Algunas consideraciones sobre las modificaciones al deber de información introducidas por el DNU N° 27/2018 y por la Resolución N° 915-E-2017 de la Secretaría de Comercio
Gianzone, Leonardo 04-05-2017 - Cuestiones relevantes respecto de la autoridad de aplicación nacional y de las autoridades locales en materia de derecho del consumidor
Algunas consideraciones sobre las modificaciones al deber de información introducidas por el DNU N° 27/2018 y por la Resolución N° 915-E-2017 de la Secretaría de Comercio
El diálogo de fuentes como solución a la regresión en materia de reconocimiento de derechos
Sin lugar a dudas, el derecho a la información y su contracara como deber, constituyen el eje central del sistema de Derecho del Consumidor. Lo atraviesan en todos sus niveles normativos. Desde el art. 42 de la Constitución Nacional, piedra angular del sistema, pasando por el Código Civil y Comercial y, finalmente, el microsistema de tutela del consumidor[1].
Si bien la debilidad y la desigualdad estructural del consumidor pueden originarse en más de una circunstancia (monopolio, posición del proveedor en el mercado, contratos predispuestos, etc.), es en la asimetría respecto de la información donde, con mayor frecuencia, se verifican ambas. Es claro que, quien cuenta con mayor información, fácilmente cuenta con más y mejores elementos para colocarse en una posición negocial y contractual privilegiada respecto y en desmedro de quien carece de ella.
En las relaciones de consumo, este mayor “poder” sobre su contraparte, se encuentra siempre en cabeza del proveedor y, más aún, en el marco de la sociedad de consumo en la que actualmente vivimos, donde la especialización en la prestación de determinados servicios (bancarios y financieros, por ejemplo), su complejidad, la tecnologización de bienes y servicios, el comercio electrónico, etc., definen un sujeto de la relación -el proveedor- cada vez más fuerte, frente a un consumidor cada vez más desinformado.
La importancia que reviste la información para el consumidor, radica en el conocimiento que le otorga para poder decidir con claridad y certeza respecto de la adquisición de un bien o servicio determinado. Le permite reflexionar respecto de las ventajas o desventajas del bien o servicio o de la contratación, comparar respecto de ofertas similares existentes en el mercado, otorgándole herramientas de negociación frente al proveedor. En definitiva, la información brinda al consumidor la posibilidad de tomar una decisión fundada, pensada y analizada, que redunde en su beneficio y que mejor se adapte a sus necesidades y conveniencia. De allí también que, en tanto derecho del consumidor, la información sea correlativamente, un deber para el proveedor, del cual no puede eximirse bajo ningún pretexto o circunstancia.
Puede caracterizarse a la información como un deber de conducta que pesa sobre el proveedor y, a la vez, como un elemento de conocimiento que tiene como objeto lograr una adecuada formación del consentimiento del consumidor, es decir, “Su objeto es comunicar debidamente determinada información que el otro desconoce, en algunos casos asesorando, aconsejando o advirtiendo. Su cumplimiento, según el caso, es presupuesto necesario para una debida formación del consentimiento y del contrato, y una completa consecución de los fines que llevaron a las partes a vincularse”[2].
El deber de información encuentra su fundamento en la buena fe y en las conductas de cooperación y solidaridad con las que debe actuar el proveedor en una relación de consumo y “(…) constituye hoy una de las manifestaciones del espíritu de solidaridad que debe caracterizar esto tiempos, muy especialmente en los dominios del contrato donde deben acentuarse los escrúpulos.”[3]
Este derecho-deber, se vincula directamente con la desigualdad o asimetría estructural que existe entre el proveedor y el consumidor o usuario, es decir, entre un sujeto informado y otro desinformado y que, por tal circunstancia, se halla en situación de debilidad frente al primero. Tal como claramente lo expresan reconocidos autores, “el fundamento del deber de informar está dado por la desigualdad que presupone que una de las partes se encuentra informada y la otra desinformada sobre un hecho que gravite o ejerza influencia sobre el consentimiento, de tal suerte que el contrato no hubiera llegado perfeccionarse o lo hubiera sido en otras condiciones.”[4]
Por otra parte, la trascendencia de este derecho ha sido reconocida en nuestro ordenamiento jurídico desde la sanción de la ley 24.240, posteriormente elevado a derecho con jerarquía constitucional con la reforma del año 1994 y, finalmente, plasmado como principio en el texto del Código Civil y Comercial vigente desde el año 2015, configurándose como un umbral mínimo de protección para el consumidor.
II. La evolución normativa del deber de información [arriba]
II.1. Texto original de la Ley N° 24.240
Desde su redacción original en el año 1993, el deber de información ocupó un lugar central en el sistema de tutela del Derecho del Consumidor, ubicándose entre los primeros artículos de la Ley N° 24.240, precisamente en el artículo 4º, inmediatamente después de que la ley definiera los conceptos de consumidor (art. 1), de proveedor (art. 2) y el principio de interpretación más favorable para el consumidor (art. 3, in dubio pro consumidor). Así, estableció para el proveedor, la obligación de brindar información sobre los bienes o servicios que comercialice, de forma cierta y objetiva, veraz, detallada, eficaz y suficiente.
II.2. La reforma constitucional de 1994
Un año después de la sanción de la ley de defensa del consumidor, la reforma constitucional del año 1994, incluyó en el texto del art. 42, el derecho a la información, elevándolo a la categoría de derecho constitucionalmente, jerarquizándolo y reafirmando su importancia en la protección de los consumidores.
La norma constitucional consagra el derecho de los consumidores y usuarios a “una información adecuada y veraz”, contribuyendo al proceso de humanización del Derecho del Consumidor y acercándolo a los derechos humanos de segunda generación o, como los denomina Gonzalo Sozzo, “derechos “existenciales” en cuanto pretenden asegurar la existencia vital de un hombre ya constituido –por los derechos de primera generación-, procurando garantizar el logro progresivo del mayor grado de desarrollo humano.”[5]
II.3. La reforma de la Ley N° 26.361
En el año 2008, con la sanción de la Ley N° 26.361, tuvo lugar la primer gran reforma de la Ley N° 24.240 de defensa del consumidor. Entre los muchos cambios y agregados al texto original, se modificó el art. 4 que quedó redactado de la siguiente manera: “El proveedor está obligado a suministrar al consumidor en forma cierta, clara y detallada todo lo relacionado con las características esenciales de los bienes y servicios que provee, y las condiciones de su comercialización. La información debe ser siempre gratuita para el consumidor y proporcionada con claridad necesaria que permita su comprensión.”
La reforma supuso un decidido avance en la delimitación de las características y en el alcance de este derecho y en favor del consumidor. En primer lugar, y en concordancia con la norma constitucional ya existente, se agregó la obligación –para el proveedor- de que la información fuera suministrada siempre de manera gratuita, esto es, en todas las relaciones de consumo sin excepción y, además, sin costo extra de ninguna naturaleza para el consumidor. En segundo término, se añadió la especificación de que la misma fuera brindada con la claridad necesaria que permitiera su comprensión por el consumidor, ampliando el concepto más genérico contenido en la anterior redacción a uno este que lo define con especial acento en el destinatario de la información, es decir, el consumidor.
Estas dos sustanciales modificaciones introducidas al deber de información contenido en la norma, tuvieron como finalidad brindar una mayor y más eficaz tutela a los consumidores, prohibiendo al proveedor cumpla con su deber de informar mediante la utilización de términos técnicos de difícil e imposible comprensión por el consumidor, lo que tiene un sentido muchos más tutelar para aquellos consumidores que la doctrina coincide en identificar como hipervulnerables o subconsumidores y que constituyen “grupos de consumidores que exhiben niveles de vulnerabilidad agravados por condiciones peculiares inherentes a la persona concreta o bien la especial situación en la cual se encuentran”[6].
II.4. El Código Civil y Comercial de la Nación
El nuevo Código Civil y Comercial que entró en vigencia el 1º de agosto del año 2015, contiene el gran acierto de haber incluido en su articulado, algunas reglas sobre el Derecho del Consumidor, configurando un “núcleo duro” de principios dotados de mayor estabilidad que la que pueden tener en la ley especial, debido a la complejidad que conlleva reformar un código, asumiendo la primacía constitucional en la materia y sujetando su interpretación a la Constitución Nacional (art. 1).
Al mismo tiempo, este núcleo duro que regula las relaciones de consumo, tiene el carácter de “presupuesto mínimo”, es decir de normas que fijan un umbral que no puede ser derogado por la legislación especial, aunque sí ampliado por encima de éste.
En lo estrictamente referido al deber a la información, el código le otorga una especial relevancia, incorporándolo a este núcleo duro de presupuestos mínimos y estableciendo, de manera general, que “El proveedor está obligado a suministrar información al consumidor en forma cierta y detallada, respecto de todo lo relacionado con las características esenciales de los bienes y servicios que provee, las condiciones de su comercialización y toda otra circunstancia relevante para el contrato. La información debe ser siempre gratuita para el consumidor y proporcionada con la claridad necesaria que permita su comprensión.” (art. 1100).
