El Desafío Pendiente, ¿Reforma Política o Cambio Electoral?*(1)
Por Jorge R. Vanossi
Voy a partir de un presupuesto lógico, que relativiza todos mis dichos, pero coloca el tema fuera de todo dogmatismo. Sostenía el gran Karl Popper: "No es posible persuadir con el razonamiento a quien no se ha formado una opinión a través del razonamiento". Y es así, porque si no, no aparecerían tantos talibanes y fundamentalistas de toda laya.
Creo que los latinoamericanos en general y los argentinos corremos el riesgo de llenar bibliotecas. Recuerdo que en alguna muy importante del mundo, pude observar que el mayor quilate estaba dado por el problema del estudio del subdesarrollo en un determinado país.
Ese país, no obstante esta anécdota de hace veinticinco o treinta años, sigue siendo escasamente desarrollado y el que más bibliotecas llena. Tenemos que evitar que ocurra algo parecido respecto del tema electoral, porque no vamos a descubrir la pólvora.
Debates sobre el tema electoral, sobre la "reforma política", si se quiere hablar en un sentido más amplio, los ha habido para todos los gustos y todos los paladares. De modo que dentro del gran relativismo que rodea esta temática, tal como lo vienen observando los autores de derecho comparado de todas las democracias, sólo se puede abordar sabiendo que no hay verdades absolutas, no hay grandes certezas; y menos en la actualidad, cuando los psicólogos, con mucha gracia y precisión, definen al nuestro como el tiempo de "la quiebra de las certidumbres". No podemos pretender certidumbre en materia de régimen electoral o de partidos políticos; lo que sí podemos pretender es no reiterar o repetir errores que ya hemos experimentado. Con una palabra voy a remarcar el sentido que se debe tomar como faro orientador: experiencia; el valor de la experiencia en materia electoral. Ya Platón, el sabio, nos llamaba la atención: "Lo que digo no lo digo como hombre sabedor, sino buscando junto con vosotros". ¡Y así debe ser!
Nosotros añadimos: Es bueno que nos ocupemos de la materia electoral, porque no está de más reflexionar acerca de que el acto electoral es el único momento -desgraciadamente- en el cual en países como los nuestros todos somos iguales. En el momento en que se vota no hay diferencias; hasta un minuto antes de votar y a partir del minuto posterior resurgen las diferencias, porque lamentablemente hay grandes desigualdades que quiebran la libertad de acceso y disminuyen la igualdad de oportunidades como una nota esencial de las democracias sociales contemporáneas y del futuro. Entonces, ese instante de igualdad total en que vale lo mismo el voto de un multimillonario que el del ciruja que no tiene dónde dormir y qué comer, ese momento sagrado, hay que custodiarlo para que el axioma básico que es: un hombre o una mujer igual a un voto, se cumpla, se respete y esté efectivamente garantizado.
En este sentido, creo que la cuestión no pasa exclusivamente por el régimen electoral, sino además por el sistema de partidos políticos, del cual hasta hoy poco se ha hecho o cambiado. No creo que sea el tema de esta introducción, pero tengo el deber de incluirlo como una parte fundamental. Es obvio que por más que alcancemos el máximo ideal en materia electoral y de controles electorales, si no perfeccionamos el sistema de las estructuras necesarias e imprescindibles de intermediación, que son los partidos políticos -máxime cuando las reformas constitucionales prácticamente les dan el monopolio de la intermediación-, si no mejoramos la herramienta, el producto va a seguir ofreciendo muchas críticas o lamentaciones.
Recuerdo que fue Churchill, no en su frase tan remanida respecto de la democracia, sino a propósito de los partidos, quien decía que el sitio donde menos se practica la democracia suele ser aquel que corresponde al espacio ocupado por las herramientas imprescindibles para ejercerla, es decir, los partidos políticos. Si partimos de la premisa de Schumpeter, según el cual "la democracia es un sistema institucional para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha competitiva por el voto del pueblo"; pues entonces comprenderemos la trascendencia de la cuestión.
