El paradigma de la autonomía de la voluntad en el Novel Código
“ Lo que los hombres han estimado bajo el nombre de libertad y por lo que han luchado, es variado y complejo, pero, en verdad, nunca ha sido un libre albedrío metafísico." John Dewey
Cuando hablamos de autonomía, por oposición a heteronomía, nos referimos - desde una arista eminentemente filosófica - al concepto de libertad, entendida ésta como una manumisión, un albedrío independiente de toda regulación ajena a nuestro ser, dentro - claro ello está - de ciertos cotos impuestos en relación al negocio jurídico por el paradigma del lois de police et de sureté[1]: las normas jurídicas de orden público.
En plan etimológico, el término negocio deriva de las palabras latinas nec y otium, es decir, lo que no es ocio. Para los romanos otium era lo que se hacía en el tiempo libre, sin ninguna distinción o estímulo material; entonces negocio para ellos era lo que se hacía por dinero, por una recompensa, una contraprestación.
Los negocios jurídicos onerosos tienen en miras una percepción individualista y egoísta del acuerdo contractual, porque cada parte persigue sus propios intereses; como advertía VON IHERING la benevolencia es extraña al comercio jurídico, todos los contratos procedentes del mismo se hallan basados sobre el egoísmo, por la función social y su destino el contrato está al servicio del egoísmo y no de la benevolencia[2], así la parte que se encuentra en una situación de preponderancia económica se aprovecha de ella para lograr un negocio lo más productivo posible, aún cuando ello implique dejar en ruinas al co-contratante débil, porque como dijimos precedentemente: el contrato oneroso reposa en el egoísmo y la individualidad de sus partícipes.
La noción de autonomía de la voluntad descansa sobre la de libertad; supone la igualdad jurídica de todos y la libertad jurídica de todos; termina por entender que todo lo libremente querido es obligatorio, y justo.
Hablamos entonces de libertad, de la posibilidad de definir por nosotros mismos, todos y cada uno de los aspectos que conciernen a nuestra vida, vinculados en lo que aquí respecta ( y nos convoca al estudio y análisis vinculados al orbe jurídico), a la idea de negocio: la autonomía de la voluntad privada.
Ahora bien, desde el punto de vista etimológico, observamos que la palabra autonomía proviene de la unión de dos términos griegos: a) nomos, que significa norma. b) autos, cuyo significado es “propio o por uno mismo”. Ergo el significado de la suma de ambas partículas es “ley propia o dada por uno mismo”. LALAGUNA va un poco más lejos, y deduce que autonomía significa “poder de dictarse uno a sí mismo su propia ley”[3].
En segundo lugar nos encontramos con la voluntad, heredera de la voluntas romana: los griegos y los escolásticos decían que ella es una facultad del alma[4]. En nuestro derecho positivo, el acto se reputa voluntario si puede ser ejecutado con discernimiento, intención y libertad, conforme el art. 897 velezano, que refería al hecho humano voluntario o involuntario ( luego de la reforma, se encontrará nomenclado bajo el número 260, que refiere directamente a acto voluntario, manteniendo los tres elementos inmanentes).
El último término que analizaremos es el adjetivo privada: con este adjetivo nos referimos a lo exclusivo y propio de cada persona.
El ser humano desde sus arcaicos comienzos fundacionales ha sido libre. No olvidaremos pues y no obstante ello, las diferentes etapas históricas suscitadas a lo largo de los lustros, pero dicho análisis certero es arena de otro costal.
Sí diremos que una de las categorías que ha inquietado fuertemente a los hombres y que lo atraviesa desde sus inicios hasta el presente ha sido la de libertad. Considerada como objeto de búsqueda y de especulación ha sido en algunos periodos motivo de intensas luchas políticas y también de diversas y extensas disertaciones.
Desde siempre se ha creído en que tener la posibilidad de elegir es ser libre. Ya Platón nos enseñó en uno de los pasajes de La República que la capacidad de elegir implica también la responsabilidad que la misma entraña: Ésta es la palabra de la Virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas efímeras, he aquí que comienza para vosotras una nueva carrera caduca en condición mortal. No será el hado quien os elija, sino que vosotras elegiréis vuestro hado. Que el que salga por suerte el primero, escoja el primero su género de vida, al que ha de quedar inexorablemente unido. La virtud, empero, no admite dueño; cada uno participará más o menos de ella según la honra o el menosprecio en que la tenga. La responsabilidad es del que elige; no hay culpa alguna en la Divinidad[5]. Será esta la télesis del velezano artículo 1.197 del Código Civil?, que prescribe que las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual deben someterse como a la ley misma. Si, el aforismo pacta sunt servanda ( Ulpiano) es el que sabemos debemos aplicar en estos casos. Dicho artículo que establece la “legalidad contractual inter partes”, luego de la reforma lo encontraremos en las prescripciones de los arts. 958 y 959.
Prescriben los mismos: ARTICULO 958.- Libertad de contratación. Las partes son libres para celebrar un contrato y determinar su contenido, dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres. ARTICULO 959.- Efecto vinculante. Todo contrato válidamente celebrado es obligatorio para las partes. Su contenido sólo puede ser modificado o extinguido por acuerdo de partes o en los supuestos en que la ley lo prevé.
En plan crítico hacia los referidos artículos, huelga destacar que los mismos enfocan debidamente y resaltan la regla de la autorregulación proveniente de la autonomía de la libertad privada, introduciendo la autodecisión en cuanto a la liberta de contratar. Asimismo, es destacable que el Código deja de referir a la existencia de una “ ley” para las partes, ya que se despoja de dicha analogía.
Siguiendo a Santo Tomás de Aquino, el hombre posee libre albedrío; de lo contrario, serían inútiles los consejos, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos. Para explicar esto, adviértase que hay seres que obran sin juicio previo alguno; v. gr., una piedra que cae y cuantos seres carecen de conocimiento. Otros obran con un juicio previo, pero no libre; así los animales. La oveja que ve venir al lobo, juzga que debe huir de él; pero con un juicio natural y no libre, puesto que no juzga por comparación, sino por instinto natural [6].
El Liberalismo nos otorgó también un concepto trascendente de libertad, tal como lo graficara el inglés John Locke, uno de los padres del movimiento liberalista, con la siguiente muestra: supongamos ahora que un hombre profundamente dormido sea llevado a un cuarto donde está una persona que él desea ver con vehemencia y con quien desea conversar, y supongamos, además, que se cierre con llave ese cuarto de tal suerte que no le sea posible salir. Al despertar ese hombre, se mostrará feliz al encontrarse en compañía tan deseada, y permanecerá voluntariamente con ella, es decir, preferirá quedarse en el cuarto en lugar de salir de él. Ahora bien, pregunto si no, acaso, es voluntaria la permanencia de ese hombre en ese cuarto. Creo que nadie dudará que es voluntaria, y, sin embargo, como está encerrado, es evidente que no está en libertad de no quedarse; carece de la libertad de salir. Es así, entonces, como la libertad no es una idea que pertenezca a la volición o a la preferencia de la mente, sino que pertenece a la persona que tiene la potencia de obrar o de abstenerse de obrar, según que elija o determine su mente. Nuestra idea de la libertad llega hasta donde llega esa potencia, y no más allá [7].