Seguidamente, en el Capítulo 3 “Modalidades Especiales”, del Título III, el código específicamente regula, en el art. 1107, el deber de información en aquellos casos en los que las partes utilicen medios de comunicación electrónica entre ellas para la celebración de un contrato de consumo, imponiendo al proveedor el “deber de informar al consumidor, además del contenido mínimo del contrato y la facultad de revocar, todos los datos necesarios para utilizar correctamente el medio elegido, para comprender los riesgos derivados de su empleo, y para tener absolutamente claro quién asume estos riesgos.”, añadiendo aún más detalle al regular particularmente el deber de informar puntualmente al consumidor, su facultad de revocación y el preciso modo en el que el proveedor debe cumplir con su obligación: “El proveedor debe informar al consumidor sobre la facultad de revocación mediante su inclusión en caracteres destacados en todo documento que presenta al consumidor en la etapa de negociaciones o en el documento que instrumenta el contrato concluido, ubicada como disposición inmediatamente anterior a la firma del consumidor o usuario. El derecho de revocación no se extingue si el consumidor no ha sido informado debidamente sobre su derecho.” (art. 1111).
II.5. La modificación al art. 4 de la LDC por la Ley N° 27.250
En mayo de 2016 se sancionó la Ley N° 27.250, cuyo único objeto fue modificar el art. 4 de la LDC de la siguiente manera: “El proveedor está obligado a suministrar al consumidor en forma cierta, clara y detallada todo lo relacionado con las características esenciales de los bienes y servicios que provee, y las condiciones de su comercialización. La información debe ser siempre gratuita para el consumidor y proporcionada en soporte físico, con claridad necesaria que permita su comprensión. Solo se podrá suplantar la comunicación en soporte físico si el consumidor o usuario optase de forma expresa por utilizar cualquier otro medio alternativo de comunicación que el proveedor ponga a disposición.”
Si bien el nuevo texto legal mantuvo, con algunas variantes, las características esenciales respecto del deber de información (clara, cierta, detallada, gratuita para el consumidor), introdujo, como regla general, el requisito de que debía ser proporcionada en soporte físico, pudiendo sustituirse dicho medio –por un medio alternativo que ponga a disposición el proveedor-, únicamente si el consumidor lo acepta de forma expresa.
Mucho se ha especulado respecto de las verdaderas razones de esta modificación, y más aún respecto de si la mención concreta al “soporte físico”, refería a que la información debía ser suministrada en papel o si, además, podía interpretarse como tal, a otros sistemas de almacenamiento de la información digitalizada (pen drive, cd, etc.).
Sin embargo, y dejando de lado estas cuestiones, entiendo que la nueva redacción vino a especificar –la redacción original no lo hacía- la forma en la que la información debía brindarse al consumidor, debido a la nueva realidad tecnológica y digital en la que se desenvolvían ya las relaciones de consumo.
Estaba claro que, más de 20 años después de su sanción, la realidad en la que operaba el deber de información no era la misma. La era digital, las nuevas tecnologías, la consolidación de la sociedad de consumo, la expansión de los contratos predispuestos y de las condiciones generales de contratación, el comercio electrónico, fueron aprovechadas por un gran sector de proveedores de bienes y servicios para sustituir la información que antes se brindaba en papel, por el envío de la misma a través de correo electrónico o mediante la publicación en una página web y, en la mayoría de los casos, sin aviso o comunicación de ningún tipo al consumidor.
Esta circunstancia llevó a que comenzaran a aparecer un sinnúmero de conflictos entre las partes, derivados muchas veces de la ausencia de conectividad de determinadas regiones del país, de la falta de conocimiento técnico de muchos usuarios en el uso de las nuevas tecnologías, de la imposibilidad de acreditar de manera fehaciente la recepción de los correos electrónicos en los que constaba dicha información, etc. Si bien volveremos con más detalle sobre el particular, podía comenzar ya a evidenciarse que aquellos sectores más perjudicados por estos nuevos y modernos medios a través de los cuales el proveedor cumplía con el deber de información, eran aquellos sectores más desprotegidos y vulnerables, los que no contaban con acceso a internet (ya sea por la región en la que se encontraban o, directamente, por la falta de medios para obtenerlo) o los que, aun pudiendo acceder, no poseían los conocimientos suficientes para su uso.
La finalidad de la modificación al texto del art. 4 de la LDC, vino a arrojar claridad respecto de la manera en la que el sujeto pasivo del deber de informar debía cumplir con su obligación, imponiéndole el “soporte físico” como regla general, con la excepción del expreso consentimiento del consumidor para poder informarlo por otro medio distinto de aquel. [7]
II.6. La modificación del art. 38 de la LDC por la Ley N° 27.266
Durante el mismo año 2016, se sancionó la Ley N° 27.266 que sustituyó el texto del art. 38 de la ley de defensa del consumidor, profundizando el deber de información del proveedor en los contratos de adhesión.
De acuerdo a la nueva redacción, la norma mencionada específicamente impone al proveedor, sea persona física o jurídica, de naturaleza pública o privada, que preste servicios o comercialicen bienes a consumidores o usuarios mediante la celebración de contratos de adhesión, la obligación de publicar en su sitio web un ejemplar del modelo de contrato a suscribir. Asimismo, deberá entregar sin cargo y con anterioridad a la suscripción del contrato, en sus locales comerciales, un ejemplar del modelo del contrato a suscribir a todo consumidor o usuario que lo solicite. Finalmente, el proveedor deberá exhibir en sus locales comerciales, un cartel en lugar visible con la leyenda “Se encuentra a su disposición un ejemplar del modelo de contrato que propone la empresa a suscribir al momento de la contratación.” (2º y 3º párrafo, art. 38, LDC).
Claramente se advierte que esta reforma al deber de información, complementa la introducida pocos meses antes al art. 4 de la LDC, y lo hace en idéntico sentido y con la misma finalidad: aumentar la protección de la parte débil de la relación de consumo.
En tal sentido, la nueva redacción del artículo mencionado, establece las características y la forma en la que el proveedor debe cumplir con su obligación de informar cuando ofrezca bienes o servicios a través de contratos de adhesión[8].
Siendo que en este tipo de contratación, por sus características, el consumidor tiene vedada la posibilidad de discutir o negociar los términos que integran el contrato y que su facultad únicamente se limita a la suscripción o no del mismo, la ley impone al proveedor, en su carácter de predisponente de las cláusulas del mismo, un deber de información más estricto y que profundiza los requisitos del art. 4 de la LDC, obligándolo a publicar en su sitio web una copia del contrato y, además, a entregar un ejemplar del mismo por escrito al consumidor si este expresamente lo solicita.
Finalmente y con gran acierto, el art. 38 de la LDC, impone al proveedor el deber de colocar en sus locales comerciales, de manera y en lugar visible para el consumidor, carteles con una leyenda que informe que se encuentra a su disposición un ejemplar del contrato que aquel propone suscribir.
III. Un grave retroceso en el derecho a la información. El DNU N° 27/2018 [arriba]
El 11 de enero de 2018 se publicó en el Boletín Oficial, el Decreto de Necesidad y Urgencia N° 27/2018 del Poder Ejecutivo Nacional, de “Desburocratización y Simplificación” y que contiene 192 artículos que derogan 19 leyes y modifican o complementan otras 65.
Entre la enorme cantidad de normas contenidas en el mencionado DNU, el art. 169 sustituyó el art. 4 de la LDC por el siguiente texto: “El proveedor está obligado a suministrar al consumidor en forma cierta, clara y detallada todo lo relacionado con las características esenciales de los bienes y servicios que provee, y las condiciones de su comercialización. La información debe ser siempre gratuita para el consumidor y proporcionada en el soporte que el proveedor determine, salvo que el consumidor opte por el soporte físico. En caso de no encontrarse determinado el soporte, este deberá ser electrónico.”.
Varias son las modificaciones que esta nueva redacción ha generado en el deber de información contenido en la ley de defensa del consumidor y que considero, constituyen un grave retroceso que en la tutela de consumidores y usuarios, ya que se traducen en un significativo menoscabo a su derecho a recibir información cierta, clara, veraz, detallada, gratuita y con la claridad necesaria para su comprensión, y que analizaremos detalladamente a continuación.
III.1. El soporte electrónico como regla general
La primer gran modificación que se advierte en el nuevo texto legal es la referida al soporte en el cual la información debe ser suministrada al consumidor. Mientras en su anterior redacción, la LDC establecía como regla general la obligación para el proveedor de brindar la información en soporte físico, pudiendo suplantarse excepcionalmente esta exigencia si el consumidor o usuario optase de forma expresa por utilizar cualquier otro medio alternativo de comunicación que aquel pusiera a su disposición, la nueva fórmula legal, claramente invierte estos términos, siendo ahora el soporte o medio electrónico la regla, a excepción de que el propio consumidor elija y manifieste expresamente su decisión de recibirla en soporte físico. Es decir, a partir de esta modificación, el soporte electrónico es la regla general en materia de cumplimiento del deber de información.
Esto es así por dos razones concretas: a) la norma reserva exclusivamente al proveedor la elección del medio por el cual deberá suministrar la información al consumidor; y b) en su parte final, la nueva redacción del art. 4 de la LDC, expresamente establece que, aún en el caso en el que el proveedor no haga uso de su facultad de determinar el medio a través del cual cumple con su obligación de informar, éste deberá ser electrónico.
