Los nuevos proyectos de implementación del Juicio por Jurados en el proceso penal plantean una serie de interrogantes entre los cuales se destaca particularmente el de la motivación de la sentencia en tanto garantía procesal de defensa, con valor endo-procesal (permite el auto-control del juez en cuanto debe ajustar sus decisiones a las posibilidades de argumentar razonablemente sobre ellas y por otra parte, habilita su impugnación y posibilidad de control por otro órgano jurisdiccional) y de publicidad, con valor extra-procesal (en tanto posibilita el control del fallo por la opinión pública y por los integrantes del ámbito social donde se inserta la decisión).
Como todos sabemos, la alternativa entre jueces-magistrados y jueces- ciudadanos ha sido siempre la opción más decisiva en materia de ordenamiento judicial.
Más allá de las formas múltiples y variadas de organización de la justicia, todos los jueces pueden reconducirse a una y otra de estas figuras opuestas: “personas privilegiadas”, como los llamó Carrara, o “ciudadanos libres”; “jueces legistas” y “funcionarios” o “jueces populares”; “jueces a sueldo”, “estables”, “permanentes”, “togados”, “técnicos” o “de profesión” o bien “temporales”, “jurados” o “pares del imputado”, “elegidos por el pueblo o entre el pueblo” y “expresión directa de todos los asociados”1.
Se trata de una alternativa clara que recorre y caracteriza toda la historia del proceso penal y que es en buena medida correlativa a la tradición acusatoria e inquisitiva; pues mientras al sistema acusatorio le corresponde un juez espectador dedicado sobre todo a la objetiva e imparcial valoración de los hechos y, por ello, más sabio que experto; el rito inquisitivo exige un juez actor, representante del interés punitivo y, por ello, leguleyo, versado en el procedimiento y dotado de capacidad de investigación.
Si bien la historia de las instituciones judiciales nos muestra estos dos modelos de juez, así como también se han sucedido paralelamente la alternancia entre método acusatorio e inquisitivo; el presente trabajo se plantea como objetivo brindar respuesta al complejo interrogante consistente en si es posible conciliar, mediante las adecuadas garantías, la obligación de motivación de las decisiones judiciales con el instituto de los jueces populares, exigido por los constituyentes de 1853 para terminar los juicios criminales (arts. 242, 75 inc. 123 y 1184 de la Constitución Nacional).
Para responder a este cuestionamiento habré de desarrollar los distintos modelos de juez que se han presentado en la historia del proceso penal, hasta llegar a nuestros días, cuáles son sus características básicas y centrales, como las notas esenciales de la exigencia de motivación, el fundamento de su existencia y posible solución ante una inminente implementación de ese instituto en nuestra provincia.
II. Los modelos de Juez y modelos de proceso. Jueces ciudadanos y Jueces magistrados [arriba]
¿Quien debe ser juez?, ¿Quién es el sujeto legitimado para ejercitar esa compleja y trascendental potestad como lo es la de administrar justicia?.¿Cuáles son las cualidades subjetivas y la colocación institucional que se requieren para el juez a la vista de las funciones –la averiguación de la verdad y la tutela de las libertades- que constituyen las fuentes de su legitimación?.
Luigi Ferrajoli, en su obra “Derecho y Razón”, indica que estos interrogantes tienen claramente que ver con cuestiones orgánicas de justificación externa, previas a las más propiamente procesales de formas y garantías de juicio y, no obstante, funcionalmente conectadas con ellas.
Así, la elección del modelo de juez –de sus requisitos personales, las modalidades de selección y reclutamiento, su posición constitucional, los criterios de determinación de sus competencias y las formas de control de su
actividad– está ligada al modelo de juicio por el que se haya optado y, por ende, a la fuente de legitimación asignada con carácter general a la jurisdicción.
Este nexo entre personas y ritos y entre ordenamiento judicial y método procesal, ha estado siempre presente en la doctrina procesalista clásica.
En tal sentido, Giovanni Carmignani combatió duramente el instituto del jurado en nombre del valor garantista asignado por él a la motivación de la sentencia, que consideraba fuera del alcance de los jueces técnicos o populares5; mientras que Francesco Carrara sostuvo con no menos firmeza la tesis opuesta, en nombre del valor democrático asociado por él a los jueces populares y de las perversiones burocráticas e inquisitivas de los jueces profesionales.
Este último, quiso identificar en el instituto del jurado uno de los fundamentos del “cuadrilátero de las libertades”6 y no vaciló en mostrar repugnancia por los jueces burócratas, asalariados y dependientes del gobierno, tanto más cuanto menos motivasen sus decisiones.
Si bien Carrara y Luchini admitían que los jueces populares no tienen “conocimientos legales”, y esto hace problemática su capacidad de motivar; los jueces magistrados, añadían, tienen el vicio más grave aún de “la costumbre”, que puede provocar la “fosilización intelectual”, “la indiferencia”, y la “perniciosa ligereza en el decidir”.
Los requisitos exigidos a la persona del juez fueron cambiando sucesivamente, de modo correlativo, en la cultura jurídica.
En la tradición inquisitiva pre-moderna, los jueces debían ser juristas de profesión, doctores legum. Por el contrario, la cultura ilustrada rechazó de modo unánime la idea del juez técnico y de profesión, optando por un juez no técnico y popular no muy distinto de la cocinera deseada por Lenin para el ejercicio de todo el poder público: “un hombre de simple y ordinario buen sentido”, como proyectó Beccaria; un “buen padre de familia” con las dotes comunes del “hombre natural”, como escribió Bentham; una persona peu savant pero dotada de experiencia, como reclamó Voltaire. Y antes aún, Hobbes enumeró las cosas que hacían a un buen juez (todas de carácter no técnico): 1) “Un recto entendimiento de esa principal ley de naturaleza llamada equidad, que depende de la no lectura de los escritos de otros hombres, sino de la bondad de la propia razón natural de un hombre y de su capacidad de reflexión...; 2) un desprecio por riquezas y honores innecesarios; 3) capacidad, a la hora de juzgar, de despojarse de todo miedo, indignación, odio, amor y compasión; y 4) paciencia para escuchar; diligente atención a lo que oye, y memoria para retener, digerir y aplicar lo que se ha oído.7
Formuladas muy brevemente las características básicas de ambos modelos de jueces y sin perjuicio de que para valorar actualmente la figura del juez-magistrado no son en absoluto adecuados los criterios que en el siglo pasado puso en juego el pensamiento liberal, estimo conveniente desarrollar más exhaustivamente el sistema judicial que nuestra Ley Fundamental estableció para finiquitar los juicios criminales, esto es, el juicio por jurados; cometido que emprenderé seguidamente.
III. ¿De qué hablamos cuando lo hacemos de Juicio por Jurados? [arriba]
Las raíces de esta figura la encontramos en Grecia, donde las Asambleas Populares, más particularmente los Heliastas o jueces, constituían un Tribunal formado por seis mil ciudadanos, seiscientos por tribu, sorteados entre los ciudadanos de más de 30 años, que duraban un año en sus cargo y decidían en cuestiones judiciales a través del voto.
Como era un cuerpo muy numeroso, para sus deliberaciones se dividía en diez secciones de quinientos miembros cada una, eligiéndose mil suplentes, cantidad que por su exceso fue perjudicial para el funcionamiento de la justicia.
Las atribuciones judiciales de este órgano era amplias, pues entendía en casi todo tipo de crímenes, menos en los asesinatos, que correspondían al Areópago8.
Este procedimiento fue adoptado por los romanos que observaban y reelaboraban todo aquello que consideraban provechoso para su cultura. En los asuntos criminales, en la etapa de las legis actiones, la actividad del Estado se manifestaba tanto en el proceso público como en el privado. En el privado, el Estado actuaba como una especie de árbitro, que escuchaba a las partes y, basándose en lo que éstas exponían, resolvía el caso.
Durante la Monarquía, el procedimiento fue inquisitivo, iniciándose el uso del tormento en la persona del acusado y en algunos casos, hasta en algunos testigos. Los Pretores, los procónsules y los prefectos eran los que juzgaban. Debido al descrédito en que cayó este proceso, se adoptó el proceso penal público, llamado así porque el Estado sólo intervenía en casos donde se veía afectado el orden público y la integridad política.
También los romanos plasmaron durante la República y en los primeros siglos del Imperio la “provocatio ad populum” de las sentencias de los magistrados, que consistía en otorgar al pueblo la posibilidad de evitar o remplazar la pena dictada por aquellos que consideraban abusivas o injustas. Era la apelación del pueblo reunido en comicios para evitar la ejecución de la sentencia, especialmente contra las que imponían una pena capital. Esta institución romana constituyó el origen del procedimiento público ante una asamblea popular.
En el derecho germánico el proceso funcionó como un sistema acusatorio de tipo privado donde el ofendido o su familia directa estaban legitimados para perseguir penalmente. Se planteaba como una especie de duelo y lucha entre dos partes, en la que el juez era un mero espectador. El que acusa y el que se defiende en un juicio público oral que se lleva a cabo frente a una Asamblea Popular decidían el caso. La acción penal se caracterizaba por ser una especie de duelo entre individuos, familias o grupos sin intervención de la autoridad.
En este derecho, el proceso aparece que una continuación reglamentaria de la guerra, por lo que ganaba el proceso quien ganaba la lucha, sin importar la verdad.
Después de la caída del Imperio Romano, en la alta Edad Media, ese poder de tipo privado se transfiere al poder político central. La investigación se torna secreta, se hace por escrito y aparece la figura del Inquisidor.
Surge como una forma jurídica conveniente al desarrollo y al mantenimiento del poder absoluto. Se trata del fenómeno conocido como recepción del Derecho romano-canónico en Europa Continental. Surgido en la decadencia del Imperio Romano y desarrollado como Derecho Universal, pasa a ser Derecho Eclesiástico, y posteriormente laico, en Europa continental, a partir del siglo XIII de la era cristiana.
Esa organización transforma abruptamente la manera de operar conflictos, convirtiendo el procedimiento en una encuesta o investigación escrita y secreta, que inicia el propio inquisidor, de oficio, sin atender a la voluntad de la víctima, conforme sólo las necesidades del poder, que no conoce límites para llegar a la verdad.
El inquisidor soluciona el caso de acuerdo a la investigación que realizó y lo registra en actas que el mismo confecciona. La víctima real, el individuo, desaparece tras la persecución penal oficial, privado de todos sus derechos de actuar e intervenir en el proceso.
En Inglaterra, alcanza su apogeo durante el reinado de la Casa Tudor y se distinguen cinco tipos de juez: el juez ordinario, el juez especial, el gran juez, el juez de corones y el juez de expropiación.
Encontró su mayor prestigio entre los “Inquisites” de los Normandos y sobre todo en relación con los medios probatorios. Así nacieron grupos de personas que recogían pruebas e información sobre hechos delictivos, estas eran entregadas a los Jurados para descubrir la verdad. Este sistema tiene como punto de partida la Carta Magna de 1216, aboliéndose las ordalías9 como medios probatorios.
Así, las investigaciones históricas demuestran que la investigación previa al juicio criminal por medio de encuestas de tipo inquisitorial no sólo existió en el Derecho Romano imperial y en el Derecho Canónico medieval. También fue empleada en Inglaterra como lo fue igualmente, aunque con diversas modalidades, en el continente europeo. A partir del siglo XIII, las encuestas llevadas a cabo por funcionarios que recogían las declaraciones de testigos relativas a determinado hecho, fueron generalizándose en todo tipo de procedimientos y sirvieron para sustituir las prácticas de la germanía de los combates judiciales o los juicios de dios. Ese modo de proceder no sólo se vincula con el Derecho Canónico, tiene que ver con el establecimiento de una administración de justicia centralizada y con el origen de los jurados en Inglaterra.
En el siglo VII, fue utilizado en ese país para luchar contra la corrupción gubernamental. Luego de diversas transformaciones, a partir del siglo XIX se convierte en lo que es actualmente.
En EE.UU. en el período posterior a la Revolución, además de utilizarse para luchar contra la corrupción, sirvió para responder a las demandas ciudadanas. En el siglo XIX se trató de encontrar una posición intermedia entre los dos sistemas. Este se conoce como Proceso Inquisitivo Reformado, donde la etapa inicial o de instrucción preparatoria era escrita y secreta y la etapa final era acusatoria, basada en un juicio oral y público que daba la base para que se dictara la sentencia. Entre estas dos etapas había una intermedia que controlaba lo investigado y permitía pasar a la otra etapa.
