JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:El trabajo carcelario. Su análisis sociológico. La cárcel fábrica
Autor:Ventresca, María Antonia
País:
Argentina
Publicación:Revista Iustitia - Número 6 - Marzo 2020
Fecha:19-03-2020 Cita:IJ-CMXIII-62
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I. Introducción
Reflexión final

El trabajo carcelario

Su análisis sociológico

La cárcel fábrica

María Antonia Ventresca

I. Introducción [arriba] 

La realidad del trabajo en la cárcel es el resultado, por un lado, de la especial regulación que el mismo tiene en la legislación penitenciaria y por el otro de las prácticas institucionales que refuerzan una imagen del trabajo no como un derecho sino como beneficio (limitado) anulando la potencialidad que este derecho tiene como instrumento de desarrollo personal y como modo de relación con la comunidad.

Esta práctica no es fruto del azar, sino que surgen de los fines que se encuentran latentes en la propia institución penitenciaria. De allí deriva la importancia de abordar este tema desde una posición crítica, capaz de develar los intereses que subyacen a la cárcel y sus conexiones con el afuera con el contexto social que la sostiene.

A partir del análisis de Rusche y Kirchheimer en la década del 40, la criminología crítica ha reservado un importante espacio al análisis de la relación entre sistema penal y economía. Al respecto Michel Foucault expresa que estos autores

“han puesto en relación diferentes regímenes punitivos con los sistemas de producción de los que toman sus efectos, así…el trabajo obligado, la manufactura penal, aparecerían con el desarrollo de la economía mercantil. Pero al exigir el sistema industrial un mercado libre de la mano de obra, la parte del trabajo obligatorio hubo de disminuir en el siglo XIX en los mecanismos de castigo, sustituida por una detención con fines correctivos”.

En esta línea, se ha puntualizado la estrecha relación entre el nacimiento de la prisión y el surgimiento del capitalismo. La necesidad de disciplinar a gran parte de la población, que era renuente a formar la clase obrera necesaria para sostener la reciente economía industrial ha cimentado las bases de la prisión.

“El crecimiento de una economía capitalista ha exigido la modalidad específica del poder disciplinario, cuyas fórmulas generales, los procedimientos de sumisión de las fuerzas y de los cuerpos, pueden ser puestos en acción a través de los regímenes políticos, de los aparatos o de las instituciones más diversas, la escuela, la familia, el hospital, la fábrica integran este universo donde la disciplina y sus dispositivos cobran particular sentido”.

Esta necesidad de disciplina convertirá a la cárcel en la institución total por excelencia, que trabaja sobre el cuerpo, el alma y el tiempo de los internos.

Ahora bien, de la relación mencionada surge un aspecto esencial: el trabajo.

El abordaje de la temática elegida será realizado sobre la base de la experiencia recogida a lo largo de años de visitar las diversas Unidades Carcelarias de la Provincia de Buenos Aires, y en relaciona al marco teórico y doctrinario de lo que se ha denominado Sociología del Castigo.

Partiendo de que el concepto o la idea de trabajo no es univoco, resta buscar un concepto de trabajo que nos permita abordar este análisis criminológico, puntualizando la situación del trabajo en la cárcel y cómo repercute ello en la persona del detenido.

En primer, nos viene a la mente los términos vertidos por Michel Foucault en “Vigilar y Castigar” en el capítulo “El cuerpo de los condenados” en torno a la metamorfosis de los métodos punitivos a partir de una tecnología del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de las relaciones de poder y de las relaciones de objetos. Históricamente analiza las distintas economías políticas de castigo, desde la del patíbulo y la marca en los cuerpos que estaba en los orígenes del ideal de soberanía hasta la de la disciplina y el rastro en los cuerpos como una marca de soberanía. Más que ninguno se preocupó de los usos y abusos sobre los cuerpos.

Luego se dedica a describir la disciplina “el arte del cuerpo humano, que no tiene únicamente el aumento de sus habilidades, ni tampoco hacer más pesada su sujeción, sino a la transformación de un vínculo que, en el mismo mecanismo, lo hace tanto más obediente cuanto más útil, y al revés. Mediante los distintos dispositivos disciplinarios... la fábrica, los cuerpos humanos se van modelando para transformarlos en su forma más radical. En su conjunto se creará de esa forma una sociedad disciplinaria, pues todos los sujetos estarán sometidos en diversas relaciones de poder a algunos de estos dispositivos que los hacen “útiles”. Aparece una nueva tecnología basada sobre la inspección, observación, registro, documentación y la readaptación de los cambios con la aplicación de la disciplina sobre los sujetos y con el establecimiento de un estándar de “normalidad y “anormalidad” en la conducta de los individuos. “La prisión es el epítome de la disciplina”.

Finalmente muestra a la prisión como está concebida destinada al fracaso en su fin declarado: en vez de eliminar, fabrica delincuentes. La prisión más que fracasar triunfa al fabricar la delincuencia.

A continuación, habré de transcribir un párrafo más que elocuente sobre su pensamiento

“en cuanto a la acción sobre el cuerpo, tampoco ésta se encuentra suprimida por completo a mediados del siglo XIX. Sin duda, la pena ha dejado de estar centrada en el suplicio como técnica de sufrimiento; ha tomado como objeto principal la pérdida de un bien o de un derecho. Pero un castigo como los trabajos forzados o incluso como la prisión –mera privación de libertad–, no ha funcionado jamás sin cierto suplemento punitivo que concierne realmente al cuerpo mismo: racionamiento alimenticio, privación sexual, golpes, celda. La prisión en sus dispositivos más explícitos ha procurado siempre cierta medida de sufrimiento corporal (…) La pena se disocia mal de un suplemento de dolor físico ¿que sería un castigo no corporal? (…) Mantiénese, pues, un fondo ´suplicante´ en los mecanismos modernos de la justicia criminal, un fondo que no está por completo dominado, sino que se halla envuelto, cada vez más ampliamente por una penalidad de lo no corporal”.