Los fundamentos del Poder Ejecutivo en lo que respecta a la modificación de la norma que analizamos son, básicamente, inexistentes. Se limita a mencionar que “deviene pertinente actualizar la previsión establecida en la Ley N° 24.240, relacionada con la utilización de medios digitales.”, sin referencia alguna a porqué es necesaria dicha actualización, ni a qué significa actualizarla en relación con el uso de medios digitales. Por otra parte, cómo única justificación de la reforma, sólo ha podido leerse en la prensa a algún funcionario del Poder Ejecutivo explicando que la modificación al texto del artículo 4 de la LDC garantiza el derecho de los consumidores a ser informados gratuitamente, con un criterio más moderno y que aporta a cuidar el medio ambiente, manteniéndose disponible la opción del papel para quien la prefiera.
Más allá de los escasos y poco detallados fundamentos que se brindaron, la reforma al deber de información consagradas en el nuevo art. 4 de la LDC, constituye un grave y serio retroceso en los derechos de consumidores y usuarios.
Ya de por sí, resulta un claro menoscabo al derecho de la parte débil de la relación de consumo, que sea precisamente la parte fuerte y que tiene en su poder la información sobre el bien o producto que coloca en el mercado, así como de la forma en la que lo comercializa, como para que, además, la norma prevea de modo expreso que, ante su indeterminación, deberá brindarla en formato electrónico.
La explicación de que el formato electrónico o digital resulta más moderno, si bien cierta resulta, por lo menos, insuficiente en un país donde un tercio de sus habitantes carece por completo de conectividad y de acceso a internet. En efecto, El último informe del INDEC sobre “Acceso y uso de tecnologías de la información y la comunicación. EPH.”, de septiembre de 2016 y que corresponde al cuarto trimestre de ese año[9], reveló que sólo el 71,8% de los hogares del país cuenta con acceso a internet y que la población de 4 años y más que utiliza internet es del 71%. Un dato en extremo relevante del mismo informe muestra que de las personas mayores de 65 años, únicamente un 29,9% utilizó internet y sólo el 16,9% usó una computadora (punto 1.3.). Similar importancia revisten los porcentajes cuando se los analiza según el nivel educativo. En este caso, únicamente superan los dos tercios de la población que accede y usa internet, aquellos que sólo han iniciado el nivel secundario, quienes lo han completado, y quienes han iniciado o completado el nivel universitario; de la población que no cuentan con ninguna instrucción, sólo el 43,1% utiliza internet; de los que no concluyeron la escolaridad primaria, el 58,2% la utiliza y de quienes terminaron el ciclo primario, un escaso 39,2% hace uso de internet (punto 1.4.).
De un detallado análisis de estos datos oficiales pueden extraerse dos conclusiones fundamentales para afirmar -de modo concreto- que la pretendida modernidad en la que se intenta que funcione el deber de información, resulta un franco retroceso y una pérdida de derechos para los consumidores: a) en el más benévolo de los casos y tomando sólo en cuenta la media nacional, poco menos de uno de cada tres habitantes del país podrá acceder a una información brindada de manera electrónica o digital[10]; b) resulta evidente que los sectores con menor conectividad o acceso a internet son, por un lado, los mayores de 65 años, para quienes resulta muchísimo más difícil o, en muchos casos, imposible recibir información digital o electrónica y, por el otro, aquellos sectores de la población con ninguna o escasa educación. Esto significa que quienes mayormente verán afectados sus derechos por las modificaciones introducidas, son los sectores más vulnerables y desprotegidos de la sociedad.
Por otra parte, el argumento de que de esta manera se cuida el medioambiente, aunque también correcto, ello no puede ser a costa de la pérdida de derechos concretos por parte de los consumidores, además de que existen otros medios mediante los cuales puede preservarse el ambiente como, por ejemplo, la utilización de papel reciclado.
Finalmente, justificar la modificación invocando que los consumidores conservan la potestad de optar expresamente por el formato físico o papel no alcanza, a mi juicio, para soslayar el retroceso en materia de tutela de derechos que el nuevo texto legal significa. Quien antes de la sanción del DNU debía recibir en papel, en todos los casos y como regla, toda la información inherente al bien o servicio que adquiría o contrataba, así como el detalle de las condiciones comerciales en las que lo hacía, hoy debe –sí así lo desea- solicitar al proveedor-dueño de la información, que se la suministre en aquel formato.
Reducir el debate al simple enunciado de que únicamente se han invertido los términos y que lo que anteriormente era excepción, hoy es la regla y viceversa resulta, en la más benévola de las interpretaciones, una ingenuidad. La experiencia diaria demuestra que los consumidores y usuarios se ven perjudicados, precisamente, al momento de recibir o requerir la información acerca de lo que están adquiriendo y que es justamente este hecho el que, posteriormente, origina el sin fin de infortunios que debe padecer por prestaciones o beneficios que le informaron poseía y que no existen o no son tales y que, con la nueva redacción del art. 4, le será dificultoso acreditar si decide efectuar un reclamo.
Es en torno a este derecho-deber de información donde la praxis indica que se verifica la mayor tensión entre quien detenta la información y, por ello, un mayor poder negocial, y quien reviste aquella debilidad estructural que la LDC expresamente tutela. El nuevo texto legal, no tengo dudas, acentúa gravemente aquella debilidad fáctica y jurídica del consumidor, y lo hace en desmedro de un derecho que ha sido históricamente reconocido, reafirmado y ampliado desde su concepción original.
III.2. Supresión del requisito de "claridad suficiente para su comprensión" en la información
Inexplicablemente y, esta vez sí, carente de fundamentos y de justificación alguna, el DNU suprimió del texto del art. 4 de la LDC la mención expresa a la “claridad suficiente que permita su comprensión” que debe contener la información suministrada por el proveedor, fórmula legal que ampliaba notablemente el concepto genérico de “información clara” mencionado en el primer párrafo de la norma.
Tal como lo adelantamos en el presente trabajo, la frase incorporada a la norma del artículo 4, ponía el acento especialmente en el consumidor -destinatario de la información-, evitando que pudieran darse interpretaciones más genéricas o amplias respecto del cumplimiento de este deber por parte del proveedor, quien ya no podría invocar que había informado claramente sino que, antes bien, cumpliría eficazmente con su obligación de suministrar información si el consumidor lograba efectivamente comprenderla.
Esta modificación tuvo enorme importancia en la protección de aquellos consumidores o grupos de consumidores que, debido a condiciones vinculadas estrictamente con la persona concreta o por la especial situación que ostentan, muestran mayor nivel de vulnerabilidad (hipervulnerables o subconsumidores), atento a que el sujeto obligado a informar debía tomar en cuenta, al momento de hacerlo, aquellas condiciones o situaciones particulares y concretas del consumidor.
Lo que más llama la atención de esta modificación introducida al texto legal del art. 4 es que, si se analiza dentro del contexto real al que detalladamente referimos en el punto anterior respecto de que grupo de consumidores carecen de acceso a internet y a medios electrónicos o digitales, vamos a enfrentarnos no sólo con la dificultad que tendrán para acceder a la información sino, además, con que la misma va a encontrarse –muy probablemente- en términos y lenguaje técnico o, en el mejor de los casos, con una claridad orientada a la comprensión de un “consumidor medio”, sin necesidad alguna de que la misma contemple las situaciones o condiciones propias del consumidor en concreto que la recibe. De este modo, la nueva redacción de este artículo convierte al deber de informar en una obligación genérica, pasible de ser cumplida como sí la totalidad del colectivo de los consumidores y usuarios tuvieran idéntica o similar capacidad de comprensión o de entendimiento respecto de la misma, dejándose de lado la contundente y clara expresión de que debía suministrarse con la claridad y de modo tal que permita su comprensión.
A esta altura del análisis, resulta inútil pretender explicar lo inexplicable. Las cosas deben decirse tal cual son: a) al establecer como regla general que el proveedor puede informar al consumidor por medios electrónicos o digitales y mediante correo electrónico o a través de una página web, casi un tercio de los habitantes de nuestro país verán seriamente menoscabado su derecho a recibir información sobre el bien o servicio contratado o a contratar; b) este tercio que se encontrará disminuido o impedido de acceder a su derecho, se corresponde directamente con los sectores más vulnerables de nuestra sociedad; c) el nuevo texto legal suprimió deliberadamente la fórmula que expresa y específicamente les brindaba un protección y una tutela legal concreta y efectiva en el ejercicio de sus derechos.
III.3. La gratuidad del derecho a la información
Si bien la gratuidad, incorporada como característica propia del deber de información por el art. 42 de la CN y mantenida y ratificada por las sucesivas modificaciones a la Ley N° 24.240, no ha dado lugar a mayores debates ni a interpretaciones demasiado disímiles, resulta necesario analizar las consecuencias que, de manera indirecta quizás, la afectan en la nueva redacción del art. 4 de la LDC.
Tal cual lo explica con suma claridad la jurista tucumana Belén Japaze, “dado que el débito informativo forma parte del plan prestacional impuesto por la ley al proveedor, el estricto cumplimiento del mismo no debe suponer costes adicionales para el destinatario.”[11], y si bien es cierto que la gratuidad ha sido mantenida en los mismos términos en el nuevo texto legal impulsado por el Ejecutivo, lo concreto es que el cambio del formato en el que debe suministrarse la misma, efectivamente traerá consigo un costo concreto para el consumidor.