Ahora bien, y aquí nos detendremos en este bello ejercicio mental que consiste en filosofar, de qué hablamos cuando hablamos de autonomía de la voluntad?
No dudaremos en afirmar que la autonomía de la voluntad es ante todo, libertad de contratación, lo cual se traduce fácticamente en la libre opción del individuo entre contratar y no hacerlo, libertad para la elección del otro contratante y la facultad de otorgar el contenido al contrato. Significa además, la libertad de elección del tipo contractual y la libertad de suscribir otros distintos.
Nos encontramos entonces, ante un principio. O sea: un axioma que plasma una determinada valoración de justicia de una sociedad, sobre la que se construyen las instituciones del derecho y que en un momento histórico determinado informa del contenido de las normas jurídicas de un Estado.
El principio de la autonomía de la voluntad es útil para explicar la fuerza obligatoria del contrato ( art. 1.197 Cod. Civ., nuevos arts. 958 y 959). En sus comienzos, las convenciones contractuales equivalían a la ley misma y no podían ser revocadas más que por el mutuo consentimiento o por las causas establecidas en la ley.
La nota de Vélez Sarsfield nos remite al artículo 1.134 del Código Civil francés, que establece: “Las convenciones legalmente formadas equivalen a la ley para los que lo celebraron. No pueden ser revocadas más que por el mutuo consentimiento o por las causas que la ley autoriza. Deben ser ejecutadas de buena fe”.
El individualismo no admite racionalmente la posibilidad de que el juez revise el contrato, con fundamento de que éste es el resultado de un acuerdo entre iguales y libres. De modo que lo acordado sólo es factible de ser modificado por las mismas partes, celebrando otro contrato.
Esta “legalidad” contractual, decíamos, posee su génesis en las prescripciones del artículo 1.134 del Código Civil de Francia del año 1.804, Código Napoleón ( contenidas también en el posterior Código Civil de España, art. 1.255), inspirado a su vez en el derecho romano y en el maestro Domat. Pero tan común como resulta hablar del Derecho Francés lo es analizar el contexto y el entorno del Code. Ninguna ley se promulga sin motivo, ningún Código se hace por el simple hecho de hacerse, ningún Código es huérfano de padres y de corrientes ideológicas que le den origen. El Código de 1.804, el Código Civil por excelencia de los tiempos modernos, evidentemente no escapó al contexto histórico, el cual, por la importancia del mismo y de los acontecimientos e ideas que determinaron su elaboración y promulgación, ocasionan la necesidad de referirnos a sus orígenes y a la propia historia de Francia, que son, sin duda, apasionantes. La historia de Francia no es sólo suya, es, en alguna medida, la historia del mundo, como afirma el profesor Mario Castillo Freyre[8].
Conocerá acabadamente quien lea estas líneas, que la Revolución Francesa, tuvo como principal objetivo la regeneración de los derechos del hombre y la reestructuración de la sociedad a través de la declaración, en 1.789 de los “derechos naturales e imprescriptibles”: libertad, igualdad jurídica, propiedad, seguridad.
Conforme enseñara el Profesor José Antonio Martín Pérez en el año 2.009 en la Universidad de Salamanca, España, con la Revolución francesa se pretendía conseguir la igualdad formal del derecho. Mediante la abolición de los privilegios y discriminaciones legales se creó la igualdad de todos ante la ley, sin preocuparse por la igualdad económica, pensando que esta paridad de posiciones jurídico-formales entre los contratantes era suficiente garantía para que en los intercambios fuera respetada la justicia conmutativa. Se confió al mecanismo de la competencia y al mercado la garantía de la libertad del más débil, lo que hacía irrelevante jurídicamente la desigualdad. Esta igualdad se tomaba como una presunción absoluta que eliminaba las diferencias de cualidad o de circunstancias entre los ciudadanos.
Ergo, en el Código de 1.804 se ven reflejadas doctrinas cuya finalidad es garantizar las libertades de los ciudadanos. En este sentido la doctrina de la autonomía de la voluntad entra a jugar un papel importante como fuente inspiradora de importantes figuras jurídicas propias de la codificación. La autonomía de la voluntad puede ser concebida como un importante elemento de la libertad en general. Es el poder del hombre de crear por medio de un acto de voluntad una situación de derecho, cuando dicho acto tiene un objeto lícito. Los autores del Código francés de 1.804, sus intérpretes e imitadores extranjeros pusieron especial empeño en garantizar hasta donde les fue posible la libertad de las transacciones de los particulares. En este sentido es lógico pensar que el principio del consensualismo fue consagrado como un instrumento desarrollador y de afianzamiento de la autonomía de la voluntad como máxima filosófica en materia de derecho de los contratos. Así pues, autonomía de la voluntad y principio del consensualismo son dos máximas que se encuentran estrechamente ligadas, bajo el entendido de que la autonomía de la voluntad reposa sobre la afirmación que revela que el hombre es naturalmente libre, en donde dicha libertad implica que el ser humano es dueño no solamente del alcance de su voluntad, sino igualmente de la forma de su expresión[9].
"En general, los hombres deben poder contratar libremente sobre todo aquello que les interese. Sus necesidades los aproximan; sus contratos se multiplican a la par que sus necesidades”, refería la Comisión nombrada por Bonaparte, mediante sus cuatro miembros: Tronchet, Portalis, Bigot de Préameneu y Jacques de Maleville, en su discurso preliminar.
El individualismo no admitía la revisión judicial de los contratos con fundamento de que éste era el resultado de un acuerdo entre iguales y libres y, por ende justo, equitativo y equilibrado. Y consagraba la preeminencia del valor “seguridad” por sobre el de la “justicia contractual”. Y la seguridad estaba dada por el principio de la inmutabilidad o intangibilidad de la palabra empeñada.
Tampoco conceptualmente se aceptaba que el contrato se tornara injusto, ya que quien por esencia es libre, no consagraría mediante un acuerdo de partes, una consecuencia injusta contra sí mismo.
El iusnaturalismo racionalista persuade a todos de que el contrato, puesto que es voluntario, es justo, pues está conforme con la razón, fuente de toda regla ética y jurídica. Recordemos el aforismo acuñado por el matestro Foullé: Toute justice est contractuelle, qui dit contractual dit juste. Que se proclama unánimemente sin preocuparse por justificar la autonomía de la voluntad, convencidos como estaban de que la eliminación de todo obstáculo a la libre formación de los precios garantizaría automáticamente el bienestar general y, a la vez, la justicia conmutativa a nivel particular.
En este orden de ideas, explican los maestros franceses PLANIOL y RIPERT, que el principio de la libertad en la contratación es una pieza indispensable de un régimen que acepta la propiedad privada y la libertad de trabajo. El deber del legislador ha de reducirse a prevenir sus excesos, protegiéndolos contratantes frente a las sorpresas y las injusticias del contrato, prohibiéndoles, especialmente, modificar con sus acuerdos privados las relaciones que interesan al orden público. Pero hay que tener cuidado de que tal reglamentación no se haga excesiva, entorpeciendo de ese modo el comercio jurídico, al destruir la seguridad[10].
Vélez Sarsfield, el codificador del Código Civil Argentino, hijo de dicho liberalismo propio de su época y atendiendo a un principio de seguridad jurídica, consideraba que los contratantes se encuentran en un pie de igualdad en las negociaciones y el consentimiento es irrevocable, razón por la cual no ampara institutos como la lesión o el abuso de derecho, que recién aparecen consagrados por la reforma parcial del Código Civil por la Ley 17.711 (año 1968).
