JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Violencia de género y nuevas fronteras para la legítima defensa. Nuevos paradigmas de la legítima defensa
Autor:Fernández Madrid, Tomás
País:
Argentina
Publicación:Revista en Ciencias Penales y Sistemas Judiciales - Número 7 - Agosto 2021
Fecha:18-08-2021 Cita:IJ-I-DCCLV-347
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Violencia de género y nuevas fronteras para la legítima defensa

Nuevos paradigmas de la legítima defensa

Tomás Fernández Madrid[1]

El 16 de noviembre de 1981, en White Plaza, en la Universidad de Stanford de California, cientos de personas se reunieron para expresar su dolor y protestar por una serie de violaciones denunciadas en el campus. Catharine Mckinnon fue una de las principales expositoras, dejando en evidencia con mucha claridad su preocupación. A modo de disparador, reproduciré algunos de sus argumentos.

“(…) Quiero hablar con ustedes sobre la violación como un problema de sexismo, un problema de la desigualdad entre mujeres y hombres. No estamos en medio de una epidemia de violaciones; estamos en medio de una breve ráfaga de denuncias de violación y publicidad de la violación. ¿Por qué fueron denunciadas esas violaciones y, en particular, por qué se les está dando publicidad? Si por cada violación denunciada hay entre dos y diez violaciones no denunciadas (haciendo una estimación conservadora), es sumamente importante preguntar no sólo por qué se denuncian las violaciones que se denuncian, sino también por qué no se denuncian las que no se denuncian”. Pienso que las mujeres denunciamos que hemos sido violadas cuando sentimos que van a creernos” (el subrayado es propio).

“(…) Las mujeres también sentimos miedo y desesperación al enfrentarnos a la policía, los hospitales y el sistema judicial. Las mujeres no sólo creemos que la policía no nos creerá y que los médicos nos tratarán de manera degradante, sino también que, cuando acudamos a la justicia, el incidente no será visto desde nuestro punto de vista. (…) el miedo a ser maltratadas no es un invento de la imaginación de las mujeres. Es el resultado directo de la forma como nosotras hemos sido tratadas. Espero que los funcionarios responsables (…) tengan en cuenta el interés y el enojo que las mujeres estamos expresando ahora y comprendan que sólo están viendo la punta del iceberg y que ellos mismos son parte de la razón de que esto ocurra” (el subrayado es propio).

“(...) También quiero decir que las mujeres necesitamos autoprotección; no necesitamos más paranoia. La policía de Standford nos dice: “un poco de miedo es algo bueno ahora”: yo pienso que nosotras no necesitamos sentir más miedo. Necesitamos hacer que el miedo sea innecesario. De manera individual, lo único que conozco que comienza a hacer frente a esto es algo a lo que aquí tenemos acceso: el entrenamiento personal en defensa personal. (…) la defensa personal, bien hecha, puede permitir que empecemos a apropiarnos del sentido de que tenemos un yo que vale la pena defender” (el subrayado es propio).

Los fragmentos mencionados dejan en evidencia varias cuestiones: la violencia de género y la desigualdad estructural entre hombres y mujeres en esa época no sólo era un hecho, sino que ya iniciaban a ser parte de una suerte de debate académico/social. Si bien era parte del debate, las mujeres tenían dificultades para denunciar las violaciones. Ello, en parte por la estructura patriarcal de sus familias o sus relaciones -en el sentido amplio de la palabra-, o bien por los sesgos existentes al interno de varias agencias estatales (policías, médicos, sistema judicial) que no sólo les impedían obtener respuesta institucional adecuada, sino también las maltrataban o descreían de sus declaraciones. Finalmente, surge una propuesta interesante: el entrenamiento de la defensa personal frente a los agresores como una alternativa real y quizás la única frente a las circunstancias descriptas.