Esto es así por varias razones. Por un lado, la conectividad o el acceso a internet en Argentina, ya sea desde una computadora o desde un teléfono móvil, no es gratuito y supone un costo (en muchos casos no menor) para el consumidor. Por otra parte, una gran cantidad de usuarios, por diferentes motivos, deben imprimir resúmenes de cuenta, de tarjeta de crédito o documentos de pago por impuestos o servicios que han recibido de manera electrónica, ya sea para poder abonarlos, ya sea para guardar debida constancia de los mismos, lo que supone a su vez, tener una impresora, tinta y papel y, si bien podrá argumentarse que estos “costos” a cargo del consumidor no se realizan exclusivamente con el objeto de recibir la información suministrada por el proveedor y, prorrateados con el resto de las actividades para los que puede utilizarse una impresora o una conexión a internet, su costo podría resultar ínfimo, no deja de ser un gasto que el consumidor debe realizar a tal fin y que, como tal, sin dudas tendrá un impacto mucho más grande en aquellos casos de consumidores con mayor carencia de recursos económicos.
Nuevamente serán aquellas personas más vulnerables y con mayor debilidad, quienes más afectados verán sus derechos.
III.4. Las reformas a la Ley de Tarjeta de Crédito
En idéntico sentido a la modificación introducida al art. 4 de la LDC, el DNU modifica, mediante el art. 170 de la norma, el inc. k) del art. 6 de la Ley N° 25.065, de tarjeta de crédito. Dicha norma contenía y enumeraba los requisitos que debe contener el contrato de emisión de Tarjeta de Crédito y que, en el inciso mencionado expresamente establecía la obligatoriedad de que dicho contrato contuviera la firma, tanto del titular de la tarjeta, como de la persona apoderada de la empresa emisora.
El decreto del Poder Ejecutivo modificó el texto de este inciso que, en su redacción actual dispone: “k) Firma del titular y de personal apoderado de la empresa emisora. Si el instrumento fuese generado por medios electrónicos, el requisito de la firma quedará satisfecho si se utiliza cualquier método que asegure indubitablemente la exteriorización de la voluntad de las partes y la integridad del instrumento”, omitiendo brindar mayores especificaciones respecto del significado de un “método que asegure indubitablemente la exteriorización de la voluntad de las partes y la integridad del instrumento” y utilizando términos vagos e imprecisos que redundarán en una mayor indefensión de los usuarios de este medio de pago, quienes se verán sujetos a imposiciones unilateralmente diseñadas por las entidades bancarias y financieras.
Se modificó también el art. 24 de la misma ley, que establecía la obligatoriedad de la remisión del Resumen de cuentas al domicilio del titular, mientras que en su nuevo texto invierte –del mismo modo que ocurre con el art. 4 LDC- la situación, convirtiendo en regla lo que era excepción y viceversa.
La norma modificada dispone como regla general la obligación del emisor de la tarjeta de crédito de remitir el resumen de la misma, al correo electrónico del titular y, para el caso de que el usuario titular lo requiera en soporte físico, deberá manifestarlo expresamente. El artículo en cuestión quedó redactado de la siguiente manera: “Domicilio de envío de resumen. El emisor podrá optar por enviar el resumen en soporte electrónico a la dirección de correo electrónico que indique el titular en el contrato o a la que con posterioridad fije fehacientemente, salvo que el consumidor establezca expresamente que su remisión será en soporte papel”.
Nuevamente y en clara concordancia con lo normado respecto del deber de información en la ley de defensa del consumidor, la elección u opción del soporte electrónico como medio de información del resumen de cuenta de la tarjeta de crédito, se ha puesto en poder de la parte fuerte de la relación de consumo, a excepción de que aquel expresamente manifieste su voluntad de recibirlo en soporte papel.
De la lectura de los fundamentos del DNU pueden extraerse, no sin un gran esfuerzo interpretativo, que las modificaciones propuestas por la norma, se sustentan y obedecen a: a) “la creación de documentos a distancia es un elemento esencial para permitir el acceso remoto a los servicios financieros y otras actividades que pueden realizarse en forma no presencial”; b) “el Código Civil y Comercial de la Nación, vigente desde el 1º de agosto de 2015, estableció un criterio para la prueba de la autoría de los instrumentos en general, estableciendo que la firma digital es el único medio habilitado para probar la autenticidad y la autoría de un instrumento privado generado por medios electrónicos”; c) “si bien el procedimiento establecido para firma digital tiene la intención de asegurar la autoría e integridad de un documento, durante el tiempo transcurrido desde su dictado se han perfeccionado y ampliado los mecanismos posibles para, precisamente, asegurar la autoría e integridad de los documentos electrónicos”; d) “en consecuencia, se propone adecuar únicamente para los ámbitos y las actividades bancarias y financieras, los marcos legales relativos al cheque, la letra de cambio, el pagaré y las tarjetas de crédito y/o compra en el sentido de que admitan, además de la firma digital, otros medios electrónicos que aseguren indubitablemente la autoría e integridad de los documentos suscriptos por sus titulares y/o libradores, simplificando procesos que hoy resultan engorrosos y poco seguros.”
Sintéticamente, diremos que los mismos argumentos utilizados para poner de relieve que la reforma del art. 4 de la LDC, en cuanto establece la regla general del soporte electrónico como medio de cumplimiento del deber de información, resulta un importante menoscabo a los derechos del consumidor, son enteramente aplicables a las modificaciones a la Ley N° 25.065 en estudio. En tal sentido, vale la pena reiterar que pretender que la utilización de firma digital o medios similares que aseguren indubitablemente la autoría e integridad de un documento como el contrato de tarjeta de crédito, así como el envío del resumen de cuenta de una tarjeta de crédito por medios electrónicos, en el contexto de un país donde 1 de cada 3 habitantes carece de los medios necesarios para acceder a internet, resulta un absurdo.
Desconocemos, por otra parte, a que otros “mecanismos” que aseguren la autoría y la información contenida en documentos digitales se refiere específicamente el DNU en sus fundamentos, dejando abierto este punto a cualquier medio que el proveedor decida utilizar bajo apariencia de fidelidad, máxime teniendo en cuenta le falta de conocimientos técnicos de los que carece por completo el consumidor y a quien no le quedará otra opción más que “confiar” en la “buena fe” de su co-contratante.
Vemos con asombro que el propio decreto expresamente refiere al criterio establecido en el art. 288 del CCyC de que la seguridad respecto de la autoría y de la integridad del documento únicamente se satisface mediante la firma digital, criterio del que deliberadamente se aparta para dar lugar a nuevos mecanismos que se han perfeccionado y ampliado para, precisamente, asegurar tales fines, sin referencia estricta a ninguno de ellos ni justificación alguna que amerite su utilización en sustitución de la firma digital expresamente referida.
III.4. El modo elegido para la reforma: el DNU
A las razones que detalladamente he expuesto para considerar que la modificación al art. 4 de la LDC significa un serio menoscabo en el reconocimiento y tutela de los derechos de consumidores y usuarios y un grave retroceso en materia legislativa que no tiene precedentes desde la sanción de la ley 24.240 en los 25 años de su vigencia, debemos agregar que, sin dudas, el modo escogido por el ejecutivo nacional para la modificación propuesta, no ha sido ajustado a derecho y es a todas luces inconstitucional.
Los Decretos de Necesidad y Urgencia, herramienta prevista por la Constitución Nacional para aquellos casos en los que por circunstancias excepcionales se hiciera imposible seguir los trámites ordinarios previstos para sanción de las leyes.
No es intención de este trabajo adentrarse en el análisis de este remedio constitucional para los casos específicamente contemplados y que soslayan la expresa prohibición, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, de que el Poder Ejecutivo ejerza funciones legislativas.
Sin perjuicio de ello, es evidente que para el dictado del DNU 27/2018 publicado en el Boletín Oficial el 10 de enero de 2018, no han concurrido ninguna de las circunstancias excepcionales que habiliten su sanción. De hecho, de los propios fundamentos, sólo puede advertirse que la única imposibilidad para seguir el trámite normal para la sanción de las leyes, fue que el Congreso Nacional se encontraba en receso, a menos de dos meses de que se iniciaran las sesiones ordinarias y que ello, sumado al “tiempo que inevitablemente insume el trámite legislativo”, redundaría en un importante retraso en la sanción de las normas comprendidas por el DNU y, de esta manera, se impediría el cumplimiento efectivos de los objetivos de decreto.
Independientemente de los motivos -exhibidos u ocultos- que llevaron al dictado de la norma por el ejecutivo, lo cierto es que, en lo que específicamente refiere a la modificación introducida respecto del deber de información, el camino elegido ha sido el menos apropiado.
La modificación de una norma como el art. 4 de la LDC, eje central del Derecho del Consumidor, y con la trascendencia e importancia que reviste para tutelar a la parte débil de la relación de consumo, imponía someter la cuestión a un debate amplio, no sólo legislativo, multidisciplinario, que involucrara a la totalidad de los actores sociales, jurídicos, estatales y de los sectores de la sociedad civil comprometidos y competentes en la defensa de los consumidores y usuarios y en la protección de sus derechos. Sin embargo, el Poder Ejecutivo prefirió sancionar una norma legal de tanto impacto en la vida cotidiana de millones de consumidores, sin oír a nadie y sin escuchar la opinión de diferentes sectores que, por su función y trabajo permanente, mucho hubieran podido aportar para mejorar derechos. Ni siquiera las Asociaciones de Defensa de Consumidores y Usuarios que activamente participan del Consejo Consultivo de Consumidores, ni el Consejo Federal de Consumo (COFEDEC), integrado por todas las autoridades de aplicación de la LDC de todo el país, fueron consultadas.