En este sentido expresa Foucault “El trabajo, es decir, la pena y el tiempo, está jornada que recorta y usa a la vez la vida del hombre”, y buscando encontrar el valor del trabajo afirma

“… el trabajo entendido como jornada, pena y fatiga, es un numerador fijo: lo único capaz de variaciones el denominador (el número de objetos producidos). En lo que respecta a la profundidad de este trabajo, no se debe tanto a la habilidad personal o al cálculo de los intereses, se funda en condiciones que también son exteriores a su representación: progreso de la industria, aumento de la división de tareas, acumulación del capital, partición del trabajo productivo y del improductivo.

El autor avanza más en el análisis, diferenciando fuerza de producción humana y fuerza de trabajo, al decir que el cuerpo, en una buena parte, está imbuido de relaciones de poder y de dominación como fuerza de producción; pero en cambio, su constitución como fuerza de trabajo sólo es posible si se halla prendido en un sistema de sujeción (en el que la necesidad es también un instrumento político cuidadosamente dispuesto, calculado y utilizado). El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez un cuerpo productivo y cuerpo sometido. Pero este sometimiento no se obtiene por los únicos instrumentos ya sean de violencia, ya de la ideología, pueden muy bien ser directo, físico, emplear la fuerza contra la fuerza, obrar sobre elementos materiales, y a pesar de todo esto no ser violento”.

Indudablemente de lo expuesto por el autor citado y haciendo una especie de paralelismo con los casos motivo de análisis nos surgen varios interrogantes ¿cómo funcionaría una idea semejante sobre el trabajo dentro del mundo carcelario? ¿podría pensarse en el trabajo carcelario como una pena suplementaria? ¿es viable seguir sosteniendo la idea del trabajo como derecho, dentro de un análisis crítico como éste? ¿cómo se articula el trabajo dentro de las lógicas carcelarias?

Interrogantes de difícil respuesta en la realidad actual.

Sin adentrarnos en las condiciones legales y contractuales que priman en el ámbito carcelario y que no es objeto de este trabajo, no debemos soslayar que el Servicio Penitenciario es garante de la integridad psicofísica de los internos alojado en sus establecimientos y en consecuencia debe llevar el control cuantitativo y cualitativo del cumplimiento de la pena o medida de coerción a la cual se encuentre sujeta una persona privada de la libertad en lo que se refiere a condiciones humanitarias.

Asimismo, de las experiencias recogidas, del relato de los propios internos y de los informes recabados surge claro que aún en el siglo XXI la cárcel, la relación entre delito y ambiente social, permanece inalterable a pesar del correr del tiempo. A esto se aduna la creciente presión sobre las clases medias en un mundo cuya organización tiende a desplazarse de una relativa libre competencia al capitalismo monopólico. Y la necesidad cada vez más imperiosa de lograr un enfoque más fructífero de la sociología de los sistemas punitivos. La pena despojada no tan sólo como consecuencia del delito sino entendida como fenómeno social independiente de los conceptos jurídicos y de los fines.

Como lo sostiene Georg Rusche y Otto Kirchheimer en Pena y Estructura Social la lucha contra el delito debe ser de naturaleza tal que produzca en los estratos sociales menos privilegiados una disminución de sus actuales condiciones de existencia.

La tesis original de Rusche era evidenciar las relaciones históricas entre mercado de trabajo y sistema punitivo. Para él la pena no era ni una simple consecuencia del delito, ni su cara opuesta, ni un simple medio determinado para los fines que han de llevarse a cabo. Por el contrario, debía ser entendido como fenómeno social independiente de los conceptos jurídicos y los fines declamados. Por lo tanto, la pena en abstracto no existe, solamente ha habido sistemas punitivos concretos y prácticas determinadas para el tratamiento de los criminales.

Asimismo, podemos afirmar que las formas específicas de castigo han tenido y tienen amplia relación con el desarrollo económico, con las necesidades económicas de la sociedad como productora de mercancías las que determina la forma de punición, y la población carcelaria es utilizada para cubrir las necesidades del mercado de trabajo. Todo bajo el objetivo permanente del tan anhelado control social.

En general los concretos sistemas punitivos estarán supeditados a las formas de producción concretas. De esta forma el mercado laboral constituye el determinante básico que puede constatarse en dos cuestiones particulares. Actúa fijando el valor social de la vida de los menos capacitados para trabajar: en periodos de abundancia de mano de obra, la política criminal revestía formas inflexibles e impiadosas, en tanto que, durante tiempos de crecimiento de la demanda de mano de obra, tal política se ocupaba de preservar la vida y fuerza de trabajo de los infractores. Y actúa en la aplicación de las penas a través de lo que denominó “ley de menor elegibilidad”: las condiciones de vida carcelarias deben ser siempre peores a las peores circunstancias de vida en la sociedad libre.

El castigo cumple una función positiva, aunque menor, en la constitución de la fuerza de trabajo, ya que la idea presente en la cárcel es la de crear en los presos actitudes y comportamientos propicios al trabajo e introducirlos en la disciplina fabril.

La idea de utilizar el potencial de trabajo de los criminales no es nueva. Ya en el siglo XV en un sistema económico basado en la esclavitud, y ante la necesidad creciente de mano de obra en “las Galeras” el reclutamiento de remeros se impuso sin duda alguna. Lo que resulto significativo en el desarrollo de las galeras como método punitivo, es el hecho de que él mismo se basó exclusivamente en consideraciones económicas y no penales, lo cual era válido tanto para la sentencia como para la ejecución. La introducción y regulación de este tipo de trabajo forzado estaba determinado únicamente por el deseo de obtener la fuerza laboral necesaria al más bajo precio posible.

La opinión en esa época estaba de acuerdo en que la liberación de un individuo sometido a las galeras –si el condenado lograba sobrevivir, hecho más que improbable– era determinada en la práctica por una sola circunstancia: que el prisionero fuese o no apto para el trabajo. Pese a la existencia de reglas explicitas que prohibían la retención de prisioneros más allá de la finalización del tiempo de su condena y que obligaban a entregar una copia de la sentencia como prueba de aquella, dichas disposiciones eran frecuentemente violadas.