A modo de aclaración, la crítica que recorrerá el presente trabajo será positiva. Apoyando este último argumento de la autora, propondré un marco teórico según el cual, teniendo en cuenta las dificultades estructurales inherentes a la violencia de género, podría ser posible justificar jurídicamente la conducta de una mujer que se defiende frente a un agresor hombre en situaciones particulares de no confrontación directa como la que desarrollaré más adelante. Ello, reinterpretando el instituto tradicional de la legítima defensa previsto en nuestro Código Penal. Digo reinterpretando, porque bajo sus presupuestos formales la conducta en cuestión sería antijurídica. Así, me haré cargo de algunas de las objeciones típicas a esta postura, contra argumentando y llegando a una conclusión al respecto.

Esta premisa podría abordarse desde la óptica de la filosofía moral y también desde la dogmática penal, siendo esta última en la que me centraré.

La violencia de género, entendida como manifestaciones de violencia contra la mujer -simbólica, física, sexual, verbal, económica, etc. constituye un fenómeno de gravedad que implica la violación a los Derechos Humanos fundamentales y se relaciona con la formación cultural en un contexto patriarcal, donde se educa de manera diferente a niños y niñas; esta diferencia jerárquica se acepta como parte del orden establecido. Hoy en día, afortunadamente hay una mayor consciencia pública de lo que significa, en gran parte por la incesante lucha de muchas mujeres y organizaciones, lo cual impactó positivamente en muchos campos. Sin embargo, los problemas continúan, y lejos estamos del escenario ideal.

En efecto, la creciente visibilidad que tuvo la violencia de género demuestra la necesidad de replantear categorías y conceptos penales que habían dejado de lado a ciertos tipos de violencia con sus características particulares. Necesariamente, y tal como afirmaba Mckinnon, el estudio de este tipo de violencia debe contemplar la posibilidad de actos de defensa en respuesta.

Y es que, si los sesgos y su correlación directa con la falta de respuesta institucional continúan, creo que hay buenas razones para evaluar ciertos casos particulares a la luz del instituto de la legítima defensa (art. 34, inciso 6 del Código Penal de la Nación), pero con una mirada más amplia, bajo una perspectiva de género. Esto último, es una carencia que prima en muchos ámbitos, particularmente en el de la justicia, lo cual se ve reflejado en las sentencias judiciales y no hace más que acentuar la desigualdad y la discriminación. Con casos particulares, me refiero a casos “difíciles” -pero no por ello menos reales-, donde colapsan los requisitos tradicionales de la legítima defensa.

De ahí que, la perspectiva de género podría -es más, debería- ser una herramienta a tener en cuenta a la hora de valorar ciertas aristas dentro de la teoría del delito. Como expondré a continuación, su utilización podría derivar de las exigencias que prescriben algunos instrumentos internacionales en materia de derechos humanos que forman parte de lo que Bidart Campos denominó el bloque de constitucionalidad.

Entre ellos, se destacan la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación hacia las Mujeres (CEDAW) y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer -conocida como la Convención de Belem do Pará-, los que implican obligaciones y compromisos concretos, pero aun así existe una brecha entre la extensión del problema de la violencia y su efectiva atención.

Al parecer, existe una conexión inescindible entre los compromisos que asumió nuestro país en materia de violencia de género y una nueva perspectiva que debería impactar de alguna forma en el tratamiento de casos judiciales.

Las categorías de la dogmática penal, al igual que las de varias actividades intelectuales en las que intervienen los seres humanos, reflejan inevitablemente los sesgos de sus creadores, que han sido mayoritariamente hombres. A continuación, describiré un grupo de casos que dejan en evidencia los sesgos favorables a la justificación de la violencia cuando el autor es hombre.

- Caso A: Sara Thornton recibió cadena perpetua por asesinar a su marido mediante puñaladas luego de que él, alcohólico y violento, le dijese tras una discusión que la mataría mientras dormía.

- Caso B: Josehp McGrail recibió una sentencia en suspenso de dos años tras matar a patadas a su esposa alcohólica mientras esta yacía borracha. El juez Popplewell declaró que ella “hubiese hecho hasta que un santo perdiera la paciencia”.