Este debate amplio, multidisciplinario y esencial es el que, interpretamos, el ejecutivo quiso evitar bajo la referencia al “tiempo que inevitablemente insume el trámite legislativo”, desestimando y pasando por alto que es justamente ese tiempo que conlleva el debate legislativo, el que permite la elaboración de normas de mejor calidad y que efectivamente protejan y garanticen derechos.
Resulta importante mencionar que al momento en el que elaboro el presente trabajo, se han presentado en la Cámara de Diputados de la Nación tres proyectos de ley conteniendo la totalidad de las normas sancionadas por el DNU 27/2018, con la finalidad de evitar las críticas al decreto y su eventual rechazo por el Congreso Nacional. El denominado “Ley de Simplificación y Desburocratización para el Desarrollo Productivo de la Nación” y que ingresara bajo el Nº 6830-D-2017 es el que contiene la reforma al artículo 4º de la LDC y, de la lectura del mismo, se evidencia que se insiste con la redacción propuesta en el DNU y en los mismos términos.
IV. Un retroceso más en el derecho a la información. La Resolución N° 915-E-2017 de la Secretaría de Comercio de la Nación [arriba]
El 4 de diciembre de 2017 se publicó en el Boletín Oficial la Resolución N° 915-E de la Secretaría de Comercio del Ministerio de Producción de la Nación que viene a reglamentar los requisitos legales para las publicidades incluidas en la Ley N° 22.802 (arts. 9 y 10) y en la Ley N° 24.240 (arts. 4 y 36).
Quizás lo único que pueda destacarse de la resolución, sea que logra concentrar en una sola norma, la totalidad de las regulaciones sobre la información que el proveedor debe suministrar en las publicidades y la forma de hacerlo, y que se encontraban dispersas en varios textos legales. Por desgracia, lo hace a costa de disminuir garantías de los consumidores y usuarios y menoscabando seriamente su derecho a recibir información clara, detallada y gratuita.
Como explicaremos detalladamente en el presente punto, la idea general que se desprende de la regulación a la información que debe contener la publicidad que el proveedor haga de los bienes y servicios que comercializa, así como de las condiciones en las que lo hace, es que ésta deje de ser suministrada en el mismo aviso publicitario, para ser puesta a disposición del consumidor en una página web o a través de una línea telefónica gratuita.
Puede afirmarse que esta resolución constituye el antecedente de las modificaciones que, un mes después, introdujo el DNU N° 27/2018 al deber de información contenido en el art. 4 de la LDC, puesto que ambas modificaciones comparten la misma orientación: que el proveedor pueda suministrar información al consumidor en formato electrónico o digital o utilizando estos medios.
La resolución comienza por derogar todas aquellas normas que referían a los requisitos y modalidades a los que debían ajustarse quienes publiciten bienes y/o servicios por cualquier medio gráfico, televisivo, cinematográfico o audiovisual, o por radio. De esta manera se dejan sin efecto la resolución 789/1998, el art. 7 de la Resolución N° 89/199, ambas de la ex Secretaría de Industria, Comercio y Minería del es Ministerio de Economía, Obras y Servicios Públicos, y los arts. 8 y 10 de la Resolución N° 7/2002 de la ex Secretaría de la Competencia, la Desregulación y Defensa del Consumidor del ex MINISTERIO DE ECONOMÍA para, a continuación, establecer los requisitos legales para las publicidades incluidas en los arts. 9 y 10 de la Ley N° 22.802 y en los arts. 4 y 36 de la Ley N° 24.240 (art. 4, Resolución N° 915-E).
Lo que la Secretaría de Comercio establece en esta resolución es, básicamente, que la información relativa a las características esenciales de los bienes y servicios que se publicitan, así como también las condiciones de su comercialización, y toda aquella relativa a concursos, certámenes, sorteos o mecanismos similares para la adjudicación de premios o para la promoción de venta de bienes y/o la contratación de servicios, deberá ser suministrada a los consumidores través de una página web y/o de una línea telefónica gratuita, debiendo consignarse dicha circunstancia en la publicidad correspondiente.
La norma refiere a aquellos textos que obligatoriamente debían integrar las publicidades radiales, televisivas o gráficas que efectuaba el proveedor y que, en rigor de verdad, eran emitidos a una velocidad o impresos en caracteres tan diminutos que hacían prácticamente imposible que el mensaje llegara con claridad al consumidor y, en un intento por simplificar estas obligaciones, la resolución admite que en dichas publicidades pueda sustituirse la información correspondiente, por la expresa referencia a una página web y/o línea telefónica gratuita, a través de las cuales el consumidor puede obtenerla, debiendo consignarse dicha circunstancia en la publicidad correspondiente mediante la fórmula “Para más información consulte en…” o “Para más información comuníquese gratuitamente al teléfono…”.
De los propios fundamentos de la Resolución N° 915 se advierte que : a) “… en lo que respecta a la regulación de los anuncios publicitarios, el interés protegido por la normativa vigente consiste en asegurar que éstos no induzcan a error, engaño o confusión sobre las características o propiedades del bien o servicio ofrecido, así como también asegurar a los consumidores y usuarios el acceso a la información esencial relativa a los bienes y servicios que se publicitan, y que pueda ser comprendida por éstos con facilidad”; b) “las normas que regulan la publicidad, en general, se encuentran dispersasen numerosas leyes, decretos y resoluciones que tutelan intereses diversos y que no se encuentran armonizadas, lo que obstaculiza el cumplimiento efectivo de éstas e impide a los consumidores el acceso a una información simple y clara”; c) “existe cierta dificultad en la determinación, por parte de los anunciantes, de la información que debe ser incluida en los anuncios publicitarios, y, asimismo, es fácilmente comprobable la difusión de avisos publicitarios que si bien cumplen con la normativa vigente son poco claros para los consumidores y usuarios por la cantidad de información no esencial o irrelevante que es incorporada en las piezas publicitarias, desvirtuando la finalidad pretendida por las normas; y d) “a fin de cumplir con el objetivo perseguido por la normativa citada, resulta necesario simplificar y uniformizar la normativa que regula las publicidades, de modo tal que éstas sean claras, comprensibles y útiles para el receptor de la información, evitando, a su vez, que los anunciantes incurran en costos excesivos e injustificados para la publicidad de sus productos o servicios”.
Dos fundamentos son los que, a mi juicio, resultan atendibles y ameritaban una modificación a la regulación vigente respecto de la información que debe brindar el proveedor en los avisos publicitarios que realice. El primero es la modalidad en la que debía hacerlo y que –como adelanté anteriormente- era efectuado de manera tal que impedía que la información fuera claramente comprendida por el consumidor. El segundo, es la dispersión normativa que existía sobre este tema. De ambos, la resolución sólo logra resolver satisfactoriamente el segundo, condensando en una única resolución toda la regulación acerca de los requisitos legales para la publicidad de bienes y/o servicios que realice el proveedor. Respecto del primero, en lugar de aportar claridad y detalle acerca de las características y modalidades de comercialización del bien o servicio publicitado, lo que hace es simplificar el deber del proveedor que ya no deberá incluir esta información en el aviso mismo, sino que podrá hacerlo reenviando al consumidor, acreedor de la información, a una página web o a una línea telefónica, menoscabando gravemente el ejercicio de su derecho a ser informado con todas las características contenidas en la Constitución Nacional, en el Código Civil y Comercial y en la propia Ley de Defensa del Consumidor.
Lo único que logra la resolución en cuestión es aligerar el deber de informar que pesa sobre el proveedor, a la vez que reducir los costos que su cumplimiento le aparejaba, lo cual es expresamente reconocido por la propia Secretaría de Comercio en los fundamentos de la misma, mediante la poco feliz y desafortunada referencia a lo “excesivo e injustificado” de dichos costos. Ningún costo resulta excesivo cuando la finalidad perseguida por la ley es asegurar el cumplimiento de un legítimo derecho cuyo titular es, precisamente, el débil jurídico de la relación de consumo. ¡Mucho menos es injustificado!
Si la verdadera finalidad de la resolución que comentamos hubiera sido realmente asegurar que la información llegará al consumidor con la claridad suficiente para su comprensión, garantizando efectivamente su derecho, otras deberían haber sido las regulaciones que podrían haberse adoptado en tal sentido. Podría haberse regulado la velocidad de emisión del mensaje, el tiempo durante el cual debía permanecer visible o aumentar el tamaño de la tipografía utilizada, en caso de que la publicidad fuera realizada por radio, televisión, cine u otro medio audiovisual o en algún medio gráfico, respectivamente. El Estado, en su carácter de garante de los derechos de usuarios y consumidores, podría haber establecido subsidios o imponer aranceles menores a los medios de difusión para disminuir los costos del proveedor, tal cual ocurre, por ejemplo, con los espacios destinados a la publicidad de los partidos políticos en épocas electorales. Existen, en definitiva, un sinnúmero de soluciones que podrían haberse preferido para resolver el problema y sin que ello significara un menoscabo a los derechos del consumidor. Seguramente, muchos sectores del gobierno argumentarían la imposibilidad de adoptar este tipo de soluciones, en el mayor costo que traerían aparejadas para el Estado y, sin dudas, lo harían olvidando y dejando de lado su deber y su responsabilidad de garantizare los derechos de sus ciudadanos. Quizás hasta dirían que sería un gasto estatal “injustificado”.
