Tómese al presente trabajo, como una primera elaboración de nuestra experiencia frente al desafío de brindar tratamiento a personas ligadas con el terrorismo de Estado. Es posible que, con el deseable avance de los juicios y condenas de estos individuos, cada vez sea una experiencia más común encontrarlos en nuestros consultorios dentro del penal. Es, por lo tanto, necesario poner sobre la mesa esta problemática para que no nos tome desprevenidos. Partimos de la base de que en un estado de Derecho es inadmisible volver a la política del enemigo, y que toda persona, no importa sus actos, cuenta con ciertos derechos de naturaleza inalienable.
Como terapeutas civiles en salud mental del PRISMA tratamos diariamente con pacientes imputados o condenados por delitos de todo tipo, desde pequeños hurtos hasta violaciones y homicidios. Los detalles de los episodios que han llevado a algunos de nuestros pacientes a perder su libertad y terminar en nuestros consultorios y talleres, son en ocasiones de una atrocidad y violencia extremas. Los psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales que venimos del ámbito civil no estamos familiarizados con estas cuestiones. Basta con ver nuestra currícula formativa para darse cuenta que este tema tiene, en el mejor de los casos, un lugar mínimo y marginal. Es para nosotros un desafío diario poder integrar a nuestra práctica —sin reducirla ni degradarla— este tipo de violencia. Entendemos que uno de los mayores obstáculos radica en los efectos de corrimiento de la función de terapeutas, en tanto lo violento, sobre todo en sus presentaciones más descarnadas impacta en la sensibilidad del profesional.
Es fundamental trabajar sobre esta problemática —elemento propio de la especificidad de nuestro ámbito— ya que en la medida en que esto es naturalizado e invisibilizado conlleva efectos infortunados en nuestra labor. Analizar todas las vertientes de esto excede la ambición de este trabajo, así que nos centraremos en la problemática particular de atender a personas imputadas por crímenes de lesa humanidad.
Cuando el primero de estos pacientes fue derivado a nuestras instalaciones, hubo una sensación de novedad, de excepcionalidad y una consecuente inquietud se instaló en nuestro grupo de profesionales. Se manifestaron distintas formas de rechazo, desde la renuencia de varios a tomar en tratamiento a la persona en cuestión, hasta cierto recelo: “¿Vamos a alojar a esta gente en nuestro dispositivo?, ¿merecen tratamiento?”.
Las situaciones novedosas tienen como mínimo un doble interés: por un lado, nos obligan a pensar cómo sería más adecuado abordar un nuevo problema, y al mismo tiempo, develan aspectos de nuestro trabajo que en la cotidianeidad pasan desapercibidos. En este caso en particular, los mecanismos que parecían aceitados comenzaron a “hacer ruido”.
¿Cuáles eran los argumentos que sostenían este rechazo generalizado? Los obstáculos que se aducían eran variados, pero de una manera u otra caían dentro de dos polos.
1. La esencia del paciente: Indudablemente se trataba de un perverso y esto implicaba serias dificultades en la posibilidad de establecer un tratamiento. (3)
2. La sensibilidad de los terapeutas: Éstos consideraban que no contaban con la templanza para mantener la escucha neutral y desprejuiciada necesaria para poder trabajar.
Ambos supuestos escollos merecen un análisis detallado, así que nos tomaremos el tiempo necesario para trabajarlos. En relación al primero, la supuesta perversión del paciente, tenemos que comprender antes que nada a qué nos referimos, ya que el calificativo “perverso” no tiene un significado unívoco ni para el lego ni para el profesional de la salud.
En el seno de la psiquiatría clásica el concepto de perversión fue acuñado hacia finales del siglo XIX. Dentro de esta categoría psiquiátrica se intentó agrupar el conjunto de prácticas sexuales que eran consideradas como aberrantes frente a los criterios sociales establecidos. Se pretendió darle a este término un estatuto científico en tanto fuera descriptivo y moralmente neutro, pero nunca perdió estas connotaciones. (4) Si tuviéramos que ubicar al torturador en esta categoría, lo encontraríamos dentro de la subcategoría de los sádicos, es decir, personas que extraen un placer de carácter sexual causando dolor físico, psicológico o humillación a otros.