En el siglo XVII se opinaba que las galeras resultaban más humanas que las prácticas que precedieron ya que contemplaban intereses de los convictos y los del Estado. La utilización era un método eficaz que combinaba la privación de la libertad con el trabajo forzado, el principio retributivo, la prevención de eventuales reincidencias y la reeducación. Opiniones críticas argumentaron que este sistema poseía más elementos en común con los castigos corporales que con las penas de detención.

Los textos de los decretos y ordenanzas de la época muestran que la sustitución de la pena de muerte por el trabajo en las galeras fue el resultado de la necesidad de remeros y no de consideraciones de tipo humanitario. Tanto es así que la conmutación de la pena capital estaba prevista solo en atención a la fuerza física del condenado y no a circunstancias personales que justificarán clemencia.

Otra forma de utilización de la fuerza de trabajo de los convictos consistió en la deportación, embarcados a las colonias y lejanas instalaciones militares, utilizadas por España, Portugal e Inglaterra método requerido por su ideal de expansión colonial. En las colonias existía una constante escasez de mano de obra y la búsqueda de trabajadores se convirtió en una situación apremiante. La forma más simple de satisfacer las necesidades de éstas sin perjudicar los intereses de la madre patria consistió en enviar convictos que de otro modo habrían sido ejecutados.

Con la introducción de los negros como esclavos en las últimas décadas del siglo XVII, las condiciones de los siervos coloniales blancos comenzaron a deteriorarse. Así la mencionada oferta alivió el “hambre de trabajo” en las colonias, y el transporte de los convictos dejó de ser un negocio redituable ya que por los esclavos se pagaba en el mercado un precio superior al de los criminales, a causa de que estos últimos estaban disponibles solo por un lapso limitado de tiempo.

La idea de explotar la fuerza de trabajo de los prisioneros existía ya en el opus publicum antiguo, un método punitivo para las clases bajas que se mantuvo durante toda la época medieval. Los pueblos y ciudades pequeñas vieron en esa institución un sistema para utilizar los prisioneros comparable con las galeras; transfiriendo a los convictos, al menor costo posible, a otros cuerpos de la administración, que los empleaban en trabajos forzados o en tareas de tipo militar: pero el sistema moderno de prisión como método de explotación del trabajo e, igualmente importante en el período mercantilista, como forma de adiestramiento de la fuerza de trabajo de reserva, fue sin duda la consecuencia lógica de las casas de corrección. Se puede señalar una distinción que no paso del campo de lo teórico: las casas de corrección era una prisión para ladrones, con sentencia firme y otros delitos graves y las casas de trabajo una institución para la detención de mendigos y gente envuelta en problemas policiales., donde se los retenía hasta que se reformaban.

En algunas ocasiones los delincuentes enviados a las casas de corrección se hallaban separados del resto de los internos; sin embargo, puesto que la explotación de la fuerza de trabajo constituía la consideración decisiva, eran las condiciones del lugar de detención, y en particular el número de los reclusos, las que determinaban si la separación indicada por razones pedagógicas podía ser llevada a la práctica.

La forma precursora de la prisión moderna, está estrechamente ligada a las casas de corrección y su modo de producción. No siendo la reeducación, sino la explotación racional de la fuerza de trabajo, el objetivo principal, ni el modo de reclutamiento de los internados ni las consideraciones que habían de tomarse en cuenta para su liberación constituían un problema importante para la administración.

Ya hemos dicho en otros párrafos que la duración de la detención, en los casos de reclusos adiestrados recientemente, estaba determinada exclusivamente por las necesidades de la institución o de sus contratistas. Los trabajadores más valiosos debían ser retenidos el mayor tiempo posible, por lo tanto, la duración de la detención era fijada arbitrariamente por la administración. Incluso hubo decisiones judiciales en las que se establecía una suerte de privilegio: la sustitución de la pena capital, corporal y de destierro por trabajos públicos forzados o reclusión en casas de corrección en el caso de que los condenados fueran artesanos.

La necesidad de sostener el abastecimiento de fuerza de trabajo para el Estado, se complicaba por el deseo de no sustraerla del campo de actividad de los empresarios privados. De modo que, ocasionalmente, consideraciones de tipo económico llevaron al prevalecimiento de conservar la pena corporal especialmente en las zonas agrícolas, ello con el pretexto que la pena de prisión no habría de constituir un disuasivo eficaz del delito.

De todas las fuerzas responsables del nuevo vigor adoptado por la cárcel como forma punitiva, la más importante fue el beneficio de tipo económico, tanto en el sentido más limitado de hacer productiva la propia institución, como en el más amplio de transformar la totalidad del sistema penal en una parte del programa mercantilista del Estado. La contradicción entre los motivos reformistas y los de lucro parece muy cuestionable. La alta productividad en el trabajo estaba indisolublemente ligada, para los contemporáneos, aun progreso en la conducta. El objetivo productivo fue considerado con prioridad al problema de reeducar a los individuos y los dos entraban en conflicto directo, lo que trajo aparejado que la salud física y moral de los internados sufrieran en pos de la productividad.

No debemos obviar desde una visión retrospectiva, el proyecto panóptico de Bentham que aparecía como el signo que anunciaba un nuevo sistema de control social y de disciplina de los cuerpos, concebido como un modelo de transparencia represiva válido para el conjunto de la sociedad. En el epígrafe de Panopticon, Bentham señalaba las múltiples aplicaciones de su modelo que, según él, era útil tanto para las cárceles como para las fábricas y escuelas. Su proyecto se ubicaba en el entrecruzamiento de la visión utilitarista del establecimiento correctivo típico de los países protestantes de la época del capitalismo mercantilista y la cárcel de la sociedad industrial moderna, coercitiva y disciplinaria. El dispositivo panóptico pretendía ser, al mismo tiempo, lugar de producción y lugar de disciplina de los cuerpos y las mentes para someterlos a los nuevos dioses mecánicos de la economía capitalista.