Ambos casos no sólo reflejan sesgos favorables a la justificación de la violencia cuando el autor es hombre, sino también una completa falta de perspectiva de género, cuando la que se defiende es mujer. Estas afirmaciones, al presente, nos traen una información genética y nos permiten ingresar a las discusiones actuales mediante la reconstrucción del contexto, con una mirada más microscópica.

Tanto la vida como el derecho son dinámicos. La realidad nos muestra una continua variación de la vida social y de los puntos de vista valorativos que deben ser tenidos en cuenta por el ordenamiento jurídico. Ello se sigue de los lineamientos de una concepción sistemática del derecho que postula:

“(…) un «sistema abierto», (…) que no obstaculice el desarrollo social y jurídico, sino que lo favorezca o, al menos, se adapte a él; de modo que no prejuzgue las cuestiones jurídicas aún no resueltas, sino que las canalice para que se planteen en los términos correctos (…) Pues bien, lo cierto es que la ciencia jurídica, y en especial la ciencia jurídico-penal, ha sido capaz de llevar a término esta tarea, al menos en buena parte, con brillante intuición” (el subrayado es propio).

Así pues, “(…) la opción por un «sistema abierto del Derecho penal» implica, por un lado, que el conocimiento existente se dispone en un orden removible en cualquier momento; y, por el otro, que los casos y problemas todavía” no advertidos no se juzgarán sin reparos por el mismo rasero, sino que siempre habrá ocasión para modificar el sistema dado”.

Como ejemplo puede servir la sistematización del derecho de defensa legítima, que ha sido en parte establecida por el legislador y en parte elaborada por la doctrina.

En este sentido, la actualización sistémica de nuestro ordenamiento jurídico a la luz de la perspectiva de género implica la posibilidad de efectuar un análisis crítico e integral de un determinado fenómeno comprendiendo cómo opera la discriminación en la vida social. Desde este particular prisma analítico, se advierte que:

“(…) la dogmática penal tiene que filtrarse por principios político criminales y no puede estar ajena a los cambios que se producen bajo el riesgo de quedar petrificada. No atender a determinados fenómenos que tienen que ver con situaciones estructurales de dominación en sociedades como las latinoamericanas, derivaría en un derecho penal miope a las cuestiones de género, que vería reducida su posibilidad de riqueza en la solución de conflictos y que implicaría una desigual aplicación”.

Hay casos de confrontación directa donde nadie dudaría en justificar la conducta de una mujer. Ahora bien, en un caso donde no hay confrontación directa ¿podríamos justificar la conducta de una mujer que, tras años de maltrato físico y psicológico por parte de su pareja y sin encontrar canales alternativos de contención ni respuesta adecuada por parte de las agencias estatales, es golpeada nuevamente y violada por aquella, y finalmente amenazada antes de irse a dormir con que al día siguiente la violaría otra vez y pondría fin a su vida, reacciona con un disparo mientras su marido duerme causándole lesiones o incluso la muerte?

Intuitivamente y con una mirada totalmente ajena a la perspectiva de género la respuesta es no. Quienes abogarían por la negativa -objetores a mi punto- dirían que no cumpliría con alguno de los requisitos de la legítima defensa -según su interpretación tradicional-. Sin embargo, estos son los casos que rompen los esquemas del instituto bajo análisis y hacen colapsar a sus requisitos. Pero ello, por sí sólo, no debería implicar necesariamente convertir este tipo de casos en casos fáciles, donde la respuesta jurisdiccional esté unidireccionada hacia la no justificación de la conducta, o siquiera hacia contemplar una atenuación de la pena a la hora de valorar la culpabilidad.

El derecho a la legítima defensa:

“(…) actualmente vigente se basa en dos principios: la protección individual y el prevalecimiento del Derecho”. Esta eximente “(…) está fundamentada, al menos en parte, en teorías contractuales sobre la distribución de competencias entre el Estado y el individuo. Conforme a las referidas teorías, el ser humano se reserva el derecho a utilizar fuerza para defenderse cuando el Estado no puede o no quiere proveerle una protección adecuada contra el ataque del agresor.

