Selectividad, discriminación y violencia
A propósito de cuatro importantes libros sobre la situación de los afroestadounidenses y con el objetivo de pensar en quienes ven vulnerados sus derechos elementales en nuestro país
Por Gabriel Ignacio Anitua (UBA/UNPaz) [1]
En este artículo (en rigor de verdad, motivado por el comentario a los libros que se citan), se dará cuenta de herramientas que estimo indispensables para entender una realidad de otro hemisferio, una terrible realidad que está cruzada por el racismo, el clasismo y también el punitivismo.
Precisamente, por analizar esos componentes, es que creo que resultan indispensables también para otorgar luz sobre lo que pasa en nuestro mundo más cercano, en el que el lugar de los afrodescendientes es ocupado por los descendientes de los pueblos originarios, ya argentinos, ya inmigrantes, de países vecinos, y cuyas discriminaciones y castigos entroncan con los viejos prejuicios del potente imaginario excluyente argentino hacia los “cabecitas negras”; aumentado en el contexto en que la supuesta clase media ya no se adscribe por su situación socioeconómica o educativa, sino “simplemente” por aparecer como enfrentada a los “delincuentes”, que tienen un perfil reposado en los viejos y mantenidos prejuicios raciales.
Ya volveré sobre eso más adelante. Por ahora, comentaré esos importantes insumos intelectuales publicados originalmente en los Estados Unidos.
Se trata de cuatro libros, escritos principalmente por mujeres. Tres de ellos son de autoría femenina con distintas formaciones: una periodista, una jurista y una activista todo terreno (también, son mujeres las autoras de las excelentes traducciones). El otro, compilado por el argentino Ezequiel Gatto, está compuesto por distintos tipos de expertos, pero también por interesantes productos elaborados por los mismos activistas y artistas que ayudan, así, a pensar las nuevas estrategias de “supervivencia” del mismo sector discriminado.
Como se observará en todos estos libros, los dos fenómenos más crudos del aumento de violencia social impactan del mismo modo, sesgado, sobre los grupos más vulnerables de los Estados Unidos, los constituidos por los negros pobres. Me refiero al de ser víctimas de delitos violentos y también al de ser considerados victimarios y por tanto, a su vez, victimizados por el sistema penal.
El primero de estos es el libro de Jill Leovy, Muerte en el gueto. Una epidemia de homicidios en EE.UU. Traducido por Ethel Odriozola y Marta Malo, fue publicado en Madrid, por la editorial Capitán Swing, en el año 2017.
La australiana Jill Leovy, periodista en Los Angeles Times desde 1993, se destacó como especialista policial, cubriendo los homicidios californianos (lo que le valió el Premio Pulitzer de Noticias de Última Hora en 1998, por su cobertura del caso del tirador de North Hollywood).
Cuando en 2007, Leovy creó el blog Informe de Homicidios (Homicide Report, homicide.latimes.com), que registra cada homicidio perpetrado en el condado de Los Ángeles, se encontró con que un promedio de tres personas al día son asesinadas; y la mayoría, muere de forma anónima. Sus muertes no dan para grandes titulares y reportajes como otros crímenes más mediáticos, que suscitan mayor interés para la Policía y los medios de comunicación, como los tiroteos en escuelas. En su libro Muerte en el gueto, Leovy examina a fondo la impunidad en los asesinatos entre la población afroamericana, centrándose en un caso real de homicidio en la ciudad de Los Ángeles.
El libro oscila así entre los datos y ese caso, el del asesinato del joven Bryant Tennelle, que ejemplifica en gran medida lo que ella denuncia.
En 2007, Leovy dio cuenta de los 845 homicidios que tuvieron lugar en el condado de Los Ángeles ese año; y descubrió lo difícil que es intentar hacer “Una historia para cada víctima”, puesto que son mayoritariamente sucesos en que no solo reina la impunidad, la ausencia de investigación policial y el anonimato. Sin ser necesariamente las motivaciones, los aspectos raciales surgieron inevitablemente por la gran cantidad de víctimas pobres y afrodescendientes. Tan relevante es ello que, según la autora, en 2013, los negros (que son el 8 por ciento de los residentes del condado) representaron el 32 por ciento de las víctimas de homicidios. De acuerdo a esos datos y a su trabajo dentro de la Policía de Los Angeles, nos describe que el 83 por ciento de esas muertes violentas de negros ocurre a manos de otro negro, es decir que hay una “privatización” de la violencia al interior de la comunidad deteriorada. Pero también, con esa experiencia, Leovy destaca la creciente y desproporcionada violencia policial hacia esta comunidad negra. Muerte en el gueto realiza así también un trabajo cualitativo, tanto sobre la comunidad de los inspectores de Policía, como de la victimizada por ella, y que así ve retroalimentada la lógica de la violencia. Leovy describe las calles, las familias, el pueblo todo que es degradado con ese aumento de homicidios, de homicidas y de víctimas, al mismo tiempo que controles policiales y la estigmatización de la pena.