Lo que en definitiva ha logrado esta resolución, no es más que convertir la obligación de informar que pesa sobre el proveedor, en una fórmula genérica que traslada al consumidor la tarea de informarse.
Como claramente puede advertirse sin mayores esfuerzos interpretativos, informar, no es lo mismo que informarse. Informar significa que el proveedor debe realizar una acción positiva, es decir, debe desplegar un comportamiento dirigido a comunicar con claridad al consumidor las características del bien o servicio que ofrece. Informarse, por el contrario, implica que es el consumidor -a quien le es debida la información-, quien debe asumir, a su costo y bajo su responsabilidad, la tarea de adquirir dicha información.
Por otra parte, el simple mecanismo que utiliza la norma para lograr la información necesaria para que el consumidor pueda tomar una decisión consciente y reflexionada, no va más allá de redireccionarlos a un sitio de internet o a una comunicación telefónica para obtener la información necesaria a tal fin. De este modo, se facilita y abarata la difusión de la “parte importante” para el proveedor -el mensaje publicitario-, mientras que la “parte importante” para el consumidor -la información que le permitirá elegir libre y fundadamente-, se traslada a un lugar distante y diferenciado del mensaje publicitario y al que este debe dirigirse para su obtención. Obviamente que esto no sólo le dificulta al consumidor conocer la información relevante para la contratación sino que, además, dificulta fuertemente el control que debe realizar la autoridad de aplicación, ya que no bastará con controlar la publicidad y la información contenida en ella, sino que deberá también constatar las páginas web y teléfonos a través de los cuales el proveedor deber brindar la información.
Finalmente, no debe dejarse de lado lo que oportunamente se puso de manifiesto respecto de las deficiencias y dificultades que existen en nuestro país en cuanto a conectividad y acceso a internet y que resultan absolutamente aplicables al momento de analizar los efectos y consecuencias de las regulaciones contenidas en la Resolución N° 915 y que se orientan, al igual que la modificación del art. 4 de la LDC por el DNU, a que el proveedor utilice los medios electrónicos o digitales para suministrar la información, morigerando la forma de cumplir con su obligación y reduciendo sus costos, en desmedro del derecho con el que constitucionalmente cuenta el consumidor.
V. El principio de progresividad en el Derecho del Consumidor [arriba]
Se viene señalando hace tiempo la existencia de un proceso de humanización del derecho privado que ha sido impulsado y reafirmado por la reforma constitucional del año 1994 y que, de allí en más, se ha ido nutriendo desde la doctrina y la jurisprudencia nacional y cuya principal consecuencia es la relación directa que existe entre aquel y los derechos humanos.
Este proceso de vinculación y acercamiento del Derecho Privado a la Teoría de los Derechos Humanos resulta de gran importancia y se encuentra estrechamente ligado a la idea de dignidad humana inherente al “núcleo duro” de los derechos humanos de segunda generación. En palabras del maestro Gabriel Stiglitz “El derecho a la dignidad, reconocido por el art. 42 de la Constitución Nacional, a favor del consumidor como persona humana, es la clave de identificación del Derecho del Consumidor, dentro del sistema de tutela de los derechos humanos.”[12]
Indudablemente emparentado ya a los derechos humanos, el derecho del consumidor integra y participa de aquel “bloque de constitucionalidad” conformado por la Constitución Nacional y por los tratados de derechos humanos que, por imperio del art. 75, inc. 22, la integran.
Enmarcado dentro de los derechos económicos, sociales y culturales, o derechos humanos de segunda generación, en tanto se orientan a asegurar condiciones de vida digna y de desarrollo de un hombre ya constituido por los derechos civiles y políticos, o de primera generación, el derecho del consumidor resulta amparado por el principio de progresividad del que gozan los primeros.
Este principio de progresividad se encuentra consagrado en el art. 26 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos del año 1969, conocido como Pacto de San José de Costa Rica, que expresamente dispone que “Los Estados Partes se comprometen a adoptar providencias, tanto a nivel interno como mediante la cooperación internacional, especialmente económica y técnica, para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de las normas económicas, sociales y sobre educación, ciencia y cultura (…) en la medida de los recursos disponibles, por vía legislativa u otros medios apropiados.” y en el art. 2.1. del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la O.N.U. que establece que “Cada uno de los Estados Partes en el presente pacto se compromete a adoptar medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la cooperación internacionales, especialmente económicas y técnicas hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos.”. Si bien ambos tratados se encuentran incorporados a nuestra Constitución Nacional y, por ello, también este principio lo está, el art. 75, en sus incis. 18[13] y 19[14], conocidos como “Cláusula de Progreso” y “Cláusula de Desarrollo Humano”, también constituyen una clara consagración constitucional del mismo.
El principio de progresividad de los derechos humanos implica un progreso gradual para lograr su pleno cumplimiento, requiriendo que el Estado adopte medidas a corto, mediano y largo plazo, pero procediendo lo más expedita y eficazmente posible, procurando por todos los medios posibles su satisfacción en cada momento.
Entendido de esta manera, este principio se relaciona estrechamente con la prohibición para el Estado de retroceder o dar marchas atrás injustificadamente, regulando por debajo de los niveles de cumplimiento efectivamente alcanzados. La “no regresividad” en la protección y garantía de derechos humanos se constituye así en la contracara de aquel principio, exigiendo al Estado, ya no un comportamiento activo, sino uno negativo que implica abstenerse de acciones que de cualquier manera y sin justificación real, signifiquen una regresión en el reconocimiento y cumplimiento de los derechos humanos que se haya logrado.
Esto tiene efectos y consecuencias eminentemente prácticas en lo que hace a la regulación de normas tuitivas del consumidor y, en el caso específico del presente trabajo, permite afirmar que la modificación del art. 4 de la LDC por el DNU N° 27/2018, resulta una acción legislativa emanada directamente del Poder Ejecutivo Nacional a todas luces regresiva en materia de reconocimiento y de cumplimiento de derechos.
Tal cual lo detallé sintéticamente en el punto II., el derecho del consumidor a la información fue evolucionando desde su origen y hasta el año 2016. El art. 42 incorporado a la Constitución en el año 1994, el nuevo Código Civil y Comercial vigente desde el 2015, así como las sucesivas modificaciones a la Ley N° 24.240 (Ley N° 26.361 y N° 27.250), configuraron avances concretos en torno al reconocimiento y a la ampliación del derecho a la información, reafirmándolo y constituyendo un significativo progreso en su regulación y, producto de la aplicación de estas, también en su cumplimiento. En síntesis, este trascendente derecho de consumidores y usuarios evolucionó favorablemente, en clara concordancia con lo que dispone el principio de progresividad.
Sin embargo, a casi 25 años de la sanción de la ley de defensa del consumidor, este sostenido desarrollo histórico y el avance normativo del derecho a la información encuentra hoy, con la sanción del mencionado DNU, su primer retroceso. El nuevo texto de la norma no garantiza un efectivo y universal ejercicio de este derecho y significa un paso atrás en torno a su reconocimiento legal.
Frente a esta situación, se impone obligatoriamente que la totalidad de los operadores jurídicos que actúan en el ámbito del Derecho del Consumidor, interpreten el nuevo texto legal en el contexto de un sistema tutelar integrado por la norma constitucional, el nuevo código civil y comercial, y la normativa especial, guiados por el art. 42 de la CN, por el principio de indubio pro consumidor contenido en los artículos 3º de la LDC y 1.094 del CCyC y conforme al principio de protección del consumidor expresamente previstos en esta última norma.
VI. La solución a la regresión impuesta por el DNU: el diálogo de fuentes [arriba]
Tal como lo hemos analizado precedentemente, las modificaciones que ha introducido el Poder Ejecutivo al deber de información, resultan un franco retroceso y un serio menoscabo en el reconocimiento de los derechos de consumidores y usuarios y en cuanto a su protección efectiva.
Claramente, las reformas efectuadas por el DNU N° 27/2018 al deber de información contenido en el artículo 4º de la ley de defensa del consumidor y la ley de tarjeta de crédito, como las realizadas por la Resolución N° 915-E de la Secretaría de Comercio, referentes a la información que debe incluir el proveedor en los mensajes publicitarios que realice sobre los bienes y servicios que comercializa, se orientan a regular los requisitos, la forma y el formato mediante el cual el sujeto obligado a informar debe hacerlo y, en este sentido, la conclusión es que el deber de informar a su cargo se ha visto enormemente morigerado en desmedro del derecho del consumidor a ser informado de manera cierta, clara, detallada y gratuita.
