Criminalización de las madres y estereotipos de género en el Proceso Penal*
María Clara Fernández Segovia**
(…) si no hago violencia a las palabras, el mutismo me sumergirá para siempre en las olas. La palabra y la forma serán la tabla donde flotaré sobre las olas inmensas de mutismo.
Clarice Lispector
La Pasión Según GH
Si hay una manifestación incuestionable del poder punitivo es la sentencia penal. Desde una perspectiva liberal constituye un mecanismo legítimo de decisión respecto de la culpabilidad o inocencia de los ciudadanos en conflicto con las leyes penales positivas (Maier, 2002:478). Desde una perspectiva criminológica la decisión judicial supone diversas aristas de análisis: la acción judicial es el sistema penal en su faz dinámica.
Si nos proponemos abordar al sistema penal desde una perspectiva de género, podríamos preguntarnos cómo se valora el ser mujer dentro del sistema penal, qué discursos componen una sentencia y sus fundamentos, y si se pueden identificar en ella tratos o sesgos discriminatorios. Estos planteos podrían dar lugar a otros más generales: ¿existen estereotipos de género? Y en tal caso, ¿la sentencia como acto estatal constituye o reproduce dichos estereotipos?
El 11 de marzo de 2015 el Tribunal Oral en lo Criminal nro. 2 del Departamento Judicial de San Isidro, provincia de Buenos Aires, República Argentina, dictó sentencia en la causa número 14.007, en el que resolvió absolver a Yanina González por los hechos ocurridos entre el 12 y el 17 de agosto de 2013, que fueron calificados legalmente como el delito de abandono de persona seguido de muerte, agravado por el vínculo (arts. 45, 106 y 107 del Código Penal Argentino)[1].
A Yanina se la acusaba de haber omitido, en forma consciente y voluntaria, teniendo la posibilidad objetiva de hacerlo, brindarle asistencia médica necesaria a su hija de dos años, Luz Mila Tiara Ortiz, que padecía graves lesiones. En cambio, la “abandonó a su suerte”, y en consecuencia falleció el día 17 de agosto del año 2013.
En el momento en que tuvieron lugar los hechos Yamila y su hija Luz vivían con la pareja de la primera, Alejandro Fernández, quien ejercía violencia contra la mujer y especialmente contra la niña, a la que golpeaba con frecuencia. Fue Alejandro el que le causó las lesiones mortales.
La Fiscalía formuló acusación contra la imputada en orden al delito de abandono de persona seguido de muerte, agravado por el vínculo (arts. 45, 106 y 107 del C. Penal), solicitando que se le imponga la pena de 6 años y 7 meses de encarcelamiento. La defensa, por su parte, planteó en su alegato la absolución de su asistida respecto del evento objeto de intimación, aún por beneficio de la duda.
El Tribunal concluyó que “González no contaba con el conocimiento cabal acerca del estado de salud de su hija”, por lo que se estimó “cancelada, por atípica, la persecución penal (…) en este proceso”, y dispuso la absolución de la acusada.
Uno de los principales fundamentos de la decisión fue que la imputada presentaba un funcionamiento intelectual inferior al término medio producto de una alteración psicopatológica que configuraba cierta insuficiencia de sus facultades en grado de retraso mental leve -según evaluación psiquiátrica-. Bajo este diagnóstico, los jueces consideraron que la acusada había agotado frente a todos los condicionamientos propios y de su medio social, las acciones que permitieron trasladar a la niña “sin dilaciones y con esfuerzo”, aunque infructífero, tendiente a que alcanzara aún con vida la asistencia médica, ya que ante el cuadro concreto habría reclamado ayuda a los vecinos y habría buscado trasladarse al hospital, acciones que fueron encuadradas como una reacción materna en búsqueda de apoyo.
Además, valoró las declaraciones de testigos de conceptos que afirmaban que "Yanina la trataba muy bien” a la niña, y “que en cierta ocasión, [llevó] (…) a su hija al hospital para atenderla (…)”.
Por otro lado, se reconoció que en su historial de vida la imputada, no había tenido afectiva ni cognitivamente, suficiente información para saber lo que son las conductas maternales.
De esta manera concluyó el proceso casi dos años antes del juicio oral. La joven, a pesar de que finalmente resultara absuelta, estuvo detenida preventivamente 14 meses, dio a luz en la prisión a su segunda hija, y llegó a la etapa de juicio cumpliendo detención domiciliaria[2]. Alejandro Fernández, por el contario, permaneció en libertad durante el proceso llevado en su contra.
