sector o ámbito de vida privada protegida de toda intromisión. Máxime cuando con su conducta a lo largo de su vida, no han fomentado las indiscreciones ni por propia acción, autorizado, tácita o expresamente la invasión a su privacidad y la violación al derecho a su vida privada en cualquiera de sus manifestaciones.

En conclusión, y para dar respuesta al tercero de los dilemas propuestos al comienzo de esta exposición, se puede afirmar que si una persona es famosa por determinado aspecto de su vida, su privacidad se reduce en todo lo relativo a esa actividad, pero permanece intacta en los otros ámbitos. En otras palabras: la prensa tendrá más protección cuando tenga que informar sobre sucesos que hagan a la notoriedad del personaje, pero perderá todo privilegio cuando deba informar sobre aspectos que hagan a la vida privada de esa persona.


II. Teorías que explican la libertad de expresión [arriba] 

La enorme complejidad que propone el concepto de libertad de expresión debe ser examinada a través de distintas concepciones filosóficas, que van desde las más extremas en su aceptación hasta las más restrictivas. Las primeras y las últimas, como suele ocurrir con los extremos opuestos, terminan por derogar aquello que defienden sin limitación. Porque todos los extremos están dominados por una suerte de conciencia pírrica que los hace vulnerables.

a) Teoría del Daño. John Stuart Mill, filósofo inglés que vivió durante casi todo el Siglo XIX es, sin dudas, uno de los máximos exponentes de las teorías extremas a favor de la libertad de expresión. En su libro On Liberty, se desarrolla sin ninguna timidez su punto de vista extremo. Básicamente, este inglés postula:

(i) La libertad de expresión debe ser absoluta.

(ii) La libertad de expresión abarca la inmoralidad.

(iii) La tolerancia a la expresión repugnante es lo único que garantiza la verdadera existencia un derecho a expresarse libremente.

(iv) Lo único que autoriza una restricción a la libertad de expresión por parte del Estado es si de la expresión libre se derivan daños para materiales o personales para los terceros.

En otras palabras, esta doctrina extrema termina por negar la existencia de otros derechos personalísimos como el honor, o la intimidad; ellos simepre perderían en un eventual concurso con la libertad de prensa. Es muy difícil, sino imposible, que un discurso o una expresión de la palabra causen daños materiales. De forma tal que esta teoría extrema podría derogar la noción de derecho personalísimo al no reconocerle capacidad de defensa frente a los avances de otros derechos.

b) Teoría de la Ofensa. Autores más moderados que Stuart Mill pensaron que las ideas del inglés eran un poco exageradas. Por ello, formularon esta teoría intermedia que corre un poco el límite establecido por Mill, según el cual es necesario que se produzca un daño material para que una expresión pueda ser censurada. Para la formulación intermedia, alcanza conque la palabra dicha tenga la capacidad de ofender a otra persona, de ocasionarle un padecimiento de tipo espiritual. En definitiva, para que una indemnización sea viable no requiere la existencia de un daño material, pudiendo ser indemnizado lo que entre nosotros se conoce como daño moral. Esta posición, se hace cargo de un problema real que afecta definitivamente el planteo teórico de Stuart Mill: la posibilidad de que existan muchas personas ofendidas sin que hayan sido dañadas en el sentido estricto de esa palabra. Por eso, para aliviar esa exigencia tan elevada, esta teoría establece que para poder acceder a una indemnización no hace falta demostrar el daño material, sino que alcanza probar el padecimiento espiritual o el daño moral. Para ser precisos, estos teóricos le exigen a la ofensa, como requisito para que sea base de una acción indemnizatoria, que afecte valores de un número representativo de la sociedad.