Toda esta nueva organización judicial generó tribunales independientes con participación popular, la posibilidad de diferenciar al encargado de la investigación de aquel que dictaba la sentencia y la necesidad de separar al órgano estatal encargado de perseguir penalmente, del competente a decidir sobre ella, receptando nuestra Carta Magna la institución del jurado en tres artículos: 24, 75 inc. 12 y 118.
IV. Modelos existentes de Juicio por Jurados [arriba]
a) Los magistrados a cargo del trámite preliminar (en Inglaterra).
La transformación más significativa en la historia del jurado inglés es, sin duda alguna, la de la conversión de lo que originariamente fue un cuerpo colegiado de inquisidores en una asamblea de jueces imparciales.
El cambio se produjo, como muchas instituciones británicas, sin ninguna determinación expresa que lo estableciese. El único dato que connota la metamorfosis es la aparición de los jueces de paz que asumieron la tarea de descubrir y aprehender a los delincuentes y de recopilar las pruebas de cargo, tareas que éstas que desempeñaron durante mucho tiempo –siglos- y con
bastante eficiencia desempeñando el rol que, en otras partes, cumplían los acusadores públicos.
Paulatinamente, con el correr del tiempo, esas funciones fueron asignadas a la policía y los jueces de paz asumieron el rol de jueces del trámite preliminar.
Hoy en día, los jueces de paz –denominados preferentemente Magistrates10 siguen siendo en Inglaterra quienes se ocupan del trámite previo en el proceso de toda clase de delitos. Actúan en forma de tribunal colegiado de tres o más miembros, con un mínimo de dos y un máximo de siete. Son quienes autorizan el arresto y las demás medidas coercitivas y deciden la remisión de los casos que deben ser juzgados en los tribunales de la corona, integrados, estos últimos, con jurados.
Sin perjuicio de lo antes indicado, su jurisdicción es más amplia y ha venido acrecentándose constantemente con el tiempo. Les compete entender en aquellos delitos de trámite sumario (summary trial) lo que incluye también los muy numerosos casos de delitos que admiten ambas alternativas: el juicio de trámite formal ante el tribunal de la corona o el juicio sumario ante la corte de Magistrates. La preferencia de la opción por esta última alternativa y el incremento de los delitos que se encuentran actualmente incluidos en la categoría (conocidos como other way crimes, delitos de las dos vías), ha venido a producir un fenómeno que guarda semejanza con el de la llamada “correccionalización” en Francia: la prescindencia de las calificaciones más graves por consentimiento de las partes. Claro que con un resultado inverso: en lugar de restar intervención al juez del trámite previo como sucede en el caso francés, se atribuye al juez de esa etapa la potestad de juzgar en el trámite definitivo y no sólo en la etapa previa. Lo que se sortea es la intervención de los jueces de mayor rango, integrantes del tribunal de la corona, es decir, de los que conocen en el juicio por jurados.
Como consecuencia de esa práctica, desde luego, y al igual de lo que ocurre en Francia, ha disminuido el número de juicios por jurados, los que tienen lugar por excepción y únicamente en hechos de particular gravedad.
En el caso inglés, sin embargo, debe recordarse una salvedad anteriormente señalada: ha disminuido la intervención del jurado pero no la participación ciudadana. Los Magistrates son, predominantemente, simples ciudadanos sin habilitación profesional ni capacitación legal que se desempeñan en forma honoraria y, desde luego, con una dedicación limitada y turnándose entre ellos.11 Los casos que esos Magistrates tienen atribuciones para juzgar se encuentran circunscriptos por la menor gravedad de la condena que están facultados a imponer. Pero en todos los demás casos, incluyendo los delitos de mayor gravedad, son los jueces de paz (o Magistrates) quienes se ocupan de todo el trámite que tiene lugar antes de la elevación a juicio, lo que permite comparar sus funciones con las que, en otras partes, desempeñan los jueces de instrucción.
b) El “Gran Jurado” encargado de la instrucción (en los Estados Unidos)
Las asambleas locales que, como ya se ha visto, presentaban o autorizaban las acusaciones criminales en tiempos remotos en Inglaterra, constituyeron lo que se conoce como un “jurado de acusación” o “Gran Jurado” (Grand Jury), denominación que se debe al número de sus integrantes, normalmente mayor que el del juicio al que se designa, por esa razón, como “Pequeño Jurado” (Petty Jury). Este último surgió como una derivación del primero pero sin sustituirlo.
El jurado de acusación se desempeñó desde siempre en el sistema anglosajón, en parte como inquisidor, y en parte como control y por ende, filtro de persecuciones infundadas. Ese rol le permitió en ciertos casos, especialmente en época de la revolución inglesa, en el siglo XVII, poner freno a extralimitaciones del poder. Pero aún en esa época pudo advertirse el desequilibrio que implicaba su intervención. El historiador Stephen observa que la afirmación bajo juramento de al menos doce personas de un jurado de acusación tendía a anticipar el veredicto condenatorio del jurado de enjuiciamiento que difícilmente podía mantenerse neutral ante esta afirmación. El jurado de acusación fue finalmente suprimido en Inglaterra por ley del Parlamento de 1933.
No fue idéntica la suerte del jurado de acusación en los Estados Unidos donde mantiene todavía algún prestigio histórico como baluarte de oposición a las persecuciones injustas del período colonial. Conservan el Grand Jury aproximadamente la mitad de los estados y se lo emplea igualmente en el estado federal. Figura asimismo como derecho garantizado en la V Enmienda de la Constitución, si bien se trata de una de aquellas garantías contenidas en el Bill of Rights (declaración de derechos) que, por excepción, no resultan vinculantes para los estados; son únicamente para el gobierno federal, lo que implica que no se la considera inherente al “debido proceso legal”. Las diez primeras enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos constituyen el denominado Bill of Rights y originariamente se interpretó que no eran vinculantes para los estados.
Posteriormente se les atribuyó ese carácter a partir de decisiones de la Corte Suprema que se basaron en entender que las distintas prerrogativas (privileges) enumeradas en ellas eran inherentes al derecho a un debido proceso legal (Due process of law), derecho éste que había sido consagrado en una enmienda posterior que sí era vinculante para los estados, la XIV Enmienda. La garantía de no ser juzgado sin acusación de un Gran Jurado es una de las únicas dos que no dieron lugar a esa interpretación. Por otra parte, por su índole de garantía, se trata de un derecho que puede declinarse y en muchos casos así ocurre.
En el sistema federal el jurado de acusación se integra con veintitrés ciudadanos pero puede sesionar con sólo dieciséis de ellos, bastando el voto afirmativo de doce para decidir la aprobación de una acusación. En la práctica, es el fiscal quien conoce sus actuaciones y quien propone las diligencias y averiguaciones así como el texto de la acusación que se debe considerar. Una de las críticas que le formulan sus detractores es, precisamente, la excesiva influencia de los fiscales que, según algunos, llega al punto de transformar el “Gran Jurado” en un mero instrumento que aquéllos emplean discrecionalmente. Otra de las particularidades de su funcionamiento que da lugar a la misma crítica es la posibilidad de reiterar el caso ante un nuevo jurado cuando una propuesta resulta desestimada.
Dos son las funciones que los textos de Derecho Procesal Penal angloamericanos le asignan invariablemente al jurado de acusación: la de investigación, por un lado y la de control, por el otro. En rigor; hoy en día es la primera la que más se destaca ya que las atribuciones de los funcionarios de la acusación, no obstante su gran amplitud, no son tantas como las de un gran jurado, sobre todo para practica averiguaciones, recabar declaraciones bajo juramento en forma compulsiva o exigir la presentación de documentos. Por otra parte, la manera en que se desarrolla el procedimiento cuando interviene el Grand Jury es lo que resulta más conveniente para la causa del acusador. En primer lugar, el trámite se realiza, en principio, en secreto y quienes declaran no tienen derecho a estar asistidos por abogado ni a que se les formulen previamente las advertencias conocidas como reglas “Miranda”12. El imputado carece del derecho a estar presente en las audiencias o de ser siquiera notificado de la existencia del trámite, si bien esto último se encuentra morigenado en la legislación de algunos estados que confieren el derecho a ser informado, lo mismo que ocurre, si bien en calidad de cortesía caballerezca, en las directivas del Ministerio de Justicia a los fiscales federales. Pero la omisión de las advertencias del caso “Miranda” es algo que se encuentra admitido en jurisprudencia de la misma Corte Suprema.
En los distintos estados la mecánica del funcionamiento del instituto no es muy diferente de la que se emplea en el orden federal. Un dato significativo es que, en aquellos estados en que la legislación ha suprimido el requisito de que una acusación deba ser aprobada por un “Gran Jurado”, los fiscales, sin embargo, en algunos casos especiales, proceden a su convocatoria y recaban esa aprobación. En lo que hay, por otra parte, consenso prácticamente unánime, es en la utilidad del jurado de acusación en casos que involucran a funcionarios de alto rango o personas a ellos vinculadas. Tanto históricamente como en la actualidad ha sido empleado satisfactoriamente en la investigación, por ejemplo, de hechos de corrupción.
Una variante particular existe además, en el orden federal a partir de 1970. La ley dictada en relación con el crimen organizado (Organized Crime Control Act –OCCA) contempla la formación de un “Gran Jurado Especial” que se desempeña por un período extendido y que tiene atribuciones de investigación, no de acusación, lo que le permite efectuar indagaciones más extensas, no necesariamente ceñidas a una imputación determinada.
En lo que concierne a aquellos casos en que no interviene un jurado de acusación, la ponderación de la suficiencia de las pruebas de cargo que autorizan la remisión del caso a juicio, se encuentra en manos de un Magistrate, tal como ocurre en Inglaterra, es decir, le compete decidir a un juez de paz – distinto del que habrá de entender en el debate-. Eso da lugar a una audiencia preliminar, especie de ante-juicio en que se discute la pertinencia de la remisión a juicio a partir de un criterio que se indica como la existencia de “causa probable”. A semejanza de lo que ocurre con el gran jurado, la audiencia preliminar puede ser reclamada como un derecho por el sujeto a quien concierne la acusación y también, por supuesto, puede ser declinada por él su realización.
El criterio señalado, de la “existencia de causa probable”, que se utiliza en las decisiones que debe adoptar un jurado de acusación, es un concepto relativamente valorativo y discrecional y resulta, desde luego, distinto del que preside las averiguaciones del juez de instrucción francés, inspiradas en el descubrimiento de la verdad. La diferencia, sin embargo, no quita que ambas instituciones, a pesar de todo, tienen un cercano parentesco. También lo tienen con el Magistrate o juez de paz que se ocupa del trámite previo en Inglaterra. Los tres, en conclusión, y salvadas las distancias, presentan una característica común: el sesgo inquisitivo de su desempeño.
La investigación histórica de la antigüedad clásica en la época romana comprueba la existencia del derecho de provocar la intervención del pueblo contra una medida represiva. Se trata de una práctica que es incluso anterior a la Ley de las Doce Tablas. Posteriormente, en Roma, en el procedimiento pretoriano de la república, esa prerrogativa funcionó como recurso tendiente a restringir las atribuciones de los magistrados. En la Edad Media surgió el “juzgamiento por los pares” que tiene que ver con el sistema feudal y con el derecho de los vasallos a ser juzgados por otros vasallos, especialmente en las disputas con el señor feudal.
En el derecho común de Inglaterra, en el que tuvo su origen indiscutido, el juicio por jurados –al que se refirieron luego los colones norteamericanos y el constituyente argentino- se imponía, en aquel entonces, a partir de la aceptación del acusado. Así se le proponía “ponerse en manos de su país” (upon his country) como manera de referirse a los vecinos del lugar. Pero la supresión de las ordalías a partir del Concilio de Letrán de 1215, en el que se prohibió la intervención de sacerdotes católicos en los llamados “juicios de dios”, no dejó otra alternativa: si el acusado se negaba no había manera de juzgarlo. La obligatoriedad del sistema se impuso entonces por imperio de la autoridad de los reyes que, de ese modo, consolidaban la centralización del poder. El primer estatuto de Westminster de 1275 estableció que quienes se rehusaban a ser juzgados por su país serían puestos en una prisión fuere y dura, la que con posterioridad se transformó en una pena fuera y dura (peine forte et dure), una tortura que consistía en colocar piedras en el pecho del acusado hasta que aquél expiraba o se sometía al juicio de los jurados.