En la estructura patriarcal de poder la existencia humana se encuentra dividida en el binomio femenino-masculino, atribuyendo cualidades y roles a las personas de acuerdo a su condición de género con el cual se los identificó desde su nacimiento (Butler, 2007: 81). Ello trae a colación una serie de consideraciones en cuanto a la construcción de las identidades/subjetividades de cada género[3].
Por un lado, la configuración de la subjetividad del varón se enraiza en la definición de un ser sexuado, potente, poderoso, expansivo, centrado, productivo. Podemos pensar que todos estos adjetivos definen la visión tradicional de virilidad (Despentes, 2007: 25): acallar la sensibilidad, avergonzarse de la delicadeza y la vulnerabilidad, dar el primer paso, ser valiente, mostrar agresividad, valorar la fuerza, tener éxito socialmente para ser deseado. La constitución de un varón que adscribe a patrones heteronormativos asume como parte de su rol la facultad de ejercer poder sobre los cuerpos ajenos.
Del otro lado, la cultura construye mujeres vulnerables y sensibles, cuyo rol fundamental en el plano social es el cuidado benéfico de otros (hijos, padres, esposo). El éxito y el poder no le son asequibles sino a través de su vinculación con el varón.
La construcción de la subjetividad contrapone así roles específicos y una clara relación de subordinación -en el contexto de mundo capitalista donde el poder fluye en perspectiva con el poder de producir-, de mujeres frente a varones.
En el mundo occidental actual la maternidad es la manifestación social de la función reproductora de la especie humana, cuya responsabilidad recae mayoritariamente sobre las mujeres. Si bien incluye una serie de procesos biológicos (concepción, embarazo, puerperio y, en algunos casos, lactancia), se extiende mucho más allá de ellos, hacia prácticas y relaciones sociales no vinculadas con el cuerpo femenino, que aun así, son naturalizados y por lo tanto, integrados a los procesos biológicos: cuidado y socialización, atención de la salud, alimentación, higiene, afecto y cariño (Nari, 2004:17).
Desde la modernidad la reproducción es vista como una actividad esencial para el desarrollo de la mujer como sujeto (Palomar Verea, s/f:12), y el estado maternal es considerado como universal y natural (Lobato, citado en Nari, 2004:13; Badinter, 1981:197; De Beauvoir, 2013:496; Regueiro, 2013:58). En el imaginario social el “instinto maternal” es propio de las mujeres y constituye un parámetro de la “femineidad normal” (Nari, 2004:18).
A comienzos de siglo XX, la relevancia de la cuestión poblacional en Argentina llevó a que el Estado delineara políticas reproductivas para asegurar la afectación de las mujeres a sus actividades maternas y para ello, entre otras medidas, limitó el ingreso de mujeres a determinados trabajos, les negó a las mujeres casadas el derecho de reconocer hijos naturales para salvaguardar el “honro” de sus maridos y les retaceó derechos civiles y políticos puesto que se consideraba que su ejercicio podía amenguar la dedicación a los hijos y al hogar (Nari, 2004:20).
Hasta la Primera Guerra Mundial, nos encontramos con una gran preocupación por crear a la “madre” en medio de una sociedad que se percibía caótica y caracterizada por la anomia. A través de la educación formal y no formal, la difusión y las instituciones, se intentó internalizar el ideal maternal en las mujeres de diversas clases sociales, cambiar y homogeneizar sus prácticas con respecto a la crianza de los niños.
Hacia 1940, dichas prácticas sociales mutaron la vivencia de la maternidad y las mujeres madres que generalmente poseían un trabajo afuera del hogar, sentían culpa por “descuidar” a sus hijos, y se encontraban siempre agotadas porque muy difícilmente las dos jornadas de trabajo podían ser compatibilizadas en tiempo y espacio (Nari, 2004:20; Badinter, 1981: 198).
Para Badinter el modelo de madre contemporáneo es producto de la modernidad tardía, que contrasta con la frialdad y la tendencia al abandono de las madres del siglo XVII y XVIII (1981:12). Sus nuevas responsabilidades, ejemplificadas en el ideal rousseoneano de “Sofia”, mujer de Emilio (1991), trascendían la función “animal”, y abarcaban la educación de sus hijos e hijas y su formación intelectual. A causa del psicoanálisis, sostiene la autora, este modelo se perfecciona promoviendo a la madre como la gran responsable de la felicidad del hijo o hija. Responsabilidad que le es dada, como dijimos, como un atributo natural (1981:197).