Ha evolucionado a lo largo de la historia, pues progresivamente abarcó la protección de mayor cantidad de bienes jurídicos y fue habilitada para mayor cantidad de casos. Estos datos empíricos intuitivamente me llevan a pensar que no es descabellado que su evolución continúe, ampliando su espectro y adaptándose a las nuevas tendencias. No olvidemos que en nuestro país data de 1921.

Nuestra legislación exige como requisitos para su configuración la existencia de:

i) una agresión ilegítima,

ii) la necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla y

iii) la falta de provocación suficiente por parte del que se defiende.

Ahora bien, un caso “difícil” como el planteado tiene la particularidad de que debe sortear dos objeciones evidentes que aluden a requisitos que forman parte del núcleo tradicional de la legítima defensa: la ausencia -en principio- de una agresión actual, y la innecesaridad de la defensa porque tenía -en principio- otras opciones.

La agresión ilegítima debe ser una conducta humana, agresiva -dirigida a la producción de una lesión- y antijurídica -sin derecho a esa afectación-. Ello es evidente cuando el hombre golpea a la mujer -lo cual se habría dado en el caso concreto-. Lo que resulta problemático es la exigencia de la inminencia de la agresión, carácter que si bien no surge literalmente del art. 34 del Código Penal -a diferencia de, por ejemplo, la legislación alemana que exige que sea “actual”-, este es requerido por la jurisprudencia y la doctrina, que consideran que debe existir un inmediato signo de peligro para el bien jurídico tutelado.

La agresión es actual “(…) cuando es inmediatamente inminente, o precisamente está teniendo lugar o todavía prosigue” pero “(…) cuándo es inmediatamente inminente una agresión es algo que hasta ahora no se ha aclarado inequívocamente” (el subrayado es propio).

Al parecer la inminencia cumple un rol epistémico, pero ¿qué significa realmente? ¿Cuán razonable es, en estos casos, identificar inminencia con inmediatez?

Imaginemos el siguiente caso hipotético: unos marineros saben que el barco en el que viajan va a hundirse dentro de los próximos 10 días, pero no saben exactamente cuándo. Están próximos a llegar a destino, pero aún el barco no se hundió. Para quebrantar su deber de no abandonarlo, ¿deben esperar a estar en peligro inmediato -temporalmente- de hundirse? Intuitivamente diría que no. Quizás, la inminencia podría ser interpretada en términos de inevitabilidad.

En efecto, la inminencia no debe confundirse con una idea de inmediatez temporal ni con la tentativa, dado que la amenaza puede existir antes de esto y el comienzo de ejecución podría ser demasiado tarde para la protección efectiva.

Por otro lado, y salvando las distancias, el Derecho Internacional Humanitario reconoció que el derecho no exige inminencia de ningún tipo. El elemento temporal de la inminencia:

“(…) ha sido socavado por los Estados Unidos en su aplicación de la doctrina de legítima defensa en su uso de drones, con el resultado de amplificar la interpretación de inminencia. En un discurso en 2011 John Brennan afirmó: “el concepto tradicional de lo que constituye un ataque inminente debería ser ampliado en luz de capacidades modernas, técnicas e innovaciones tecnológicas de organizaciones terroristas”.

Es decir, se aplica una noción de inminencia que desafía el entendimiento común de la palabra y que no requiere inmediatez, al intentar justificar agresiones preventivas que no tienen el efecto de repeler un ataque inminente.

¿Por qué no aplicar estos estándares de inminencia también a los casos de violencia de género? Para la mujer del “caso difícil”, quizás no había escapatoria ni consuelo legal, si quiera una percepción momentánea de seguridad, por lo que el próximo ataque podía ser el último. De ahí que lo central “(…) no es si la amenaza era inminente, sino si la creencia de la acusada de que inevitablemente sufriría una agresión letal en el futuro de la cual no tendría oportunidad de escapar era [objetivamente] razonable”.