Sin embargo, en un excelente trabajo de Leonard W. Levy13 dedicado al origen del jurado, se consigna una importante observación: la característica distintiva del modelo acusatorio era el consentimiento del acusado, la que no resultaría desvirtuada, según este autor, por el hecho de que muchas veces se lo inducía por coerción. La práctica de la peine forte et dure, contrasta particularmente con lo ocurrido siglos después, cuando ese modo de enjuiciamiento fue reclamado como prerrogativa por los revolucionarios independentistas norteamericanos. Levy propone una explicación del contraste: lo que se inducía por la coerción no era el reconocimiento de culpabilidad sino, simplemente, el manifestarse frente a la imputación de manera de permitir el juzgamiento –no se trataba de obtener un plea, o sea, una declaración del mismo acusado acerca de su culpabilidad o inocencia- con lo cual se reconocía de alguna manera el principio de que el juicio respondía a la voluntad del acusado y también, sostiene este autor, el fundamental resguardo de que aún el más terrible delincuente tenía derecho a un juicio.
Por otra parte, la famosa disposición de la Carta Magna de 1215 que alude al derecho de ser juzgado por los pares (identificada como cláusula 39 en la numeración añadida posteriormente al documento) consagraba una prerrogativa reservada por todos los “hombres libres” (freeman). John P. Dawson, en una investigación publicada en 1960 con el título A history of lay judges (Una historia de los jueces legos) en la que analiza los antecedentes de Grecia y Roma y las transformaciones de las prácticas en Francia, Alemania e Inglaterra a partir de la Edad Media, advierte que esa prerrogativa, aunque originariamente no tenía que ver con el juicio por jurados, siempre significó una restricción al poder real y eso es lo que sirvió, siglos después, para convertirla en un símbolo de la libertad frente a la opresión y para consolidar la implantación de esa forma de juzgamiento.
Analizados escuetamente las características y origen histórico del juicio por jurados, habré de abordar la cuestión relativa a la motivación del fallo como garantía constitucional.
¿Qué significa motivar? La decisión sobre el conflicto
Dirimir conflictos ha sido una constante apetencia del poder, permitiendo históricamente la capacidad de resolver litigios con decisiones dotadas de autoridad mantener o reconvertir las relaciones de fuerza entre contrincantes, transformando al victimario en víctima cuando la demanda de ésta era exitosa, o legalizando el triunfo obtenido de facto por alguna de las partes.
Una estructura de poder, al estabilizarse normalmente intenta legitimar sus decisiones mediante algún tipo de saber, para generar autoridad sin acudir al constante ejercicio de la fuerza, cuyo uso extensivo e intensivo debilita. Sea en razón de un mayor humanismo (evitar el uso de violencia), sea por economizar la energía requerida para imponer decisiones por la fuerza, siempre es necesario algún modo de consenso.
Por ello se afirma que a cualquier centro de poder que pretenda estabilidad le resulta indispensable tramitar los conflictos en general y los jurídicos en particular, mediante procesos vinculados con la concepción cultural dominante en las sociedades donde se desarrollan; por lo que existe la necesidad de justificar las decisiones del modo más idóneo para obtener legitimación y eficacia.
En la concepción moderna, ello importa dotar a la decisión de motivos explícitos que la funden, para acotar la discrecionalidad (que se traduce en autoritarismo y consecuentemente, en violencia) y enfatizar la razón como medio para obtener consensos.
En tal sentido, Habermas en sus Escritos sobre moralidad y eticidad, considera que la sentencia tiene por función motivar racionalmente lo decidido ante el debate que emerge del conflicto sometido a proceso. Como toda ética formalista (sometida a reglas) acoge un principio de universalización entendido como regla de argumentación; se arriba racionalmente a la norma aplicable al caso, cuando sus consecuencias pudieran ser aceptadas por la generalidad como forma de satisfacer los intereses de cada uno; aún cuando estas normas se encuentren sometidas a una historicidad que sus defensores no llegan a reconocer. La racionalidad aquí se encuentra definida como la forma de articular la vida que facilita y asiste a los individuos en la solución de sus problemas; acepción que permite utilizar el concepto, no como el medio para imponer un orden preestablecido e inmutable, sino como forma de discutir la aplicación de normas y principios atinentes al conflicto suscitado.
La sentencia motivada es, sustancialmente, una conquista del pensamiento ilustrado; propone a la razón, y no a la fuerza, como principio de autoridad. Sin embargo, pueden verse formas de justificación, más o menos racionales de las decisiones, muy anteriores a dicho ideario.
Así, la gran conquista de la democracia griega, consolidada en la Atenas del siglo V a.C., fue el derecho a dar testimonio; con él se logró oponer una verdad sin poder (indagación de los hechos) al poder sin verdad (ejercicio de la fuerza). Allí dieron inicio las formas racionales de la prueba, la demostración para producir verdad y el método que conjuga a ambos: la retórica, dirigido esencialmente a persuadir a terceros sobre la verdad de lo que se dice. El derecho de la República Romana siguió este camino y hasta le otorgó sistemática a muchos institutos legales actuales.
Con posterioridad, y en la medida en que fue configurándose el Imperio, las estructuras republicanas y las asambleas populares que enjuiciaban casos decididos por simple sufragio, fueron perdiendo competencia en beneficio de los magistrados profesionales que actuaban en representación del emperador. El progresivo descrédito de los juicios populares, muchas veces utilizados con fines políticos, y el cambio de la fuente de soberanía: del ciudadano al emperador, generaron modificaciones cada vez más profundas en el proceso.
Por el contrario, en el antiguo derecho germánico –semejante al arcaico derecho griego- no existían funcionarios, ni interrogatorios, ni debate propiamente dicho; el litigio se originaba por un daño a causa del cual la presunta víctima designa un adversario (imputado); no existiendo en ningún caso tercero a quien convencer. Si el designado como ofensor no se allanaba a realizar el acuerdo reparatorio del daño denunciado por la víctima, se iniciaba un proceso que, sustancialmente, importaba una “manera reglamentada de hacer la guerra”; no había búsqueda de la verdad, sino juegos de la prueba (ordalías); torneos pre-establecidos o diversos tipos de sacrificios dejados al arbitrio de Dios, cuyo resultado decidía la suerte del conflicto y su vencedor.
Entre los siglos V y X, es decir, entre la caída del Imperio Romano de occidente y al instauración del derecho canónico y su sistema inquisitivo como modelo de administrar justicia, se fueron produciendo roces, penetraciones y conflictos entre el antiguo derecho germánico y el derecho romano imperial; viejo derecho de Estado que se revitaliza en cada oportunidad que emerge de una estructura centralizada de poder (con la caída del Roma, sólo la Iglesia Católica y su papado tenía esas características); e inversamente, cuando se disuelven los embriones del Estado, reaparece el derecho germánico, más sencillo y tribal.
Si bien se registran huellas de la motivación de decisiones en los magistrados romanos (no así cuando actuaban sus asambleas populares); en realidad, la sentencia como enunciación de un tercero respecto a que cierta persona había dicho la verdad y tiene razón, y la otra miente, no ocurrirá sino entre fines del siglo XII y comienzos del XIII; ya que hasta ese momento la separación entre verdad y falsedad no desempeñaba un papel central, sólo había victoria o fracaso en el marco de un proceso.
Por eso se afirma que, más allá de las decisiones motivadas de la jurisdicción eclesiástica de la Santísima Inquisición, la obligación de fundar los fallos es un principio del pensamiento ilustrado; su exigencia legal fue sancionada por primera vez en la Pragmática de Fernando IV (1.774); luego en la ordonnance criminelle de Luis XVI (1788); posteriormente en las leyes revolucionarias del 24 de agosto y 27 de noviembre de 1795; para después ser adoptada por la codificación napoleónica y a través suyo, instaurada en todos los códigos decimonónicos europeos; dispositivo sólo resistido por los sistemas anglosajones de tradición acusatoria, por la idea de ser incompatible con el veredicto del jurado.
En nuestro sistema jurídico fue el gobierno de Rosas el que impuso al Tribunal de Recursos Extraordinarios la obligación de motivar sus sentencias (Ley del 6/12/1838), la que luego fue instituida para todos los fallos en la Constitución de la Provincia de Buenos Aires en 1854 (actual art. 171).
VI. La Motivación del fallo como garantía constitucional [arriba]
a) Doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación
La Constitución Nacional no ha impuesto explícitamente el requisito de motivar las sentencias; su art. 18 lacónicamente establece: “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso...”, como lo hacen otras constituciones, como la italiana de 1.947 y la española de 1.978.
Sin embargo, tanto la doctrina como la jurisprudencia nacionales afirman que la sentencia penal requiere fundamento para ser válida. La exigencia de “juicio previo fundado en ley anterior al hecho del cual del proceso”, según esta postura, debe ser entendida en combinación con el carácter republicano de gobierno (art. 1°, CN), conforme al cual hay que asegurar la publicidad de las razones que se tuvieron en cuenta –en este caso, por los jueces-, para adoptar decisiones (sentencias), permitiendo el control del pueblo –de quien proviene la autoridad- sobre la administración.
La Corte Suprema en reiteradas oportunidades ha declarado que “la exigencia de que los fallos judiciales tengan fundamentos serios reconoce fundamento de raíz constitucional (CSJN Fallos, 240:160; 247:263:144; 262:459; entre otros) y ha brindado como argumento que “la sentencia que aparece destituida de fundamentos legales viola la garantía constitucional de defensa en juicio” (CSJN. Fallos, 243:100).
La importancia que la Corte otorga a la motivación del fallo se advierte en el desarrollo de una jurisprudencia que, en pocos años, convirtió la arbitrariedad de las sentencias judiciales en una causal de tal relevancia, que pasó a constituir fundamento del recurso extraordinario en casos donde no existía cuestión federal necesaria para su procedencia legal estricta. En este sentido, ha dicho que es “procedente el recurso no obstante tratarse de aplicación de normas procesales o de derecho común y de cuestiones de hecho, cuando la sentencia recurrida era arbitraria y carente de todo fundamento jurídico...”14; agregando más tarde que “...es condición de validez de los fallos judiciales que ellos sean conclusión razonada del derecho vigente, con particular referencia a las circunstancias comprobadas en la causa”15. También se ha entendido materia de intervención de la Corte el desconocimiento de prueba existente, ya por prescindirse o apartarse de ella, ya por interpretarla arbitrariamente16”.
Aún cuando desde un punto de vista normativo la exigencia constitucional de la motivación de las sentencias no es explícita, tanto la doctrina como la jurisprudencia han tomado argumentos políticos de peso para su afirmación; centralmente se ha predicado que la motivación tiene correlato con la forma republicana de gobierno (art. 1° CN) y la defensa en juicio (art. 18 CN).
La república exige el control popular de los actos de gobierno y entre ellos, el característico del Poder Judicial, que es la sentencia.
La participación ciudadana en la administración de justicia, hasta hace muy poco, para gran parte de la administración argentina, se limitaba al conocimiento de las sentencias; máxime cuando en importantes jurisdicciones no se contaba con el juicio oral y público como sistema para dirimir los casos penales o lo hacían en muy limitados supuestos. Es por ello que, sin juicio oral y público ni jurado popular, la sentencia era casi la única forma de controlar la actividad jurisdiccional.
El segundo de los argumentos que da sustento para considerar a la motivación una garantía constitucional es la defensa en juicio. Ello, dado que: a) los interesados podrán conocer las razones que justifican la decisión judicial, y así aceptar o fundar su impugnación; b) el tribunal revisor podrá controlar el fallo; y por último, c) los fundamentos permitirán generar jurisprudencia, mediante la explicación de las decisiones y doctrinas aplicadas (seguridad jurídica).
Sin embargo, esta reflexión, correcta desde el punto de vista de los sistemas vigentes en nuestro país, olvida que le constituyente originario tuvo en miras al modelo anglosajón de juicio por jurados, como institución a cargo del enjuiciamiento penal; y en tal caso, respecto a la valoración de la prueba y la determinación de los hechos, el jurado se expide por íntima convicción, en sufragio secreto, para definir la culpabilidad o inocencia del acusado.
Así, el término de juicio previo del art. 18 de la CN, puede ser interpretado como derecho, actividad que el juez practica en la sentencia. En este sentido, la citada norma constitucional se refería a “fundado” para exigir el desarrollo de razones eficaces de la decisión. Pero también es posible entender el término “juicio” como institución político-cultural a cargo de resolver casos criminales –verbigracia: juicio por jurados- y no el juicio lógico que define el fallo; en este caso “fundado” significaría creado o basado en un proceso específico, predeterminado y regulado por la ley17.