Yvonne Knibiehler (2001) da cuenta del desarrollo de la “maternidad glorificada”, el invento de la “buena madre” entre los siglos XVIII a XX en Europa. Esta figura suprema, sin embargo, supone una imposición, disimula en el fondo una doble trampa, muchas veces vivida como una alienación. Encerrada en su papel de madre, la mujer ya no puede rehuirlo sin acarrear sobre sí una condena moral. Es la razón del desprecio por las mujeres que no tienen hijos y de oprobio por las que no quieren tenerlos (Badinter, 1981:198). A su vez, resultan condenadas todas aquéllas que no saben o no pueden desempeñar sus tareas a la perfección. “De la responsabilidad a la culpa no hubo más que un paso (…) [a] partir de entonces se inició la costumbre de pedir cuentas a la madre” (Badinter, 1981:198).
La “naturaleza femenina” en la época contemporánea se identifica con todas las características de una “buena madre”: que sea abnegada, sacrificada (Badinter, 1981:198), prolífica, higiénica y nodriza, principal responsable de la salud y el bienestar del niño o niña (Tarducci, 2008:70). Aquella mujer que desafía esta ideología dominante es calificada de anormal (Badinter, op cit.)[4].
El impacto de la maternidad en la existencia femenina repercute también en el régimen del "farmacopoder", en el que la industria farmacológica regula la fertilidad de las mujeres a través del suministro de hormonas. Para Preciado, la píldora anticonceptiva es la vigilancia del cuerpo de las mujeres, perfectas madres potenciales, cuyos ciclos biológicos son simulados (2014:163) y en el que la concepción y la anticoncepción quedan sujetos al "panóptico que se traga" (2014:155).
El ejercicio de la maternidad es un rol tan asociado a la femineidad que, para la autora Palomar Verea, son las mujeres quienes cargan “prácticamente con todo el peso de la maternidad” (s/f:14). Por ello, se sobrecarga a las mujeres de esfuerzo y responsabilidad en la crianza, lo que impide que en muchos casos se desarrollen profesionalmente y cuenten con igualdad de oportunidades frente a los varones.
La imagen de “buena madre” funciona en el imaginario judicial como una ficción organizativa (Tiscornia, 1992, citado en Daich, 2008:70). Por eso, cuando se trata de casos que envuelven a mujeres suelen aparecer significados culturales que se desprenden de su género, y de allí que sean vistas principalmente como madres o potenciales madres y se juzgue su carácter de “buena madre” (Daich, 2008:70/1).
Reflexionando acerca del terrorismo de Estado, Sarrabayrouse Oliveira sostiene que para estudiar las burocracias penales en Argentina se deben observar las formas de sociabilidad de sus agentes, el análisis de las rutinas, las formas de etiqueta y tratamiento y las costumbres tribunalicias. Para ello es necesario observar las prácticas internas del Poder Judicial, en su funcionamiento más cotidiano, microscópico, ya que es ahí –en los expedientes y sentencias-, donde queda plasmado burocráticamente el accionar terrorista (Sarrabayrouse Oliveira, 2011:12/14).
Tomando el concepto del carácter dicotómico del poder de Michel Foucault[5], la autora sostiene que en el funcionamiento normal de los tribunales los agentes judiciales iban dejando distintas marcas de la faz represiva de la dictadura (op. cit., 2011:14)[6].
Podríamos trazar un paralelismo entre crímenes de lesa humanidad y violencia de género, ya que, si bien son fenómenos con características diferenciadas, en la visibilización de su existencia y en el reconocimiento de las víctimas hay un largo camino de negación y de legitimación de estas violencias, y sólo una resistencia y la concientización de la sociedad permite que estos conceptos sean acogidos y protegidos por los poderes del Estado.
Al hablar de camino de negación, traspolamos este concepto de la psicología al campo de lo colectivo, que explicaría la indiferencia social -o banalización del mal[7] - frente a los hechos más graves de sufrimiento humano, como la guerra, la tortura, el hambre o la desaparición forzada. Dicha situación sólo pudo ser contrarrestada con el surgimiento de la victimología y las demandas de protección de los derechos humanos ante los abusos del poder (Cohen, [1993], 1998, pág. 32).