Respecto a lo primero, se denuncia que el racismo y discriminación han forzado la violencia y la autorregulación de la violencia en una comunidad en la cual las peleas, tiroteos y finalmente homicidios suelen desencadenarse por los motivos más banales.
De la misma forma en que ello sucede en nuestras villas miserias y barrios más carenciados, cualquier falta a los “códigos” desemboca en la violencia, que siempre es actual o actualizable. Las peleas por cuestiones materiales que tienden a ser “apropiables” (el territorio, las drogas, armas, o mujeres) y se siente que su “apropiación” por el otro debe ser “castigada”; ello culmina en “hobbesianos” ciclos de venganza, que en algún momento desembocan en el homicidio, a veces, en persona, del que solo estaba en el lugar equivocado.
Cito indirectamente a Hobbes, puesto que la tesis de Leovy, en gran medida, lo es, ya que al decir que: “allí donde el sistema de justicia penal no reacciona con firmeza ante los heridos y los muertos por violencia, el homicidio se hace endémico”, no hace sino reclamar la intervención del Estado.
Y ello remite no solo a la intervención policial, ya que Leovy denuncia que los negros de Estados Unidos han vivido durante demasiado tiempo desprotegidos y a la deriva por un Estado ausente, lo que inevitablemente ha llevado a muchos de ellos, sobre todo jóvenes sin horizonte, a llenar con sus propios protocolos el vacío de la autoridad legítima. “Las bandas son la consecuencia de la falta de imperio de la ley, no su causa. La violencia se convierte en ley”. Y todo ello, en medio de la indiferencia del resto de la comunidad, sobre todo de los blancos, y de la desidia política, porque “la muerte de negros no es noticia”. Y esta es la gran constatación documentada en el libro: la mayoría de los muertos son negros; y por eso, no resultan relevantes para la opinión publicada.
Por el otro lado, también aparece en el libro la violencia estatal, revelada en lo que pasa en lo policial. Pero ello aun cuando la periodista de policiales que es Leovy no deja de tomar el punto de vista de los policías, de simpatizar con ellos. Esa otra “subcultura” es analizada así desde cierta comprensión a quienes quieren y sobre todo, tienen que hacer algo. Como también suelen hacer esta especie de periodistas, elogia en ellos su voluntad de investigar minuciosamente los crímenes para conducir a los culpables ante el juez, aun cuando a nadie más le importe. Pero así y todo, se “resuelve” la mitad de los casos. El caso que sí se resuelve y al que se dedican ingentes recursos estatales para eso es el que le da al libro una trama más humana. Es el caso del asesinato del hijo de un policía, que es negro, y que por compromiso hacia su comunidad, decidió vivir en un barrio negro, al contrario que la mayoría de sus compañeros, que optaban por zonas residenciales de las afueras. El seguimiento de esta investigación, desde la búsqueda de testigos y pruebas, hasta el interrogatorio de los sospechosos y el desarrollo del juicio resulta casi una revelación por la humanidad de los personajes. El hijo asesinado del policía Wallace Tennelle se llamaba Bryant y tenía 18 años. Era un buen chico. Lo que le mató fue ser negro o medio negro, ya que su madre era costarricense. El detective que se ocupó de su caso, tras pasar infructuosamente por otras manos, el héroe de Muerte en el gueto, se llama John Skaggs; y para Leovy, se resuelve satisfactoriamente porque logra dar con los dos asesinos (negros) y ellos fueron, además, condenados a cadena perpetua. Ellos no van a salir, se apunta. Y ello porque también se menciona, al pasar, que la cárcel está cada vez más poblada de negros que, cuando salen, más cargados de violencia, vuelven al gueto negro.