Frente a la exaltación que en dicho momento histórico se llevó a cabo del individualismo, del laissez faire, laissez passer, acuñado por primera vez por el francés Vincent de Gournay[11], y del contrato, podemos observar que dicho modelo se ha visto turbado por los avances de la ciencia y el cambio del paradigma económico. Así, si entonces se defendía que todo lo contractual era justo, que no podía haber mejores normas que aquéllas establecidas por y entre hombres libres e iguales, hoy nos damos cuenta de que esa libertad y esa igualdad ya no gozan de la misma extensión, debido fundamentalmente a la aparición de factores –oligopolios, contratos de adhesión, condiciones generales de la contratación, verbigracia- que influyen circunscribiendo el margen de decisión de los particulares en la vida económica a márgenes más estrechos.
Galgano manifestaba que libertad o autonomía significa, en sentido negativo, que nadie puede ser privado de sus propios bienes o ser constreñido a ejecutar prestaciones a favor de otros, contra o, en general, independientemente de su propia voluntad. Y significa, en un sentido positivo, que las partes pueden, con un acto de su voluntad, constituir o regular o extinguir relaciones patrimoniales[12].
Nos referimos entonces, a la posibilidad que otorga el sistema legal de poder crear tus propios acuerdos de partes, bajo el concepto de numerus apertus, por contraposición al vetusto y primigenio sistema formalista del numerus clausus.
La llamada sociedad de consumo supone que el eje central de la actividad económica ya no se centra exclusivamente en la producción y que un gran número de personas acceden hoy al mercado de bienes y servicios, lo que incide en un mayor volumen de negocios y, a la vez, debe traducirse en un aumento de la competencia. En tiempos recientes, el aumento del consumo, la contratación en masa, las situaciones de dominio que algunas empresas ostentan en el mercado y la falta de una conciencia individual y colectiva de los consumidores, han provocado determinados abusos en distintos sectores del mercado en los que ciertas empresas se valieron de los llamados contratos de adhesión para imponer un concreto contenido negocial como lex contractu, unilateral y predispuesta por la parte fuerte de la relación, cuya aceptación en pleno se convirtió en condición sine quae non para obtener el bien o servicio demandado[13].
Vemos entonces que libertad y autonomía son dos piezas de un mismo bloque, y su escisión perturba la funcionalidad de dicho plexo, como también lo haría la sobrecarga de una en detrimento de la otra, como afirma Guardiola, en todo caso, el dogma de la autonomía de la voluntad va unido directamente a la libertad de la persona, es una manifestación necesaria del respeto de los que es debido y constituye el centro mismo del derecho privado. Aunque resulte peligroso para la misma libertad la defensa de la autonomía en forma absoluta e ilimitada[14].
Ahora bien, este paradigma se ha ido modificado radical y tangencialmente, ello como producto del lógico cambio en las relaciones negociales. Debemos recordar que con el avance y el desarrollo de la humanidad y su plexo de relaciones infinitas se dió génesis también a la coexistencia de “fuertes y pequeños”, utilizando la feliz terminología de Ripert al referirse a las desigualdades económicas entre las partes contratantes.
El postulado de la igualdad formal arrastra en su caída al dogma de la libertad contractual sustentado sobre aquel. Cuando las profundas disparidades económicas conducen a la explotación de los más débiles, no puede seguir defendiéndose que los sujetos sean absolutamente libres, ni siquiera que su libre actuación sea deseable, porque el resultado no siempre será digno de tutela. Esa abstracta libertad individual, positivamente definida en términos de derecho subjetivo privado, no puede ser un principio absoluto del orden jurídico-económico. El denominado "suicidio del dogma de la voluntad", se produce cuando se devela que tras él estaban los intereses de quienes se saben poseedores de una voluntad más fuerte; y cuando resulta evidente que tanto los límites tradicionales de la autonomía como la teoría de los vicios de la voluntad no permiten la corrección de los abusos más flagrantes[15].
En efecto, la historia de la ciencia jurídica nos muestra que se ha pasado de privar de validez jurídica a iniciativas privadas por no estar contemplada expresamente por el derecho vigente ( recordemos que en el primigenio derecho no había contrato sin formas), a una situación en la que, si bien en principio se va a admitir la validez de cualquier acuerdo de voluntades, dicha iniciativa se verá sin embargo limitada para evitar las injusticias derivadas del uso abusivo de la misma a consecuencia de la situación de desigualdad existente entre las partes.
Nos encontramos hoy en día, decíamos, ante un evidente desequilibrio de fuerzas, una oscilación de poder económico o empresarial entre las partes contratantes. Y dicha desigualdad se torna tangible en la elaboración unilateral del contrato por la parte que dispone del poder de negociación.
Sin dudas, el marco teórico de las partes contratantes nos otorga actualmente y en algunos tópicos, una “absoluta asimetría en la exposición a los riesgos”, conforme palabras del Dr. Diego Bunge [16].
Es por ello que la jurisprudencia[17] en forma permanente refiere a la necesidad del contralor de los mismos: “en el contrato de adhesión, existe una evidente desigualdad de las partes, porque una debe aceptar lo que la otra le ofrece y en las condiciones ofrecidas. Es por ello que esta clase de contratos presentan la necesidad ciertas de establecer el equilibrio desde el mismo inicio de las tratativas”.
La doctrina nacional, en orden a establecer un correcto sinalagma en las prestaciones debidas, manifiesta que lo justo en los contratos entre iguales consistirá en el sometimiento estricto a los términos del pacto ( pacta sunt servanda) , y en los contratos entre desiguales el mantenimiento del equilibrio de la relación de cambio: en el primero, la libertad exige el reconocimiento de la plenitud de efectos para el albedrío; y en el segundo, la reafirmación a favor del débil jurídico[18].
Sin dudas, que en la versión actual del derecho, y conforme la coyuntura histórica en la que nos encontramos situados, la autonomía privada tiene límites; máxime frente a normas de orden público como lo son aquellas que protegen los derechos del consumidor, la lealtad comercial o aquellas que distorsionan la libre competencia.
Ciertos autores creen observar una especie de mito jurídico en la libertad contractual: aquel mito jurídico que se fundaba en la creencia de que las relaciones jurídicas se sustentaban en un acuerdo celebrado libremente y en un pie de igualdad se ha destruido de la mano de un nuevo sujeto: el consumidor, un hombre que padece limitaciones, y que es sin dudas un descubrimiento moderno impulsado por el fenómeno de la globalización. La crisis del antiguo mito de la igualdad contractual, tiene consecuencias sobre distintos aspectos, en especial las reglas pacta sunt servanda (los pactos deben ser observados) valenti non fit injuria (lo que se quiere no causa daño), y la afirmación de lo que quien dice contractualmente dice justo (ver nota al art. 943 Código Civil). Esta evolución nos impone el entender que el derecho no es solo la norma jurídica, éste debe comprender la vida humana y social en consonancia con sus valores y el intérprete debe comprender la mentada interacción[19].