El problema está en los partidos políticos y no en el sistema electoral. Podemos tener el mejor sistema electoral, pero con ello no vamos a mejorar la calidad del Parlamento. Vamos a mejorar la calidad del Congreso o de la Legislatura cuando mejoremos la calidad de los partidos políticos. El error en este punto radica en que en nuestros países se ha creído siempre en un criterio puramente cuantitativo de los partidos políticos, relativo a su conformación; mientras que si observamos el desenvolvimiento de la partidocracia en aquellos países donde la calidad de vida política ha crecido considerablemente con el transcurso de los años, veremos que el criterio ha sido más cualitativo que cuantitativo.
Aquí nos llenamos la boca de orgullo diciendo que en el partido tal tenemos tres millones de afiliados, que en el partido cual tenemos otros tres millones, que fulano o zutano tienen medio millón o un millón y medio y sabemos que todo eso es "trucho", es macaneo, es para los ingenuos, porque los padrones se hicieron hace muchos años, por ejemplo en la Argentina en 1982, después de la guerra de las Malvinas: los muertos siguen figurando, hay algunos vivos que se hacen demasiado los vivos y hay otros vivos que no pueden actuar ni participar porque hábilmente se los proscribe o no tienen posibilidad de intervenir bajo las reglas de juego vigentes.
Respecto de los grandes partidos políticos de las democracias, puedo decir que muchos de ellos no llegan a los cien mil afiliados y gobiernan potencias mundiales. Me gustaría que alguien -que tenga una gran experiencia en derecho comparado- dijera si en Francia existe algún partido político que haya excedido en su membresía formal esa cantidad. Lo mismo puede comprobarse con los partidos políticos de Italia, España, Alemania; etc. Distinto era el caso del Laborista inglés, pero en tiempos en que su afiliación era solamente indirecta, o sea, a través de los sindicatos. Por su parte, en EE.UU., las estructuras partidarias están acotadas por el régimen de las llamadas elecciones primarias abiertas.
Entonces, tenemos que sincerar las cosas. En primer lugar, está claro que no existe un sistema electoral neutral. Esto ya ha sido dicho, de modo que no busquemos la pureza total. Todo sistema beneficia a algunos y perjudica a otros.
En segundo lugar, podemos decir que no hay sistema electoral infalible, porque se puede proponer un objetivo y también se ha dicho que luego se obtiene lo opuesto. Por ejemplo, la Ley Sáenz Peña se sancionó -además de brindar representación a las minorías- con el propósito de institucionalizar el bipartidismo. Nuestro país, desde hace muchos años, no es bipartidista o tiene un bipartidismo tan relativizado que se acerca más al pluripartidismo. Esto puede gustar o no, pero es un dato fotográfico de la realidad. Cuando la Ley Sáenz Peña fue derogada en los años sesenta, ya se había perdido el bipartidismo absoluto o total.
Además, debemos destacar que lo electoral es coyuntural. Por eso digo que todo esto es relativo, porque si se trata de un tema donde está permitido cambiar de opiniones, rectificarse, reconocer errores, recapacitar e intentar nuevas formulaciones, dentro del derecho constitucional o derecho público, lo que importa es el derecho electoral. Se trata de la experiencia viva y depende del estado de evolución, desarrollo y humor de la sociedad en un momento determinado.
Asimismo, quiero insistir respecto de la extremada precaución que debemos tener para adoptar las cosas que nos predican ciertos analistas y politólogos que, por lo general, están al servicio del establishment y no tienen en cuenta la necesidad de que el cuadro parlamentario sea el fiel reflejo de la voluntad popular.
Estoy totalmente en contra -y en esto somos muchos los que coincidimos- del voto uninominal por circunscripción, aunque la primera experiencia argentina, que fue muy breve, tuvo un rasgo positivo porque posibilitó la llegada del gran maestro, doctor Alfredo Palacios, como primer diputado socialista de América. Al poco tiempo los propios conservadores se asustaron y borraron el sistema.
La segunda experiencia, la recuerdo bien porque en esa época era adolescente y militante, se prestó al trazado caprichoso de las circunscripciones electorales (el gerrymandering) con la finalidad de "licuar" a la oposición que, con el mismo caudal de votos, bajó de 44 diputados a 12, y eso no fue bueno para el sistema, pues creó una sensación de asfixia. Los propios autores del sistema nunca más volvieron a insistir. Por ello, me place mucho escuchar las serenas opiniones de los grandes partidos respecto de que si bien podría beneficiarse cierto sector, ni siquiera dicho sector lo recomienda.