Este libro resulta interesante que se lea junto con otro libro recientemente publicado en 2016 en Buenos Aires por la editorial Tinta Limón, y presentado por Ezequiel Gatto (compilador), Nuevo activismo negro. Lecturas y estrategias contra el racismo en Estados Unidos. Escriben allí: Michelle Alexander, Keenga-Yamahtta Taylor, Darryl Pinckney, Adam Hudson, Denzel Smith, Davey D., Joy James, D´Juan Hopewell, Terrel Jermaine Starr, Liz Mason-Deese, BlackOUT Collective, Alicia Garza, Alissa Figueroa, Black Youth Project 100, Jules Bentley, Black Lives Matter, Movementfor Black Lives. La traducción estuvo a cargo de Patricio Orellana, Marcos Del Cogliano, Lucía T. Fernández y Ezequiel Gatto.
También, comienza Gatto la introducción con el caso de Trayvon Martin, el joven afroestadounidense de 17 años asesinado en Florida, y con los efectos de la absolución dictada a su matador. Toda esa violencia de la que son víctimas, invisibilizada o impune, así como la que el propio poder penal despliega sobre los negros estadounidenses, es analizada por distintos educadores, juristas, periodistas y, especialmente, miembros de los colectivos afroestadounidenses en este libro. Así se permite pensar en forma conglobada esa terrible realidad; y también, pensar futuros diferentes.
La muy interesante introducción de Gatto (joven doctor en Ciencias Sociales rosarino, que desea la abolición del fútbol, pero solo después de que Central sea campeón) se relaciona con el artículo de Alexander (que es un capítulo del libro que comentaré más adelante), con el de Taylor y con el de Pickney. Los cuatro trabajos sirven para reconstruir una “genealogía” de esa actual cara de la continuada dominación racial -y sus resistencias-, desde los tiempos de la esclavitud, pasando por la denominada legislación del “Jim Crow” y la nueva segregación que enfrentaron, tanto los movimientos de derechos civiles, como los reclamos de los sesenta y setenta, como los de más candente actualidad. Me pareció especialmente oportuno el largo apunte que realiza para informarnos sobre la importancia estructural de las colectividades negras migradas a las grandes ciudades y su poder específico, alcanzado justamente cuando eran reconocidas como parte del sistema productivo y especialmente de consumo. Ese momento se entronca con las estrategias de reclamos de derechos y la puesta en crisis del sistema de exclusión, que sería reemplazado, a la vez que caía el sistema del “bienestar” y ese empoderamiento negro, por el de la exclusión legal, que tiene su centro en la Policía y la cárcel. Eso requiere de nuevas estrategias de resistencia.
Esto último aparece, en mayor medida, analizado por la segunda parte del libro, compuesto por breves intervenciones de urgencia sobre y desde ese “nuevo activismo negro”, sus necesidades y derechos. La última parte se integra con documentos y entrevistas a esos luchadores por el Derecho y por los derechos de estas personas que solo observan en las prácticas jurídicas nuevas y más profundas fuentes de discriminación.
Es en este punto, donde resulta oportuno mencionar otro libro publicado por la excelente editorial de Madrid, Capitán Swing (que publica también el de Leovy).
Se trata de El color de la justicia. La nueva segregación racial en Estados Unidos, traducido por Carmen Valle y Ethel Odriozola, y publicado en 2016.
La brillante jurista estadounidense Michelle Alexander es su autora. Actualmente, es profesora de Derecho en la Universidad estatal de Ohio, pero antes fue asistente del Juez Harrry A. Blackmun del Tribunal Supremo de EE.UU., y del Juez A. Mikva en el Distrito de Columbia. Luego, se destacó como defensora de derechos humanos y militante; especialmente, como Directora del Proyecto de Justicia Racial de la importante asociación ACLU en California (desde allí, promocionó una campaña nacional contra las detenciones por perfiles raciales). Después de esa destacada actuación legal, se dedicó al campo académico y fue desde su puesto en la Universidad de Stanford, donde se destacó por sus agudas sugerencias sobre el sistema de justicia penal como el nuevo mecanismo de segregación racial estadounidense.
Precisamente, es ello lo que relata en El color de la justicia, que para justificarlo da cuenta también, de esa desproporcionada población de las cárceles estadounidenses con afrodescendientes. Esa desproporción, que puede predicarse en otros lugares con otros grupos desaventajados, resulta más sangrante dado el fenómeno paralelo del encarcelamiento masivo en los Estados Unidos.