Como siempre ocurre, al momento de formular precisiones las teorías se enredan y demuestran su vulnerabilidad. Veamos los profundos baches que esta posición tiene. Formulemos la siguiente pregunta: ¿Qué ocurre si lo que ofende a una persona no lesiona los valores éticos medios de una sociedad? Voy a poner un ejemplo concreto que cualquier lector puede comprobar fácilmente. Un programa de televisión cuyo contenido es la banalidad indecente y la grosería repetida tiene, por regla, un altísimo raiting. Es decir, que la sociedad en gran parte no solamente no se ofende sino que consume alegremente descaros, estimulando con esa conducta que los productores de televisión aumenten la intensidad de la insolencia en cada emisión. Por lo tanto, si una persona resulta ofendida por los dichos de un programa de esta naturaleza, su tormento no sería legalmente suficiente para ser causa de una acción de daños y perjuicios. Porque sencillamente esa ofensa no afecta a una parte de la sociedad. Más bien todo lo contrario.

c) El derecho y la libertad de Expresión. El magistrado, además de tener que leer cuestiones de filosofía, debe resolver graves asuntos que diariamente se le presentan. Lo cierto es que las teorías de Stuart Mill, y sus morigeraciones no le alcanzan para unos porque su exageración es derogatoria casi todos los derechos constitucionales que no sean el de expresarse libremente. Los otros porque las probanzas de las mayorías y minorías ofendidas podrían dejar el bando de los ofendidos sin ningún consuelo ni indemnización. Por eso, los constitucionalistas han dicho que en la familia de derechos constitucionales todos conviven bajo un mismo techo, y las preferencias se reparten provisoriamente. En otras palabras: el caso concreto, con las circunstancias concretas es lo que determina la primacía de un derecho sobre el otro.  El único principio que es absoluto es aquél que postula que no hay derechos absolutos. En un caso, como en Ponzetti de Balbín, prevalecerá la privacidad del individuo, en otro como Sullivan, triunfará la libertad de expresión. En un caso se aplicaran las reglas de la real malicia para proteger a la prensa, y en el otro se las quitarán para proteger a los individuos. Por regla, los Estados Autocráticos son más severos en materia de libertad de expresión que los Democráticos. Pero, aún entre éstos últimos, habrá gobiernos más tolerantes y educados que otros con la prensa y el valor que ella representa para una república. Habrá jueces más permisivos que otros. En definitiva, la libertad de expresión y sus restricciones es materia de tanto debate y tan poca precisión que habrá que darle, en parte, la razón a autores como Stanley Fish cuando afirman que la libertad de expresión como tal, es más una conquista política que un valor en sí mismo.

Aplicación de esta teorías a los casos reales.

La marcha nazi de Ilinois. Un ejemplo práctico de cómo se articulan los postulados teóricos con los casos concretos puede verse en un caso que fue real y famoso : la marcha nazi de Illinois. Todo sucedió mientras un grupo de intolerantes, buenamente tolerados por el resto de la sociedad, y cándidamente protegidos por la Primera Enmienda Constitucional, se disponían a marchar portando esvásticas y otros signos del horror. Deliberadamente, la marcha iba a atravesar un sector del pueblo cuyos habitantes eran mayoritariamente judíos. No estaba previsto que los militantes dieran un discurso, sino que se limitarían a pasear por el lugar portando los símbolos nazis. Ni bien la existencia de esta marcha se hizo conocida, intervino el la justicia. La Corte Suprema de Illinois tuvo la prudencia de evitar la marcha, alegando que la restricción era necesaria para evitar que la provocación produjera incidentes y hechos sangrientos. En resumen: el tribunal actuó para prevenir un daño potencial antes que un daño concreto. El fallo toma cierta distancia de los postulados extremos de Stuart Mill, pero no se acerca demasiado al corazón de los otros derechos personalísimos en pugna.

Veamos cuáles son las cuestiones que no quedan resueltas.

(i) ¿Cuál es el punto de inflexión para impedir la marcha? ¿Los peligros eventuales que se derivan de cualquier provocación, o la ofensa segura que padecerían los habitantes del lugar?

(ii) ¿Si existiera la certeza de que los habitantes del lugar no reaccionarían violentamente contra la marcha, habría que prohibirla de todas maneras?

En mi opinión, si lo que justificó la restricción fue el peligro eventual de una reacción popular, el fallo queda atrapado en la red de exageraciones de Stuart Mill. Porque por contraposición lógica formal, deja al derecho al honor sin ninguna protección. Esto así, porque ante la certeza, o con la fundada sospecha de que los habitantes no reaccionarían, todo el argumento del fallo caería. En síntesis: no se laudó en favor del honor de los habitantes, sino para evitar un daño probable. El bien jurídico tutelado fue la seguridad de las personas, y no el derecho personalísimo al honor. En su desarrollo extremo, los postulados de Mill conducen a la negación de todo derecho personalísimo que no sea el de expresarse libremente. Consagra una categoría de derechos que ninguna Constitución puede admitir: los derechos absolutos. Pero, felizmente, los tribunales de todos los países –incluido el nuestro - han hecho una adecuada interpretación legal y han manifestado que no existen en la constitución derechos que tengan un amparo absoluto.