Y ante esta situación, bien valen las palabras de la distinguida doctrinaria Garrido Cordobera[20], quien afirma que el derecho parte de igualdad ante la ley; y esto exige trato de igualdad en iguales circunstancias (conforme al Art. 16 CN Argentina), pero los hombres no somos iguales, ni siquiera puede considerársenos fungibles y aún en la masificación mantenemos el principio de identidad, por lo que en realidad estamos frente a una ficción de las que se consideran ficciones necesarias. La función de protección de la debilidad jurídica es llevada a cabo muchas veces mediante la coordinación como un mínimo inderogable que condiciona la autonomía privada sobre el que se construirá el contrato estableciéndose ciertas normas cargadas de orden publico que no pueden ser vulneradas, como se ve por ejemplo con la dispensa de dolo o de las cláusulas exonerativas de responsabilidad en materia de consumo.
La concepción liberal es inaplicable en la actualidad al sostener que el contrato es el resultado de la voluntad de partes iguales y libres, actualmente, y en algunos supuestos el contrato es el corolario de la disposición interna de una de las partes que, por centralizar sobre sí el poder de negociación, se atribuye la creación exclusiva del contenido del pacto, dejando a la parte débil la decisión de acordar sobre un esquema predispuesto.
Como afirma el maestro Rubén Stiglitz[21], el rol de la autonomía de la voluntad, no puede traducirse en una supremacía absoluta de los derechos subjetivos contractuales, pues ello importaría lo mismo que admitir la inexistencia de límites impuestos a la libertad contractual. Equivaldría a enfrentar la voluntad individual con el ordenamiento legal. En la reforma del Código Civil, afirma el profesor, se reproduce el principio vinculante como efecto de todo contrato válido en su celebración que constituye lo que históricamente se ha enunciado como la “fuerza obligatoria del contrato” y que refuerza al punto de establecer, como novedad, que “los derechos resultantes de los contratos integran el derecho de propiedad del contratante” (artículo 965). Aquí observamos que Vélez Sarsfield no se detuvo en definir en tal sentido magno al derecho de propiedad; y menos, en establecer dicha pauta. La misma fue sin dudas, una correcta creación del Pretor, en base al art. 17 de la C.N., y observando como antecedente el art. 901 del Proyecto del año 1998.
Dentro de las previsiones proyectadas, nos encontramos con una gran novedad conceptual. Y ella está dada por haber incorporado al concepto de propiedad, los derechos que surjan de los contratos celebrados.
Se trata, claro está, del laxo concepto de propiedad, construcción pretoriana del cimero tribunal jurisdiccional nacional, en autos “Ercolano c/Lanteri” ( año 1.922), ”se ha dicho, con razón, que la propiedad es una de las bases cardinales de la organización civil de los pueblos en el estado actual de la cultura y de la civilización, y que sin ella se trastornan los conceptos de libertad, de patria, de gobierno, de familia”.
Valgan aquí entonces las sabias palabras de la comisión redactora del Code Napoleón:
“El hombre nace con necesidades; se hace necesario que él pueda alimentarse y vestirse: él tiene por tanto derecho a cosas necesarias para su subsistencia y para su entretenimiento. Aquí está el origen del derecho de propiedad. Nadie habría plantado, sembrado ni construido, si los dominios no hubiesen sido separados, y si cada individuo no hubiese estado asegurado de poseer pacíficamente su dominio. El derecho de propiedad en sí es una institución directa de la naturaleza, y la manera como se ejerce es algo accesorio, un desarrollo, una consecuencia del derecho mismo”.
Nos parece en este estadio trascendente detenernos en las prescripciones del art. 958 Libertad de contratación: “Las partes son libres para celebrar un contrato y determinar su contenido, dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres”.
Afirmamos que se consagra aquí el derecho de propiedad de no contratar.
Observamos entonces que el flamante Código recepta la libertad en el establecimiento de las cláusulas contractuales, esto es, en la determinación de su contenido ( libertad de configuración del contrato); como así también recepta en el presente artículo, la facultad – o no – de contratar libremente; esto es; el derecho a negarse a suscribir un contrato o – simplemente – no contratar, esto es: la autodecisión, la liberta de contratar, en consonancia con los arts. 14 y 19 de la Carta Magna.
Parte de la doctrina[22] lo denomina libertad de conclusión del contrato: conforme a la cual nadie está obligado a contratar, sino cuando lo desee; y cada uno goza de la libre elección de la persona con la cual contratar.
Sin embargo, la fuerza obligatoria del contrato cede por acuerdo de partes o en los supuestos en que la ley lo prevé (artículo 959) lo que no constituye una novedad ya que se halla previsto en el artículo 1.134 del Código civil francés y reproducido literalmente en igual disposición por el Proyecto Catalá para Francia.
Esta disposición vuelve a ratificar el efecto vinculante del contrato, pero ya no lo asimila a la ley, sino a su deber ontológico de cumplimiento, y es la misma ley la que en su caso establecerá las cortapisas y límites necesarios, mediante su dictado, y la normas impuestas por el orden público, la moral y las buenas costumbres ( artículo comentado y 279 C.C.).
Rudolf Von Ihering, defensor del poder regulador de la libertad a la hora de establecer el equilibrio entre las prestaciones, quien creía que el comercio por su propia lógica era "el regulador espontáneo del egoísmo", mostraba la misma convicción en rechazar la explotación de la inferioridad ajena, hasta admitir "que el Estado tiene la misión de combatir los excesos cuando estos lleguen a ser un riesgo para el bien de la sociedad". Y aún nos dice: "Es un error peligroso creer que el contrato como tal, siempre que su objeto no sea ilegal ni inmoral, tiene derecho a la protección de la ley... Al interés del egoísmo individual, la sociedad tiene el derecho, tanto como el deber, de oponer su propio interés. El interés de la sociedad es, no sólo el que sirve al individuo, sino el que es útil a la generalidad, el que garantiza la existencia de todos. Esto, ya lo he dicho, es la 'justicia' que está por encima de la 'libertad'[23].
Nos parece oportuno en este contexto, en este estado del análisis, realizar un somero análisis respecto a las previsiones que surgen de la reforma y unificación de los Códigos Civil y Comercial de la Nación.
Así, nos permitiremos realizar las siguientes definiciones para luego ingresar a un desarrollo más amplio del tópico:
En relación a los acuerdos de partes realizados por adhesión a cláusulas predispuestas, en la reforma se observa sin más la prevalencia de la autonomía de la voluntad por sobre las reglas preconcebidas, en caso de colisión entre ellas. El art. 986 así lo prescribe: “Las cláusulas particulares son aquéllas que, negociadas individualmente, amplían, limitan, suprimen o interpretan una cláusula general. En caso de incompatibilidad entre cláusulas generales y particulares, prevalecen estas últimas”.
A los fines de una prioridad normativa, aplicable en caso de conflicto de normas entre disposiciones contenidas en leyes especiales y el Código, el nuevo texto hace prevalecer (1) las normas imperativas de la ley especial y del Código, (2) las normas particulares del contrato, (3) las normas supletorias de la ley especial y (4) las normas supletorias del Código (artículo 963).
Observamos un claro guiño al principio del favor debilis, de un artículo cuya fuente histórica la encontramos en el Proyecto reformatorio del año 1998, art. 102.
Dichas cláusulas particulares son aquellas que han sido negociadas libremente; y que amplíen, suprimen, limiten o interpreten una cláusula general, viniendo a prevalecer sobre aquellas que no han sido objeto de una libre discusión paritaria.