Según Gustavo Herbel, esta inteligencia parece compadecerse mejor con la sistemática constitucional. El juicio por jurados no motiva su decisión en argumentos –en lo que respecta a su competencia: determinar hechos- sino en la soberanía popular que expresa su voluntad por sufragio y define así el juicio sobre el caso. Es por ello que el jurista de mención considera que tomar la exigencia constitucional de fundar como aplicable al juicio por jurados sería cuanto menos paradójico (parecería irrazonable suponer que el legislador histórico, imbuido del modelo clásico de jurado inglés, haya impuesto tal requisito)18. Siguiendo esta reflexión, el sentido de la palabra “juicio” sería equivalente a “juicio oral y público”, y la frase “fundado en ley anterior al hecho del proceso” no sólo abarcaría a la ley penal (garantía sustantiva: ley expresa, clara y cierta), sino también las normas que rigen el proceso. De tal modo, el art. 18 de la CN indicaría que el ejercicio del poder penal: la pena, no puede ser aplicado sin que previamente exista un proceso (juicio oral, público, y por jurados) realizado (fundado) conforme ley anterior al hecho objeto de juzgamiento (hecho del proceso).
Más aún, si el fundamento del fallo tiene por cometido su publicidad para control popular de los actos de gobierno, la dinámica del jurado, en tanto prevé un mecanismo de control mutuo de argumentaciones entre sus integrantes (representantes del pueblo), podría satisfacer la exigencia de participación ciudadana, del mismo modo que los legisladores, en homenaje al requisito de la publicidad republicana, lo hacen con el debate y la votación de las leyes, que operan como equivalente funcional de la motivación de las decisiones judiciales.
Aunque este análisis permite resolver, mediante el jurado que no motiva, la necesidad y publicidad y participación ciudadana en los actos un gobierno republicano (art. 1o de la C.N.), no atiende al segundo de los argumentos, que impondrían la necesidad de fundar las sentencias, cual es habilitar al imputado a que conozca las razones de su condena (art. 8.1, C.A.D.H. y 14.1, PIDCP), y así pueda criticarlo ante otro Tribunal (arts. 8.2.h, CADH y 14.5, PIDCP), que hoy constituyen parte del derecho de defensa en juicio -la cursiva me pertenece-, el que además se torna relevante atento que nuestro debido proceso debe responder a exigencias de los pactos internacionales, que garantizar al imputado los derechos antes especificados.
El alcance de estas garantías fue analizado por los organismos internacionales de derechos humanos, a cargo de verificar si los casos sometidos a su conocimiento, y ventilados según los diversos modelos de enjuiciamiento, han tramitado respetando los aludidos principios convencionales.
b) Doctrina del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos no regula explícitamente la obligación de motivar; sin embargo, el organismo a cargo de controlar su cumplimiento ha entendido que representa una garantía relacionada, por un lado, con el derecho del imputado a comprender las razones de su condena y así verificar si sus planteos han sido oídos por el juez (art. 14.1, PIDCP) y por otro, con su facultad de hacer reexaminar el fallo adverso (art. 14.5, PIDCP).
El Comité de Derechos Humanos de la ONU indicó en el Informe 333/1988 “Hamilton v. Jamaica” del 23/3/94, que cuando un tribunal no funda por escrito la sentencia, se reducen las posibilidades del éxito del acusado, en caso de pretender hacer uso de un remedio adicional contra su decisión. Expresó, además, que una revisión judicial sin audiencia oral y restringida a cuestiones de derecho no satisface el art. 14.5 “que requiere una evaluación plena de la prueba y de las incidencias del juicio”.
El Comité también aclaró que no analiza en abstracto a las legislaciones domésticas, sino que evalúa si el procedimiento atacado cumplió o no con las garantías del Pacto; y que no impone un tipo específico de revisión, pero “...al margen de la nomenclatura dada al recurso en cuestión, éste ha de cumplir con los elementos que exige el Pacto...”, es decir, “...la posibilidad de que el fallo condenatorio y la pena fueran revisadas íntegramente”19. También entendió violado el art. 14.5 cuando el tribunal del recurso no revisa las pruebas tomadas en consideración en la primera instancia (confr. Informe antes citado, párrs. 2.2 y 7), señalando que no se cumple con la garantía si se limita “...dicha revisión a los aspectos formales o legales de la sentencia”20.
Afirma además que la extensión de esta garantía “...no requiere que el tribunal de apelación proceda a una nueva vista de los hechos, sino que evalúe las pruebas presentadas durante el juicio y la forma en que éste se desarrolló”21 y es que sólo si el tribunal atiende las impugnaciones de la condena y la pena impuestas, revisando la evidencia reunida, el art. 14.5 se encuentra satisfecho22.
El Comité también entendió que la motivación del fallo facilita su control por el imputado, ya que la apreciación de las pruebas permite verificar, por ejemplo, si los jueces “...examinaron a fondo la alegación del autor en el sentido de que los indicios eran suficientes para condenarlo, discreparon de la opinión del autor y expusieron con todo detalle sus argumentos para llegar a la conclusión de que las pruebas, aunque fuesen indicios, bastaban para justificar su condena23.
En síntesis, el organismo internacional no exige la motivación de los fallos penales, ni propicia un modelo de enjuiciamiento o de recurso en especial. Da por cumplido el Pacto cuando un Tribunal revisa en forma efectiva e integral los agravios planteados -de hecho y derecho- contra la condena, garantía que no parece posible cercenar, siquiera mediante el pronunciamiento de un jurado popular. Sin embargo, indica que la motivación facilita revisar las sentencias adversas al imputado.
c) Doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos
El TEDH entendió que la motivación del fallo es una garantía comprendida en el debido proceso, y facilita al imputado su crítica cuando dispone del derecho al recurso.
En tal sentido, se afirma que la decisión debe expresar los argumentos y discusiones dirimentes de las partes, para satisfacer el derecho de ser oído por el tribunal de juicio y así verificar si fueron atendidos los planteos, aunque no se reflejen detalladamente cada uno. En términos más genéricos predica que “las sentencias de las cortes y los tribunales deben exponer de manera adecuada las razones en las que se basan”24.
Sin embargo, exigir la motivación de los fallos colisiona con la dinámica del juicio por jurados tradicional, vigente en algunos países de la Comunidad Europea. En la actualidad, existen catorce Estados Miembros del Consejo de Europa que carecen de la institución jurado, entre ellos: Albania, Andorra, Armenia, Azerbaiján, Bosnia-Herzegovina, Chipre, Letonia, Luxembergo, Rumania, Holanda, Turquía, entre otros; otros veintitrés practican el sistema escabinado de tribunal, en el cual jueces técnicos y jurados populares deciden en conjunto todas las cuestiones de hecho y derecho, sobre la culpabilidad y la determinación de la pena, tales: Alemania, Bulgaria, Croacia, Dinamarca, Estonia, Grecia, Finlandia, Francia, Hungría, Italia, Islandia, Liechtenstein, Mónaco, Polonia, Portugal, República Checa, Servia, entre otros; y son diez los que utilizan el modelo de jurado tradicional, presidido por magistrados profesionales que administran el debate, pero no pueden participar de la deliberación de los jurados sobre la culpabilidad del acusado. Entre estos últimos, hay siete Estados cuyos jurados reciben, antes de ir a deliberar, una lista escrita con cuestiones precisas que deben responder respecto de la imputación, tales: Bélgica, España, Irlanda, Noruega, Rusia y Suiza.25
Así, en “Gregroy v. Reino Unido”, del 25 de febrero de 1.997, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconoció que el secreto de las deliberaciones del jurado constituía una característica crucial y legítima del modelo inglés, que permitiría acentuar el rol de árbitro de los hechos y garantizar deliberaciones abiertas y francas del jurado sobre la base de prueba presentadas. Por su parte, en “Saric v. Dinamarca” (31.913/99) indicó que la falta de fundamentos del veredicto condenatorio dictado por un jurado popular no era en sí contrario a la Convención, tomando en estos supuestos como foco la preeminencia que el Tribunal otorga al derecho y a la lucha contra la arbitrariedad como principios rectores de la Convención, los que tienen por cometido asegurar la confianza de la opinión pública en una justicia objetiva y transparente, como base de la sociedad democrática, y para tal fin, la cultura jurídica de un pueblo y el respeto por sus instituciones es un dato central a tomar en cuenta en cualquier decisión que pueda afectar su modelo de enjuiciamiento.
Sin embargo, el TEDH tiene dicho que los jueces profesionales deben asegurar la comprensión de la condena por el acusado mediante los fundamentos26; los que además tienen por finalidad demostrar a las partes que han sido oídas para que puedan comprender y, en su caso, aceptar la decisión; y que si bien los tribunales no están obligados a responder con detalle a cada argumento expresado por el acusado, de la decisión debe resultar que las cuestiones esenciales de la causa han sido tratadas27 . Siempre hay que analizar si el procedimiento seguido en un contexto jurídico dado, ha ofrecido garantías contra la arbitrariedad y permitido al acusado comprender su condena; teniendo en cuenta que, es frente a las penas más graves, que el derecho a un proceso equitativo debe ser asegurado en el grado más alto posible en las sociedades democráticas28.
Por ello, la Corte Europea consideró que tales garantías fueron preservadas en “Papon v. Francia”29, donde el acusado tuvo posibilidad de contestar las cuestiones planteadas y de pedir al presidente que formulara al jurado cuestiones subsidiarias. Este último, respondió a 768 interrogantes que el presidente de la Corte Criminal le dirigió; de modo tal que configuraron una trama apta para servir de fundamento al fallo y que, por su precisión, compensaba adecuadamente la carencia de fundamentos de las respuestas del jurado. En tales circunstancias se entendió que el imputado pudo conocer las razones de su condena y se rechazó el agravio relativo a la falta de fundamentación de la sentencia.
Contrariamente, en “Göetkepe v. Bélgica”30, se concluyó que hubo violación al art. 6o de la CEDH en razón de la negativa del tribunal de juicio de plantear cuestiones individualizadas sobre la existencia de circunstancias agravantes, privando así al jurado de la posibilidad de determinar específicamente la responsabilidad penal del demandante; ello en tanto que, no tomar en cuenta argumentos que versaban sobre puntos esenciales del caso, que además determinaron graves consecuencias penales, resulta incompatible con el contradictorio, garantía esencial del proceso equitativo; y a esa conclusión debía arribarse dado que los jurados no podían fundar su convicción.
Posteriormente y mediante un pronunciamiento plenario, el TEDH confirmó la resolución antes mencionada, prescribiendo que si bien la jurisprudencia de la Corte “no requiere que los jurados den las razones de su decisión y que el art. 6o no se opone a que un acusado sea juzgado por un jurado popular aun en el caso en que su veredicto no esté fundado, no resulta menos que para respetar las exigencias de un proceso equitativo, el público y, en primer lugar, el acusado, deben poder comprender el veredicto que ha sido dictado. Es una garantía esencial contra la arbitrariedad (párr. 90). El fallo, luego de múltiples consideraciones, concluye que: “...la presentación al jurado de cuestiones precisas constituía una exigencia indispensable que debía permitir al demandante comprender un eventual veredicto de culpabilidad. Además, puesto que el caso tiene más de un acusado, las cuestiones debían ser individualizadas en la medida de lo posible (párr. 98). Por estas razones, el TEDH entendió que el jurado belga no garantizó un proceso equitativo (art. 6,1, CEDH), cuestión que consideró agravada por carecer su sistema de apelación contra la condena.31
En dicho momento, Bélgica no había suscripto el art. 2o del Protocolo no7 de la Convención Europea de Derechos Humanos (doble instancia penal)32; por lo tanto, la relevancia del testimonio anónimo fue relacionada directamente con la violación del debido proceso, sin analizar la repercusión que ello tendría con la garantía del imputado a recurrir. Los Estados que han incorporado el derecho al recurso (art. 14.5, PIDCP; 8.2.h, CADH; y 2o, Protocolo no7, CEDH), sumarían una razón más para exigir la motivación de la condena: habilitar el control de la decisión adversa del imputado.
Con motivo del dictado de estos precedentes, el Estado belga, que tenía un modelo tradicional de jurado, reformó su procedimiento e impuso al jurado la obligación de expresar las principales razones de su decisión (nuevo art. 334, párr. 21, CPP belga), facultando a los magistrados profesionales intervinientes para pronunciarse cuando el veredicto condenatorio sea dictado por mayoría simple del jurado, pudiendo dictar condena si la mayoría de la Corte concurre con el fallo del jurado o reenviar el caso a otro juicio si asume que el jurado se equivocó (nuevo art. 335 C.P.P. belga), en lo que podría interpretarse como un modelo escabinado original.
Si bien la solución hallada por el Tribunal Europeo para compatibilizar, veredicto inmotivado y debido proceso, permite tener por satisfecha la garantía de que el imputado conozca las razones de su condena mediante cuestiones planteadas al jurado (art. 6.1, CEDH), no resuelve sobre si abastece o no el estándar de aquellos sistemas que además deben contar con una revisión de la condena (art. 2o, Protocolo no7, CEDH)33.
d) Doctrina de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
En la región americana, la obligación de motivar fue establecida como un derecho independiente, aunque relacionada con la garantía del imputado al recurso, considerando a esta última como “primordial” en el proceso penal, conforme al precedente “Herrera Ulloa v. Costa Rica” del 2/7704.