Como ya había observado hace unos cuarenta años Thorstein Sellin, en Slavery and the Penal System, existe una relación entre el fin de la esclavitud y la aparición de las respuestas penales, en particular la privativa de la libertad.
En el caso estadounidense, la obra de Alexander demuestra la continuidad del sistema racista y excluyente de los afrodescendientes entre el paso por la esclavitud; luego, el régimen de la segregación denominado del “Jim Crow” y a partir del pleno reconocimiento de derechos civiles y políticos el régimen penal y del hiperencarcelamiento. Que el racismo ahora no sea explícito no significa que no exista. Su supuesta “invisibilización” tiene que ver con una “ceguera” conveniente para la tradicional dominación racial, que así se reproduce e incluso aumenta.
En lo que hace a los fenómenos vinculados con la victimización y con la victimización del sistema pena, Alexander realiza profusas referencias empíricas y proporciona ejemplos reales que permiten comprender cómo el sistema penal opera aumentando dicha discriminación racial en los últimos treinta años.
Analiza especialmente el efecto más visible de esa discriminación, que es el uso abusivo de la prisión, en la que viven actualmente más de dos millones de norteamericanos, seleccionados con criterios raciales y sociales.
Alexander nos recuerda que el encarcelamiento masivo sin precedentes en la historia democrática norteamericana, significa para los afrodescendientes pobres, no una sociedad con cárceles, sino la primera sociedad carcelaria. Sin embargo, la autora no limita el control racial por parte del sistema penal al mero encarcelamiento. La cárcel no se agota con el encierro. Tras el cumplimiento de la pena, la segregación se mantiene como un estigma legal, que significa la separación, incluso de por vida, de los excondenados, a quienes se les priva de sus derechos políticos más esenciales, como el voto, la posibilidad de ser jurados, la vivienda social, becas de estudio, y en definitiva, todo el plexo de derechos civiles, políticos y sociales que se prometían en el Estado social para una auténtica integración.
El sistema de justicia penal no solo está sesgado por la discriminación racial sino que está destinado, precisamente, a reproducirla y a ampliarla. Dice la autora que “el encarcelamiento masivo en los Estados Unidos emergió como un sistema de control social racializado increíblemente amplio y bien disimulado”. Como los antiguos sistemas discriminatorios, se dirige a la persona selectivamente atrapada en sus redes y también, a la familia del condenado.
Al igual que el “Jim Crow” y antes, la esclavitud, “el encarcelamiento masivo funciona como un sistema estrechamente conectado por una red de leyes políticas, costumbres e instituciones que operan en conjunto para asegurar la condición de subordinación de un grupo, definido en gran medida por la raza”. Y ello se hace a través del contacto con las instituciones penales y el estigma comunicacional y legal.
Al igual que los antiguos sistemas racistas, el actual se enfrenta al problema de su negación. La negación de esas funciones por parte de la mayoría de los estadounidenses limita las oportunidades para una acción colectiva que sea verdaderamente transformadora. Ese daltonismo se vincula con la previa existencia y con la posterior mantención de los estereotipos raciales. Ese ese daltonismo selectivo el que logra disimular la discriminación racial de un sistema penal, que impone como sinónimos la palabra “delincuente” y “negro pobre”.
La autora da cuenta de la selectividad de la fiscalía y la Policía y así, de todo el sistema penal, especialmente en las últimas décadas marcadas por la “guerra al delito” y en especial, la “guerra contra la droga”.
El “sistema racial de castas” está conformado por la cárcel y por el estigma individual y colectivo, que conforma una nueva clase inferior que será controlada y discriminada legalmente para siempre. Según Michelle Alexander, terminar con este sistema es complejo y no bastan unas cuantas reformas. Para esto, habría que tomar varias medidas. Se deben revocar todos los incentivos económicos que se conceden a la Policía para detener a personas por delitos de drogas. Asimismo, deben terminarse las subvenciones federales para las brigadas especiales; hay que abolir las leyes de confiscación; el uso de perfiles raciales; se debe terminar con la concentración de redadas antidrogas en los barrios pobres negros; se debe parar la transferencia de equipos militares y ayuda a los cuerpos de Policía local; modificar la legislación, eliminando las leyes de condenas obligatorias; debería legalizarse la marihuana y el problema de la adicción debe tratarse como un tema de salud pública y no pretender resolverlo con el sistema de justicia penal, etcétera. Especialmente, se debe producir un cambio cultural que de una vez perciba a la discriminación racial como un problema.