En orden a la integración del contrato, la nueva ley hace prevalecer las normas imperativas por sobre las cláusulas incompatibles con ellas, lo que no deja de ser una aplicación del principio de prelación normativa.
El novel Código Civil y Comercial de la Nación, propone un sistema contractual, que queda ordenado de la siguiente manera:
a.- Contratos discrecionales: se aplica el principio de autonomía de la voluntad.
b.- Contratos celebrados por adhesión: en los supuestos en que se acredite la existencia de adhesión a cláusulas generales redactadas previamente por una de las partes, hay una tutela especial en la aplicación de este régimen.
c.- Contratos de consumo: cuando se prueba que hay un contrato de consumo, se aplica el Título III, sea o no celebrado por adhesión, ya que este último es un elemento no tipificante.
Observamos que el tipo general de contratos se divide en dos y existe asimismo un titulo especial inherente al contrato clásico y otro referido al contrato de consumo, lo que constituye una definición innovadora en el derecho comparado.
Al existir una separación en dos Títulos, el régimen de contratos de consumo es propio y especial. Observamos entonces que en los contratos de consumo existe un contralor de incorporación referido a las cláusulas predispuestas y de contenido de las cláusulas abusivas establecidos en el art. 1096. Así también el articulado recoge pautas constitucionales referidas a no discriminación y trato igual en los artículos 1.097 y 1.098, estableciendo pautas básicas y generales acerca del trato digno, equitativo, no discriminatorio, protección de la dignidad de la persona, tutela de la libertad de contratar, con lo cual se alcanza un espectro de situaciones amplio que la jurisprudencia, la doctrina o la legislación especial pueden desarrollar.
La característica de control referida ut supra permite la declaración de abusiva de una cláusula, no obstante el consumidor haya suscripto el contrato mediante su formal aceptación; amén de si el contrato de consumo sea o no de adhesión, ya que esta, es un problema de incorporación de la cláusula.
Nos encontramos también con los contratos negociados en virtud del principio de
libertad de contratación y autonomía de la voluntad privada, donde puede haber - o no - una condición de debilidad que son los contratos de adhesión, donde la negociación no se produce. En estos casos se hace una disgregación: si hay negociación, es válido; si no la hay, puede haber declaración de abuso.
Ergo:
A) Si hay un contrato discrecional, hay plena autonomía privada. Se aplica el Título II, “de los contratos en general”.
B) Si hay un contrato celebrado por adhesión, no hay consentimiento sino adhesión. Se aplica el Título II, Capítulo 3, Sección 2ª, artículos 984 y siguientes, dedicados a esos vínculos.
C) Si hay un contrato de consumo, se aplica el Título III. En este caso no interesa si hay o no adhesión, ya que el elemento que define la tipicidad son los elementos descriptos en el artículo 1092, referido a la relación de consumo y el concepto de consumidor[24].
La expresión contratos de adhesión, desde un marco histórico, se la debemos al maestro Saleilles ( contrat d´adhésion), y se vincula a aquel negocio jurídico en cuya celebración las cláusulas previamente determinadas por una de las partes no admiten ser discutidas por la otra, que no tiene la posibilidad de introducir modificaciones; si no quiere aceptarlas debe abstenerse de celebrar el contrato, pues las propias circunstancias y las características de éste, lo impiden[25].
En este tipo de contratos, encontramos condiciones generales que son redactadas de forma previa y unilateral por la entidad predisponente e integran el contenido básico del contrato al que el adherente se fusiona. Por tanto, son cláusulas predispuestas cuya incorporación al contrato es exclusivamente imputable a una de las partes. Son condiciones generales de la contratación las cláusulas predispuestas cuya incorporación al contrato sea impuesta por una de las partes, con independencia de la autoría material de las mismas, de su apariencia externa, de su extensión y de cualquiera otras circunstancias, habiendo sido redactadas con la finalidad de ser incorporadas a una pluralidad de contratos. Esta predisposición unilateral conlleva de salida una posición de dominio entre entidad y contratante, razón por la cual se ha de someter a un control muy estrecho a los contratos de adhesión y a las condiciones que los integran. Generalmente, se trata de contratos redactados uniformemente, es decir contratos standard, con un margen de negociación mínimo preestablecido por el predisponente, donde la aceptación es imprescindible para obtener el producto o servicio en un sector con una competencia muy restringida. A tal extremo llegó ese desequilibrio que algunos autores le negaron naturaleza contractual a estos negocios jurídicos y los entendieron como actos unilaterales impuestos[26].
Conoce acabadamente el lector que el funcionamiento de ciertas actividades requiere de una dinámica movilización, que habitualmente se concreta por contrataciones de típico corte masivo, esto es, instrumentadas mediante cláusulas predispuestas, en donde el consumidor solo puede limitarse a aceptar o rechazar el convite.
Conforme los principios generales que regulan los contratos, es deber de las partes en la etapa previa a la formación del contrato durante su celebración y ejecución actuar de buena fe (antiguo art. 1198 Cód. Civ., hoy arts. 729, 961,991, 1061, etc.) ésta incluye por ministerio de la ley un cúmulo de prestaciones accesorias en la obligación contractual y en sentido inverso, impide que el contratante pueda reclamar algo desleal o incorrecto. Los contratos predispuestos celebrados por adhesión deben redactarse de manera clara, completa, en el lenguaje de la gente común y ser asequibles al adherente. Las condiciones generales írritas, con alto voltaje ético involucran nociones de error y dolo-engaño; la validez del contenido predispuesto depende de que se mantenga la equivalencia en la relación negocial satisfaciendo los recaudos de moralidad, licitud y congruencia (arg. arts. 502 – hoy 726 y 1014 - y 953 Cód. Civ. Hoy 279, 725 y 1129). No puede privarse al adherente de lo que razonablemente tenía derecho a esperar del contrato, tampoco puede consentirse la grosera disparidad entre los valores intercambiados. El principio de interpretación de in ambiguis contra estipulatorem, se funda en la consideración de que quien formula las condiciones del contrato tiene el deber de expresarse claramente, por lo que las oscuridades que se observan van a su cargo y se interpretan en contra suyo[27].
Claramente, la presente norma interpretativa forma parte también de legislaciones comparadas, como lo es el art. 1.288 del Código Civil español, utilizando un término no muy frecuente en el derecho vernáculo: “oscuro”, en dicho artículo se consagra una interpretación contra el predisponente, en estos términos: “la interpretación de las cláusulas oscuras de un contrato no deberá favorecer a la parte que hubiese ocasionado la oscuridad”.
Ante todo, debemos destacar que en los contratos de adhesión nos encontramos ante una modalidad del consentimiento. Una forma de contratar: existe una gradación menor de la aplicación de la autonomía de la voluntad y de la libertad de fijación del contenido en atención a la desigualdad de quien no tiene otra posibilidad de adherir a condiciones generales.
Ergo, la adhesión es una característica de un acto del aceptante, y no una calidad del contenido, como ocurre en la predisposición. El primer elemento activa el principio protectorio, mientras que el segundo es neutro, ya que puede o no existir abuso. La razón de ello es que hay muchos contratos en los que la predisposición de las cláusulas no es un indicio de la debilidad de una de las partes: esto puede ocurrir porque los contratantes disminuyen los costos de transacción aceptando un modelo de contrato predispuesto por una de ellas o por un tercero.