Volviendo al caso “difícil”, cabe destacar que situaciones como:

aquellas “(…) representan el continuo existente entre la victimización y la criminalización de las mujeres quienes, frente a la indiferencia de la sociedad respecto de la violencia que las damnifica, llegan a cometer un delito. La inacción frente a la violencia es una nueva agresión, los mismos defectos sistemáticos que impiden al Estado ver la violencia y proteger a la víctima llevan luego a la penalización de la única salida que la mujer pudo encontrar, consumando definitivamente la discriminación” (el subrayado es propio).

Este concepto de “continuo”, en conjunción con el denominado síndrome de la mujer maltratada deberían ser considerados:

“(…) en los casos en los que la defensa de la mujer golpeada no coincide temporalmente con una agresión física y que, en todo caso, su ausencia no puede descartar la existencia de violencia. (…) Algunos casos de violencia de género desafían las concepciones tradicionales del derecho penal que ciñen la investigación a las circunstancias de un hecho concreto y descontextualizado. Cuando una mujer alega legítima defensa ejercida contra su pareja la incorporación de hechos pasados contribuye a evaluar el peligro que representaba la agresión, especialmente la representación que de él debía tener quien se defendía, la necesidad, la razonabilidad de los medios empleados y la actualidad o inminencia de la agresión ilegítima. La defensa contra quien agrede consuetudinariamente presenta varias peculiaridades que solamente pueden ser apreciadas apropiadamente en el contexto de violencia que excede la concreta agresión que finalmente desencadenó la defensa” (el subrayado es propio).

En definitiva, el fundamento de la inminencia podría radicar en las agresiones constantes que sufre la mujer y en los conocimientos que, como víctima de maltratos reiterados, tiene de las reacciones de su agresor. Podría analizarse en función de la permanencia de la agresión en el tiempo -pasado, presente, y altas probabilidades en términos de representación de que ocurra futuro próximo- y de la desproporción de fuerzas que hace que una defensa cara a cara sea ineficaz. Es decir, podríamos argumentar que se está frente a un delito permanente por parte de su pareja mediante agresiones incesantes y por eso actuales, a pesar de que por un breve lapso se hayan interrumpido.

Respecto a la necesidad e idoneidad del medio empleado, hare unas breves consideraciones. Desde una simple lectura, el uso de una pistola para matar a su pareja no sería racional. Sin embargo, hay quienes sostienen que la víctima no está obligada a elegir el medio menos lesivo siempre. El medio menos lesivo podría ser igualmente idóneo, o suficientemente idóneo. O mejor, el daño marginal infringido deberá estar justificado por el daño marginal prevenido. Teniendo en cuenta todas las circunstancias del caso, ¿debería exigirse a la víctima que soporte un costo que razonablemente considere desproporcionado por usar un medio menos lesivo? Podría ser discutible, más cuando las agresiones y amenazas previas, sumado a la falta de respuesta institucional adecuada por los sesgos existentes dejan a la víctima sin opciones alternativas genuinas. En otras palabras, No es claro que la mujer tenga otras opciones para protegerse y defenderse (que es el criterio para valorar la necesidad racional de la acción defensiva). Y de tenerlas -siendo conscientes de su ineficacia-, no por ello podrían ser exigibles en el caso concreto.

Y, si damos por sentado que:

“(…) el ser humano le concedió al Estado un monopolio de la violencia a cambio de protección contra ataques antijurídicos, resulta forzoso concluir que, cuando el Estado incumple con su parte del contrato y deja a un individuo sin protección contra ataques injustificados futuros, dicho individuo se reserva el derecho de repeler por sí mismo de manera preventiva dichos ataques”.

Por tanto, en casos hipotéticos como el planteado, puede argumentarse que la mujer optó por agredir a su pareja en una situación no confrontacional solamente después de haber intentado infructuosamente recibir ayuda estatal. En estos supuestos, es el propio Estado quien abandonó a la mujer. Frente a dicha situación, podría sostenerse que el Estado no pudo proteger a la mujer contra ataques de terceros y, por ende, se le debe conceder a ésta el derecho de hacerlo preventivamente.