La banalidad del mal no necesariamente requiere para ejercitarse de un estado nazi. La transformación de lo monstruoso en banal y, por lo tanto, en cotidiano es un proceso complejo que, como lo advirtiera ya Max Weber, puede ser la cara inhumana de los sistemas burocráticos legales-racionales (Tiscornia y Sarrabayrouse Oliveira, 2004:65).
En el caso Yanina González, evidentemente la muerte de una niña activó el sistema de persecución penal y que en él intervinieron órganos creados a efectos de tratar la violencia de género. En efecto, en el año 2011 en el Departamento de San Isidro, provincia de Buenos Aires, la Fiscalía General, por motivos de política criminal, inauguró una fiscalía especializada en la temática[8]. No obstante, y contra toda lógica, la investigación penal estuvo principalmente orientada a la madre de la nena para determinar por qué no evitó el resultado fatal, cuando, como fue reconocido en la sentencia, las dos convivían con un varón violento que las golpeaba y ejercía otras formas de violencia contra ellas. Por lo que, aun frente a la decisión de la fiscal de encuadrar en el caso como de violencia de género, la acusación no fue en primer lugar contra el principal agresor[9], sino que tuvo por agresora a quien fuera también víctima: “lo que sucedió no fue lo que parece ser”.
En la República Argentina abundan casos llevados a la justicia en los que, cuando un niño o niña resulta severamente dañado o muere a causa de la violencia sufrida en el ámbito intrafamiliar por parte de su padre o de la pareja de la madre, la mujer es imputada como cómplice del delito, autora de un delito de omisión o responsable por el resultado a título de imprudencia. El reproche se basa en su función de garante del bienestar de sus hijos (Hopp, 2017:17).
El razonamiento que subyace es que si ella hubiera sido una buena madre, habría hecho lo necesario para evitar los ataques a sus hijos o se habría asegurado de que nada malo les ocurriera.
Desde nuestra lectura observamos que la sentencia del caso de Yanina González incurre en diversos pasajes en este razonamiento.
Como se indica expresamente en la resolución, el quid de la cuestión para la resolución del caso era determinar si la imputada desempeñó el cuidado esperable, y si “el traslado al asiento hospitalario” recién “en la última jornada” era un acto suficiente para dar por cumplido el deber de cuidado a cargo de la (o por ser) mujer.
Este eje de discusión llevó a la decisión de que Yanina resultara absuelta por haber sido, al menos, buena -o no tan mala madre-, como para recurrir al auxilio médico de su hija en un momento de agresión ostensible, lo que parecía adecuado de acuerdo con su nivel intelectual, a criterio del Tribunal, disminuido.
A todo, en un punto de la sentencia se advierte que la nena fallecida también tenía padre, José Ricardo Ortiz, que fue citado como testigo en la causa. Allí declaró que tuvo contacto con su hija por última vez el 29 de julio de 2013, o sea, veinte días antes de su muerte. También explicó que dejó de verla porque había dejado de pagar la cuota alimentaria a su madre ("no la vi más, no me la querían llevar a mi casa porque me pedían plata, una cantidad que yo no llegaba, me decían que Yanina iba con la plata al boliche”).
No obstante, según la concepción de la fiscal del caso, el descuido paterno no resultaba siquiera reprochable en el plano penal. ¿Por qué el sistema penal sólo atribuyó responsabilidad a su madre, cuando las normas civiles otorgan igual responsabilidad a los dos progenitores por el cuidado y la salud de sus hijos o hijas?[10]
La autora Moreno Hernández también se formula la pregunta de dónde están los padres, cuando menciona la cantidad de producción teórica en relación con los comportamientos de las madres y la escasa con relación al ejercicio del rol paterno (2000:6)[11].
En este punto es en el que consideramos que el estereotipo de madre es el que asegura una responsabilidad penal dirigida únicamente contra las mujeres, donde el sistema penal se activa para criminalizar a aquellas que no quisieron o no pudieron encajar con el tipo ideal.
Si bien el Tribunal reconoce que Yanina era víctima de violencia al igual que su hija, ello no integra la fundamentación del fallo absolutorio ni da lugar a mayor desarrollo teórico por parte de los magistrados votantes.