Vallespinos considera al contrato por adhesión como aquel en el cual el contenido contractual ha sido determinado con prelación por uno solo de los contratantes, y al cual deberá adherir el otro co-contratante que desee formalizar una relación jurídica[28].
El contrato es celebrado por adhesión a condiciones generales de contratación, estipuladas unilateralmente por la parte que goza de preponderancia económica. Como corolario de la masividad y la homogeneización de los productos y servicios, fue necesario recurrir a un tipo de estipulación, abstracta, rígida, despersonalizada y dirigida a un público indeterminado, genérico. Se trata sin dudas de un convite a la contratación, donde la parte adherente, no tendrá derecho más que a aceptar o no, in totum, las condiciones contractuales ofrecidas. En virtud de ello, existen pautas interpretativas establecidas por la legislación, las que se encuentran sistematizadas mediante ciertas reglas o principios hermenéuticos, como los principios contra estipulatorem, e in dubio pro consumidor, verbigracia. Dicho principio, y la tutela general del derecho del consumidor, se sustentan en el reconocimiento de su situación de debilidad y desigualdad frente a los proveedores de bienes y servicios. Este tipo de abusos y la inequidad en el marco de relaciones jurídicas que se generen, actúa como vehículo que destruye la armonía social, que debe ser resguardada por el Estado y por la Ciencia Jurídica, en su carácter de disciplina que debe velar por la equidad y la justicia, y es por ello que el "In Dubio Pro Consumidor" ha sido contemplado en el ordenamiento positivo, como uno de los principios fundamentales de protección al consumidor [29].
Afirma Lorenzetti que en general, los consumidores no pueden negociar los contratos a un costo razonable. Ello es así por tratarse de productos standarizados mediante cláusulas generales de contratación. Una de las características de dichas cláusula es su rigidez. Lo cual justifica la aplicación de reglas a fines de hacer más eficiente el uso de dichas cláusulas, mediante la interpretación contra estipulatorem, y el control de contenidos, lo que puede traer como resultado el incentivo a su perfeccionamiento, previniendo costosos conflictos. La homogeneidad de los productos ofrecidos privan al consumidor de alternativas paralelas, y provocan la génesis de una aglutinación transversal, en palabras del mencionado doctrinario[30].
Conforme Kemelmajer de Carlucci, un gran porcentaje de la población mundial necesita intercambiar bienes y servicios; por caso, la contratación de bienes y servicios es, casi necesariamente, masiva y seriada; los métodos actuales de producción y de distribución fuerzan la redacción previa y rígida de esquemas uniformes de contratación; sería impensable la realización de contratos de seguros, bancarios, tarjetas de crédito, transporte, etcétera, con una negociación particularizada, la realidad pide condiciones negociales generales[31].
El novel Código diferencia situaciones: y refiere a que el contrato se celebra por adhesión cuando las partes no negocian sus cláusulas, ya que una de ellas, fundada en su mayor poder de negociación, predispone el contenido y la otra adhiere.
La predisposición, en cambio, es una técnica de redacción que nada dice sobre los efectos. El contenido predispuesto unilateralmente puede ser utilizado para celebrar un contrato paritario, o uno por adhesión o uno de consumo.
Anteriormente no existía en nuestro derecho positivo una definición o conceptualización legal del contrato por adhesión. Sólo era mencionado en el art. 38 de la LDC, sin definirlo: Contrato de adhesión. Contratos en formularios. La autoridad de aplicación vigilará que los contratos de adhesión o similares, no contengan cláusulas de las previstas en el artículo anterior. La misma atribución se ejercerá respecto de las cláusulas uniformes, generales o estandarizadas de los contratos hechos en formularios, reproducidos en serie y en general, cuando dichas cláusulas hayan sido redactadas unilateralmente por el proveedor de la cosa o servicio, sin que la contraparte tuviere posibilidades de discutir su contenido.
Como vemos, el artículo refiere al control de incorporación de cláusulas, instituyéndose que la autoridad de aplicación alerte que en los contratos por adhesión no contengan cláusulas abusivas.
El Código posee seis artículos, del 984 al 989, definiendo en el primero de ellos, a este tipo de contrato, y prescribe ampliamente sobre este tópico. La Sección 2ª del Capítulo 3, Título II del Proyecto, conceptualiza el contrato de adhesión:
“ARTÍCULO 984.- Definición. El contrato por adhesión es aquél mediante el cual uno de los contratantes adhiere a cláusulas generales predispuestas unilateralmente, por la otra parte o por un tercero, sin que el adherente haya participado en su redacción”. Como vemos, el articulado utiliza la palabra contrato, echando por tierra y tornando fútil cualquier discusión acerca de su naturaleza ontológica. Por primera vez el Código incorpora el concepto de contrato de adhesión, aunque cierto sector doctrinario[32] ( a la que adherimos) critica la redacción; ya que define al contrato de adhesión como aquel en el cual una de las partes adhiere; constituyendo para quien suscribe una repetición y un pleonasmo conceptual.
Disgregando la figura, observamos la coexistencia de dos partes contractuales: por un lado la parte predisponerte, quien utilizando su mayor poder de negociación, es quien redacta el documento contractual o se sirve de la redacción efectuada por un tercero.
Por otro lado, nos encontramos con la parte adherente, quien no ha participado en la creación y redacción de las condiciones contractuales.
Y ello se explica y así lo señalamos, afirma Stiglitz[33], de modo complementario, en que uno de los caracteres salientes de la noción del contrato por adhesión se halla constituido por el hecho que el adherente carece de poder negociación a tal punto que no puede redactar ni influir en la redacción de la cláusula. Dicho de otro modo, las cláusulas se presentan al adherente ya redactadas por el predisponente.
Podríamos preguntarnos aquí si existe en este supuesto autonomía de la voluntad.
Y la respuesta que se impone es que continúa existiendo dicha autonomía, pero con ciertas cortapisas para la parte adherente, quien es libre en dichas condiciones, de aceptar o no las pautas contractuales. Esto es: mantiene claramente la posibilidad y su innata libertad de contratar o no hacerlo ( referíamos ut supra a su derecho a no contratar; art. 958). Podríamos hablar entonces de una autonomía de la voluntad singular? Esto es, en cabeza de una sola de las partes?
Se establecen ciertos recaudos que deberán contener las cláusulas predispuestas, art. 985: “Las cláusulas generales predispuestas deben ser comprensibles y autosuficientes. La redacción deberá ser clara, completa y fácilmente inteligible. Se tendrán por no convenidas aquéllas que efectúen un reenvío a textos o documentos que no se faciliten a la contraparte del predisponente, previa o simultáneamente a la conclusión del contrato. La presente disposición es aplicable a la contratación telefónica o electrónica, o similares”.
Estas disposiciones tienden a proteger a la parte adherente al contrato, y refieren a la trascendencia de la posibilidad de comprensión y completividad de las cláusulas.