El libro está dirigido, tanto para los que no se han percatado de este moderno mecanismo de discriminación, como para los que sí lo observan, pero necesitan datos y herramientas para combatirlo. El capítulo seis reflexiona sobre lo que significa para los defensores de derechos civiles reconocer la existencia de este “nuevo Jim Crow”. Especialmente importante es, para ella y para su prologuista Cornel West, que también se enfrenten eficazmente a este los colectivos y asociaciones de negros o afroestadounidenses.
Ese cambio se relaciona con las acciones que se perciben en el anterior libro comentado, pero también con las resistencias existentes en forma previa. En especial, me parece importante recordar aquellas de la luchadora que se percató de los peligros que significaba el uso de la prisión, incluso antes de que se hiciese el uso abusivo de los últimos años.
Ese nexo entre la esclavitud y la prisión de los afroestadounidenses, a la vez que los círculos de discriminación que afectan especialmente a los pobres y negros cuando son mujeres, está en la base del abolicionismo penal de Angela Y. Davis.
Esta destacada profesora es la autora de Democracia de la abolición; prisiones, racismo y violencia, traducido por de Irene Fortea, y publicado en Madrid, por la editorial Trotta, en 2016.
No parece necesario recordar al lector quién es esta activista, filósofa y política, actualmente, profesora del Departamento de “Historia de la Conciencia” en la Universidad de California en Santa Cruz. La misma universidad que la expulsara en 1969 por aparecer vinculada al partido Comunista y a las “Panteras negras”, lo que también le valió su detención y un juicio del que resultó absuelta. Sus obras, especialmente desde la aparición en 1981 de Mujeres, Raza y Clase (en castellano, traducido en Akal, 2004) son de consulta obligada para las investigaciones con perspectiva de género y criminológicas en general.
Es por eso que también es de celebrar la reciente publicación en castellano de Democracia de la abolición; prisiones, racismo y violencia, publicado con un muy interesante estudio introductorio de Eduardo Mendieta.
Se disecciona allí “el sistema industrial-penitenciario” con escritos publicados en forma de libro por Angela Yvonne Davis entre 2003 y 2005. Estos son: “¿Están las prisiones obsoletas?” y “La democracia de la abolición: más allá del imperio, las prisiones y la tortura”. Luego, aparecen distintas entrevistas en las que se profundiza en las relaciones entre racismo, clasismo y sexismo, a partir de los análisis realizados sobre la función de la cárcel como dispositivo de control y represión social, así como de acumulación del capital en las sociedades globalizadas. No solamente se analiza el sistema de los Estados Unidos, sino que se relaciona con el aumento de las torturas en todo el mundo (con el ejemplo de Abu Ghraib), así como la represión de los migrantes y el aumento de mujeres encarceladas. También, se da cuenta del uso simbólico de la prisión, que parece justificar estos males sociales como si fuesen fallas individuales de las mismas víctimas del sistema.
A la ya vista, en la obra de Alexander, relación entre los antiguos sistemas discriminatorios y el actualmente organizado con la centralidad de la prisión, Angela Davis le aduna la relación estructural entre los procesos de acumulación del capital y la dimensión racista de ese sistema industrial-penitenciario. Las categorías de raza y género no dependen solo de la exclusión social, sino que son dimensiones esenciales de aquellos grupos humanos que ya no solo ocuparán un lugar subalterno, sino que se aproximan a la categoría de lo desechable. Todo ello se vincula con las formas de ejercicio del poder y de la violencia, que afectan especialmente a determinados sectores. Dice Angela Davis que: “Para las mujeres, la continuidad en el trato que reciben en el mundo libre y en el universo penitenciario es más complicada incluso, ya que también se enfrentan a formas de violencia en las prisiones a las que se han tenido que enfrentar en sus hogares y en sus relaciones íntimas. Diversos estudios sobe cárceles femeninas en todo el mundo señalan que el abuso sexual es una forma de castigo permanente, aunque desconocido, al que se somete habitualmente a la inmensa mayoría de las mujeres encarceladas”. Por ello, observa una continuidad entre los abusos sexuales y los femicidios, que forman parte de ese continuum punitivo contra las mujeres.
Contra todo ello, su propuesta criminológica y política abolicionista está más vigente que nunca y, para empezar, brinda estrategias para reducir en todo el mundo el número de presos; lo que irá de la mano de la reducción de la violencia global tanto con integración social como con imaginación criminológica.