Considero que, por razones de psicología política, hay que mantener el sistema proporcional vigente, porque siempre está latente la tentación hegemónica. También podemos considerar que en algunos países está latente la tentación a la perpetuidad: el que está quiere quedarse, el que se fue quiere volver, y el que tiene un espacio político lo quiere agrandar. Está en la naturaleza del político acrecentar su espacio imaginario, pero el país no soporta más de ciertos límites. Las hegemonías han sido nefastas y las hemos pagado no con sudor y lágrimas sino con sangre, que es mucho peor, más costoso, y nadie quiere volver a ese tipo de experiencias.
Lo que sí hay que hacer es romper la contradicción fundamental que encierra diabólicamente al sistema, que es la lista bloqueada, bien llamada técnicamente de esa forma, aunque con frecuencia se la denomina erróneamente lista "sábana".
La lista bloqueada no da más. Todas las encuestas de opinión pública y todas las formas de captar el humor de la sociedad indican que el sistema está agotado; pero el sistema no se va a cambiar tan fácilmente, por la sencilla razón de que los que hacen las listas no quieren que el pueblo tenga la osadía y el atrevimiento de modificar en el cuarto oscuro esa oferta cerrada como un closet, como un container, que se le presenta en el momento de la votación. Y aquí viene la contradicción fundamental a la cual yo aludía: por un lado, nos llenamos la boca y agotamos la garganta predicando las formas de participación, el "participacionismo". Se escribe, se ensaya y se pronuncian discursos sobre las propuestas más avanzadas; pero en el acto básico y fundamental de participación, el sufragio, donde todos somos iguales, cuando hay que entrar al cuarto oscuro, tomar una boleta, ponerla tal como está, cerrarla en un sobre y colocarla en una urna: ése es un menú fijo, que no permite elegir platos diferentes. "¡Tómala o déjala!"
¿Saben cuántos países del mundo que tienen el sistema de representación proporcional D'Hondt -que, insisto, hay que mantener en países como la Argentina- conservan la lista bloqueada? Sólo dos. Todos los demás países han flexibilizado el sistema D'Hondt y algunos han llegado a extremos que no podemos ni soñar. Por ejemplo, en un par de países de origen anglosajón el votante entra al cuarto oscuro, encuentra una sola boleta donde están todos los candidatos por orden alfabético con la sigla y el emblema del partido respectivo, y marca con una cruz los que quiere; por lo general lleva la boleta preparada con las marcas que ha hecho luego de una meditación previa. Por otra razón importante creo que no debemos irnos del sistema D'Hondt, a fin de que nadie pueda tener una mayoría tan absoluta como para cambiar el sistema constitucional del país o los reglamentos de las cámaras, que suelen ser tan importantes como las leyes supremas del Estado.
La reforma constitucional argentina de 1994, toma dos precauciones al respecto: el inc. 3° del art. 99 prohíbe modificar el sistema electoral por decreto de necesidad y urgencia. Como ya estamos tan habituados a esto, se ha perdido el pudor y tenemos un porcentaje mucho mayor al que se reprochó a anteriores presidentes; ergo, hay que tener cuidado con que vaya a aparecer algún "edecán mental" que sugiera modificaciones por decreto de necesidad y urgencia, porque no se puede.
La segunda precaución está reflejada en el art. 77, recogido por la ley 24.430 -"el olvidado" que se les cayó el último día-, que exige una mayoría especial de votos en ambas cámaras para poder modificar el sistema electoral. Esto significa que hay que conseguir un gran consenso, hay que buscar el acuerdo sobre las reglas del juego, el agreement on fundamentals de los yankees, el acuerdo sobre las reglas del juego.
Considero que el pueblo está maduro, los que no estamos maduros somos los dirigentes; en esto discrepo parcialmente con algunos recalcitrantes. El pueblo de la Ciudad de Buenos Aires lo demostró en la primera elección de 1912, cuando la lista no era bloqueada -porque en la Argentina hubo lista desbloqueada desde 1912 hasta 1951-, eligiendo a Luis María Drago, que pertenecía a un partido que resultó cuarto. Pero Drago era nada menos que el gran canciller, bueno es recordarlo cuando se va a cumplir el centenario de su doctrina. Ahora estamos acogotados, resignados y rendidos ante la deuda externa, pero él no se rindió. Él señaló ante la faz del mundo que no podía haber cobro compulsivo de la deuda pública externa; el pueblo lo votó y resultó uno de los dos diputados más votados, junto con Vicente Gallo y el luego presidente Alvear.