En dicho precedente, se expresa que el recurso “debe ser garantizado antes de que la sentencia adquiera calidad de cosa juzgada, para evitar que quede firme una decisión que fue adoptada con vicios y que contiene errores que ocasionarán un perjuicio indebido a los intereses de una persona” (párr. 158). A tal efecto, los tribunales encargados del recurso, deben “reunir las características jurisdiccionales que lo legitiman para conocer del caso concreto” (párr. 159), y si bien “....los Estados tienen un margen de apreciación para regular el ejercicio de ese recurso, no pueden establecer restricciones o requisitos que infrinjan la esencia misma del derecho de recurrir el fallo” (párr. 161), el cual “...debe ser accesible, sin requerir mayores complejidades que tornen ilusorio este derecho” (párr. 164), pues lo importante es que dicho recurso “garantice un examen integral de la decisión recurrida” (párr. 165) que no se cumple cuando dicho control se limita “...a los aspectos formales o legales de la sentencia” (párr. 167).
En sustancia, la Corte exige que el imputado cuente con “un recurso amplio de manera tal que permitiera que el tribunal superior realizara un análisis o examen comprensivo e integral de todas las cuestiones debatidas y analizadas por el tribunal inferior” (párr. 167).
Sin perjuicio de lo antes expuesto, la obligación de fundar las sentencias fue materia de pronunciamiento explícito en “Apitz v. Venezuela” del 5/8/08, oportunidad en que la Corte dijo que: “El deber de motivar las resoluciones es una garantía vinculada con la correcta administración de justicia” , que protege el derecho de los ciudadanos a ser juzgados por las razones que el derecho suministra, y otorga credibilidad de las decisiones jurídicas en el marco de una sociedad democrática (párr. 77). “La argumentación de un fallo debe mostrar que han sido debidamente tomados en cuenta los alegatos de las partes y que el conjunto de las pruebas ha sido analizado”. Asimismo, la motivación muestra a las partes que éstas han sido oídas y, en aquellos casos en que las decisiones son recurribles, les proporciona la posibilidad de criticar la resolución y lograr un nuevo examen de la cuestión ante las instancias superiores. Por ello, el deber de motivación es una de las “debidas garantías” incluidas en el art. 8.1 para salvaguardar el debido proceso. (párr. 78).
Así, la Corte ha interpretado que la motivación torna operativo el derecho a ser oído (art. 8.1, CADH), es instrumental a la garantía del imputado de recurrir su fallo (art. 8.2.h, CADH), y resulta parte del debido proceso exigido por los pactos.
e) Posición actual de la Corte Suprema de Justicia Nacional.-
En el fallo “Casal” la Corte ha expresado que: “La doctrina en general rechaza en la actualidad la pretensión de que pueda ser válida ante el derecho internacional de los derechos humanos una sentencia que se funde en la llamada libre convicción, en la medida en que por tal se entienda un juicio subjetivo de valor que no se fundamente racionalmente y respecto del cual no se pueda seguir -y consiguientemente, criticar- el curso de razonamiento que lleva a la conclusión de que un hecho se ha producido o no, o se ha desarrollado de una u otra manera. Por ello, se exige como requisito de la racionalidad de la sentencia y para que ésta se halle fundada, que sea reconocible el razonamiento del juez, siendo razón de ello la necesidad de que se opere en base a la sana crítica, que no es sino la aplicación racional de reconstrucción de un hecho pasado (consid. 29) -la cursiva me pertenece-.
En otro párrafo, el Alto Tribunal se hace cargo de la obligación constitucional -siempre incumplida- de realizar el “juicio criminal por jurados”; y en lo que importa dice sustancialmente: “Posiblemente sea necesaria -aquí si- una interpretación progresiva para precisar el sentido actual de la meta propuesta por la Constitución. Habría que determinar si el jurado que ese texto coloca como meta es actualmente el mismo que tuvieron en mira los constituyentes, conforme los modelos de su época, o si debe ser redefinido según modelos actuales diferentes de participación popular (consid. 15; la cursiva me pertenece).
El jurado tenido en cuenta por el constituyente originario era el inglés, que expresa su decisión sin fundamentos, por simple voto de sufragios; por lo que sólo podemos conjeturar que la Corte cuando habla de modelos contemporáneos de participación popular, aluda a los jurados escabinos, integrados por jueces técnicos y legos, que tienen la obligación de fundar veredicto y sentencia, y que son la matriz de los sistemas alemán e italiano, o el francés cuyo jurado debe responder a un cuestionario para definir su decisión; o bien, postular como posibilidad el modelo español de jurado popular que motiva su decisorio34.
De allí que se afirme que la rigurosa motivación de los criterios utilizados para valorar la prueba y las inferencias practicadas en la cadena argumental que permite fijar los hechos de la sentencia, quedan vinculados directamente con el derecho del imputado a recurrir su condena, por lo que motivar el fallo representa un requisito para su revisión integral; restando entonces compatibilizar esta exigencia con el juicio por jurados (la negrita me pertenece).
La Corte, en “Casal” desautoriza, por un lado, las limitaciones del recurso de casación, las que históricamente se han fundado en su carácter extraordinario y en la finalidad de unificar jurisprudencialmente la interpretación de la ley (control centralizado de la aplicación del derecho), mientras que, por otra parte, resalta que nuestra Constitución responde al modelo estadounidense de control difuso de constitucionalidad, que opera en sentido inverso a casación.
También el fallo expresa otra particularidad; al tiempo que alude que somos legatarios del sistema constitucional norteamericano, desacredita el producto más característico del jurado inglés: el jurado inmotivado, debatido en secreto y definido por el voto de ciudadanos legos, sin dar razones de su decisión; dejando sentada claramente la obligación de motivar las condenas, como forma de permitir al imputado controlar las razones del fallo (art. 8.1, CADH y 14.1, PIDCP) y como medio para instrumentar en nuestro sistema de derecho una revisión amplia de la condena penal (art. 8.2h, CADH y 14.5, PIDCP).
Si bien las paradojas puestas de manifiesto pueden explicarse en virtud de las fuentes que sustentan cada instituto: a) casación es un dispositivo de orden legal proveniente del sistema continental europeo e incorporado a nuestras legislaciones procesales; b) el juicio por jurados pertenece al constituyente histórico inspirado en el modelo institucional norteamericano; y c) el derecho amplio del imputado a revisar su condena surge de los pactos internacionales incorporados a la reforma de 1994; lo cierto es que en el fallo citado, la Corte parece indicar que el recurso de casación, más que a una finalidad nomofiláctica, debe atender a la justicia del caso, por ser la vía idónea para satisfacer el derecho del imputado a revisar su condena; y que para ello, resulta necesario fundar de modo exhaustivo la sentencia; lo que determina una interpretación progresiva del concepto del juicio por jurados, que habilite a pensar en modelos que así lo permitan (integración escabinada o jurado con obligación de motivar).
De las consideraciones antes vertidas, podemos finalmente afirmar que no existe margen de duda en relación al derecho constitucional del imputado de conocer las razones de su condena y el recurso contra ella -conforme las disposiciones legales contenidos en los acuerdos internacionales suscriptos por nuestro país y que antes fueran mencionados- de lo que se deduce claramente que la motivación del fallo -en la medida en que habilita el remedio impugnaticio correspondiente- debe también serlo.
También podemos aseverar que la revisión amplia que postula el Máximo Órgano de Justicia Provincial in re “Casal”, exige un examen de las críticas o agravios postuladas contra los argumentos que sustentan la condena, que a su vez contiene las respuestas del Tribunal de Juicio a los planteos del imputado contra la acusación, no siendo ésta última lo sometido a tal análisis sino los argumentos de la condena que dieron por válidas las afirmaciones del acusador y descartaron las postulaciones de la defensa.
De allí la conclusión de que un veredicto inmotivado -disponible en el modelo tradicional de juicio por jurados- no brinda material idóneo para su revisión en segunda instancia; la que sólo sería posible si el tribunal del recurso vuelva a juzgar a través de los registros tomados del primer debate -lo que importa juzgar sin inmediación- o reeditar el plenario en los puntos criticados - con peor material probatorio-.
El sistema inglés importado por el constituyente del '53 e inspirado en la división de poderes y la desconfianza en las autoridades estatales, coloca en manos del jurado un ámbito de discrecionalidad soberana: considerar probada la acusación. La legitimidad de tal juicio reside en ser expresión de una parte representativa del pueblo desempeñando un acto de gobierno, que es juzgar.
Los jurados legos no sólo no motivan el fallo sino que aceptan o rechazan la hipótesis acusatoria por mayoría de votos emitidos en sesión secreta. Tampoco están sometidos a regla o método alguno para arribar a sus conclusiones (el juez sólo da instrucciones, donde recomienda reglas de valoración), ni están obligados a desarrollar por escrito el razonamiento que lo determinó; mientras que el juez técnico o escabino, debe fundar sus afirmaciones fácticas, explicando las inferencias y criterios que permitan sostener -con la prueba producida en proceso- la decisión adoptada.
Frente a estas cuestiones, debemos preguntarnos entonces si la soberanía popular es suficiente para legitimar una condena penal; esto es, si ser juzgado por pares garantiza satisfactoriamente derechos fundamentales, o, si para ello se requieren argumentos racionales que justifiquen la decisión, problema que se abordará seguidamente desde la perspectiva institucional, epistemológica y constitucional.
a) Perspectiva institucional (voluntad popular y pena).
Como hemos afirmado anteriormente, en nuestro sistema jurídico la Corte ha exigido motivar las decisiones jurisdiccionales, al punto de postular como agravio federal suficiente a las decisiones judiciales consideradas infundadas o arbitrarias.
Posteriormente, con “Casal”, se impuso la obligación de motivar exhaustivamente los hechos materia de acusación, orientación que parecen seguir los pronunciamientos de los organismos a cargo de la aplicación de los tratados internacionales, según los cuales es requisito del debido proceso que el imputado conozca las razones de su condena, como expresión de la garantía a ser oído por la jurisdicción (arts. 14.1, PIDCP; 6.1, CEDH y 8.1, CADH).
Por lo tanto, la motivación, que contiene los argumentos de la condena, debe comprender tanto el “hecho” juzgado -demostrado a partir de datos probatorios útiles- como el “derecho” aplicado para resolver el caso. De allí que la legitimidad de las sentencias depende, en primer lugar, de establecer la veracidad de la base fáctica, cuya calificación se discutirá luego posteriormente.
Esta decisión se diferencia de otros actos normativos, como ser, los legislativos (vinculados a la soberanía popular), o los contratos por negocios privados (relacionados con intereses particulares), o los de la administración pública (enlazados con requerimientos estatales); de donde se colige que: “las sentencias penales son los únicos actos normativos cuya validez se funda sobre la verdad”35
Esta exigencia de verdad, que opera en el ámbito intra-procesal (obligación de motivar y su posibilidad de su control), también es fuente de legitimación externa de la decisión judicial, la cual, a diferencia de la emanada de otros poderes, no admite legitimación de tipo representativo o consensual, sino una validación racional y normativa, por el carácter cognitivo del hecho y recognitivo de la calificación jurídica.
La naturaleza exclusivamente legal de la legitimación jurisdiccional está en la base de la división de poderes, como opera como contrapeso de poderes democráticos de mayoría y protege a los individuos de desbordes autoritarios. El juez debe preservar de la opresión de la mayoría a aquel que se supone incurso en un delito, debiéndose agregar que las mayorías son expresión del consenso de voluntades, pero no de un criterio de verdad; y menos aún de verdad procesal, que implica condicionamientos legales para su adquisición (exclusiones probatorias, plazos, in dubio pro reo, entre otras).
La diferencia cualitativa de la democracia constitucional respecto de las meramente políticas, reside no en “quién” debe decidir: la mayoría, sino en “qué” no puede decidir ninguna mayoría. Lo no decidible es aquello que las garantías constitucionales sustraen a la mayoría, esencialmente la vida y la libertad, que no pueden sacrificarse merced a ningún consenso, ni interés general, ni bien común o público -la cursiva me pertenece-. Por ello, cuando el juez invalida un acto o ley, por inconstitucional, no judicializa la política; al contrario, preserva lo no decidible por ésta para evitar que las coyunturas políticas irrumpan ilegítimamente en las garantías constitucionales.
