Política criminal y política educativa
Guillermo Anderlic [1]
El diseño e implementación de la política criminal exige necesariamente el acompañamiento a la reformulación de la política educativa. Se patentiza en esta materia, con notable claridad, la necesaria interrelación y coordinación entre los poderes estatales en orden a la consecución del bien común[2], bajo el principio de unidad. Ello cobra aun mayor relevancia a la luz de la particular conformación del Ministerio Público de la Provincia de Buenos Aires, con sus tres áreas de gestión (Fiscal, de la Defensa y Tutelar), el necesario equilibrio entre las mismas desde una visión de política criminal, y las eminentes misiones y deberes encomendados a este organismo por mandato constitucional y legal. Desde luego que esta cuestión resulta compleja y sensible, pues implica la implementación de políticas y acciones tendientes a la seguridad, al orden y a la paz social. Así, en palabras de Marcela Puglisi y en cuanto atañe a lo estrictamente educativo: “Como formadores, desde nuestro lugar de padres, docentes, no debemos silenciar aquellas palabras que alienten las ideas de un humanismo literalmente integral, generador de una nueva civilización concebida desde un orden moral, donde el Bien Común se arraigue en una verdadera educación para la ciudadanía; el porvenir de nuestros jóvenes y de la vida social están en juego”[3].Es innegable que cuando se debilitan los cimientos, fracasan las certezas esenciales y las instituciones no cumplen debidamente sus nobles roles y funciones; aumenta entonces la exigencia de una verdadera educación que se presenta ante el encuentro entre dos libertades: la del alumno y la del maestro, quien hace creíble el ejercicio de la autoridad principalmente a través de la coherencia de la propia vida y su implicación personal. Tal dimensión o perspectiva permite sostener que la escuela es, en primer lugar, lugar de educación a la vida, al desarrollo cultural, al compromiso por el bien común: es la comunidad educativa donde la experiencia de aprendizaje se nutre de la integración del pensamiento y de la vida, en un contexto que procure desarrollar las capacidades, potencialidades y talentos de los alumnos, a partir de una equilibrada atención a los aspectos cognitivos, afectivos y sociales. Al mismo tiempo, se fomenta que maestros y alumnos perciban un sentido de pertenencia a la institución educativa. No podrá obviarse en este ámbito el respeto de las ideas ajenas, la apertura al debate y la capacidad de discutir respetando opiniones distintas. Al respecto, afirma Miguel Ángel Ciuro Caldani:
“La educación se ha de adecuar a las necesidades del alumno, que es una persona diferente del docente, aunque más no sea por su estado del saber y frecuentemente del desarrollo biológico. La compenetración del acto educativo es diferente de la del acto científico (…) La Pedagogía exige planteos curriculares e institucionales adecuados, que incluso abarquen una formación permanente, y requiere que la evaluación sea una dimensión constante en el proceso de enseñanza-aprendizaje”[4].
En particular, la escuela no sería un ambiente de aprendizaje completo si cuanto el alumno aprende no se convirtiera también en ocasión de servicio a la propia comunidad. Cuando los estudiantes tienen la oportunidad de experimentar que lo aprehendido resulta importante para su vida y para la comunidad a la cual pertenecen, su motivación cambia, se transforma. Es oportuno que los maestros propongan a los estudiantes ocasiones para experimentar la repercusión social de cuanto están estudiando, favoreciendo en tal modo el descubrimiento del vínculo entre escuela y vida, y el desarrollo del sentido de responsabilidad y ciudadanía activa. En este dinamismo se promueve el desarrollo de los valores, en especial el más elevado al alcance, que es la “humanidad”; es decir, procurar la mayor humanización de los alumnos a través del perfeccionamiento de sus potencias y la realización personal[5]. Al mismo tiempo, esta comunidad afronta un gran desafío educativo: el reconocimiento, el respeto y la valorización de la diversidad, ya sea psicológica, social, cultural, religiosa o de cualquier otra índole. Asimismo, la educación requiere una gran alianza entre padres, maestros y directivos para proponer una vida plena, buena, rica en sentido y abierta a los demás. En el contexto actual, fuertemente caracterizado por la penetración de los nuevos lenguajes tecnológicos y las oportunidades de aprendizaje informal, la escuela se enfrenta con una realidad donde las informaciones son cada vez más ampliamente disponibles, masivas y no controlables. Las redes sociales son cada vez más importantes, las ocasiones de aprendizaje afuera de la escuela son siempre mayores y más incisivas; las comunidades virtuales ganan una relevancia muy significativa ya que se le presenta a la educación escolar un nuevo desafío: ayudar a los estudiantes a construir los instrumentos críticos indispensables para no dejarse dominar por la fuerza de los nuevos instrumentos de comunicación. Por lo tanto, es decisivo tener en claro que la responsabilidad es primordialmente personal; pero también existe una responsabilidad compartida, como ciudadanos de un mismo barrio, de un mismo pueblo o ciudad; de una misma provincia y nación. Aflora entonces el valor de la familia como núcleo primario de sociabilidad y convivencia, como primer ámbito de aprendizaje y sociabilidad: la familia como lugar auténtico en el que se transmiten las conductas y los valores fundamentales. Resalta también, en este particular ámbito familiar, la aceptación del otro y de uno mismo: la veracidad como dimensión de la aceptación personal y la conciencia de la responsabilidad social de los miembros, quienes buscarán y construirán su identidad a través de la complementariedad y solidaridad. Ya en el Sexto Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente quedó expuesto que la familia, la escuela y el trabajo tienen un papel vital para fomentar el desarrollo de la política social y de las actitudes positivas que contribuyan a prevenir el delito, y dichos factores deben ser tomados en consideración en la planificación nacional y en el desarrollo de la política criminal y en los programas de prevención del delito[6]. Son contundentes en este sentido las palabras de Guillermo Yacobucci:
“la convivencia, sobre todo la surgida a través de la inserción del sujeto en las instancias sociales más primarias y naturales, como son la familia y el entorno grupal determinado por el arraigo geográfico o local, suponen una influencia educativa, normativa de enorme impacto en la existencia personal. La intimidad e inmediatez en que se vive en estos ámbitos operan de manera determinante en los procesos constitutivos de la psicología evolutiva. El ámbito se conforma siempre mediante un marco de referencia que tiene por núcleo un determinado universo de valores. Estos resultan en principio externos al sujeto pero, en el transcurso de su intercambio vital (afectivo e intelectual), los irá asumiendo o rechazando de manera diversa, según distintos parámetros de bondad, placer y utilidad. En este proceso de índole social a la vez que educativo tienen lugar por lo tanto reacciones o comportamientos de mayor o menor aceptación o ruptura, cuya intensidad provoca diferentes respuestas del medio”[7]. Es ineludible en esta tarea procurar el fortalecimiento de los valores y la solidaridad entre generaciones; la constitución y el mantenimiento de vínculos pacíficos, cordiales, estables, sólidos y respetuosos; como también la aceptación de las diferencias en orden al mantenimiento de la paz y armonía familiar.El siguiente espacio de formación personal está determinado por el barrio, como ámbito relacional de pertenencia. Allí se descubren los espacios comunes y se comprende la interdependencia; se reconoce la importancia del cuidado de lo recibido por parte de nuestros antecesores, lo cual conduce al descubrimiento de la participación social como elemento fortalecedor de la identidad individual. Aparece también necesariamente la noción de sociedad como tendencia natural de la persona humana a “ser social”, como ámbito para el desarrollo de las potencialidades y capacidades en vista a la realización del proyecto personal[8]. Tal dimensión exige una ciudadanía consciente y proactiva, abierta al aprendizaje y a los desafíos que implican vivir en comunidad y a trabajar en equipo. Al mismo tiempo, emergen las exigencias de entendimiento mutuo a partir del reconocimiento y respeto de las posibles diferencias de pensamiento.
Existen desafíos múltiples que requieren compromisos innegables en la tarea educadora, los cuales deben afrontarse con inteligencia creativa. Poderes estatales que coordinen sus esfuerzos en el ámbito de sus competencias para rescatar la conciencia del respeto al prójimo y de los valores comunes. Sólo así podremos vislumbrar los cimientos anhelados para nuestra sociedad.
Bibliografía
Marcela PUGLISI, Política Educativa y Bien Común, en La Persona Humana y el Bien Común, Alveroni Ediciones, Córdoba, Argentina
Miguel Ángel CIURO CALDANI, Reflexiones sobre calidad educativa, política, gestión y formación, Investigación y Docencia N° 39, Universidad Nacional de Rosario, Fundación para las investigaciones jurídicas, enero/diciembre 2006
Miguel Ángel CIURO CALDANI, Reflexiones sobre Derecho, Educación y Ciencia, Colección Jurisprudencial Zeus, Tomo 29.
Guillermo J. YACOBUCCI, Política Criminal y Delincuencia de Menores (Análisis desde una perspectiva socio-educativa), Prudentia Iuris, Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la UCA, septiembre 1994
Notas
[1] Relator Letrado del Procurador General.
[2]La Ley Provincial de Educación N° 13.688 y sus modificatorias aluden al bien común ─en el capítulo referido a los principios, derechos y garantías─ en estos términos: “La educación debe brindar las oportunidades para el desarrollo y fortalecimiento de la formación integral de las personas a lo largo de toda la vida y la promoción de la capacidad de cada alumno de definir su proyecto de vida, basado en los valores de libertad, paz, solidaridad, igualdad, respeto a la diversidad natural y cultural, justicia, responsabilidad y bien común” (artículo 4°).
[3]Marcela PUGLISI, Política Educativa y Bien Común, en La Persona Humana y el Bien Común, Alveroni Ediciones, Córdoba, Argentina, 2012, p. 294.
[4]Miguel Ángel CIURO CALDANI, Reflexiones sobre calidad educativa, política, gestión y formación, Investigación y Docencia N° 39, Universidad Nacional de Rosario, Fundación para las investigaciones jurídicas, enero/diciembre 2006, p. 90.
[5]Miguel Ángel CIURO CALDANI, Reflexiones sobre Derecho, Educación y Ciencia, Colección Jurisprudencial Zeus, Tomo 29, D-176.
[6]Venezuela, 1980.
[7]Guillermo J. YACOBUCCI, Política Criminal y Delincuencia de Menores (Análisis desde una perspectiva socio-educativa), Prudentia Iuris, Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, septiembre 1994, p. 61.
[8]Dice también YACOBUCCI que “el tiempo no sólo enseña a la persona que no es un átomo, sino además que la vida en común necesita, reclama y aun impone un sentido moral emergente de afectos y normas, que se transmiten en primer lugar a través del proceso educativo considerado en un sentido amplio. Esto es, como un intercambio con la realidad que aporta elementos configuradores de la personalidad” (op. cit., p. 62).
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