En 1930 se llevó a cabo una elección entre los partidarios de Antonio Di Tomaso (PSI) y el yrigoyenismo, que ya estaba en crisis. Nicolás Repetto (PS) por su gran prestigio como hombre público, probo, transparente, fuera de toda sospecha, fue electo por la preferencia. Santiago Carlos Fassi, uno de los pocos diputados que apoyaban al presidente Ortiz para que volviera la pureza electoral al país y se interviniera a las provincias fraudulentas y violentas que manejaban los conservadores de aquella época, fue votado y electo diputado en 1938 no obstante que su partido (el Antipersonalista) estaba tercero o cuarto. Entonces, si el pueblo estuvo maduro en los años 1912, 1930 y 1938, ¿cómo no va a estar maduro hoy?
Rechazamos, pues, categóricamente, la oposición al desbloqueo de las listas sobre la base de los argumentos que dicen que el pueblo no está preparado, que se va a confundir o que es complicado; la gente ya no es tonta y no traga vidrios.
La gente conversa, la televisión y la radio llegan, y ni hablar de aquellos que tienen acceso a Internet o a otras cosas. A la gente en este momento no se le puede vender buzones de colores: quiere elegir, seleccionar, participar y ser protagonista. No podemos negar esto, porque si lo hacemos vamos a tener más indiferencia de la ya existente, más alejamiento del que ya hay, y más pérdida de "identidad" de la que ya tienen los partidos políticos. Debemos tener mucho cuidado con esto, ya que la pérdida de identidad trae aparejado el alejamiento de la pertenencia, constituyendo un gran vacío favorable a las situaciones de anomia, que creo que ninguno de nosotros quiere provocar. Nótese que en las últimas elecciones presidenciales de mi país, la sumatoria de los votos en blanco con los votos anulados y las abstenciones por inconcurrencia, arrojan un total de un hipotético tercer partido político argentino (sic). Esta grave situación de deslegitimación se ha acentuado notablemente con las elecciones legislativas del año 2001 (octubre).
En los párrafos finales, quiero expresar que no me convencen los sistemas electorales mixtos. No los veo fáciles de aplicar, al menos en la Argentina, desde que tenemos algunas provincias superpobladas y otras infrapobladas, lo cual forma parte de otro tema a tratar en otra oportunidad, que es el reemplazo de la ley del equilibrio por la ley de las equivalencias en el federalismo argentino, donde por vía de la regionalización tendremos que procurar, como quería Dorrego -y cito a un federal y no a un unitario-, unidades equivalentes entre sí, ya que si no el federalismo argentino es un "engañapichanga", como alguna vez expresara Félix Luna. La concepción folklórica del federalismo me trae a colación la severa advertencia de Edgar Allan Poe: "Si se mira demasiado fijo una estrella, se pierde de vista el firmamento".
El sistema mixto que predican también los politólogos del establishment se refiere al de Alemania, pero claro que este país tiene una Cámara de Diputados de más de 650 miembros y 90 millones de habitantes. Si en mi país habláramos de duplicar el número de integrantes de la Cámara de Diputados nos ahorcarían al salir a la ventana, ya que toda la sociedad -no sé si con o sin razón- clama por la disminución del llamado "gasto político". Como bien se sabe por todos, el verdadero gasto político es la corrupción y no el gasto de la política, ya que ésta es necesaria. De otro modo vamos a volver a la delegación gerencial que hizo la Argentina durante muchas décadas -y así le fue-, cuando se decía que la clase dirigente no se mete en política porque lleva mucho tiempo, hay reuniones de noche y trasnoche, es puerca, etcétera; y por eso entonces delegó en los militares, en los tecnócratas, en los empresarios, y en todas las entidades cuya finalidad no es gobernar, sino en todo caso influir, gravitar o defender sus intereses; pero no ocupar el poder. Por culpa de la desidia de la "clase dirigente" -o mal llamada dirigente- entregó el paquete del poder a quienes no tenían que ejercerlo, sino en todo caso controlar o gravitar respecto de él. Y si los cargos políticos no están retribuidos, pues entonces solamente los muy ricos, o los "esponsoreados" o los corruptos podrán acceder a ellos.