Este nuevo tipo de cárcel debía desarrollarse durante la primera fase del capitalismo industrial, cuando las clases trabajadoras se volvieron “clases peligrosas” y los establecimientos penitenciarios comenzaron a llenarse con una población heterogénea, compuesta de figuras sociales refractarias a los nuevos modelos disciplinarios.

Por un lado, la resistencia al sistema fabril y la dislocación de las comunidades rurales habían producido un notable aumento de la marginalidad social, la criminalidad y por ende la población carcelaria; por el otro, el advenimiento de las máquinas había hecho caer abruptamente la rentabilidad de los trabajos forzados. En este contexto, la cárcel sufrió una verdadera metamorfosis, caracterizada por la nueva introducción masiva de medidas punitivas y de prácticas degradantes.

La concepción retributiva de la justicia y la visión utilitarista de la institución carcelaria, difundidas por los filósofos del Iluminismo cedieron su lugar a una nueva visión de la cárcel como lugar de sufrimiento y alienación. La dialéctica de este proceso ya estaba presente en la acogida que tuvo en Europa el clásico de Cesare Beccaria, Dei delitti e delle pene (1764) Este manifiesto contra la tortura y la pena de muerte defendía el derecho de los acusados a un juicio equitativo y protegía el principio de espiatio de redención del condenado. El debate suscitado en Europa estuvo centrado, sin embargo, en la explotación racional del trabajo carcelario. Las cárceles conservaban la racionalidad autoritaria de la fábrica y del cuartel, pero modificando su función; el trabajo carcelario no se concebía más como fuente de beneficio sino como castigo y como método de tortura Los detenidos estaban obligados a desplazar enormes piedras sin otro fin que regresarlas al punto de partida, o a accionar, durante largas jornadas, bombas que no hacían otra cosa que volver el agua a la fuente de origen. Menciona a modo de ejemplos que 1818 William Cubbit había organizado un molino de disciplina (tread-mill) que, una vez evaluado en la prisión de Suffolk, sirvió de modelo a muchas instituciones carcelarias británicas. Especial mención a las “ruedas penitenciarias”, varios cilindros de diámetro variable, que los prisioneros debían mover durante horas caminando en su interior. Los cálculos efectuados por los responsables del sistema penitenciario inglés, auténticos precursores de la fisiología del trabajo, seguirían que esta actividad correspondía a un ascenso de unos miles de metros por día. Este sistema se aplicó escasamente a tareas productivas–moler el trigo o hilar algodón– se lo definía más bien como un suplicio.

Era una síntesis de disciplina “panóptica” (el control total del detenido) y “mecánica” (la sumisión del cuerpo a las exigencias técnicas del dispositivo punitivo) que llevaba a su paroxismo el orden de la fábrica, disociándolo tendenciosamente de su finalidad productiva.

La consecuencia de la difusión de estas prácticas represivas fue un considerable aumento de la tasa de mortalidad en las cárceles, evidente en los registros de todos los países europeos.

Sin duda alguna la tesis desarrollada considerando a la penitenciaria como manufactura o como fábrica, buscando que el trabajo penitenciario sea un trabajo productivo en la realidad ese intento siempre fracaso: desde el punto de vista económico la cárcel apenas ha podido llegar a ser una empresa marginal. Por eso como actividad económica la cárcel nunca ha sido útil y en este sentido no es correcto hablar de cárcel como manufactura o como fábrica de mercancías. Más correctamente se debe decir que, en lo que se refiere a la cárcel, la primera realidad históricamente realizada se estructuró en su organización interna sobre el modelo de la manufactura sobre el modelo de la fábrica. La finalidad de producción perseguida y con éxito fue la transformación del criminal en proletario.

 Tal lo señala en “Cárcel y Fabrica” Melossi y Pavarini al sostener que el objeto de producción ha sido por ende no tanto las mercancías cuanto los hombres. En esto consiste la verdadera invención penitenciaria: la cárcel como máquina capaz de transformar al criminal violento, febril, irreflexivo (sujeto real) en detenido (sujeto ideal) disciplinado y mecánico. En definitiva, una función, no sólo ideológica sino también, aunque sea en forma atípica, económica, o sea, la producción de sujetos para una sociedad industrial la producción de proletarios a través del aprendizaje forzado en la cárcel de la disciplina de fábrica.

Esa “mutación antropológica” tenía una estrecha ligazón entre la “lógica del mercado libre” y la “lógica institucional”, si en el mercado libre la oferta de trabajo excede la demanda el “grado de subsistencia” en el interior de la cárcel tiende a bajar, es el lugar de destrucción de la fuerza de trabajo. Viceversa ante una oferta de trabajo estable la cárcel no solo limita su destrucción, sino que emplea esa fuerza en forma útil.

La cárcel es de este modo una fábrica de proletarios y no de mercancías. Para ello institucionalmente la penitenciaría asumirá un rol instrumental una exigencia insurgente: el conocimiento del criminal, la observación, el conocimiento del criminal., su análisis, su clasificación, su manipulación y transformación independientemente de la realidad social en la que había vivido y a la que va a volver a vivir.

La base, el modelo de ese proyecto de transformación será el orden social burgués. La pena carcelaria, como sistema de control social, aparece como parámetro del cambio radical en el ejercicio del poder.

En esta perspectiva la clase de los no propietarios es homogénea a la de los criminales y viceversa. La cárcel en su dimensión de instrumento coercitivo tiene un objetivo muy preciso: reconfirmar el orden social burgués.

Educar para la disciplina del trabajo asalariado, reducir al individuo proletario a sujeto de necesidades materiales a quien se satisface con el trabajo alienado será el fin a seguir.

El primer momento penitenciario se caracteriza por una tensión hacia la progresiva reducción de la personalidad criminal haciéndolo sujeto de necesidades. Ahí el modelo disciplinar coactivamente le propone el mecanismo del universo social perfecto, relaciones jerárquicas en forma piramidal. Así la libre producción desde la etapa de la manufactura hasta la organización de la fábrica se impone como proyecto en el interior de la penitenciaría.