Esa invitación es plenamente aplicable y de buen recibo en nuestro margen. Y los libros que he comentado entiendo son un insumo fundamental para aplicar como sugerencia sobre nuestros racismos y nuestros individuos y grupos especialmente vulnerados en sus derechos, por las violencias sistemáticamente negadas y aplicadas por sistemas de justicia penal igualmente discriminatorios. Lo son igualmente en la Argentina que en Estados Unidos, pues son igualmente selectivos.
La clave del funcionamiento de nuestro sistema penal es la selectividad, que produce así más y peores vulnerabilidades. Tal selectividad afecta al caso puntual, concreto, pero además afecta de manera estructural al sistema social, profundizando las desigualdades que permiten el propio actuar del sistema penal.
También, en nuestro país, nos afecta el problema del sobreencarcelamiento, pues en los últimos años, Argentina está entre los países, todos latinoamericanos, que encarcelan más y en mayor velocidad. Y una diferencia importante, con respecto al previo proceso estadounidense, es que ese crecimiento se hace aún más rápido que el de por sí veloz proceso de construcción de nuevas cárceles (que implica usualmente grandes negociados). Ello repercute en sistemas que se encuentran sobrepoblados y cuya negación del racismo es aún mayor, por ni siquiera registrarse que sus habitantes son parte de esos grupos de jóvenes y pobres que viven en las villas miserias, que constituyen nuestros “guettos”. Casi todos son identificados por esos núcleos sociales de clase media “blanca” y que conforman los principales miembros de los órganos judiciales y mediáticos, como “cabecitas negras”, o de alguna forma, discriminados por un tipo de perfil social y hasta político, en muchos casos.
Estos individuos son quienes principalmente son víctimas de la violencia criminal, y más en concreto de la muerte, de cuyas causas poco podemos decir por la ausencia de investigaciones concretas.
La importancia de estas investigaciones, a pesar de las críticas que se les puedan efectuar, es que pueden inspirar “buenas prácticas”. Algunas de estas podrían ser consideradas, como por ejemplo las llevadas adelante en algunas regiones para disminuir el número de muertes por la conducción de automotores (que es la mayor causa con diferencia) o las muertes contra mujeres y niños, etcétera.
Lo cierto es que una buena información podría reducir algunos daños de esas mismas políticas que se justifican con la “lucha” por la erradicación del delito, y que con su violencia, no hacen sino exponenciar las otras posibles causas.
Así, el sistema penal y la política criminal, en todos los sentidos del término, se convierten también en una muy importante causa de muertes. El principal exponente de ello es la violencia de la llamada “guerra a las drogas” o “guerra al delito”. Estas expresiones bélicas han ido transformando la zona de hábitat de los grupos vulnerables, precisamente en un campo de guerra, en el que naturalmente habrá más muertos. Y esos muertos son los más vulnerables.
En ocasiones, la misma actividad estatal es la que realiza las acciones mortales. Lo hace en diversas modalidades, como escuadrones de la muerte, desapariciones forzadas, ejecuciones sin proceso, gatillo fácil, torturas en cárceles y sedes policiales, etcétera, que forman parte de una “violencia institucional”, claramente sesgada contra el perfil de joven, pobre e inmigrante o “cabecita negra”.
Pero usualmente, esas muertes resultan “tercerizadas” en otros grupos que son, al menos, tolerados por esas acciones (con base machista, de organización del territorio, etc.). Estas muertes, como decía, resultan de alguna manera “tercerizadas” por parte del sistema penal. Sus autores son otros sujetos vulnerables, en conflictos interindividuales (en los que el alcohol y las drogas, junto a la tenencia de armas, resultan determinantes), o como parte de los mismos negocios de la droga y el encubrimiento del delito patrimonial, cuyas bandas o agrupaciones organizativas tienen relaciones con las fuerzas policiales.
Insisto en dar cuenta de una categoría como la de la “vulnerabilidad” (y no solamente de individuos vulnerados en el ejercicio de sus derechos), pues en el caso, hay sujetos especialmente vulnerables, entre otras cosas a la muerte.
Los muertos son pobres y se concentran en villas miserias o asentamientos precarios, donde esos muertos resultan especialmente invisibles. En efecto, los homicidios allí cometidos son los que presentan los porcentajes más altos de no esclarecimiento e impunidad. Más allá de los índices, de las muchas muertes o las relativamente pocas, todas esas muertes se concentran en los barrios pobres y son caracterizadas por la impunidad.