En el campo del psicoanálisis actual, el término perversión supone una categoría clínica opuesta y excluyente a la de neurosis como a la de psicosis. Es mucho lo que se ha escrito en psicoanálisis sobre la perversión como estructura clínica, lo que resulta significativo para este trabajo es que supone la liquidación de la transferencia, fenómeno necesario para que se desarrolle el proceso psicoterapéutico. (5)
La rapidez con la que se establece que una persona es perversa es sorprendente. Si tomamos la acepción psiquiátrica clásica, no se contaba con los elementos suficientes que nos indicaran que el paciente extrajo algún tipo de placer (sea de índole sexual o no) en su presunta práctica. Dos puntos fundamentales nos eran escatimados en lo precipitado del diagnóstico, la palabra del paciente y el espacio de las entrevistas preliminares a todo tratamiento posible. La falta de estos dos pilares de la clínica nos da ya un indicio de que quien se apresuraba a calificar de perverso a este sujeto lo hacía desde una posición que no tiene que ver con la terapéutica. (6)
Algo similar podemos decir si suponemos que el calificativo de perverso hacía referencia al término en su acepción psicoanalítica. El diagnóstico en este caso se establece en transferencia, que es un proceso particular que se da en el transcurso del trabajo analítico. Todo esto no es muy novedoso para un psiquiatra o psicólogo. En este punto nos diferenciamos de otras especialidades del campo de la salud. No podemos establecer un diagnóstico sincrónico, atemporal y sin el elemento que es el núcleo de nuestra práctica, la experiencia singular, irrepetible e irreproducible del encuentro entre paciente y terapeuta. El psicoanalista se abstiene de calificar como perverso a alguien por lo que dice, hace o relata haber hecho. El proceso de la transferencia supone la reedición, la puesta en escena en sesión de los complejos psíquicos y las particularidades de la economía libidinal de ese sujeto. Cualquier a priori sobre las características de quién se sienta en frente nuestro, delimitadas a partir de hechos (7) objetivos, nos aparta radicalmente de nuestra función como terapeutas y evidencia en esa premura por endosarle un calificativo al sujeto un acto de violencia diagnóstica. Se hace uso del acervo teórico con fines condenatorios y no terapéuticos.
Mientras que el trabajo de la justicia consiste en gran medida en ubicar al sujeto dentro de una figura legal (inimputable, responsable, culpable, etc.), el psicoanálisis —o cualquier terapéutica criteriosa— no encuentra en la categoría o en el diagnóstico del paciente su fin, sino un medio para cuestionar y teorizar su práctica. En el momento en que la teoría se impone sobre la experiencia, en cuanto la subjetividad del paciente queda velada por la valoración diagnóstica clausuramos el campo de la escucha y por ende no hay paciente ni terapéutica posible.
Es razonable pensar que una persona, incluso en su ámbito profesional, tiene limitaciones en su campo de acción. No todos estamos dispuestos o tenemos la aptitud para afrontar cualquier situación que se nos pueda presentar. Sin embargo, creemos que vale la pena pensar por qué la mayoría de los terapeutas pusieron en duda su aptitud para atender a este paciente.
Como mencionamos anteriormente, muchos de los pacientes alojados en el PRISMA han lesionado gravemente o terminado con la vida de otros seres humanos. Pese a esto, no se producen grandes sobresaltos, y los pacientes reciben la atención que es nuestra función brindarles. El obstáculo a la hora de atender a un presunto torturador, entonces, no radica en el hecho de dañar o asesinar. Entonces, dónde radica la diferencia.
Por ello por primera vez démosle la palabra a estos pacientes y quizá ellos nos puedan orientar. Los profesionales no son los únicos en diferenciar a los torturadores de los demás criminales, sino que ellos mismos marcan una diferencia tajante. Ellos no se consideran criminales en tanto entienden la criminalidad como un hecho moral, social y/o desencadenado por una patología: el pobre, el estafador, el asesino “desequilibrado”, el adicto, son los criminales para ellos. Los militares torturadores y secuestradores se definen, en oposición a éstos, como “presos políticos”. Y aunque todos los presos son producto de una política, quizás haya una verdad en su autoarcacterización: sus crímenes se enmarcan en su labor como siervos de un estado de políticas terroristas, en tanto éste atentó sistemáticamente contra sus propios ciudadanos. Resulta irónico que el mismo elemento que genera la renuencia de los profesionales sea el que ellos esgrimen para limpiarse de toda culpa y, al mismo tiempo, dar cuenta de cierto tipo de superioridad moral sobre otro tipo de detenidos. Se hace patente en las entrevistas con muchos de ellos que mantienen con orgullo su posición como actores de una política del enemigo. Se guardan sus temores, sus dudas y su cansancio.