En “Cárcel y Fábrica” se realiza un análisis histórico de los distintos sistema de empleo de fuerza de trabajo carcelario, así hace referencia a los dos modelos que imperaron en Estados Unidos con la idea básica de cárcel como “aparato disciplinar”, tanto en la hipótesis filadelfiana basada en una ciencia arquitectónica como ciencia social, la disciplina institucional se transforma en disciplina del cuerpo y donde trabajar es un premio que se suspende o se niega a quien no colabora con el proceso educativo. En este proceso de “inducción obligada al trabajo” no se tiene fines económicos, no se trata de una actividad laboral productiva con lo cual la cárcel no podrá nunca ser autosuficiente ni el preso nunca podrá “pagarse” su pena, será siempre un pasivo. Para que el trabajo pueda ser productivo sería necesario introducir máquinas que ahorren trabajo y producir mercancías que pudieran competir en el mercado libre, pero exactamente esto es lo que no se quiere. A esto se suma el aislamiento del encarcelado-trabajador o ser solo no organizado. Así el momento disciplinar unido a la falta de competencia le permite al empresario la más absoluta disponibilidad de la fuerza de trabajo. En cuanto al modelo de Auburn el trabajo se presentó como actividad productiva digna de explotarse empresarialmente. El proyecto fue un fracaso debido a la presión de las organizaciones sindicales opuestas al trabajo carcelario productivo ya que lo producido en la cárcel se distribuía en el mercado a precios fuera de competencia sirviendo de freno para la escalada salarial sumado a las dificultades con la que se tropezaron para la industrialización de las cárceles.

No podemos obviar el aporte de la cultura marxista al estudio de la cuestión criminal. Sus máximos representantes Karl Marx y Friedrich Engels sostenían que la estructura del sistema productivo determina la estructura general de la sociedad, y es el hombre quien debe propiciar los cambios de acuerdo a estas estructuras. Son ellos los que hacen las leyes y éstas y el Estado son productos del presente momento histórico. El mito igualitario en el que se basaría el capitalismo afectaría el terreno del contrato, la formación política y con ella el derecho penal.

Marx afirmaba que el crimen descarga al mercado de trabajo una parte de la superpoblación sobrante (al encerrarlos) y por el otro, la lucha de la delincuencia absorbe a otra parte de la misma población (policías, jueces, guardias penitenciarios abogados etc.). No propugnaba la funcionalidad del delito, pues consideraba posible una sociedad sin delito, la sociedad comunista. (Marx era aquí irónico)

Si bien en el “marxismo” no había “dogma” sobre la cuestión criminal, se aproximaría por tres objetos distintos, el delito, la ley penal y el castigo, representados por tres autores marxistas.

En El Capital Marx realizó algunas alusiones al delito. Así, en el capítulo “Sobre la acumulación primitiva” mostró de qué forma se crean esos delitos para permitir el proceso esos delitos para permitir el proceso de apropiación de tierras comunales en vías de explotación capitalista. Asimismo, observaba la necesaria dureza de un sistema penal que debía crear una clase dócil que necesitara entregar su única propiedad, el propio cuerpo, y su fuerza de trabajo, a cambio de la posible subsistencia. El que se negara a eso debía saber que tal rechazo podía acarrearle la muerte. Y también, ya con mención de la delincuencia en el capitalismo consolidado planteaba Marx que el delincuente rompe la monotonía y el aplomo cotidiano de la vida burguesa, impulsando de esa forma las fuerzas productivas.

En El Capital Marx definía las work-houses inglesas como casas de terror y analizaba las destinadas a los niños como el escenario de una gran masacre de inocentes.

Willem Bonger en La criminalidad y las condiciones económicas señalaría que el capitalismo es la causa del delito y que empuja a los hombres a la delincuencia debido a las carencias económicas y a la ruptura de los sentimientos humanitarios y de solidaridad ya que el espíritu competitivo lleva al hombre a ver a sus iguales como enemigos. Los delitos no solo serían los detectados, sino que casi toda la vida social estaría fundada en la violencia. Por lo tanto, su reflexión criminológica alcanzaría también los delitos de los poderosos y lograría desprenderse de la “etiología” de base individual.

Desde el ámbito legislativo el artículo 108 de la Ley de Ejecución penal Nacional N° 24660 establece en forma expresa que el trabajo de los internos no se organizará exclusivamente en función del rendimiento económico individual o del conjunto de la actividad, sino que debe tener como finalidad primordial la generación de hábitos laborales, capacitación, creatividad.

Por consiguiente, si bien deben tenerse en cuenta las realidades económicas y de viabilidad de la actividad laboral, no puede ser este aspecto el único que se evalúe ni el que determine el modo en que el trabajo haya de realizarse; por el contrario, la función primordial del trabajo penitenciario resulta ser la inclusión social de los internos, y en tal sentido, su adecuación a los reglamentos propios de quienes trabajan en libertad, es un modo necesario para mantener la relación interno-entorno social, tanto como para posibilitarse un sustento actual y futuro conforme a las normas previsionales de aplicación.

Y más allá del modo en que el Estado desee abordar tales obligaciones legales (ni desmedro de la posibilidad de incluir subsidios o incentivos a los particulares que deseen fundar sus empresas con internos del sistema penitenciario, o toda otra medida que dentro de la gestión propia de los recursos del erario público se entienda necesario adoptar) entiendo que restringir derechos que no debieran ser afectados por la detención que cumplen, no es en modo hábil para fomentar actividades que deben tener por fin primordial la educación, capacitación, formación de los internos y en definitiva, su preparación para la posterior inclusión al medio libre.

Los términos habitualmente utilizados en la temática abordada (rendimiento económico, hábitos laborales, inclusión social, relación interno–entorno social, etc.) me llevan casi inevitablemente a recordar la obra de Roger Mattews Pagando tiempo, una introducción a la sociología del encarcelamiento lo cual permite afirmar una vez más el aporte de la sociología a los estudios del sistema penal. Estrecha relación sin duda, razón por la cual Mattews no hace más que ratificar la tesis principal de Pena y Estructura Social en cuanto a la relación entre la organización del mercado de trabajo y las relaciones de producción y las formas que adopta el castigo.