Por otro lado, hay quienes sostienen que, a la hora de analizar las agresiones entre parejas, la legítima defensa se encontraría restringida y que como consecuencia del principio de prevalecimiento del Derecho, se le opondrían restricciones ético-sociales. Al interno de estos vínculos existiría una relación de solidaridad que fundamenta un deber de protección y limita la legítima defensa en caso de medidas defensivas peligrosas para la vida; de este modo:

“(…) el agredido no puede sin más matar o lesionar gravemente a su pareja, aunque sólo de ese modo pueda evitar con seguridad el golpe, sino que tiene que esquivar o conformarse con medios defensivos menos peligrosos, aun corriendo el riesgo de sufrir él mismo daños leves”.

Pero estas restricciones solo regirían mientras la agresión no anule los deberes de solidaridad del agredido.

Y es que “(…) ninguna mujer tiene por qué soportar malos tratos continuos (incluso leves), que denigran su dignidad y la convierten en un objeto de la arbitrariedad del marido. Una mujer que es apaleada casi a diario por su marido por motivos insignificantes, ya no le debe solidaridad de la que él mismo hace tiempo que se ha desligado; por eso puede hacerle frente con un arma de fuego si no puede defenderse de otro modo, y no está obligada a abandonar la casa en lugar de defenderse”.

En conclusión, creo que no debería imponerse una regla general para aplicar a estos casos. Tampoco generar una excepción, pues lo cierto es que detrás de cada excepción subyace una regla. En palabras de Greco, la excepción demuestra que queremos decir seriamente con la regla. Así, se sortearán el tipo de argumentaciones jurídicas presentes en algunas sentencias que afirman que postular la legítima defensa en casos como estos sería “como saltar al abismo a la anarquía”. Ellas se concentran en argumentos como el de la “ruptura del dique” o de la “pendiente resbaladiza”, según los cuales “(…) una vez hecha una primera concesión, no queda más que ir bajando por la pendiente resbaladiza”.

No es necesario tomar postura y aceptar empáticamente cualquier tipo de defensa que adopte una mujer en estos casos, sino tratar de entender el contexto que subyace a ellos y así comprender por qué, pese a lo que pueda indicarnos una primera impresión, podrían darse los requisitos legales de la legítima defensa, realizando una correcta interpretación teleológica.

Teniendo en cuenta la totalidad de la problemática de género expuesta, a la hora de analizar un caso como el mencionado, podrían darse respuestas jurisdiccionales mejores en términos de igualdad y/o de justicia, si su abordaje se realiza desde una perspectiva de género.

Algunas sentencias de tribunales de nuestro país en los últimos tiempos han reflejado esta propuesta utilizando la perspectiva de género a la hora de interpretar la normativa aplicable. Aclaro que -sin necesariamente descreer prima facie de los dichos de la mujer- este criterio valorativo tendrá más consistencia cuando las situaciones previas y permanentes de violencia denunciadas estén materialmente acreditadas en la causa.

Si bien no solucionaría el problema de raíz, sería un buen comienzo. A esta altura podría ser de utilidad interpretar la noción de “inminencia” aunque sea siendo conscientes de los sesgos de género en ella arraigados. Ello, va de la mano con evitar convertir este tipo de casos en casos “fáciles” de legítima defensa, para analizarlos conforme los lineamientos desarrollados.

Por otro lado, en función de los compromisos que asumió nuestro país en la materia, dada la naturaleza de los sucesos, los magistrados deberían abordar y examinar estos casos a la luz de las convenciones internacionales adoptadas.

Sobre el punto “(…) es de vital importancia tener presente que tal obligación estatal no se satisface únicamente con una pronta canalización de aquellos casos donde la cuestión de género es evidente, sino que importa el deber de ampliar el prisma y reconocer que se trata de una problemática que, por su transversalidad, se cristaliza de diversas formas y que debe ser seriamente analizada en los supuestos en que se invoque, incluso cuando sea, como en el caso, a modo de hipótesis defensista; en definitiva podría configurarse aquí un contexto de violencia desatendido”.

 

 

[1] Abogado UBA, cumple funciones en la sala IV de la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional de Capital Federal.