No obstante no puede dudarse que las resoluciones judiciales contienen espacios potestativos irreductibles, que se advierten en la interpretación de la ley, la valoración de la prueba, el conocimiento de los hechos, la determinación de la pena, etcétera; dichos ámbitos abiertos de decisión no pueden dirimirse por consensos de mayoría, sino que requieren la aplicación de correctivos que permitan determinar racionalmente conclusiones; así los principios de tutela del más débil, principio de libertad y otros emergentes de garantías penales, configuran preceptos con los que pueden clausurarse jurídicamente estos espacios de decisión judicial, sin acudir a la discrecionalidad personal ni a la voluntad popular.
En definitiva, ninguna persona, ni conjunto de ellas, tiene derecho a juzgar en términos absolutos; sólo al Poder Judicial le es permitido conocer por la razón y resolver según la ley.36
Si la decisión judicial no puede adoptarse por determinación discrecional de mayoría, parece lógico que una de sus partes esenciales: la fijación de los hechos, tampoco pueda serlo. Es por ello que se afirma que decidir discrecionalmente sobre los hechos (voluntad expresada por el voto sin fundamento ni control), pone en discusión uno de los principios centrales de la democracia constitucional, esto es, que la vida y la libertad personal son indisponibles por consenso. La ausencia de ámbitos indisponibles para las mayorías nos sitúa en una democracia política pero no constitucional, y la soberanía popular podría someter a personas o grupos minoritarios, restringiendo discrecionalmente sus derechos fundamentales.
Por el contrario, así como los representantes de la voluntad popular despenalizan conductas -aún las condenas firmes-, también la institución representativa del pueble -el jurado- a la que específicamente se le encomienda juzgar crímenes, tenga la posibilidad de hacerlo mediante el veredicto absolutorio, aún sin expresar motivos, pues detentan en el caso la soberanía otorgada por manda constitucional. Pero ello no justifica la decisión inversa, esto es, condenar sin fundamento; para penar es necesario primero demostrar que la conducta desvalorada por ley ocurrió (fundamento sobre determinación de los hechos), y tal demostración, además, debe ser pasible de control (recurso).
En otras palabras, “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso....” (art. 18 CN), y esa ley debe contemplar, por manda constitucional, que la condena sea motivada (inveterada jurisprudencia de la Corte Suprema según arts. 1 y 33o CN y posteriormente en “Casal”; doctrina de los organismos internacionales, conforme arts. 6.1, CEDH, 8.1, 8.1, CADH, y 14.1, PIDCP) y pueda eventualmente ser revisada por el imputado (art. 8.2.h, CADH y 14.5, PIDCP).
La concepción que subyace en el jurado popular recela de las decisiones de autoridad y coloca en su lugar al pueblo –o partes representativas de éste-; concentrándose en diseñar un proceso que resuelva la dicotomía: autoridad/ciudadanía, a favor de esta última y con el objetivo de resistir las arbitrariedades del poder.
Sin embargo, este modelo forjado en la resistencia de las comunidades contra las autoridades estatales olvida otro dato central, cual es la confrontación: voluntad mayoritaria/derecho individual. El hecho de que el jurado pueda en algunas oportunidades proteger al individuo contra los poderes del estado, no significa que en otras no pueda ejercer una función inversa y legitimar la represión estatal contra individuos o grupos vulnerables.
Por ello, se puede aseverar que maximizar la autoridad popular neutraliza el derecho individual, quedando desguarecidas las garantías personales. En lograr un equilibrio se empeña el sistema de frenos y contrapesos; por el cual las decisiones de la mayoría (legislativa y ejecutiva) deben confrontar con decisiones independientes de ella (judiciales) cuyo fin es la protección del individuo frente a los abusos de poder, aún de mayoría (contra-poder), y donde la única fuente de legitimidad sea la razón y el derecho.
b) Perspectiva epistemológica (control de los hechos)
Desde la luz de un enfoque cognitivo, mediante el siguiente planteo: si la aplicación de la pena tiene como requisito la verdad de la acusación37, el modelo de conocimiento que debe adoptarse es aquel que permite la mayor aproximación a la idea regulativa -aunque inalcanzable- de la verdad referida a un hecho histórico.
En consecuencia, es preferible el sistema que habilite mayor poder explicativo de las afirmaciones realizadas y más cantidad de controles que deban ser superados favorablemente, para tenerlas por verificadas.
Para ello, es menester determinar si las formas de enjuiciamiento cuentan con dispositivos jurídicos que permitan investigar satisfactoriamente su objeto de estudio (los hechos), de modo que puedan verificarse las afirmaciones fácticas de la sentencia, o si, por el contrario, esta tarea se halla irremisiblemente distorsionada por restricciones jurídicas (v.gr. garantías procesales) y aún por la misma práctica de tales regulaciones, en contextos social e institucionalmente dados (cultura jurídica, organización estatal, reclamos represivos de la comunidad, etc.).
Las limitaciones impuestas al proceso penal para operar como instrumento gnoseológico, podrían enumerarse en las siguientes:
1- El carácter de fuentes vivas que tienen buena parte de las pruebas penales (testimonios, careos, declaraciones de peritos, etc.) expresa lo lábil del material con que se opera, máxime si se funda en protocolos escritos en base a los esquemas jurídico-interpretativos de quienes receptan la exposición oral.
2- Las prohibiciones en relación a ciertas pruebas: ilicitud de algunos métodos de indagación que vulneran la dignidad del hombre, prohibición de ciertos testimonios (v. gr., por relaciones familiares), entre otras, ponen límites que no tienen otro tipo de indagaciones.
3- Las formas requeridas para admisión de pruebas y realización de actos procesales.
4- El imperativo de resolver definitivamente los litigios asumidos por el sistema jurídico penal (sentencia firme), con claras limitaciones respecto al tiempo de desarrollo de la investigación (plazos procesales, prescripción de la acción).
5- Finalmente, las reglas jurídicas eminentemente epistemológicas, que acotan libertades en la construcción de hipótesis con pretensión de verdad; entre ellas: la carga de la prueba atribuida al acusador, la presunción de verdad contenida en las sentencias firmes, y el principio in dubio pro reo que obliga a afirmar, en caso de duda, la tesis más favorable al imputado.
La modalidad comunicativa del proceso penal está lejos de permitir la participación argumental libre de coacción, para obtener de modo intersubjetivo una verdad con pretensión de consenso; motivo por el cual, adquirir conciencia de estas distorsiones para atenuarlas o, en su caso, considerarlas como dato a ponderar en la toma de decisiones jurídicas, es una necesidad del sistema para evitar efectos más dañinos de los que está convocado a resolver0
Desde hace un tiempo, en el contexto académico, hay acuerdo en que el juicio oral, contradictorio, continuo y público es el mejor instrumento de conocimiento del caso; pero de nada sirve obligar al juez a someterse a la ley, si es libre de elegir las circunstancias fácticas sobre las que juzga. Es por ello que se afirma que el hecho fijado en la sentencia es la base respecto de la cual se discute y aplica la ley; su determinación es central, y por lo tanto, la justificación racional de su verdad es parte esencial del fallo y parámetro imprescindible para verificar su corrección.
Es bien calificada como “regla de oro” la afirmación consistente en que “lo que no se puede motivar, no existe”; razón por la cual resulta ilegítimo introducir en la sentencia hechos afincados en intuiciones; sólo aquello que resulta racionalmente de la actividad probatoria, da cimiento a una afirmación fáctica jurídicamente válida; las inferencias apoyadas en intuiciones -incluso las atribuidas a la inmediación- no explicitadas o encubiertas por presunciones mal construidas, no pueden tomarse como argumento idóneo para sostener hechos.
El juicio oral, como máquina de conocimiento, brinda la posibilidad de exigir a la prueba sometida a contradicción cualificar los datos adquiridos sobre el hecho; un rendimiento que sería inútil si luego su selección y valoración fuera discrecional.
La obligación exponer la valoración de la prueba producida en debate implica que las máximas de experiencia utilizadas deban ser justificadas objetivamente y controlables en la motivación; su credibilidad (la de un testigo o perito) requiere de razones explícitas, de lo contrario, la resolución deviene inválida por falta o insuficiencia de fundamentos.
Los jueces técnicos no pueden fundar en evaluaciones subjetivas o impresiones personales sus decisiones; toda actividad jurisdiccional está sujeta a la ley su aplicación debe justificarse racional y explícitamente para el control republicano.
La cuestión ha resolver es si el jurado popular queda exento de este requisito, en razón de que su juicio expresa el consenso de un grupo representativo de la comunidad; algo así como trasladar al mundo jurídico el aforismo político: “el pueblo no se equivoca”, o, desde una perspectiva menos autoritaria: “el pueblo, aun cuando pueda equivocarse, es el único legitimado a hacerlo”.
Aunque confiáramos en tales axiomas, lo cierto es que su aplicación es inadecuada en casos particulares. Que el pueblo no se equivoque al decidir sus destinos institucionales -o mejor dicho, que sea el único habilitado a decidir, equivocado o no, por ser quien soporta las consecuencias de su elección-, no significa que esté dotado de infalibilidad cognitiva para definir situaciones individuales, en las que un sujeto ajeno al grupo que decide soportará una pena.
Las personas (sean testigos o jurados) no captan los hechos o informaciones provenientes del exterior en forma pasiva; todos los datos percibidos son traducidos por categorías que el sujeto utiliza para interpretar y organizar la realidad, asignando significados y ubicando sucesos en contextos específicos; cada sujeto tiene sus propios esquemas conceptuales que forman su cultura individual, su cosmovisión del mundo.
Cada persona define el modo de interpretar los datos percibidos e imprime una formulación del hecho, en concordancia con el modelo narrativo introyectado en su experiencia de vida. En esta soup de categorías conceptuales interactúan prejuicios (creencias basadas en generalizaciones débiles en sí mismas, más peligrosas cuanto más compartidas son, (v.gr. “el imputado que calla miente”), estereotipos (suposiciones populares: “policía corrupto”, “terrorista islámico”) y afirmaciones de sentido común sin sustento cognitivo (“quien huye de la escena del crimen es su autor”), originando todas éstas, máximas de experiencia sin fundamento empírico (estadístico o científico) variable en el tiempo y lugar, y aún en la diversidad de ámbitos sociales.
Las máximas de experiencia mal configuradas (o al menos infundadas) en oportunidad guían las decisiones cuya motivación resulta más compleja para el juzgador (juicio de credibilidad). La dificultad de fundar una valoración incrementa la tentación de acudir a la intuición, y ocultarlo so pretexto de quedar comprendida en la inmediación con la prueba. En circunstancias poco claras, rodeadas de datos indiciarios a veces contradictorios u ocultos, captar la totalidad de aristas es arduo; la conciencia de que el menor error en la construcción inferencial de la valoración probatoria provocará desacierto, hace que apelar a intuiciones basadas en la propia experiencia resulte una pulsión casi irreprimible, salvo prohibición normativa expresa.
En estos supuestos, opera la llamada ley del mínimo esfuerzo, que favorece reducir en extensión y profundidad la actividad del juez, dirigida al examen y la evaluación del material probatorio adquirido en el proceso, en detrimento de la motivación del fallo.
Por el contrario, el jurado popular, no analiza en detalle los hechos y las pruebas relacionadas con ellos; formula “historias” para organizar los elementos probatorios de un modo holístico. La narración de los hechos elegida como verídica puede incluir circunstancias inventadas o sin fundamentación suficiente, tomadas por verdaderas para dar coherencia a la hipótesis fáctica; su selección es más fluida por su capacidad persuasiva, que por verificar la verdad.
Si bien no puede desconocerse la función simbólico-ritual del jurado inglés (el pueblo administrando justicia, a la vez que se convierte en resguardo de la libertad de los individuos contra el estado); desde el punto de vista epistemológico es dudoso -o al menos no verificable- que las afirmaciones fácticas del jurado sean ciertas. Existe un importante riesgo de error al dejar el mérito de la prueba librado al “sentido común”, más inclinado a la persuación holística que a la reflexión analítica y que permite al black box de inferencias personales incontroladas actuar libradas al debate interno del jurado, sin sostener sus conclusiones a la exigencia de una motivación racional, ni al control externo de tal razonamiento.
Las afirmaciones del jurado, carentes de verificación, contienen un carácter que ha sido reputado de “ordálico”; “El veredicto no se funda en una justificación racional, sino que se presenta como un objeto de fe en el que la voz del pueblo ha tomado el lugar de la voz de Dios”38. Se acude así al sentido común, inmerso en un conglomerado de prejuicios difundidos popularmente, sin control epistemológico alguno, y más peligrosos cuantos más difundidos en la comunidad se hallen. Cualquiera sea el número o la calidad de los participantes del debate, la consecuencia sería similar a la descripta, mientras no haya obligación de motivar explícita y racionalmente las afirmaciones fácticas y valoraciones probatorias. En los pliegues de toda justificación omitida o laguna narrativa, pueden colarse intuiciones incontrastables omitida o laguna narrativa, pueden colarse intuiciones incontrastables, elevando el riesgo de error.