Justamente, continúa Stiglitz[34] los contratos impresos en formularios se destacan por su inusitada extensión, traducida en un inagotable y profuso clausulado, en ocasiones ininteligible, por lo que para favorecer su edición se emplean textos redactados en pequeños caracteres. Pero, considerando que no todo el articulado se halla constituido por cláusulas lesivas, concluimos en que sólo ellas deben ser redactadas en caracteres notorios, ostensibles, lo suficiente como para llamar la atención del adherente/consumidor. Deben aparecer patentes, ostensibles, visibles, aparentes, palmarias, evidentes en el contexto total, fácilmente advertibles, lo que requiere una impresión en caracteres más considerables y de apariencia más visible que el resto del texto, con una tinta destacada o subrayadas, aisladas o enmarcadas. Es ineludible que se noten. Y ello debe ser así, al punto que la consecuencia que, como directiva de interpretación, debe aparejar el defecto de legibilidad de una cláusula restrictiva, leonina, gravosa o abusiva es el de su inoponibilidad al adherente/consumidor. Lo expresado constituye el efecto que apareja asumir la responsabilidad de redactar unilateralmente el documento contractual: la obligación de redactar claro, constituye la fuente de la responsabilidad en que incurre quien efectúa una defectuosa declaración.
Posteriormente, el articulado refiere a las cláusulas particulares, estableciendo el art. 986 que: “Las cláusulas particulares son aquéllas que, negociadas individualmente, amplían, limitan, suprimen o interpretan una cláusula general. En caso de incompatibilidad entre cláusulas generales y particulares, prevalecen estas últimas”. Se vislumbra aquí un guiño a ciertas pautas utilizadas en la Unión Europea con lo que se denomina al contrato discrecional: el contrato negociado particularmente, cláusula por cláusula. Creemos que la denominación es la más acertada porque refiere a uno de los caracteres más salientes de la negociación tradicional que es la que hoy ocupa una función residual en la contratación. Su fuente es el art. 1082 del Proyecto del año 1.998
Se incorpora asimismo, una pauta hermenéutica, vinculada a la predilección que se otorga a una cláusula negociada particularmente; en tanto la misma compone el resultado de la libre contratación por sobre la cláusula general, resultado de la predisposición contractual. En efecto, en la divergencia entre una cláusula general y otra particular, se lo otorgará preponderancia a la cláusula negociada, esto es: la particular.
Como vemos, los contratos por adhesión a cláusulas predispuestas, nos traen sus propias directrices interpretativas, las que de algún modo, se hallan contenidas en el artículo 37 apartado 4 de la LDC, en cuanto se establece que “cuando existan dudas sobre el alcance de su obligación, se estará a la que sea menos gravosa”.
Existe un principio basal en la materia, el principio de interpretación in ambiguis contra estipulatorem, el cual se funda en la consideración de que quien formula las condiciones del contrato tiene el deber de expresarse claramente, por lo que las oscuridades que se observan van a su cargo y se interpretan en contra suyo. El Código, utilizando el principio contra proferentem, establece que en su art. 987 que “las cláusulas ambiguas predispuestas por una de las partes se interpretan en sentido contrario a la parte predisponerte”.
Será ergo la parte predisponente quien debe asumir las consecuencias de una imperfecta declaración o cláusula contractual, ya que es él quien dispone de los medios a su alcance para evitar toda duda por no haberse expresado con claridad. Ésta no se refiere sólo a facilitar la legibilidad de la lectura sino, además, a la claridad sustancial, la referida a la significación relevante, desde los aspectos fácticos, económicos y jurídicos.
En este sentido, la cláusula ambigua es aquélla susceptible de varios sentidos o expresada sin precisión, equívocamente, confusamente, con oscuridad.
Las declaraciones deben ser interpretadas y cumplen dicha carga las enunciadas con palabras cuyo sentido objetivo puede ser establecido, según el uso idiomático común o del comercio.
Hoy vale afirmar que el rol de la autonomía de la voluntad no debe ser entendido como una supremacía absoluta de los derechos subjetivos contractuales, sino como un principio relativo y subordinado a los límites que les son inherentes. En el novel Código Civil y Comercial los límites inherentes a la autonomía de la voluntad se hallan constituidos, entre otros, por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres (artículo 958); por la facultad acordada a los jueces de modificar el contrato cuando sea a pedido de partes cuando lo autoriza la ley, o de oficio cuando se afecta, de modo manifiesto, el orden público (artículo 960).
Lo expresado hasta aquí ha motivado que desde hace tiempo y recurrentemente se aluda a la crisis del contrato, se anuncie su deceso y se examine lo que se ha dado en denominar “la declinación de la voluntad contractual”.
Y ello con fundamento en las restricciones de lo acordado por las partes y que resultan de las normas imperativas, lo que se enuncia como la “publicización” del contrato, y en su estandarización a través de fórmulas predispuestas.
Como se advierte, la crisis está referida a los términos en que fue concebida la autonomía de la voluntad. Y eso es positivo desde una perspectiva social.
De allí que quepa afirmarse que el contrato no ha muerto ni se halla en situación de crisis. Por el contrario, se recrea y se halla en pleno apogeo.
Así, la libertad contractual como la de competencia no pueden ser válidas per se en sentido absoluto, pues sólo pueden cumplir correctamente su función si son garantizados ciertos presupuestos económicos. En concreto debe garantizarse que nadie detente una posición de poder tal que pueda abusar de una "estrategia de mercado".
La doctrina tradicional consideraba la autonomía privada como algo preexistente a la valoración del ordenamiento, que sólo podía reconocerla y tutelar los actos emanados de aquella. Hoy se defiende sin ambages que es creada por el ordenamiento, el cual establece el ámbito del poder atribuido y la forma de ejercicio. Por tanto, es el resultado de un juicio de valor, de manera que la ley protege y otorga efectos a la regulación predispuesta por las partes, no en cuanto persiga un capricho momentáneo o un interés cualquiera, sino en cuanto persigue intereses objetivamente dignos de tutela y en conformidad, sobre todo, con los intereses de las partes. Esto no debe servir para admitir una concepción ciegamente positivista que desconozca el valor de la autonomía privada como atributo de la persona, pues si bien el ordenamiento debe modular y encauzar su ejercicio en bien de la otra parte y de los intereses sociales, nunca puede suplantar su esencia mínima inalienable en pos de intereses estatales. Entonces, partiendo de las nuevas ideas sobre la fuerza vinculante del contrato, el viejo teorema racionalista qui dit contractuel dit juste, sufre una obvia inversión en sus factores determinada por la exigencia de que "sólo cuando es justo, es contrato". Entonces, el derecho de los contratos debe concebirse como un juego conjunto de diferentes puntos de vista que abarca la autonomía privada, la fidelidad al contrato (autovinculación), la justicia contractual, la confianza y la protección del contratante débil[35].
Así, el centro de gravedad del contrato queda constituido por su función técnica: ser el conducto jurídico, en el tráfico económico, para llevar a cabo la función de intercambio de bienes y servicios. Tamaña responsabilidad social no puede dejarse en manos de los contratantes, por lo cual actúa el orden público económico, que puede cumplir una labor de protección, como es tutelar a una de las partes y garantizar el equilibrio interno del contrato, o una labor de dirección, en cuanto se persigue la consecución de objetivos económicos generales. Hoy, el contrato es el gran motor de la circulación de los bienes económicos, del intercambio; y la propiedad es el medio por antonomasia de gestionar y disfrutar aquellos bienes. Ambos instrumentos, desprovistos de la carga volitiva y del viejo individualismo, cumplen hoy funciones sociales irremplazables y se someten a las exigencias propias del Estado social de Derecho.