Rita Segato describe al patriarcado como un orden de estatus y, por lo tanto, como una estructura de relaciones entre posiciones jerárquicamente ordenadas (Segato, 2010:14)[12]. En dicha estructura la jerarquía supone anteponer la figura del varón heterosexual por sobre la mujer -podríamos agregar a los géneros disidentes-, y conduce los afectos y distribuye valores entre los personajes del escenario social (Segato, 2010:14).
La distribución de poder en la estructura patriarcal opera en distintos niveles, entre ellos el discursivo y el del Derecho. Ambos, niveles simbólicos.
Por otro lado, la definición de género de Butler que lo concibe como una ficción cultural, un efecto performativo de actos reiterados, sin un original ni una esencia (1997:11). El lenguaje opera directamente en este proceso ya que el sujeto se constituye en el lenguaje (1997:37). En este sentido, la figura materna será analizada como una construcción cultural inherente al género femenino basada en actos performativos.
Poniendo en diálogo las definiciones de estas autoras podemos preguntarnos si el discurso judicial, que operaría desde el plano simbólico de la estructura patriarcal, también constituye un acto performativo del género, un lenguaje que opera como forma de dominio y control (Butler, 1997:26).
Por otro lado, la estructura jerárquica necesita y se reproduce a través de la violencia, ya que es el acto violento el que mantiene el orden de estatus[13]. Entendemos violencia como el dominio de los medios y es siempre, o bien fundadora de derecho o conservadora de derecho (Benjamin, 2007:113)[14]. Podemos agregar, derecho patriarcal.
El acto violento performativo del lenguaje/discurso[15] no refleja simplemente una relación de dominación social, sino que (…) efectúa la dominación, convirtiéndose así en el vehículo a través del que esta estructura social se instaura una y otra vez (Butler, 1997:140/1).
Al hablar de violencia de género en el sistema penal debemos enfrentarnos al desafío de encuadrar una violencia dentro de otra, ya que por definición el sistema penal inflige dolor sin ningún otro fin inmediato que ese[16].
En la sentencia que se analiza aquí se pueden observar modelos de conducta ya que allí se moldea una forma de ser madre, un estereotipo. Sostenemos que en la configuración de ese estereotipo reside la violencia del poder punitivo, ya que constituye la jerarquía patriarcal. O sea, violencia punitiva especialmente dirigida contra las mujeres, a quienes se les exige un modelo de conducta riguroso en su rol materno.
En definitiva, la visión crítica que queremos aportar es que la estructura patriarcal se filtra en la expectativa del rol de cuidado, y que en realidad respondería a la construcción cultural y performativa de un estereotipo operado por un mandato patriarcal según el cual tanto agresor como víctima, imputada y operadores judiciales responden a los mecanismos de la violencia estructural.
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* El presente trabajo se encuadra en el Proyecto de Investigación UBACyT "Violencia de género y violencia familiar: Responsabilidad por Daños" Directora: Medina, Graciela Código: 20020170200069BA. ** Facultad de Derecho, UBA. mclarasegovia@gmail.com
[1] “ARTICULO 106.- El que pusiere en peligro la vida o la salud de otro, sea colocándolo en situación de desamparo, sea abandonando a su suerte a una persona incapaz de valerse y a la que deba mantener o cuidar o a la que el mismo autor haya incapacitado, será reprimido con prisión de 2 a 6 años.
La pena será de reclusión o prisión de 3 a 10 años, si a consecuencia del abandono resultare grave daño en el cuerpo o en la salud de la víctima.
Si ocurriere la muerte, la pena será de 5 a 15 años de reclusión o prisión.
ARTICULO 107.- El máximum y el mínimum de las penas establecidas en el artículo precedente, serán aumentados en un tercio cuando el delito fuera cometido por los padres contra sus hijos y por éstos contra aquéllos o por el cónyuge.
[2] http://www.march a.org.ar/yanina-g onzalez-ano -enjuiciam iento-liberacion/.
[3] Según Monique Wittig, los conceptos de “mujer”, “hombre”, “sexo” y “diferencia” son formas discursivas que dan por sentado que lo que funda cualquier sociedad es la heterosexualidad (citado en Viturro, 2003:269).
[4] Simone De Beauvoir intenta mostrar que la abnegación maternal puede ser vivida con perfecta autenticidad; pero, de hecho, ése es un caso raro (2013:498).