Los tres pilares del desarrollo de su obra son el espacio, el tiempo y el trabajo definidas como características de la cárcel moderna. De esta manera afirma “la organización del espacio en la cárcel moderna permite la supervisión y el control de los prisioneros, a la vez que proporciona un medio para diferenciarlos y ubicarlos espacialmente”.

El tiempo estuvo según el autor relacionado históricamente con el espacio. Sin embargo, con la transición hacia el capitalismo industrial, momento en el que surge la cárcel moderna, el tiempo se vuelve utilitario y funcionalmente especializado, y pierde su interés excepto para el tiempo que se pasa trabajando, apareciendo como un valor estandarizado como el dinero.

El advenimiento de la cárcel como una institución capaz de privar de la libertad a una persona de una determinada cantidad de tiempo, la hacía aparecer como la forma natural del castigo. Matthews distingue cuatro atributos del castigo centrado en el tiempo:

1. El tiempo resultada universal e individual de cada individuo; en los términos liberales, el tiempo y la libertad eran dones que poseían todos en cantidades iguales, y podían disponer libremente de ellos tanto pobres como ricos.

2. Los castigos basados en el tiempo son medibles, y la longitud de la sentencia se puede calibrar de acuerdo a la seriedad del delito.

3. El tiempo es una estructura social, cualidad que le confiere al encarcelamiento con lo que puede aparecer como consecuencia de un proceso civilizador.

4. El castigo basado en el tiempo se vuelve utilitario y se puede mercantilizar; ganarlo o perderlo. Se ciñe al comportamiento del prisionero.

Esta posible contradicción entre los atributos 2 y 4 Matthews lo explica de este modo: “el confinamiento institucional cambia la forma en que se percibe el tiempo. El tiempo cumplido en la penitenciaria no es un tiempo pasado sino malgastado. El proceso de encarcelamiento, más que canalizar y redistribuir el tiempo, implica la negación del mismo”.

Esta concepción del castigo basado en el tiempo cambió hacia fines del siglo XIX con las ya conocidas sentencias indeterminadas, que con base en los objetivos rehabilitadores incrementó el poder de control dentro de la prisión del administrador carcelario, que pasó a contar con una eficiente herramienta de premios y castigos por fuera del ámbito jurisdiccional.

Ahora bien, volviendo al tema que nos convoca Matthews es en el tercer elemento estructural de la prisión moderna que el autor se acerca al contenido de la obra de Rusche y Kirchheimer. Según su postura la marcha del trabajo, tanto dentro como fuera de la prisión, ha dado forma a la naturaleza del encarcelamiento en diferentes periodos. El autor realiza una somera historia del trabajo carcelario y llega a la conclusión de que está plagado de tensiones irremediables: el trabajo forzado aparece como una anomalía en la sociedad capitalista, mientras que la ociosidad se ve como un gasto innecesario; no es completamente disciplinario, porque carece de los incentivos normales, adecuada capacitación, cooperación y colectivismo propio del trabajo en libertad; cuando es lucrativo, pierde su valor rehabilitador; y cuando se acentúan sus fines de tratamiento, se torna poco productivo y eficiente.

Según Matthews, la prisión cumple tres papeles relacionados con el mercado laboral:1) compensa sus imperfecciones al promover la participación en una ocupación legítima, incluso a bajas tasas, 2) refuerza la división entre la clase trabajadora decente y la no respetable, apuntando los peligros potenciales de la no participación en este mercado, como un disuasivo general, 3) sirve al mercado, al absorber a quienes están social o económicamente marginados, incrementando al competividad general y la calidad de la fuerza laboral.

Así como el autor centro el desarrollo de la prisión moderna en estos tres pilares, en ellos encuentra las razones de su crisis histórica “las causas determinantes del diseño, la organización del tiempo y los intentos de lograr un trabajo productivo estuvieron en continúo conflicto, pues cada uno de estos elementos puso trabas a la realización de los otros”.

Otra de las cuestiones que intenta desentrañar es la relación entre el desempleo, el delito y posterior encarcelamiento. “El empleo de la prisión puede estar condicionado no sólo por la forma de trabajo sino también por los niveles de desempleo”. La idea madre de este concepto es que el uso de la prisión, al igual que la severidad del castigo, se incrementarán durante periodos de creciente desempleo y profunda recesión. Así el creciente desempleo genera un aumento en el delito y consiguientemente un crecimiento en la población carcelaria.

Autores como Robert Merton ven el crecimiento del delito en función de los mayores niveles de privaciones y la falta de oportunidades.

Volviendo a Matthews menciona en forma afirmativa que “es probable que el desempleo afecte las políticas de sentencia, el empleo de encarcelamiento y la severidad de castigo”.

Finalmente, el autor citado hace alusión al futuro del encarcelamiento, abordando en primer lugar el fracaso de la cárcel con sus tres pilares básicos mencionados espacio, tiempo y trabajo. El fracaso ostensible que genero una caída en los niveles de encarcelamiento desde el fin del siglo XIX haca principios del siglo XX que llevó a autores como Rusche y Kirchheimer a pronosticar su utilización subsidiaria dejando paso a otras formas de sancionar como las multas, los trabajos para la comunidad u otras alternativas a las detenciones.

Matthews intenta englobar las causas del trabajo en tres determinantes:

a) cambios importantes en las características del estado capitalista, que había asumido la responsabilidad de regentear y financiar el sistema carcelario,

b) toma protagonismo un nuevo sistema de producción, el “fordismo”, basado en principios de líneas de montaje o en serie,

c) el surgimiento de la disciplina de la criminología de la mano del positivismo, que atrajo expertos que apuntaban a desarrollar un sistema más científico a través del cual pudieran lograr la rehabilitación de los delincuentes.