Aún si postuláramos que la calidad del conocimiento obtenido por el jurado es superior al de los jueces profesionales, dado que el control horizontal generado por el debate entre un importante número de personas (doce en el modelo inglés clásico) suple, y hasta mejora, las bondades cognitivas de las afirmaciones fundadas en una construcción argumental racional (sentencia motivada); ello no logra superar la crítica del modelo, en cuanto no permite al imputado conocer las razones de su condena de modo que pueda criticarlas ampliamente ante otro tribunal (art. 8.2.h, CADH y 14.5, PIDCP).
c) Perspectiva constitucional (condena: conocimiento y revisión).
Los organismos internacionales encargados de establecer el alcance de las garantías expresadas en los tratados de derechos humanos han estipulado que el derecho del imputado a ser oído por la jurisdicción requiere que éste pueda conocer las razones de su condena para verificar si sus planteos fueron tratados (art. 8.1, CADH y 14.7, PIDCP); además, las convenciones brindan la posibiIidad de criticar la decisión dictada en su perjuicio ante otro tribunal (arts. 8.2.h, CADH y 14.5, PIDCP).
Si a ello sumamos que el control de la condena debe ser “integral” (hecho y derecho) y previo a su firmeza, no parece que el juicio decidido mediante el jurado inglés satisfaga la garantía.
En el sistema norteamericano, los hechos son fijados por sufragio (sin motivar), y su eventual control -posterior a la ejecutividad del veredicto-, se limita a demostrar que la decisión del jurado fue incorrectamente influenciada por alguna de las causales que la jurisprudencia fue admitiendo con carácter restrictivo, entre las que pueden contarse: valoración de prueba ilegal, recibir instrucciones del juez que afectaron su imparcialidad, errores en el trámite de selección del jurado, etcétera, siendo éstos defectos del proceso que sólo se toman en consideración si determinaron el veredicto, pues de otro modo, salvo que se refieran a cuestiones constitucionales o de interés general para la justicia, no son considerados relevantes para revocar una decisión.
Las cuestiones de hecho afirmadas por el jurado, que no sean fruto de un error basado en transgresiones del fair trail, en principio, no pueden ser materia de análisis por el tribunal de apelación, son pena de usurpar la función del jurado (considerado soberado en su decisión). La Corte norteamericana ha ido desarrollando una serie de criterios ampliatorios de la capacidad de revisión de los veredictos de autoría, aunque siempre aclarando su carácter excepcional. En su precedente “Thompson”, aseguró el derecho básico a no ser condenado de una forma absolutamente arbitraria, es decir, sin ninguna evidencia.
En los precedentes “Winship” y “Jackson”, el Máximo Órgano Judicial del país realizó la pregunta crítica de cuál ser el estándar para sustentar una condena criminal, y se respondió que no alcanza con determinar si el jurado fue adecuadamente instruido, sino de establecer si del registro de evidencia se desprende que razonablemente se pudo afirmar la culpabilidad, más allá de toda duda razonable.
La aplicación de la doctrina fijada en Winship -la exigencia de evidencia más allá de toda duda razonable para la condena- fue resistida por cortes inferiores donde se juzgaban mayores en el entendimiento de que este criterio vulnera la discrecionalidad del jurado.
El modelo inglés se maneja con cánones análogos, sin que la Convención Europea de Derechos Humanos, haya generados modificaciones sustantivas.
El carácter excepcional y limitado que tanto el sistema norteamericano como inglés otorgan a la revisión del veredicto condenatorio, no se compadece con el alcance de la garantía del art. 8.2.h de la CADH, pues no permite controlar la valoración de la prueba y las inferencias mediante las que se afirmara la culpabilidad del imputado; tampoco el criterio sentado en “Winship” satisface la garantía según exige nuestro contexto jurídico, al no habilitar un control sobre el in dubio pro reo, en tanto para evaluar la consistencia de la condena, fija un criterio favorable a la fiscalía respecto de la existencia o no de duda razonable. En rigor, las cortes del common law son reacias a revisar decisiones adoptadas en debate oral, en la inteligencia que su examen será elaborado con peor prueba y en detrimento de la soberanía del jurado.
La cuestión no mejora sustancialmente si el recurso consistiera en un segundo juicio oral (doble juicio de mérito), para controlar decisiones adoptadas sin motivar y por el solo sufragio, así sólo se obtendría un “doble conforme externo” (igual resultado respecto del mismo objeto -debate del caso-, por dos tribunales), pero no la revisión del fallo anterior por un “tribunal superior” (“doble conforme interno” a partir del control de las razones para condenar).
La primera alternativa configura un método estadístico para elevar la probabilidad de que la decisión original fue acertada, aplicando el método experimental a una ciencia social; la segunda, pretende cambiar el objeto de análisis en cada instancia: el debate, investiga la veracidad de la acusación; el recurso, examina los fundamentos de la decisión adoptada.
Podría asegurarse que el doble conforme definido como externo cumple con la garantía del imputado; pero entonces habrá de asumir sus consecuencias: un sistema tal no requiere motivación de la condena y por lo tanto se obstaculiza el conocimiento de sus razones por el imputado, y además carece de un control de racionalidad sobre las afirmaciones fácticas de la condena.
Si bien en este aspecto sólo se analizó el derecho al recurso, sin embargo, los veredictos inmotivados también colisionan con otro principio del debido proceso: el derecho del imputado a ser oído por un tribunal de justicia (arts. 6.1 CEDH, 8.1, CADH; y 14.1 PIDCP); siendo esta garantía interpretada como la exigencia de que el procedimiento permita al imputado conocer las razones de su condena.
En nuestro ámbito jurídico, la Corte IDH fue más contundente al decir en “Apitz”39 que “...la argumentación de un fallo debe mostrar que han sido debidamente tomados en cuenta los alegatos de las partes y que el conjunto de pruebas han sido analizadas. Asimismo, la motivación muestra a las partes que éstas han sido oídas, y en aquellos casos en que las decisiones son recurribles, les proporciona la posibilidad de criticar la resolución y lograr un nuevo examen de la cuestión ante las instancias superiores. Por todo ello, el deber de motivación es una de las debidas garantías incluidas en el art. 8.1, para salvaguardar el debido proceso” (párrafo 78).
Con esta extensión de las garantías, el imputado adquiere el derecho a defenderse dos veces: la primera, contra la acusación, en el marco del debate adversarial (juicio de mérito); la segunda, contra su condena, en el marco del recurso (juicio de legitimidad). Las impugnaciones de condenas dictadas por un jurado inglés plantean el problema de referir ambas evaluaciones (juicio y control) a la exigencia o no de evidencia de culpabilidad, sin que, ninguno de los casos, el imputado tenga oportunidad concreta de conocer las razones del fallo adverso y poder criticarlas ante otra instancia.
Los fundamentos detallados en el presente trabajo me permiten emitir las siguientes conclusiones:
No puede negarse que la institución del juicio por jurado contemplado por los constituyentes de 1.853 para la terminación de los juicios criminales, respondía al modelo inglés (arts. 24, 75 inc. 12 y 118 CN), cuya característica relevante a efectos de la presente investigación es el dictado del veredicto, el que no tiene la obligación de ser motivado en atención a sostenerse en la íntima convicción de los ciudadanos que lo integran, representantes del pueblo y, por ende, depositarios de la soberanía popular.
Si bien la Carta Magna establece como forma de administración de justicia en materia criminal el juicio por parte de los ciudadanos, resulta imperiosa la realización de una interpretación progresiva de las garantías constitucionales, justamente por la evolución constatada en las mismas a lo largo de nuestra historia, particularmente con la incorporación de los pactos internacionales de derechos humanos en el año 1.994.
En tal sentido, nuestro bloque federal de garantías constitucionales (arts. 1o, 18, 33 y 75 inc. 22, CN) determina que el debido proceso incluya la motivación de la condena, sea para asegurar que el imputado haya sido oído en sus planteos, sea para permitirle criticar la decisión ante otro tribunal.
No obstante son innegables los beneficios de la participación ciudadana en el proceso penal -producción de toda la prueba en el debate oral, profundización de las particularidades de la causa por el compromiso del jurado para quienes es “el” caso y no “un caso” como acontece con los jueces profesionales, a la vez que se trata de un órgano caracterizado por su independencia e imparcialidad-; el conjunto de rendimientos positivos no compensa el hecho de que sus afirmaciones fácticas son infundadas y, por lo tanto, no evaluables en el plano epistemológico como válidas, como tampoco lo son desde el plano institucional y constitucional -como antes se indicara-.
Es justamente por ello que podemos afirmar que todas las garantías penales son superfluas, si es posible afirmar una falsedad sin que su víctima (el
imputado) pueda refutarla; esto es, conocer sus fundamentos y criticarlos argumentalmente.
Aún si postuláramos que la calidad del conocimiento obtenido por el jurado es superior al de los jueces profesionales, dado que el control horizontal generado por el debate entre un importante número de personas (doce en el jurado inglés clásico) suple, y hasta mejora, las bondades cognitivas de las afirmaciones fundadas en una construcción argumental racional (sentencia motivada) -aseveración que a mi entender no tiene evidencia comprobable-; ello no logra superar la crítica del modelo, en cuanto no permite al imputado conocer las razones de su condena de modo que pueda criticarlas ampliamente ante otro tribunal (arts. 8.2.h., CADH y 14.5, PIDCP).
Un sistema que permite condenar sin motivos explícitos niega al imputado el derecho de conocer las razones específicas de tal decisión (arts. 8.1, CADH; 6.1 CEDH; y 14.1, PIDCP) y por lo tanto de contradecir la racionalidad de sus inferencias (juicio de legitimidad), ya que sólo habilitaría una crítica carente de fundamentos posibles de la condena, y ello de un modo restringido.
Así, el tribunal técnico tiene a cargo la revisión de la evidencia ventilada en juicio y traza hipótesis sobre los posibles fundamentos que tuvo el jurado popular para arribar a una condena fuera de toda duda razonable; no es difícil advertir lo complejo que es para el acusado impugnar una decisión carente de motivos para criticar y cuyos fundamentos serán construidos por el tribunal ante quien impugna.
A ello debe adunarse la circunstancia de que el veredicto condenatorio del jurado inglés es revisable sólo por excepción, resultando el estándar de su análisis insuficiente para satisfacer el control amplio exigido en nuestro sistema de garantías (motivación exhaustiva de la condena, control de los hechos y no sólo del derecho; y recurso amplio del imputado contra su condena).
El compromiso de nuestra Corte Suprema de Justicia con esta postura puede colegirse en “Casal”, cuando propone, precisamente realizar una “interpretación progresiva” de la exigencia constitucional de definir los juicios criminales mediante jurados (arts. 24, 75 inc. 12o y 118 CN), mencionando la posibilidad de que el concepto histórico -vinculado al jurado inglés- sea “redefinido según modelos actuales de participación popular”. En otras palabras, que la participación ciudadana se logre sin detrimento de la obligación de motivar el fallo.
A modo de ejemplo se podría mencionar al modelo cordobés (Ley 9.182, BOC, 9/11/04), en el cual existe un jurado escabino cuyas sentencias deben ser fundadas. La legislación local establece que los jurados populares son convocados obligatoriamente en casos de homicidio agravado, delitos contra la integridad sexual seguidos de muerte, secuestros extorsivos seguidos de muerte, homicidios con motivo o en ocasión de tortura; homicidio con motivo de robo y delitos del fuero anticorrupción administrativa.
Para ello, se nombra a un jurado popular de ocho miembros titulares y cuatro suplentes, que se integran a un tribunal integrado por tres jueces técnicos y uno de los cuales oficia de presidente; los otros dos votan con los demás integrantes del jurado, y el presidente sólo lo hace si no se llega a la mayoría requerida.
Los ciudadanos citados no pueden negarse y son elegidos por sorteo según padrón electoral. Es incompatible para cumplir funciones de jurado ser funcionario o empleado público, autoridad de partidos políticos, abogado y escribano, militar, policía y sacerdote o representante de cualquier culto reconocido. Las partes pueden recusar a todos los jurados con causa, pero sólo a uno sin que medien razones.
El presidente del tribunal debe fundar el fallo independientemente de su acuerdo o no y de si ha votado. Esta alternativa puede criticarse, dado que es difícil fundar correctamente un fallo con el cual no se acordó; aun cuando el presidente sólo deba organizar las razones que dieron lugar a un fallo determinado, mejorando la técnica jurídica de la exposición de los argumentos de la mayoría, lo cierto es que su reprobación puede operar contra la calidad de su labor.