[5] El poder es esencialmente lo que reprime (…) la naturaleza, los instintos, a una clase, a los individuos (…) el poder político (…) tendría el papel de reinscribir, perpetuamente, esta relación de fuerza mediante una especie de guerra silenciosa, de inscribirla en las instituciones, (…) en el lenguaje, en fin en los cuerpos (…) (Foucault, 1992:135/6).
[6] Para Aguirre se trata del drama pulsando sin cesar dentro de la burocracia, del gobierno de la oficina, del formulario, y que nunca es contemplado (Aguirre, 2017:15).
[7] Concepto tomado de Arendt ([1951] 2006).
[8] http://www.portal unoargenti na.com.a r/noticias ver.asp?id=1 6135.
http://www.zon anorted igital.com/ 2011/07/05/s an-isidro/san- isidro-tendra-un a-fiscalia -para-viol encia-de- genero/. Entre los argumentos que se dieron en la conferencia para explicar la creación de la fiscalía especializada se dijo que era necesario que “el tratamiento de la problemática de violencia de género pueda ser atendida de manera integral desde un solo lugar”, y que la dependencia "estará integrada por mujeres profesionales capacitadas en la materia”.
[9] La causa penal contra Alejandro Fernández se inició con posterioridad a la que tuvo por imputada a Yanina González y, de hecho, este expediente no fue desconocido por la defensa de Yanina y por el Juez de Garantías que entendió en la causa hasta que estuvo avanzada la investigación (pág. 2 de la sentencia).
[10] El Código Civil argentino regula sobre la responsabilidad parental:
ARTICULO 641.- Ejercicio de la responsabilidad parental. El ejercicio de la responsabilidad parental corresponde:
a) en caso de convivencia con ambos progenitores, a éstos. (…) b) en caso de cese de la convivencia, divorcio o nulidad de matrimonio, a ambos progenitores. (…)
Debe observarse que en el derecho comparado esta acción se encuentra tipificada penalmente. El Código Penal español, por ejemplo, la recepta bajo la figura de abandono de familia en el art. 229 (Martínez Atienza, Gorgonio).
[11] Al respecto, Daich (2001:34) trae el ejemplo de los conflictos en el fuero de familia y señala que para los padres algunos compromisos con los hijos se configuran como facultad más que como obligación, mientras que al contrario para las madres, representan deberes respaldados por sanciones jurídicas y/o morales.
[12] Para Balaguer, el patriarcado se asimilaría a la superestructura marxista, una forma de organización vinculada a la producción con explotación sexual y que ha tenido como consecuencia la subordinación histórica de las mujeres (Balaguer, 2005:24).
[13] Para Segato el acto violento constituye un enunciado con intención comunicativa para los sujetos comprendidos en la estructura (2010:17,252), en otras palabras emite un mensaje sobre quién es quién dentro de ésta. Dicha violencia puede manifestarse en forma directa o como violencia moral o violencia simbólica.
[14] Durante la realización de este trabajo nos encontramos con la dificultad de encontrar una definición de violencia en los textos de autoras feministas, lo que llama la atención, en tanto esta palabra resulta central para describir la cuestión de género. Tomamos -no sin ciertas licencias de contexto- la definición de Walter Benjamin, quien en el ensayo Para una crítica de la violencia da la definición mencionada, y la asocia a formas de violencia como la huelga, la guerra, o la policía. Todas ellas se encuentran dentro de lo que el autor llama “violencia mítica”, opuesta a la fuerza purificadora de la violencia “de los dioses”, que detiene el ciclo de la primera (Benjamin, 2007:113/138).
[15] Podríamos saldar la diferencia terminológica entre el “lenguaje” de Butler (aunque la autora lo defina originalmente como speech) y el “discurso” de Segato tomando la definición de discurso de Van Dijk, discurso como una forma de uso del lenguaje (o un suceso de comunicación), cuyos componentes esenciales particularmente relevantes a analizar resultan ser quién, cómo, por qué y cuándo utiliza ese lenguaje (2000:22). A los efectos de este trabajo trabajaremos la noción de discurso, y a la sentencia como un discurso judicial.
A su vez, Alicia Ruiz concibe al derecho como un discurso social que dota de sentido a las conductas humanas (Ruiz, 2000:21).
[16] Para Alagia (2013) la pena en el Estado moderno equivale a las ceremonias sacrificiales de las sociedades primitivas en las que su única finalidad es la de apaciguar las violencias internas e impedir la interminable venganza que amenaza con destruir la sociedad (2013:60).