De esta forma comenzó a diluirse uno de los pilares de la prisión tal como había sido concebida, la proporcionalidad, siempre en busca de la justa medida de la pena. Sin embargo, la crisis perpetua y la tendencia de subsidiariedad no produjeron su defunción. La explicación de este fenómeno que brinda el autor estaría dada por un cambio de paradigma en las relaciones sociales y económicas, un momento de crisis. El pasaje hacia la posmodernidad podría tener “profundas implicancias para el futuro del encarcelamiento”.

Para intentar desentrañar estas implicancias Matthews se vale de Garland quien notó cambios en torno al ideal de la rehabilitación, íntimamente relacionado con el movimiento de regreso a la justicia, al tiempo que han aumentado las sanciones basadas en servicios a la comunidad y se ha puesto el acento sobre las nuevas formas de gestión, que apuntan a los grupos en su totalidad, más que a los ofensores individuales. Sin embargo, el autor de Sociedad y Castigo Moderno sostiene que ni el aparato carcelario ni la práctica penal están experimentando cambios importantes.

Sin embargo, concluye Matthews se trata de una época de plena ebullición, de cambios. La evidencia de estos cambios, sobre todo aquellos que inciden en las formas de producción hacen afirmar al autor, que “el hecho más trascendente de las últimas tres décadas es el advenimiento de lo se ha denominado “posfordismo”, con un cambio hacia formas más flexibles de acumulación que no sólo implican cambios en la organización del proceso productivo. Sino que también tiene implicancias en el proceso de socialización y la impartición de disciplina. También sostiene que los procesos de globalización y los consiguientes cambios en la división internacional del trabajo, están conectados con la aceleración de las comunicaciones, las cambiantes formas de identidad nacional e individual y con el variable papel del Estado, así como de otras instituciones sociales reguladoras de la sociedad moderna como la familia y la cárcel.

Estos cambios estarían generando algunas consecuencias inmediatas: el incremento del desempleo estructural y el simultáneo ascenso de la desigualdad.

De esta manera el autor no hace más que confirmar la teoría de Rusche y Kirchheimer en cuanto asume que la matriz era correcta: las formas de castigo se corresponden con determinadas formas de producción, aunque no se haya cumplido la predicción de los autores de Pena y Estructura Social que vaticinaban el descenso de la prisión como formas secundarias de castigo en el marco de un modo de producción que parecía implacable en la década del 30.

Así buscando ubicar el lugar que tiene el trabajo dentro del sistema penitenciario encontramos dentro de los fines manifiestos de la pena privativa de la libertad del artículo 1 de la Ley N° 24660 que una de las finalidades es la adecuada reinserción social del condenado.

Sin entrar de lleno en la problemática cuestión de la reinserción social la ley desarrolla una especial regulación del trabajo, que funciona como principal instrumento resociabilizador, constituyéndolo en su artículo 106 como “un derecho y un deber” del interno. De este modo el trabajo, forma parte del conjunto de derechos cuyo ejercicio se encuentra asegurado por el artículo 2 de la Ley N° 24660.

Sin embargo, a partir del artículo 106 de la misma regulación surge una serie de condiciones y limitaciones al ejercicio del derecho de/al trabajo. La mencionada normativa califica al trabajo como “una de las bases del tratamiento” afirmando “que tiene positiva incidencia en su formación”.

Los primeros dos principios consagrados en el artículo 107 establecen que el trabajo: a) no se impondrá como castigo y b) no será aflictivo, denigrante, infamante ni forzado. Al mismo tiempo el artículo 110 establece que, sin perjuicio de su obligación de trabajar, no se coaccionará al interno a hacerlo. Por su parte las Reglas Mínimas para el tratamiento de los Reclusos en su artículo 71.1 establecen que el trabajo penitenciario no deberá tener carácter aflictivo.

Hasta aquí podemos pensar en un trabajo libre, optativo, ajeno a ese “plus punitivo” del que nos habla Michel Foucault. Sin embargo, las demás disposiciones de la mencionada ley y la discrecionalidad con la que se maneja la Administración penitenciaria desvirtúan por completo esta imagen.

Por último, el salario es una contraprestación necesaria en la relación laboral. Así la Ley nacional N° 24660 consagra en su artículo 107 inc. f, como uno de los principios que rigen el trabajo carcelario que “deberá ser remunerado”, y en su inc. g consagra que se “respetará la legislación laboral y de seguridad social vigente” La realidad acusa, tal los casos detectados en la experiencia aludida, y en forma desesperada una situación distinta.

El tema del salario también ha sido materia de preocupación de los autores italianos referenciados precedentemente. Al que se refieren de la siguiente manera:

“...la retribución del salario del preso-obrero, conserva en el periodo, una profunda ambigüedad (…) la introducción de esta variante de la participación económica del preso–obrero como fin indirecto impone al detenido la forma moral del salario como condición de la propia existencia.

El salario por el trabajo carcelario no retribuye una prestación, funciona más bien como una máquina de la transformación individual; es una ficción jurídica, porque el salario no representa la ´libre cesión´ de fuerza de trabajo, sino que es un instrumento que da eficacia a las técnicas de corrección”.

No debemos perder de vista que el trabajo constituye el medio por el cual el hombre puede desarrollar su propio plan de vida y que debe, por lo tanto, consagrarse y ejercerse como un derecho. Además, el fin instrumental para el propio desarrollo de la dignidad humana tiene un claro valor social, constituyendo una forma de relación con la comunidad.

Ahora bien, la realidad del trabajo carcelario dista mucho de ser lo que acabamos de exponer en el párrafo anterior. El trabajo en la cárcel se sustenta en los propios fines que se encuentran latentes de la prisión. Así podemos anotar que responde a políticas de secuestro del conflicto socioeconómico. Se trata de “un encarcelamiento masivo como política de lucha contra la pobreza”.