De modo entonces que no creo que sea fácil dividir al país en dos partes: por un lado, provincias grandes con un sistema electoral más perfeccionado y, por el otro, provincias chicas con un sistema electoral más primario. No me gusta, pero si se quiere probar, que se pruebe. Ya verán los "aprendices de brujo" las consecuencias.
Por otra parte, tengo mis serias reservas y dudas respecto de las llamadas elecciones primarias abiertas -que es otra aparente panacea- que presenta algunos pequeños inconvenientes que deseo señalar. Por lo pronto, hay que leer en profundidad la opinión de los autores americanos que tienen muchas experiencias para analizar y que llegan al convencimiento de que, para los cargos legislativos -tanto del orden federal como estadual-, ese tipo de sistema no ha servido para mejorar la calidad de las listas. Sí, en cambio, puede ser útil para la selección de los candidatos presidenciales, que sería un ensayo a realizar, pero siempre y cuando la elección primaria abierta sea en serio y no a la criolla, es decir, debe realizarse el mismo día y para todos los partidos, con el mismo padrón y con las mismas autoridades. No sea que los de un partido vayan a votar por el peor precandidato del otro partido para "reventarlo", cosa que ya ha ocurrido. Y hay otros partidos -no voy a dar nombres-que ni siquiera han podido dar las cifras finales veraces del escrutinio de sus primarias abiertas porque tuvieron menos votantes que afiliados. O sea que lo de "primarias y abiertas" parece un eufemismo. Pero el argumento de fondo es de actualidad. Si practicáramos la elección primaria abierta para todos los cargos significaría, lisa y llanamente, la duplicación del gasto político; y ello es así porque hay que hacer dos elecciones completas ante todo el electorado: el doble en publicidad, televisión, radio, afiches, viajes, hoteles, mesas redondas, alquiler de locales, movilizaciones de dirigentes; todo el doble, y el país no está en condiciones de soportar eso. Entonces, creo que lo mejor es empezar por el ABC: tenemos que mejorar nuestros partidos, o de lo contrario pueden seguir siendo "más de lo mismo". Entre el gatopardismo del príncipe de Lampedusa y la sentencia de Lavoisier, opto por el mayor margen que nos concede la segunda: "Nada se pierde, todo se transforma". ¿Con los partidos acontecerá lo mismo? ¿O caerá sobre ellos la maldición que Charles Peguy dirigió a las civilizaciones?: "También son mortales...".
Debo confesarles mi experiencia: desde mi edad más temprana he estado actuando internamente en distintos movimientos de mi partido político (UCR). He ido cambiando según el curso de los acontecimientos históricos, y con las nuevas generaciones que venían empujando formábamos nuevas corrientes internas. Todos nuestros partidos están en lo que los italianos llamaban la corriente-cracía, es decir, más que una demo-cracía una corriente-cracía, como era el Uruguay con la ley de lemas.
En definitiva, ¿saben qué descubrí? Cada vez que me ilusionaba con algo -porque hay que tener lo que Ortega y Gasset llama la idea de futuridad, es decir que hay que tener una ilusión y avizorar un país, lo que ahora y bajo la crisis casi terminal, ningún argentino vivencia; pero hay que hacerlo para poder vivir, si no es un suicidio colectivo-, al cabo de los años me encontraba con que estaba metido no en más de lo mismo, sino en "peor de lo mismo". Y eso lleva al desánimo y a la confusión, pues bien advertía el escritor Saúl Bellow que "cuando la necesidad de ilusión es profunda, una gran cantidad de inteligencia puede ser empleada en no comprender nada".(2)
De modo que el pueblo hace el siguiente cálculo: los partidos políticos, del ciento por ciento de su energía política vuelcan el ochenta por ciento a la política agonal del internismo, que se transforma en un autismo o masturbación; y el ya fatigado veinte por ciento restante queda para la política arquitectónica que es lo que Santo Tomás hace muchos siglos llamó procurar el bien común, el interés general o el bienestar general del que habla nuestro sabio preámbulo de la Constitución Nacional. Entonces, pues, creo que hay que empezar a tomar el toro por las astas, y reconocer que el mal lo tenemos dentro de los partidos; esa perversión o desviación del sistema que no está tanto en las normas, sino en los comportamientos y en las conductas.