Caso Noam Chomski y Robert Faurisson : ¿Hay que defender la libertad de expresión del pensamiento que odiamos?

Veamos algo de los personajes a los que seguidamente me voy a referir. Noam Chomsky nació en 1928, en Filadelfia, Estados Unidos. Fue criado y educado en el seno de una familia de fuerte tradición judía. Se doctoró en ciencias lingüísticas en la Universidad de Pennsylvania. Actualmente es profesor emérito de Massachusetts Intsitute of Technology, que es considerada una de las universidades más prestigiosas del mundo. Chomsky, algo así como una leyenda viva en el mundo académico, es el autor más citado en los ensayos sobre filosofía del siglo XX.

Robert Faurisson nació en 1929 en Francia. Es profesor de literatura en alguna universidad ignota de Francia. Escribió algunos artículos, y muchas cartas a los diarios. En verdad, su aporte al mundo de las ideas es mucho más corto que su prontuario policial. Debe toda su fama a ser un negador habitual del Holocausto, y del uso de las cámaras de gas para el exterminio de judíos durante la Segunda Gran Guerra. Es autor de una cita que ningún académico serio cita: « Hace más de treinta años que estoy esperando que alguien me muestre, alguna vez, una de esas cámaras de gas ». En 1991, a raíz de esa declaración fue echado de la universidad donde dictaba clases. En el año 2006, por la misma causa, fue condenado a 3 meses de prisión en suspenso y al pago de una multa de de EU. 7.500. El lector ya habrá podido apreciar, entre Chomsky y Faurisson no hay ninguna afinidad ideológica, ni intelectual ni humana.

En el año 1980 Chomsky firmó una petición en favor de Faurisson. En ella se solicitaba que se autorizara al profesor francés a publicar libremente sus ideas. Chomsky, por su condición de celebridad, firma cientos de peticiones por año, todas en defensa de los derechos humanos. El asunto tomó vuelo internacional en el mundillo académico de Francia, donde no podían creer que el americano judío estuviera firmando un documento a favor del francés antisemita. Chomsky, para atenuar el escándalo trató de explicar que no había ninguna contradicción entro su pensamiento y la petición que firmaba a favor del pensamiento de Faurisson. Siguiendo el pensamiento extremo de Stuart Mill Chomsky explicó que lo único que violentaría sus propios principios sería no apoyar a Faurisson. En un escrito que publicó a raíz del escándalo académico explicó su punto de vista. La libertad de expresión debe ser respetada a rajatabla, aún cuando la opinión mayoritaria sea la opuesta. Precisamente si lo es, se hace más necesario proteger a la opinión minoritaria o menos popular. Porque el derecho de expresión es la obligación legal de tolerar la opinión disidente, minoritaria, y aún la que resulta repugnante para una mayoría. Se trata de evitar la tiranía de la multitud, el pensamiento homogéneo, la opinión abrumadora, la idea imitada, la adicción al gobierno, y el gobierno adicto a la muchedumbre mansa. Es preciso escuchar al que pensamos que está maldito. Es probable que deba parte de su descrédito a la superstición colectiva, o la moda de las ideologías que inevitablemente pasarán de moda. Puede ser que el maldito también diga la verdad, o una parte de ella, o algo distinto pero que modifica el dogma. También puede ser todo lo contrario, ser un verdadero enemigo del buen razonamiento, sin que sea necesario adherir a su pensar. Pero en todo caso, hay pocos argumentos para callarlo.

 

 

Autor de La libertad de expresión y otros derechos personalísimos." Un ensayo de Derecho Comparado", Editorial Universidad, (ISBN 978-950-679-449-1). Abril de 2009. Los comentarios y crítica que el lector quiera hacer al contenido de este artículo serán recibidos con mucho agradecimiento en fernandoshina@gmail.com.