Y lo dicho, porque en la actualidad nos encontramos con un moderno sistema de contratos, donde el mismo es una institución socialmente relevante. Efectivamente, el contrato es el instrumento básico que rige el intercambio de bienes y servicios, y su matiz social aumenta cuando se aplica a sectores económicos referidos a la contratación masiva, claves para la sociedad toda. Esta evolución ha producido una tendencia similar a la que supuso la aplicación del principio de la función social al derecho de propiedad, en la medida en que el contrato cumple una función socialmente relevante.
Ello ha conducido a una moderna y aggiornada visión del contrato, que ha tenido como consecuencia un cambio en los paradigmas inspiradores. Hemos pasado a un sistema social, de control, en aras de proteger al adherente contractual, y al interés supremo de la sociedad.
Consideramos, conjuntamente con parte de la doctrina[36], que aplicar las reglas de la plena autonomía privada, formación del consentimiento sin más, situaría a consumidores y usuarios en una situación de indefensión.
Por ello, nos permitimos pregonar la función social contractual, manteniendo el mayor apego a las libertades individuales y al concepto de propiedad, como derechos primigenios de la persona. Consideramos que no nos hallamos frente a una crisis de la autonomía de la voluntad, ya que el ser humano continúa con su libre albedrío contractual.
Sí observamos un permanente cambio en la forma de la contratación, el que muchas veces se encuentra impreso simplemente de la realidad que nos circunda, y de la cual, es una quimera soslayarnos. La autonomía y la libertad de elección constituyen prerrogativas inmanentes al ser humano, y seráN derrocados sólo cuando acabe su existencia.
[1] Artículo 6, Código Napoleón: No se podrán derogar mediante convenios particulares las leyes que afecten al orden público y las buenas costumbres. [2] VON IHERING, Rodolf. El fin del derecho. Trad. de Leonardo RODRÍGUEZ. Madrid. Pag. 135.
[3] LALAGUNA, E., “La libertad contractual”, en Revista de Derecho Privado,España. vol. II, octubre 1972, p. 883.
[4] RISOLÍA, Marco Aurelio. Soberanía y crisis del Contrato. Editorial Abeledo Perrot. Buenos Aires. 1958. Pág. 20.
[5] PLATÓN, La República, Gredos, Madrid, 1998, pp.491-492, (617 d – e).
[6] TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica (1266 – 1274), trad. Francisco Barbado Viejo, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1959, p. 359,
[7] LOCKE, JOHN, Ensayo sobre el entendimiento humano, trad. Edmundo O’Gorman, México, Fondo de Cultura Económica, 1956, pp. 219 – 220.
[8] Portal de Internet “www.castillofreyre.com”, Consultado el día 15.08.2014.
[9] Silvana Fortich. Revista de Derecho Privado, n.º 23, julio - diciembre de 2012, pp. 191 a 207.
[10] PLANIOL, Marcelo, RIPERT, Jorge. Tratado Práctico de Derecho Civil Francés. Tomo Sexto. Las Obligaciones. (Primera Parte). Traducción de Mario DIAZ CRUZ.Ed. Cultural S. A. Habana. 1936. Pág. 29.
[11] La frase completa es: “laissez faire, laissez passer, le monde va de lui mé-me”: dejar hacer, dejar pasar, el mundo funciona por sí mismo.
[12] GALGANO, Francisco. El negocio jurídico. Traducción de Francisco BLASCO GASCÓ, y Lorenzo, PRAT ALBENTOSA. Ed. Tirant Io Blannch. Valencia. 1992. Pág. 66.
[13] OROZCO PARDO, GUILLERMO “Protección de consumidores, condiciones generales y cláusulas abusivas. Varias reflexiones y un ejemplo: el sistema francés de amortización de créditos hipotecarios”. Aranzadi Civil núm. 10/2002 Parte Estudio Editorial Aranzadi, SA, 2002
[14] GUARDIOLA, MANUEL. “Las limitaciones a la autonomía de la voluntad según el pensamiento de Federico De Castro”. En Anuario de Derecho Civil. TOMO XXXVI, Fascículo IV Octubre-Diciembre MCMLXXIII. Artes gráficas y ediciones SA. Pág. 1131.
[15] ROYO MARTÍNEZ, M. “Transformaciones del concepto del contrato en el derecho moderno”, RGLJ, 1945, 2, p. 145 ss.
[16] BUNGE DIEGO, Jornada Nacional de Derecho Bancario y Financiero preparatoria del II Congreso Nacional de Derecho Bancario, Buenos Aires, 4 y 5 de Octubre de 2012.
[17] CN. Fed. Contenciosoadministrativo, sala III, 2000. “Ombú Automotores S.A. c/Secretaría de Comercio e Inversiones”LA LEY2000-B-318.
[18] ALTERINI, ATILIO - LÓPEZ CABANA, ROBERTO. La autonomía de la voluntad en el contrato moderno. Ed. Abeledo Perrot. Buenos Aires. 1989. 15.
[19] CARREIRA GONZÁLES, GUILLERMO. “Del pacta sunt servanda a la ley de defensa del consumidor”.LA LEY Buenos Aires. 2009. 284
[20] GARRIDO CORDOBERA, Lidia. “Bases constitucionales del derecho de los contratos. Alcances del principio de la autonomía de la voluntad” LA LEY12/09/2011. LA LEY2011-E. 893.
[21] STIGLITZ, RUBÉN, consultado en el Portal Web: www.nuevocodigocivil.com en fecha 15.08.2014.
[22] RIVERA, Julio César, MEDINA, Graciela. Código Civil y Comercial Comentado. T III. Pág. 402- La Ley. Bs As. 2014.
[23] IHERING, R. VON, El fin en el derecho. Trad. de L. Rodríguez, Madrid s.f., p. 88 ss., espec. 92-93.
[24] Anteproyecto de Código Civil y Comercial Argentino.
[25] FARINA, JUAN. Defensa del consumidor y del usuario. Ed. Astrea. Bs.As.. 2004, 50..
[26] OROZCO PARDO, GUILLERMO, Ob. cit.
[27] C.N.Com., sala B, 1998-05-28, “Finvercon S.A. c / Pierro Claudia S.A. S/ Ordinario” IJ-XIII-478.
[28] VALLESPINOS, Carlos., El contrato por adhesión a condiciones generales, Ed. Universidad, 1983 1ª ed. 234.
[29] SALICRU, Andrea. “El principio in dubio pro consumidor”. LA LEY On Line.
[30] Lorenzetti, Ricardo. Tratado de los Contratos. T III. Ed Rubinzal Culzoni.. Buenos Aires. 2000. 349.
[31] Kemelmajer de Carlucci Aida, “Breves reflexiones sobre interpretación de los contratos y la interpretación de la ley”; Revista de Derecho Privado y Comunitario, Año 2006:3, 24.
[32] RIVERA, Julio César, MEDINA, Graciela, ob. citada, pág. 460.
[33] Ob. citada en portal web.
[34] Ob. citada en portal web.
[35] LARENZ, KARL. Derecho justo. Fundamentos de ética jurídica. Trad. L. Diez Picazo, Madrid 1985, 78.
[36] PINESE, GRACIELA y CORBALÁN, PABLO. Ley de defensa del consumidor comentada. Bs.As. Ed. Cathedra Jurídica. Año 2014, pag. 241.