Resulta claro que las reformas analizadas tendrán un impacto directo en la vida cotidiana de los usuarios y consumidores de nuestro país que comenzarán a enfrentarse al problema de que, al momento de adquirir un bien o de contratar un servicio, probablemente no se encuentren con un proveedor que la brinde, sino que deban recurrir a algún sitio de internet o contar con un correo electrónico o comunicarse telefónicamente para obtenerla. Algo similar ocurrirá cuando deban abonar la factura de algún servicio o el resumen de una tarjeta de crédito.
Por otra parte, resulta indispensable enmarcar estas nuevas reformas que comentamos, en un fenómeno propio de la modernidad como es la fragmentación y la complejidad de la fuente legal, que reconoce nuevos espacios de generación normativa[15], así como en el proceso de descodificación y de constitucionalización del Derecho Privado, que tiene como consecuencia, un crecimiento de leyes microsistémicas y de normas constitucionales que regulan e integran el Derecho del Consumidor.
Esta nueva realidad obliga al operador jurídico en el Derecho Privado, a incorporar el análisis de diversas fuentes normativas que exceden al Código Civil, como la Constitución y las leyes microsistémicas, por ejemplo, lo que implica un cambio de paradigma respecto del anterior sistema que condensaba la totalidad de las soluciones únicamente en el Código Civil.
La respuesta a esta mayor complejidad de la fuente legal no puede estar dada por la idea de que una única norma es la que debe resultar aplicable, excluyendo a las demás por motivos de jerarquía, de especialidad o temporales. Tal cual lo expone con suma claridad Gonzalo Sozzo, “La respuesta no pasa entonces por la simplificación sino por encontrar un método que respete la exigencia de un nivel de complejidad adecuado a la complejidad del entorno (…) Dicho de otro modo: el Derecho no puede simplificar con una regla lo que en el campo social se presenta como una problemática compleja de la cual distintos actores sociales tienen enfoques divergentes pero sustentables constitucional y democráticamente. La mayor complejidad del sistema del Derecho Privado es el resultado de la mayor complejidad del “entorno”. Es decir, sociedades más complejas y plurales generan sistemas legales también más complejos en los que los asuntos no tienen un solo enfoque posible sino múltiples y en los cuales la respuesta no es apriorística sino que se organiza procedimentalmente.”[16]
Por ello y con enorme acierto, el nuevo Código Civil y Comercial recurre al “diálogo de fuentes” como herramienta superadora para resolver las antinomias o conflictos normativos propios de un derecho moderno.
El “diálogo de fuentes” es una teoría desarrollada inicialmente por Erik Jayme[17] que consiste en que la solución a los conflictos de leyes, sea el resultado de un diálogo de fuentes que permita una aplicación simultánea, coherente y coordinada de las diferentes fuentes normativas. En palabras de Álvarez Larrondo, el autor de esta teoría propone “… la convivencia de una segunda solución al lado de la tradicional: la coordinación de las fuentes. Una coordinación flexible y útil de las normas en conflicto en el sistema, a fin de restablecer su coherencia, esto es, un cambio de paradigma: de la retirada simple (revocación) de una de las normas en conflicto del sistema jurídico (o de la idea de “monólogo” donde solamente una norma puede “comunicar” la solución justa), a la convivencia de esas leyes, donde ambas sumen a un resultado justo, haciendo del diálogo de las normas, una herramienta para alcanzar el objetivo de una finalidad “comunicada” pero en conjunto.”[18]
El objetivo del diálogo de fuentes para los casos de conflictos de normas es llevar a cabo un trabajo de coordinación de las diferentes fuentes, integrándolas de manera que el resultado sea la aplicación de dos o más reglas, ya sea complementaria o subsidiariamente.
Ahora bien, ¿Cuáles son las normas que constituyen e integran el sistema del Derecho del Consumidor y que, eventualmente, deberán dialogar?
En primer lugar, nos encontramos con la Constitución Nacional que, a partir de la reforma de 1994, ha dado a los derechos fundamentales un lugar central en el sistema de Derecho Privado.
En segundo término, tenemos el nuevo Código Civil y Comercial que, por un lado, reconoce que ya no es sinónimo de sistema y que el Derecho Privado se integra con una pluralidad de normas que exceden la codificación y, por el otro, asume un lugar central en el terreno de la interpretación mediante la teoría del “diálogo de fuentes” que reconoce un sistema de fuentes complejo (art. 1 CCyC) en el cual la Constitución Nacional y los tratados internacionales que la integran, constituyen el máximo nivel normativo de regulación de las relación de consumo.
Finalmente, el microsistema de defensa del consumidor conformado por la ley de defensa del consumidor, que contiene la regulación central y general pero que, al mismo tiempo y por imperio del art. 3 de la LDC, se integra con diversas leyes especiales que también comparte la finalidad de protección de los derechos de consumidores y usuarios.
El diálogo entre las fuentes enumeradas viene dado, en materia de relaciones de consumo, por el art. 1094 del CCyC que establece que el operador jurídico deberá coordinar e integrar las diferentes normas aplicables al caso, tomando el principio rector de “protección del consumidor” como guía que lo obliga a maximizar su tutela.
Por otra parte, nos encontramos con que el sistema de derecho del consumidor debe contribuir a brindar soluciones para conflictos que surgen de una sociedad moderna y compleja que requiere atender a situaciones específicas que, en definitiva, llevan a que aquellas soluciones deban adecuarse, cada vez más, al caso en concreto.
El método de interpretación sistemático basado en la subsunción normativa ya no resulta eficaz ni eficiente para resolver este tipo de conflictos y la idea de que una única norma es la que debe aplicarse a la universalidad de los casos es sustituida por “la regla del caso” que surge de la aplicación subsidiaria o complementaria de dos o más reglas que surja como resultado del diálogo de fuentes.
Siguiendo nuevamente a Sozzo en el magistral artículo ya citado, la fragmentación de la fuente legal y, sobre todo, la complejidad del entorno en el que estas deben funcionar“… no permite una respuesta a priori sino sólo a posteriori y allí otros métodos se requieren para “encontrar” una respuesta legal. Estos métodos lejos de aumentar la inseguridad la disminuyen pues en estos casos una respuesta del tipo de las que ofrecen las reglas legales no resulta satisfactoria pues aplicarla implica invisibilizar el resto de los puntos de vista en juego.”[19]
Trasladando el razonamiento descripto a la cuestión específica del deber de información y a las modificaciones que hemos analizado, nos hallamos frente a una redefinición de aquel deber que erróneamente, según entendemos, ha pretendido “modernizar” o “aggiornar” la obligación de informar del proveedor a un entorno tecnológico y digital que no es universal ni resulta accesible a la totalidad de los consumidores y usuarios del país.
Desarrollamos cotidianamente nuestras actividades y nuestra vida en una sociedad en la que conviven una multiplicidad de momentos históricos, culturales, sociales y cognitivos, como nunca antes se vivió. Al decir de Álvarez Larrondo, “Es menester entender que conviven en esta sociedad, tres generaciones con patrones de conducta y entorno social cotidiano totalmente distintos, pero que se mueven en el mismo territorio, y bajo un régimen legal común para todos ellos, aun cuando son radicalmente diferentes.”[20] Pretender que una sociedad en la que cohabitan generaciones como los “Baby Boomers”, la “Generación X”, los “Millennials” y los “Centennials” -que se vinculan de manera tan disímil con la era digital y las nuevas tecnologías-, los conflictos en las relaciones de consumo puedan resolverse mediante la aplicación de una única norma resulta ingenuo y desprovisto de sustento fáctico. De allí que interpretemos que las modificaciones al deber de información han resultado un menoscabo para los derechos de los consumidores y usuarios, en especial para aquellos cuya relación con la tecnología es ajena o poco familiar, ya sea por su edad o por el concreto contexto geográfico, social, económico y cultural en el que se encuentran inmersos.
Es cierto que la teoría del diálogo de fuentes que el Código Civil y Comercial establece como método de interpretación, podrá brindar soluciones justas y acertadas, toda vez que el principio rector que debe guiar ese “diálogo” es el de la maximización de la protección del consumidor. También lo es que cada caso en particular tendrá, como resultado de la aplicación de este método y de la “conversación” entre las diversas fuentes que constituyen el sistema de Derecho del Consumidor, la “regla del caso” que permita encontrar la solución justa y que mejor contemple el entorno social concreto del consumidor, acreedor de la información.
Confiamos en que ello ocurra porque los diferentes operadores del campo legal del Derecho del Consumidor se encuentran legalmente obligados por el Código Civil y Comercial a hacer “dialogar” a las diferentes fuentes que integran el sistema y de que deben hacerlo elevando a su máximo posible el principio de tutela del consumidor. Sin perjuicio de ello, sostenemos que las modificaciones al deber de información significan un grave retroceso en el reconocimiento y un menoscabo a los derechos de consumidores y usuarios que generará, sin dudas, un mayor número de conflictos en las relaciones de consumo.
En los casi 25 años de vigencia de la ley de defensa del consumidor, el deber de información del proveedor -y su contracara como derecho del consumidor-, registraron avances legislativos significativos que lo elevaron a la categoría de derecho constitucionalmente reconocido y que lo incluyeron expresamente en el articulado del nuevo Código Civil y Comercial.
Paralelamente, tanto la doctrina especializada como la jurisprudencia de nuestros tribunales destacan permanentemente el papel central que este derecho-deber juega en las relaciones de consumo como herramienta igualadora y protectora de la parte débil de la relación de consumo, evitando abusos de los proveedores de bienes y servicios.