También puede pensarse como modelo de participación popular en la administración de justicia, en un jurado que emita su voto por simple sufragio y que de no llegar a la mayoría requerida, el resultado sea la absolución del imputado, sin más fundamento que la voluntad expresada en el voto; nada impide que los representantes del pueblo (en este caso, el jurado) desincriminen a un acusado (del mismo modo que lo hacen con otros poderes con el indulto, las conmutaciones o amnistías). Por el contrario, condenar no sólo requiere arribar a la mayoría exigida (o unanimidad), sino fundar explícitamente los hechos, el derecho y la pena aplicable.
En el caso de la provincia de Córdoba, la absolución podría dictarse por mero sufragio de sus integrantes legos, pero para condenar deberían sumarse los fundamentos de los jueces técnicos. Para evitar que los profesionales motiven con razones ajenas y hasta contrarias a sus convicciones, sería posible pensar que el jurado popular podría absolver por decisión propia o habilitar, con mayoría calificada, el juicio de los magistrados técnicos, quienes, con fundamento jurídico, pueden absolver o condenar.
En el primer supuesto -veredicto absolutorio del jurado-, la cuestión está resuelta por el mero voto popular; en el segundo -el jurado interpreta que existen elementos suficientes para sustentar la acusación- faltará que se expidan los magistrados profesionales, quienes por su parte, fundarán la condena o la absolución del acusado (v.gr., por ilegitimidad de la prueba, por in dubio pro reo, por inconsistencia de las inferencias probatorias de la acusación, atipicidad, causa de justificación, etcétera)40
El método permite que los jurados populares deliberen sin intervención - ni influencia determinante- de los jueces profesionales, y de pronunciarse por la existencia de evidencia suficiente, habiliten a estos últimos a dictar, mediante sentencia fundada, absolución o condena.
Así, las garantías del imputado son cubiertas tanto por la actuación de un jurado popular, como por la existencia de una decisión exhaustivamente motivada; cualquiera de los dos pronunciamientos puede desincriminarlo, y sólo la coincidencia de ambos logra su condena (doble conforme inmediato); la cual, además, puede ser controlada por recurso del imputado.
Pese a que el debate que nos convoca permanece en la actualidad inconcluso, estoy en condiciones de afirmar que la motivación, en tanto fundamento mismo de la aplicación de la pena, resulta un requisito más del debido proceso, no pudiendo ser soslayada con el argumento de la implementación de una forma de participación popular en la administración de justicia aún cuando se consideren las notorias ventajas que la misma presenta y que antes se indicaran. A mayor abundamiento, la soberanía popular no resulta justificativo constitucional suficiente para dejar de la lado el derecho a conocer la fundamentación de las decisiones judiciales que resultan incriminantes y la posibilidad de cuestionarlas mediante los remedios legales pertinentes.
Sólo el juego armónico de los principios y garantías constitucionales en juego y su estricta aplicación en los casos concretos permitirá arribar a un modelo de participación popular que cumplimente las disposiciones constitucionales, sin desmedro de los derechos del imputado a conocer las razones de su condena y a obtener su revisión integral por un tribunal superior.
W. Carnota- P. Maraniello, “Constitución de la Nación Argentina”, Fundación Despertares, Editora Grün.
Rubén A. Chaia, “La prueba en el proceso penal”, Hammurabi, José Luis Depalma. Editor
Chiara Díaz – Obligado, “Garantías, Medidas Cautelares e Impugnaciones en el Proceso Penal”, 2o Edición Sistematizada, Corregida y Actualizada, Editorial Jurídica Nova Tesis
Edmundo S. Hendler, “El juicio por jurados, Significados, genealogías, incógnitas”, Editores del Puerto.
Gustavo A. Herbel, “Derecho del Imputado a revisar su condena”, Motivación del fallo y derecho al recurso a través de las garantías constitucionales”, Editorial Hammurabi, José Luis Depalma, Editor.
1 F. Carrara, o.c.,p.p. 228, 233-235; L. Lucchini, o.c., p.p. 179-180.
2 Art. 24 de la Constitución Nacional: “El Congreso promoverá la reforma de la actual legislación, y el establecimiento del juicio por jurados”.
3 Art. 75 inc. 12 de la Constitución Nacional: “Corresponde al Congreso:...12. Dictar los Códigos Civil, Comercial, Penal, de Minería, y del Trabajo y Seguridad Social...; y especialmente leyes generales para toda la Nación..., y las que requiera el establecimiento del juicio por jurados.
4 Art. 118 de la Constitución Nacional: “Todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados se terminarán por jurados, luego de que se establezca en la República esta institución. La actuación de estos juicios se hará en la misma provincia donde se hubiere cometido el delito; pero cuando éste se cometa fuera de los límites de la Nación, contra el derecho de gentes, el Congreso determinará por una ley especial el lugar en que haya de seguirse el juicio”.
5 Cf. G. Carmignani, Teoría, cit., libr. IV, caps. XIV y XVII, el cual oponiéndose a la “ignorancia” y al “arbitrio” que hacen al jurado por un acto de “fuerza” más que un acto de sabiduría, afirmó que cuando menos, a falta de motivación y de pruebas legales, debería permanecer la regla de la unanimidad en el voto (pp. 253-255), Ferrajoli, Luigi, “Derecho y Razón”, Ed. Trotta, Madrid, 5° ed., 2001, pp. 650.
6 “El cuadrilátero de las libertades constitucionales se levanta sobre la guardia nacional, los jurados, la prensa libre y el parlamento” (F. Carrara, o.c., p. 238). “Los combates contra la institución de los jurados”, añade Carrara, son “la vanguardia de la lucha preparada contra la libertad”: “hoy es la hora del jurado, y el grueso del ejército se dirige a destruirlo; mañana será la hora de la prensa, y luego le tocará su turno al parlamento”; por esos “creo que los animadores de estas huestes enemigas mantienen en mefistotélico secreto, como único fin, este lema sagrado: destruir el liberalismo moderno”; Ferrajoli, Luigi, “Derecho y Razón”, Ed. Trotta, Madrid, 5° ed., 2001, pp. 652/653.
7 Leviatán, cit., XXVI, p. 228, Ferrajoli, Luigi, “Derecho y Razón”, Ed. Trotta, Madrid, 5° ed., 2001, pp. 652
8 Del latín: areopagus, del gr. Areiospagos, colina de Ares). Antiguo Tribunal de Atenas.
9 (Bajo lat. Ordalía; del anglosajón ordal, juicio) Prueba judicial de carácter mágico o religioso. Diccionario Enciclopédico Laurusse Conciso Ilustrado, p. 884.
10 En inglés, a diferencia del castellano en que se emplea como sinónimo de juez de cualquier categoría o bien sugiere un juez de rango superior, equivale por el contrario a un juez de menor cuantía o jueces de paz.
11 Sólo un número muy reducido de los Magistrates, de una proporción verdaderamente insignificante, son profesionales en derecho. Se los conoce como Stipendiary magistrates y son los únicos que perciben retribución por su tarea, se desempeñan en forma continuada y pueden constituir tribunal unipersonal
12 En el caso “Miranda v. Arizona” de 1968 (384 U.S. 436) la Corte Suprema de los Estados Unidos estableció el derecho de todo imputado en causa penal de ser informado, antes de recibir cualquier declaración, de su derecho al silencia y a contar con asistencia legal previa.
13 Confr. aut. cit., The Palladium of Justice. Origins of trial by jury, Chicago, 1999, ps. 18-22.
14 CSJN-Fallos, 207:72. 15 CSJN-Fallos, 238:550; 244:521; 249:517, entre otros.
16 CSJN-Fallos, 248:700
17 Binder, Introducción al derecho procesal penal, ed. 2002, p. 115
18 Confr. Gustavo A. Herbel, “Derecho del imputado a revisar su condena”, Editorial Hammurabi, p. 312
19 Comité DD.HH. Informe 701/1996, “Gómez Vásquez v. España”, del 11/8/00, párr. 3.2, 10.2 y 11.1
20 Comité DD.HH., Informe 1007/2001, “Sineiro Fernández v. España”, del 7/8/03, 7 y 8; e Informe 701/1996, “Gómez Vásquez v. España”, del 11/8/00, párr. 11.1
21 Comité DD.HH, Informe 536/1993, “Perera v. Australia”, del 28/3/95, párrs. 4.4 y 6.4
22Comité DD.HH, Informe 579/1994, “Werenbek v. Australia”, del 9/5/97.
23
24 TEDH, “Suominen v. Finland” del 1/07/03, no37.801/97, párr. 34 (cf. cita 84, en Corte IDH, “Apitz”, del 5/8/08).
25 Los que siguen esta práctica son: Bégica, España, Irlanda, Noruega, Rusia y Suiza.
26 TEDH, “Haajianastassiou v. Grecia”, 12.945/87, párr. 33.
27 TEDH, “Boldea v. Rumania”, 19.997/02, párr. 30.
28 TEDH, “Salduz v. Turquía”, (GC) 36.391/02, párr. 54.
29 TEDH, “Papon v. Francia”, 54.210, ECHR 2001-XII
30 TEDH, “Göetkepe v. Bélgica”, 50.372/99, del 2/6/05, párrs. 28 y 29.
31 TEDH, “Taxquet v. Bélgica”, del 16/11/10.
32 La citada norma reza: “Derecho a un doble grado de jurisdicción en materia penal. 1. Toda persona declarada culpable de una infracción penal por un tribunal tiene derecho a que la declaración de culpabilidad o la condena sean examinados por un tribunal superior...”.
33 No debe confundirse esta práctica consistente en establecer preguntas que el jurado debe responder particularmente respecto de cada acusado y sobre el rol cumplido en cada hecho imputado, con la forma en que se debe valorar la prueba ventilada en el debate. Si estas últimas fueron indicativas sobre la decisión a adoptar, o peor aún, si aludieran a la prueba cargosa contra el imputado, el proceso se tornaría nulo por lesión a la garantía de juez imparcial; el magistrado técnico a cargo del control del debido proceso expresaría una postura que podría haber influido en el jurado.
34 La ley española de enjuiciamiento, prescribe el deber de motivar sentencias, especialmente las condenatorias, en tanto exige en éstas brindar las razones que llevan a cancelar el principio de inocencia (art. 70.2, LO 5/1995)
35 Ferrajoli, Derecho y Razón, Teoría del Garantismo Penal, 9o Ed., 2009, p. 543
36 Ferrajoli, Derecho y Razón, Teoría del Garantismo Penal, 9o Ed., 2009, p. 547 y siguiente
37 Cuando se habla de verdad de la acusación, es claro que hacemos referencia a una verdad relativa, como son todas las verdades científicas (sólo las metafísicas y religiosas pueden ser absolutas), pero siempre en el marco de una verdad que se corresponde con el mundo exterior (en el caso, el hecho histórico objeto del proceso), y no una concepción narrativista, que toma la prueba como herramienta de persuasión con función retórica, sino una verdad correspondencia en que la prueba opere como instrumento de conocimiento con finalidad epistemológica (confr. Taruffo, “Consideraciones sobre prueba y motivación”, en AA.VV., Consideraciones sobre la prueba, 2a de., 2010, p. 29 y ss. citado por Gustavo A. Herbel en su Obra Derecho del imputado a revisar su condena, Ed. Hammurabi, p. 356)
38 Damaska, Free prof and its detractors, en “American Journal of Comparative Law”, no43, p. 353 (cita de Taruffo, Simplemente la verdad, de. 2.010, pa. 214, nota 302, citado en Gustavo A. Herbel, Derecho del imputado a revisar su condena, Ed. Hammurabi, pag. 364)
39 Corte IDH, “Apitz v. Venezuela”, de 5/08/08.
40 En realidad, el número de jurados podría reducirse sustancialmente respecto del sistema cordobés (ocho legos y tres técnicos) o del modelo inglés (doce jurados populares); es perfectamente posible que, para una mayor operatividad del instituto, la integración de los tribunales escabinos se componga de tres ciudadanos y dos jueces técnicos, pero que sólo pueda arribarse a condena con un número mínimo de cuatro; de tal modo, siempre uno de los integrantes de la mayoría será un juez profesional, en quien recaerá la obligación de fundar el fallo. La absolución -cuya ausencia de motivos no compromete norma constitucional alguna- puede ser dictada por el sufragio coincidente en tal sentido de dos miembros del tribunal (puede pensarse en distinto número de integrantes u otras fórmulas de mayoría, confr. Gustavo A. Herbel, Derecho el imputado a revisar su condena, Ed. Hammurabi, pag. 377 y 378).