Podemos pensar entonces que la resistencia de los profesionales aparece no ante la violencia, sino frente al hecho de que estos pacientes ubican a esta violencia en las coordenadas de un hecho heroico, un acto político en pos de alguna abstracción como “el orden nacional”, “el cuidado de las instituciones” o “el estado”. Lo que el profesional no advierte, es que termina reproduciendo, como frente a un espejo esta lógica del adversario o el colaborador, el héroe y el adversario. De ningún modo se debe pensar que estamos planteando un imperativo del orden del “atiéndase a todos y bajo cualquier condición” ni tampoco creemos que es posible armar un dispositivo terapéutico con toda la humanidad. Lo que advertimos es que en esta rapidez en suponer como imposible un tratamiento estamos al mismo tiempo reproduciendo una violencia de orden político —política que niega el padecer subjetivo— y en el mismo movimiento validando la posición sacrificial y heroica de estas personas.
Es en la medida en que el psicoanálisis nos enseña que la realidad humana es esencialmente dialéctica, que podemos pensar que víctima y victimario son dos caras de una misma moneda. Así como corremos el riesgo, compadeciéndonos de la víctima, de revalidarla en esa posición totalizadora de sufrimiento vedándole la posibilidad de ser algo más (8); también corremos el riesgo de que en la medida en que asumamos que un torturador es sólo un torturador, reeditemos la política del enemigo en un gesto de venganza social. Una terapéutica puede acontecer en el pasaje de la unidimensionalidad del monopolio de una categoría (siempre moralizante) a la pluridimensionalidad de lo humano como inherentemente indeterminable y contradictorio. En tanto como terapeutas podamos deconstruir —pero siempre sin negar— este abigarrado dualismo de la víctima y el victimario, y pensar que un torturador puede no ser en todo aspecto de su subjetividad un torturador, podremos pensar un tratamiento posible del individuo y erosionar una repetición mortificante que es, en cierto modo, también parte de nuestra historia de padecimiento como pueblo.
(1) Lic. en Psicología (UBA). Docente Facultad de Psicología de la UBA. Integrante Dispositivo de Tratamiento PRISMA
(2) Allouch, Jean, La etificación del psicoanálisis. Calamidad., Buenos Aires, Edelp,1997.
(3) Hago uso del término esencia y no diagnóstico por lo precipitado de la caracterización de este sujeto como perverso. Esto da cuenta de un corrimiento del campo de la clínica al campo de la atribución esencialista.
(4) Quizá por esto en 1987 la American Psychiatric Association decidió renombrar, dentro del DSM, al grupo con un nombre más polite como el de “parafilias”.
(5) Con respecto a este punto, dentro del ámbito psicoanalítico hay diferentes posturas teóricas. Basta decir que, si es posible una clínica psicoanalítica de las perversiones y en qué condiciones es una cuestión en la que, hasta la fecha no se ha logrado un consenso.
(6) Entendemos que el jurista, el ciudadano, el sociólogo, etc., también tendrán cosas importantes qué decir respecto a los torturadores. El problema es cuando el terapeuta deja de ser terapeuta y desde este lugar, usurpado a la clínica y a su saber, hace ejercicio de una violencia diagnóstica.
(7) ¿No le corresponde al juez validar y valorar hechos? ¿Por qué tendríamos y bajo qué pasiones nos habilitaríamos a redoblar el juicio de alguien ya enjuiciado?
(8) Cabe preguntarse hasta dónde, al ratificar a la víctima, no es uno el que se vuelve, simbólicamente, victimario. Desde ya, que negar a la víctima, nos llevaría al mismo lugar.