En tantos años de progreso y ampliación en cuanto a su reconocimiento, es la primera vez que asistimos a un retroceso tan serio y grave del derecho a la información del consumidor.
Más allá de las justificaciones y fundamentos que pueda invocar el Poder Ejecutivo para explicar las modificaciones introducidas mediante el DNU N° 27/2018 y la Resolución N° 915-E, es evidente que lo que se ha pretendido es aliviar y aligerar significativamente el costo que para el sector empresario constituye informar al consumidor de manera cierta, detallada, gratuita y con la claridad suficiente para su comprensión, en desmedro de los derechos de la parte más débil de la relación y con un impacto nocivo en aquellos sectores que por su edad, su lugar de residencia o sus condiciones sociales, económicas y culturales, son especialmente más vulnerables.
El argumento de que estas modificaciones obedecen a un criterio más moderno no es suficiente en un país en el que, como hemos dicho, para casi un tercio de su población el acceso a internet y a las nuevas tecnologías, no es una realidad concreta en su vida. Esta justificación no es cierta y no es válida, y no puede priorizarse una mal entendida “modernidad”, cuando aún existen grandes sectores del país para los cuales la era digital se encuentra a una enorme distancia de ser una realidad.
Paralelamente, la totalidad de la doctrina especializada, las asociaciones de defensa de consumidores y usuarios, y muchos de los organismos públicos que, como autoridades de aplicación funcionan en nuestro país, han criticado las reformas introducidas por el DNU y por la resolución mencionados, afirmando que constituyen un claro retroceso en el reconocimiento del derecho del consumidor a la información y un severo menoscabo en su ejercicio.
Es deber indelegable del Estado promover la igualdad entre sus habitantes y, sobre todo, tomar todas las medidas y acciones indispensables para asegurarles una vida digna y posibilidades de desarrollo y es precisamente en aquellos sectores más necesitados, más débiles y más vulnerables, donde deben concentrarse los esfuerzos en tal sentido.
Contrariamente a ello, el ejecutivo nacional prefiere morigerar la obligación empresaria de informar a los consumidores, otorgándoles la facultad de elegir el formato en el cual deberán suministrar dicha información y, en caso de no hacerlo, entendiendo que el formato válido será el electrónico, formato al que los consumidores más vulnerables no podrán acceder. Es decir, el Estado Nacional, en lugar de fortalecer el derecho de este sector de la población a recibir información, imponiéndole al proveedor una mayor exigencia en el cumplimiento de su deber, le permite hacerlo de la manera menos costosa y, por ende, en franco desmedro de los derechos de aquellos sectores.
Hemos analizado como el derecho del consumidor a la información constituye, sino el principal, uno de los ejes centrales de todo el sistema tutelar del Derecho del Consumidor y como, a lo largo de más de dos décadas, el mismo se ha profundizado legislativa, doctrinaria y jurisprudencialmente.
Seguidamente expusimos los motivos y razones por las cuales consideramos que las últimas reformas introducidas por el Poder Ejecutivo al deber de información se traducen en un menoscabo al reconocimiento de aquel derecho central en tanto protege al sujeto débil de la relación de consumo.
Finalmente, creemos y confiamos en que la totalidad de los operadores que se desenvuelven en el campo legal del Derecho del Consumidor, utilizando la herramienta del diálogo de fuentes establecida en el nuevo Código Civil y Comercial, sabrán armonizar y coordinar las diferentes normas que integran el sistema, aplicándolas en función de la maximización del principio de protección al consumidor y evitando, de este modo, que los conflictos que se generen a partir de estas modificaciones al deber de información, encuentren una solución justa que restablezca el necesario equilibrio debe garantizarse entre las partes de la relación de consumo.
[1] Microsistema que, en tanto regulador del ser humano en su rol de consumidor, se integra con la Ley de Defensa del Consumidor y con otras leyes especiales que tienen como finalidad la defensa del consumidor, como la Ley de Lealtad Comercial y la Ley de Tarjetas Crédito, entre otras.
[2] Ossola, Federico, La obligación de informar, en “Manual de Derecho del Consumo”, Álvarez Larrondo, Federico (Director), Rodríguez, Gonzalo (Coordinador), 1ª ed., Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Erreius, 2017, p. 232.
[3] De Juglart, M. M., L´obligation de renseignements dans les contrats, reveu trimestrielle de droit civil, t. quarante-troisième, París, 1970, p. 1; citado por Stiglitz, Rubén, Deber de información, en “Tratado de Derecho del Consumidor”, Stiglitz, Gabriel y Hernández, Carlos (Directores), T. I, 1ª ed., Ciudad Autónoma de Buenos Aires, La Ley, 2015, p. 573.
[4] Junyent Bas, Francisco, GARZINO, María Constanza y Rodríguez Junyent, Santiago, Jaque al deber de información: un flagrante retroceso. A propósito de la reforma introducida por el art. 169 del DNU 27/2018, El Derecho, Bs. As., 22/03/18, p. 2.
[5] Sozzo, Gonzalo, El diálogo de fuentes en el derecho del consumidor argentino, Sección Doctrina, Revista de Daños, Nº 2016-1, Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2016, p. 239.
[6] Frustagli, Sandra A., La tutela del consumidor hipervulnerable en el derecho argentino, en Revista de Derecho del Consumidor, Número 1, IJ Editores, noviembre 2016, http://ijedit ores.c om.ar/, Cita: IJ-CCLI-396.
[7] En razón de los motivos que, entiendo, impulsaron la modificación del artículo 4º de la LDC, así como la finalidad que la orientó, considero que el término “soporte físico” debe interpretarse en el sentido de soporte papel y no en el de cualquier otro medio que, si bien físico, contenga información en formato digital y respecto del cual, muchos consumidores y usuarios se encuentran en idénticas condiciones de desprotección y vulnerabilidad. En el mismo sentido lo interpretó el Consejo Federal de Consumo luego de debatirlo en la 83ª Asamblea Anual Ordinaria.
[8] Según el artículo 984 del CCyC de la Nación, “El contrato por adhesión es aquel mediante el cual uno de los contratantes adhiere a cláusulas generales predispuestas unilateralmente, por la otra parte o por un tercero, sin que el adherente haya participado en su redacción.”
[9] https://www.indec. Gob .ar/niv el4_defaul t.asp?id _tema_1 =4&id_te ma_2= 26&id_ tema_3 =71
[10] Este porcentaje aumenta al 48% en el aglomerado de Gran Catamarca, por ejemplo.
[11] Japaze, Belén, en Manual de Derecho del Consumidor, Rusconi, Dante (Director), 2da ed., Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2015, p. 257
[12] Stiglitz, Gabriel, Los principios del derecho del consumidor y los derechos fundamentales, en “Tratado de Derecho del Consumidor”, Stiglitz, Gabriel y Hernández, Carlos (Directores), T. I, 1ª ed., Ciudad Autónoma de Buenos Aires, La Ley, 2015, p. 311.
[13] Artículo 75, inc. 18. Proveer lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias, y al progreso de la ilustración, dictando planes de instrucción general y universitaria, y promoviendo la industria, la inmigración, la construcción de ferrocarriles y canales navegables, la colonización de tierras de propiedad nacional, la introducción y establecimiento de nuevas industrias, la importación de capitales extranjeros y la exploración de los ríos interiores, por leyes protectoras de estos fines y por concesiones temporales de privilegios y recompensas de estímulo.
[14] Artículo 75, inc. 19. Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de empleo, a la formación profesional de los trabajadores, a la defensa del valor de la moneda, a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico, su difusión y aprovechamiento.
Proveer al crecimiento armónico de la Nación y al poblamiento de su territorio; promover políticas diferenciadas que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones. Para estas iniciativas, el Senado será Cámara de origen.
Sancionar leyes de organización y de base de la educación que consoliden la unidad nacional respetando las particularidades provinciales y locales; que aseguren la responsabilidad indelegable del Estado, la participación de la familia y la sociedad, la promoción de los valores democráticos y la igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación alguna; y que garanticen los principios de gratuidad y equidad de la educación pública estatal y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales.
Dictar leyes que protejan la identidad y pluralidad cultural, la libre creación y circulación de las obras del autor; el patrimonio artístico y los espacios culturales y audiovisuales.
[15] Tanto a nivel supranacional, producto de la globalización y la internacionalización del derecho (sentencias y normas emanadas de tribunales internacionales), como dentro del derecho nacional, propio de nuestro sistema federal.
[16] SOZZO, ob. cit., ps. 227 y 228.
[17] Jayme desarrolló la Teoría del “Diálogo de Fuentes” en el año 1995, durante su curso en la Academia de Derecho Internacional de La Haya.
[18] Álvarez Larrondo, Federico, El sistema legal de consumo a partir del Código Civil y Comercial, en “Manual de Derecho del Consumo”, Álvarez Larrondo, Federico (Director), Rodríguez, Gonzalo (Coordinador), 1ª ed., Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Erreius, 2017, p. 52.
[19] Sozzo, ob. cit., p. 228.
[20] Álvarez Larrondo, Federico, Las reformas en el campo del Derecho del Consumo, AR/DOC/407/2018