Resulta interesante la explicación que brinda al respecto un criminólogo norteamericano Loic Wacquant, al sostener que este encarcelamiento resulta sumamente costoso al Estado, motivo por el cual las autoridades ponen en ejecución cuatro técnicas. La primera consiste en disminuir el nivel de vida y de servicios dentro de los establecimientos, limitando o suprimiendo los privilegios concedidos a los internos. La segunda saca partido de las innovaciones tecnológicas para mejorar la productividad de la vigilancia. Una tercera estrategia consiste en trasladar los costos del encarcelamiento a los presos y sus familias. La cuarta técnica, ésta con porvenir, consiste en reintroducir el trabajo no calificado masivo en las cárceles.

Esta última técnica de reducción de costos involucra intereses de capital privados, al otorgar la posibilidad de que la empresa que logra acuerdo con el Estado obtenga mano de obra barata o gratuita, aunque esto último poco importa cuando es una tarea impuesta como “pena suplementaria”, o cuando el trabajo es concebido como un privilegio escaso.

Esta nueva forma de encontrarle la utilidad a la cárcel es mucho más redituable política y económicamente de lo que parece. Responde a “la puesta en vigencia de una política de criminalización de la miseria, que es el complemento indispensable de la imposición del trabajo asalariado precario y mal pago como obligación ciudadana. El sistema penal contribuye directamente a regular los segmentos inferiores del mercado laboral…aquí el efecto es doble: por una parte comprime artificialmente el nivel de desocupación al sustraer por la fuerza a millones de hombres de la población en busca de un empleo y, de manera secundaria, al provocar el aumento del empleo en el sector de bienes y servicios carcelarios, fuertemente caracterizados por los puestos precarios (y más aún con la privatización del castigo).

Siguiendo a Wackart podemos concluir como uno de los fines latentes del sistema penitenciario el de ser una práctica de secuestro de un sector social “conflictivo”, sector que al mismo tiempo se constituye en clientela fija del sistema, y que causalmente se trata del mismo sector excluido del campo laboral y del sistema socio-económico-productivo en general. Ante el disturbio, la desviación y el peligro de que atente contra el orden establecido, se habilita esta práctica institucional del secuestro de la escoria social; a la cárcel hay que comprenderla dentro del proceso histórico de diferenciación-especialización institucional de las políticas que emplean el secuestro de las contradicciones sociales.

El autor destaca otro fin latente de la cárcel el de procurar el disciplinamiento del preso, para realizar tareas laborales de rutinas rígidas, al estilo de la fábrica. Sólo para dar un ejemplo de lo que se esconde detrás de la letra de la ley, los artículos 107 y 108 de la Ley N° 24660 hace referencia a que el trabajo tendrá como principio rector la formación y el mejoramiento de los hábitos laborales y que el trabajo tendrá como finalidad primordial la generación de hábitos laborales. A partir de la lectura podría pensarse que existe un fuerte perjuicio de que los presos son vagos, no tienen hábitos de trabajo, hay que disciplinarlos para que se inserten en el campo laboral, y esto no parece distanciarse de los fines que mostraba la prisión en los siglos XVIII y XIX ni tampoco muestra una clara distancia con los objetivos de las Casas de Trabajo en Inglaterra y en las que se recogen ociosos, vagos, ladrones y delincuentes para obligarlos a hacer trabajos forzados bajo una rígida disciplina.

En esta primera fase de segregación no se debe tanto a una necesidad de destrucción o eliminación física sino más bien a la utilización de mano de obra o quizás incluso a la necesidad de adiestrar para el trabajo manufacturero a ex campesinos reacios a someterse a los nuevos mecanismos de producción.

Al decir de Pavarini

“la cárcel (…) se hace el símbolo institucional de la nueva anatomía del burgués, el lugar privilegiado en términos simbólicos del nuevo orden la eliminación del otro, la eliminación física del transgresor, la política del control por medio del terror se transforma, y la cárcel es el soporte de este cambio, en política preventiva, en freno de la destructividad. Se pasa de la eliminación del criminal a su reintegración en el tejido social. Los tiempos, los modos y las formas de esta transformación del criminal en la imagen burguesa de cómo debe ser el no propietario es compleja y se funda en otra identidad, aquella entre no propietario y criminal. La cárcel tiene como objetivo reconfirmar el orden social burgués, debe educar o reeducar al criminal no propietario para que se convierta en un proletariado socialmente no peligroso, es decir, para que sea un no propietario que no amenace la propiedad”.

Reflexión final [arriba] 

Es difícil pensar, tras la realidad descripta hasta el presente en la idea de un trabajo libre y voluntario, como instrumento ejecutor del propio plan de vida, o como trabajo socializador, en el sentido de que nos conecta con los otros, con quienes construimos redes sociales.

En un espacio donde el trabajo es escaso, repartido discrecionalmente por una autoridad que juzga según sus propios intereses quien debe ser el beneficiario del privilegio, es ilusorio pensar en la reapropiación del trabajo como derecho o como instrumento de desarrollo personal.

Ya hemos hecho referencia a que el trabajo carcelario es un privilegio limitado porque no es otorgado a la totalidad de la población carcelaria, sino que sólo se elige un número reducido. Esta lucha por la conquista de este privilegio a la que se ve sometido todo interno a fin de mejorar en su situación institucional es potencialmente negativa.

Con seguridad se trata de la misma lucha competitiva que se observa fuera de la prisión por conservar el puesto de trabajo o conseguir uno nuevo, que en el caso de la cárcel se intensifica por el estado vulneración.

Al decir de Pavarini

“de este modo se re confirma la estrecha dependencia entre el afuera y el dentro, no sólo en general sino en una acepción más calificada y cualificante, exactamente: entre los procesos económicos del mercado libre de trabajo y la organización penitenciaria”.

La violación de derechos sociales dentro de la cárcel es el reflejo de su escaso reconocimiento fuera de la misma. La cárcel, sus realidades y sus miserias tienen estrecha relación con el contexto en el que vivimos y con la realidad que construimos como sociedad. Para encontrar las conexiones entre el adentro y el afuera es conveniente concebir el castigo como un auténtico artefacto cultural y social.

La prisión, sus incoherencias y oscuridades son el resultado de nuestro producto social; un producto social que espera ser revisado.