Zaffaroni llama a esta sumatoria de muertes de sujetos vulnerables, “genocidio por goteo”; y lo explica principalmente por la incidencia de la economía delictiva, especialmente la creada por la prohibición de la cocaína.
El profesor Zaffaroni, a quien seguimos en casi todo, fue un pionero al dar cuenta de ese componente racista del fenómeno del hiperencarcelamiento estadounidense, en el brillante prólogo al gran libro de Nils Christie La industria del control del delito (Buenos Aires, del Puerto, 1994). Pero allí, entiendo que con infundada confianza, señalaba que ese fenómeno del encarcelamiento masivo difícilmente podría llevarse adelante en nuestros países, en los cuales o bien no había ese racismo o los grupos discriminados resultan mayoritarios.
Lamentablemente, el presente nacional y regional nos obliga a prestar atención al uso discriminador de la violencia y del sistema de justicia penal estadounidense, dada la llegada de ese hiperencarcelamiento, así como también la renovada justificación racista de esos exponentes del jauretcheano “medio pelo”, que actúan desde los medios de comunicación, la política, y también, el sistema de justicia penal.
Una buena reflexión criminológica sobre esos textos producidos en otros contextos, parece muy necesaria.
En cualquier caso, la agenda de la Criminología crítica debería incluir, en un lugar privilegiado, el análisis de quienes son los que sufren las violencias que el sistema penal no evita, así como las que provoca. Para ello, vale estar atento a dónde se producen las muertes, qué contextos las sufren y provocan. Y también, dónde se producen las detenciones, cuántas condenas, quiénes son los que habitan nuestras cada vez más pobladas cárceles. Y entiendo que, para ello, según surge también de los libros mencionados, resulta fundamental hacerlo desde la mencionada perspectiva de los sectores vulnerables. O en todo caso y por lo menos, desde una perspectiva igualitaria, donde cada vida valga lo mismo.
Para ello, entiendo que es fundamental realizar un análisis sobre “nuestras” manifestaciones del racismo. Y traer a cuenta las reflexiones sobre el racismo estadounidense y las formas de enfrentarlo no pueden ser sino de una enorme utilidad para ello.
[1]Gabriel Ignacio Anitua obtuvo los títulos de Doctor en Derecho por la Universidad de Barcelona (2003), Diploma de Estudios Avanzados en Derecho Penal en la Universidad del País Vasco (1999), Master “Sistema penal y problemas sociales” de la Universidad de Barcelona (2000), Abogado por la Universidad de Buenos Aires (1994) y Licenciado en Sociología por la misma Universidad (1997). Gozó de becas pre y post doctorales en San Sebastián (1997-1999), en Frankfurt (2004-2005), en Londres (2003-2004) y en Barcelona (2013-2014).
Ejerció la docencia en Buenos Aires, Barcelona, Sevilla, Quito, San José de Costa Rica y México DF. Actualmente, Profesor adjunto regular de Derecho Penal y Criminología en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y Profesor titular de cátedra de Derecho Penal y Política Criminal en la Universidad Nacional de José C. Paz; ambas de Argentina.
Autor de los libros “Justicia Penal Pública” (2003), “Historias de los pensamientos criminológicos” (2005, 2° impresión, 2006; 3°, 2009, traducción al portugués, 2008; 2° Ed., 2015), “Derechos, seguridad y policía” (2009), “La cultura penal” (2009, como coordinador), “Ensayos sobre enjuiciamiento penal” (2010), “La policía metropolitana de la ciudad autónoma de Buenos Aires” (como director, 2010), “Sociología de la desviación y control social” (2011), “Castigos, cárceles y controles” (2011), “Pena de muerte. Fundamentos teóricos para su abolición” (como coordinador, 2011), “Derecho penal internacional y memoria histórica” (como coordinador, 2012), “Las pruebas genéticas en la identificación de jóvenes desaparecidos” (2013, como coordinador), “La tortura. Una práctica estructural del sistema penal, el delito más grave” (2013, como coordinador), “Los juicios por crímenes de lesa humanidad” (2014, como compilador), “La privación de la libertad. Una violenta práctica punitiva” (2016, como compilador), “Jueces, fiscales y defensores” (2017), “La justicia penal en cuestión” (2017; traducción al portugués, 2018).
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