En este sentido, recuerdo una anécdota de un ex presidente al que le llevaron un elaboradísimo dictamen -sobre todos estos temas, preparado por una muy sabia comisión-, y él señaló: "¿Pero señores, con el trabajo que nos cuesta hacer “la trenza” y armar la lista y que la camándula quede perfeccionada, vamos a permitir que se deshaga, y se evapore en el acto del comicio?". Fue sincero, pero esa "sinceridad" es muy depresiva.
No nos alarme entonces que la juventud se vaya a la búsqueda de otros ámbitos y de otras voces (como diría Truman Capote) y así, coincidiendo con sus propuestas, los jóvenes ingresen a las ONG o a Cáritas, porque ahí no se roba, a la Liga Argentina de Lucha contra el Cáncer, porque ahí no se trampea; es decir, a las mil entidades religiosas y laicas que tienen un mínimo de transparencia asegurada.
No se trata sólo de crear nuevos órganos de hipertrofia de mecanismos de control -ya hay muchos-; y la Constitución reformada ha constitucionalizado algunos y ha creado otros; hay casi una exageración de órganos de control y nadie sabe "quién controla al control", porque también hay corrupción en los órganos de control. Los supuestos controlantes son "más de lo mismo" que los pretendidos controlados. No hay diferencia entre ellos. No busquemos otras causas en nuestros fracasos. Es tan claro, que lo marcó el poeta Fernando Pessoa: "Porque el único sentido oculto de las cosas, es que no tienen ningún sentido oculto".
Lo que falla en algunos de nuestros países es el principio republicano de la responsabilidad. La gente quiere ver culpables sancionados y también responsables inhabilitados. En este tema los norteamericanos, a la larga, lo consiguieron: por eso es que en los Estados Unidos los juicios contra el Estado no están caratulados en abstracto, por ejemplo García contra el Estado nacional o García contra Arizona, sino con el nombre del funcionario que cometió la "barrabasada". ¿Qué es lo que sucede aquí? Diez años después la Corte Suprema resuelve que hay que condenar al Estado a pagar diez millones de dólares por una medida o resolución mal hecha emanada de un órgano gubernamental, y nadie sabe quién fue diez años antes el presidente del Banco Central que fue culpable de eso; y lo pagamos todos con las contribuciones, porque la plata sale del presupuesto que es aprobado por los representantes del pueblo y pagado por el pueblo.
Entonces, Montesquieu tenía razón: el problema no está en la levedad de las penas -los que quieren garrote-, sino en que ellas no se aplican, y lo que la sociedad reclama es ejemplaridad; es decir, comportamientos y conductas a la altura de las circunstancias. Nada mejor que lo expresado hace unos meses por los obispos -lo suscribo enteramente-: "Los argentinos esperan algo inédito". Y hace algunos días, más enérgica fue la requisitoria, cuando se dolieron por la falta de renunciamientos entre las dirigencias anquilosadas.
Bien advertía, mucho tiempo antes, Francis Bacon: "El que quiere no pensar es un fanático; el que no puede pensar es un idiota; y el que no osa pensar, es un cobarde". Recordatorio final: esto lo expresó Bacon, para quien no cabía duda de que "el pensamiento es poder". Sepamos aplicar ese poder, pues nos estamos acercando al instante en que, traspuesto ese momento, después será demasiado tarde. ¡Evitemos la frustración! Hay que afrontar el desafio, no hay que evadirse; pues bien advierte un autor: "Quien dice que la ausencia causa olvido, merece ser por todos olvidado" (Juan Boscan).
Nota:
* Artículo publicado en la Revista del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires Nº 62, Tomo I, págs. 21/30
(1) Comunicación en sesión privada de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, el 24 de abril de 2002. (2) Gerusalemme, andate e ritorno.
© Copyright: Revista del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires |