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Las penas alternativas a la prisión en el Anteproyecto de Código Penal (o la alternativa hacia una vía de “penas diferenciadas”)
Carolina Prado
Tal como lo expresa la Exposición de Motivos que acompaña el Anteproyecto de Código Penal de la Nación (en adelante, ACPN), las iniciativas de política criminal orientadas a la implementación de medidas alternativas a la prisión(1) fueron materia de amplio debate hace ya casi medio siglo. No obstante ello, su incorporación a la legislación no deja de ser una propuesta “innovadora” para nuestro sistema jurídico — según lo califica el mencionado texto(2)—, que merece la mayor atención y estudio, al proponerse, además, como modo de supresión de la condena y la libertad condicionales. Antes de comentar el repertorio de medidas que propone el ACPN y su regulación sobre las condiciones de procedencia y aplicación, considero pertinente pasar revista al origen y sentido del debate que las penas alternativas vinieron a proponer en su momento dentro del ámbito de la penología, como una instancia más del recurrente cuestionamiento a las consecuencias negativas de la prisión. Aunque ello implique un rodeo preliminar, la contextualización del tema puede contribuir a ponderar no sólo sus posibles ventajas y dificultades, sino también el trasfondo ideológico, político y económico del debate.
Breve genealogía de las penas alternativas [arriba]
Conviene no perder de vista que la irrupción de esta cuestión hacia los años sesenta y setenta del pasado siglo se debió, en buena medida, a las fuertes críticas (cuando no, al rechazo radical) que suscitaba por entonces la cárcel, al igual que todos los ámbitos de “secuestro institucional” en general. Es sabido que la preocupación por esta forma particular de castigo, así como la búsqueda de alternativas o reformas, ha sido materia de debate histórico y aspecto consustancial a la cárcel desde sus orígenes — tal como lo advierte Michel Foucault en su clásica obra sobre el nacimiento de la prisión(3)—, cuando la pena privativa de libertad se convierte, a fines del siglo dieciocho, en la modalidad de castigo por excelencia.
No sorprende entonces que, hacia fines de la década de los sesenta, en plena efervescencia de ideas y vientos de cambio en todo el escenario social y político(4), muchos observadores de diversas corrientes de pensamiento —primero en los Estados Unidos de América y, más tarde, en Europa— coincidieran en remarcar la absoluta ineficacia del encierro carcelario para cumplir con los fines declarados de la pena (sobre todo, de prevención especial positiva), tras concluir que se trataba de un medio intrínsecamente disociador que conspiraba contra el propósito de rehabilitación de los presos y se erigía en un factor abiertamente criminógeno, sobre todo para el caso de los condenados a penas de corta duración. Al mismo tiempo, mientras que desde ámbitos de especialistas se cuestionaba la arbitraria intervención de un excesivo cuerpo interdisciplinario de profesionales en el manejo de la progresividad penitenciaria(5), desde ámbitos políticos y administrativos se remarcaba su coste insostenible. La célebre frase de Robert Martinson —“nothing works”(6)— contagiaba a todo el espectro ideológico, desde los liberales de izquierda hasta los conservadores(7).
Por fuera de aquel contexto de cuestionamientos (que, incluso, indujo por entonces cierta atmósfera propicia para el auge de la “utopía abolicionista”), el respaldo a las penas alternativas a la prisión en décadas más recientes por parte de investigadores, penalistas, legisladores, etc., suele atribuirse a dos criterios generales: uno, como posible respuesta al uso desmesurado de la prisión que ha marcado a la mayoría de los sistemas penales del mundo desde los años ochenta y, otro, a su presunta capacidad para contribuir a fines de prevención especial(8). Sin embargo, la experiencia desmiente ambos criterios y, en tal sentido, el ACPN es claro con respecto a que la introducción de penas alternativas en nuestra legislación no está alentada por aquella clase de expectativas(9).
Para precisar esta sucinta “genealogía”, no puede obviarse la mención de que, más allá de los debates de los últimos años, el origen de las penas alternativas debe rastrearse mucho más atrás en el tiempo: en Estados Unidos, en la llamada New Penology, que marcó un giro importante en los modelos penitenciarios en el último tercio del siglo diecinueve; en Europa, a partir de un proceso paralelo, impulsado por las prácticas de las administraciones penitenciarias, e influenciado por el positivismo criminológico. Lo cierto es que los diversos factores que llevaron a la crisis carcelaria de la época dieron lugar a cambios graduales en las prácticas y discursos penales que, a la postre, intervinieron sobre el modelo correccionalista impuesto en los primeros prototipos penitenciarios (desde Walnut Street Jail en adelante), para dar forma entonces al concepto de encierro marcado por la ideología terapéutica y la progresividad penitenciaria, alentadas por el ideal de la “resocialización”(10).
Con aquella “nueva penología” irrumpían en los Estados Unidos de América y en diversos países europeos las primeras alternativas al encierro, comenzando por las formas sustitutivas de la pena privativa de libertad, y siguiendo luego por formas alternativas de la pena (luego de un período de cumplimiento efectivo)(11).
Ahora bien, pese a nacer en el mismo período, los castigos alternativos a la prisión responden a motivaciones diferentes, según sus contextos en cada continente: en Europa, el uso de sanciones como la multa, la reparación o la suspensión de la pena es sustentada por la Escuela Positiva italiana y, más adelante, por la Unión Internacional de Derecho Penal, y su principal fundamento estuvo dado en la conveniencia de evitar la pena de prisión para autores de delitos leves que, desde la óptica criminológica, podían ser catalogados como meramente ocasionales. El encarcelamiento de estos delincuentes era considerado innecesario desde el punto de vista de la resocialización y, más aún, se alertaba sobre sus efectos negativos, a raíz de la probabilidad de contagio criminal. De tal modo, se asignaba a las penas alternativas un contenido meramente intimidador, al plantearse su aplicación para infractores no necesitados de rehabilitación.
Por su parte, el surgimiento de los castigos alternativos en el ámbito anglosajón, en especial la probation, se remonta a la práctica de los tribunales, a instancias de los “reformadores”(12) que, inicialmente respecto de jóvenes y posteriormente de adultos, solicitaban al tribunal el no encarcelamiento de la persona que había cometido un delito, con la contrapartida del compromiso de asistencia para que no volviese a hacerlo. La responsabilidad asumida judicialmente por estas personas de la comunidad (en principio, pertenecientes a organizaciones caritativas religiosas y, más tarde, ya como agentes de la probation) era la de ayudar al delincuente a reformarse (mediante asistencia espiritual, tratamiento para su adicción al alcohol o las drogas, fomento de hábitos de trabajo y educación, etc.). Así, a diferencia de las ideas continentales europeas respecto del tratamiento de la delincuencia, esta alternativa a la prisión hallaba justificación en su capacidad de alcanzar la resocialización de la persona(13).
Llegado a este punto, considero útil traer también a la reflexión dos tradicionales dimensiones en que suele analizarse la cuestión del castigo legal, ya que sus alcances subyacen en las interpretaciones que, por lo general, se hacen sobre la pena privativa de libertad y sus posibles sustituciones o alternativas. Una dimensión, de carácter más “ideal” o “formal”, representada por su justificación filosófico-jurídica; la otra, de carácter “material”, o económico-política. La primera remite a la reforma originaria, deudora de la Ilustración, que justificó una racionalidad penal impregnada del ideario humanista y liberal, y que concibió a la privación de la libertad (a través de una justa y proporcional medida de tiempo) como alternativa superadora de las modalidades de castigo características del Antiguo Régimen(14), en especial aquellas que se materializaban sobre “el cuerpo de los condenados” —al decir de Foucault—, en la forma de tormentos y pena de muerte.
La segunda dimensión remite a una perspectiva económico-política, que sitúa el origen de la prisión en las instituciones de encierro típicas del mercantilismo —las casas de corrección y casas de trabajo—, caracterizadas ya entonces por la selectividad penal y la explotación de la mano de obra reclusa. La definición de esta verdadera “economía del castigo” —emblema penal de la era capitalista—, fue desarrollada y propuesta en el período de entre guerras del siglo pasado por los frankfurtianos Georg Rusche y Otto Kirchheimer, especialmente en su obra fundamental. Para estos autores, los cambios penológicos justificados por el nuevo orden burgués y liberal no fueron simplemente el resultado de consideraciones humanitarias, sino de un desarrollo económico que revelaba el valor potencial de una masa de material humano a entera disposición del aparato administrativo(15). Tras varias décadas de oscuridad, su pensamiento es rescatado casi simultáneamente en los años sesenta por Darío Melossi y Massimo Pavarini, por un lado, y Foucault(16), por otro, para derivar de allí las funciones de disciplinamiento social y adiestramiento para el mundo fabril e industrial que abrió la era de las revoluciones.
Esta lectura “materialista” del castigo no es traída aquí como dato marginal, sino central: tras los diversos discursos legitimadores que justificaron la prisión en sus diferentes fases históricas (el liberal humanista, el religioso de los cuáqueros en el prototipo pensilvánico, el discurso terapéutico positivista, etc.), sólo en las últimas décadas el trasfondo económico del castigo legal comenzó a ser “blanqueado”, para aparecer sin veladuras en la discusión sobre la pesada carga fiscal que representan los sistemas penitenciarios, desde que se han visto sobredimensionados por el inédito encarcelamiento masivo acaecido desde los años ochenta, que se muestra, por otra parte, como uno más entre los indeseables síntomas que han marcado el mundo contemporáneo. Ello pudo contribuir a repensar el uso de la prisión y a proponer soluciones alternativas.
Las penas alternativas, en el escenario de expansión y crisis de la prisión [arriba]
Puede atribuirse la introducción de penas alternativas en el ACPN a una línea penal y criminológica que aboga por un concepto reduccionista en el uso de la prisión y que cuestiona su abuso. Desde esta perspectiva, existe suficiente consenso en el sentido de considerar que no es el derecho penal el instrumento idóneo para poner límites o, en todo caso, para establecer cierto grado de contención a la criminalidad, sino más bien las políticas de desarrollo social y de promoción de la igualdad social, cuando menos en aquellas áreas en las que el Estado social y democrático de derecho tiene potestad de tutela (educación, salud, trabajo, vivienda social, etc.)(17).
Contrariamente a ello, el crecimiento abusivo en el uso de las herramientas del sistema penal ha formado parte, más bien, del repertorio de políticas de control de la conflictividad social a lo largo de las últimas décadas, que se hicieron fuertes al tiempo del auge del ideario político genéricamente denominado “neoliberal”. Antes que limar las aristas más lacerantes del modelo económico dominante, esas políticas acentuaron las desigualdades, la precariedad laboral, la exclusión social.
El escenario de la penalidad no siguió, lógicamente, un derrotero diferente a este contexto general y, muchas veces, las políticas criminales estuvieron signadas por típicos criterios de estigmatización y criminalización selectiva, no sólo de la pobreza o la marginalidad sino, incluso, del reclamo y la protesta social. En medio de las difíciles condiciones en que se ha venido moldeando la actual estructura de relaciones sociales (en especial, a partir de la innovación tecnológica y comunicacional aplicada a la economía y finanzas globales), la cuestión de la inseguridad, el delito y el castigo cobró una dimensión inusitada que trasvasó el esquema institucional. En la línea de pensamiento de autores como, por ejemplo, David Garland(18), entre muchos otros, se ha observado tempranamente cómo las políticas de control punitivo fueron sustraídas del ámbito de los “especialistas”, y pasaron a formar parte de las estrategias de marketing político, demagogia electoral, ranking de los medios masivos y, en fin, de la difusa “opinión pública”.
El neoconservadurismo de los años ochenta en el ámbito anglosajón — encarnado por Ronald Reagan en los Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido— y la convergencia de los partidos de izquierda y derecha en las democracias continentales europeas que borroneó sus tradicionales diferencias en torno a una praxis política casi uniforme y orientada hacia premisas neoliberales (privatizaciones, flexibilización laboral, sumisión a las exigencias del mundo financiero globalizado, etc.), aceleraron la crisis del Estado de Bienestar y, frente a la deslegitimación y descrédito de la clase política, el gobierno de la penalidad acabó mostrando su rostro más severo en la década siguiente(19).
Muchos y muy complejos fueron los vectores que en una mayoría de países modificaron al alza el nivel de intervención de los sistemas penales y, en especial, al alza nunca antes vista del orbe penitenciario. El hecho es que el miedo, el riesgo, la inseguridad —y también, esas mismas “sensaciones” retroalimentadas mediáticamente— crearon en los años noventa el clima propicio para justificar las políticas criminales de “tolerancia cero”, “excepcionalidad penal” y una suerte de ánimo vindicativo generalizado o “populismo punitivo”(20) (sostenido también, todo sea dicho, por el legítimo reclamo de las víctimas), a partir de casos delictivos de gran resonancia (narcotráfico, delitos sexuales, financieros, corrupción política, terrorismo, etc.).
No resulta extraño que, ante tal panorama de emergencias, las legislaciones de esos países hubiesen buscado “adaptarse” (léase, endurecerse) a través de diversas reformas que implicaron la consolidación de la posición de la prisión como pena por excelencia y, en lo que concierne ya a su finalidad, el sensible viraje desde la prevención especial positiva a la negativa. Siguiendo de algún modo la línea impuesta en los Estados Unidos, los sistemas penales europeos asimilaron —a despecho de la invocada función resocializadora del castigo legal— rasgos propios de los fines “incapacitadores” o “neutralizadores” de la pena(21).
Como advierte Massimo Pavarini(22), las ciencias penales y criminológicas han sufrido una suerte de “orfandad teórica” que les ha impedido explicar en forma consistente las causas por las que las cárceles del mundo han llegado a desbordar de presos, en consonancia con el cambio de ciclo económico y político iniciado en los años setenta del pasado siglo. Si bien es cierto que la dilucidación de éste y de muchos otros fenómenos indeseables del mundo contemporáneo representa una labor muy compleja, no parece arriesgado decir, cuando menos, que la etiología de tales fenómenos no puede entenderse por fuera del marco estructural capitalista y su cruda ecuación: explotación de sociedades humanas y recursos naturales hasta sus últimas consecuencias, sin importar su carácter insustentable y su daño irreparable.
Por otra parte, la paradoja penal de este período ha sido que el mayor encarcelamiento —dicho esto en términos muy generales— no se ha correspondido con índices equivalentes de delitos. Como quiera que se explique, el hecho concreto es que la inflación punitiva colocó, en el año 2013, cerca de 10,2 millones personas en las cárceles del planeta, en los cálculos más conservadores(23). El liderazgo en esta materia está representado por los Estados Unidos de América, con un encarcelamiento de 756/100.000 presos por habitantes, esto es, más de cuatro veces por encima de la media mundial (estimada ésta última en la relación 150/100.000)(24). Nuestro país no estuvo ausente en esta ola ascendente, ya que duplicó su población carcelaria entre 1997 y 2012. Para este último año, el SNEEP (Sistema Nacional de Estadísticas sobre la Ejecución de la Pena) reportó el índice de 150,82 presos cada 100.000 habitantes, es decir, una tasa equivalente a la media mundial(25).
Lógicamente, ningún sistema penitenciario del mundo pudo seguir el ritmo de este crecimiento de población carcelaria, pese a que muchos países se pusieron a la carrera en materia de construcción de cárceles. A título de ejemplo—ciertamente uno de los más extremos—, el encarcelamiento en los Estados Unidos de América, que desde la posguerra hasta los años ochenta se había mantenido con una población de presos por debajo del medio millón de personas (con un leve ascenso a partir de los años setenta), experimentó desde entonces una progresión alarmante, hasta alcanzar los dos millones y medio de presos, al año 2010. Por otra parte, el crecimiento general del sistema penal estadounidense llevó a que prácticamente uno de cada cien ciudadanos hubiese pasado por él, incluyendo cárceles federales, estatales y condales, así como la supervisión a través de la parole y la probation(26). Sólo California, que hasta 1980 se había solventado con doce cárceles (algunas del siglo diecinueve, como la famosa de San Quintín), llegó a construir veinte más entre los años 1984 y 1997, prácticamente a razón de una y media por año.
Sin contar los daños humanos (en hacinamiento, insalubridad, violencia, violaciones a los derechos humanos, etc.), esta hipérbole carcelaria hizo colapsar los presupuestos públicos. Esta cuestión se puso en el tapete en los años recientes y la búsqueda de soluciones encontró respuestas insospechadas en algunos países. Para seguir con uno de los ejemplos más representativos, las cárceles de California debieron responder a resoluciones de la Corte Suprema de los Estados Unidos para reducir su población en forma gradual, para lo cual debieron enviar presos a jurisdicciones vecinas y, con la oposición de los sectores conservadores, disponer la liberación anticipada de muchos otros. Otro ejemplo significativo ha sido el más reciente de España, país en el que diversas estrategias de vaciamiento han conseguido transitoriamente una cierta estabilización de la población carcelaria, a través de la morigeración de penas para el tráfico de drogas, mayor flexibilidad en la libertad condicional y en la suspensión de ejecución de penas y, en especial, la expulsión de presos extranjeros (bajo ciertas condiciones) a partir de órdenes ministeriales por parte de las administraciones penitenciarias.
Aquí conviene regresar a aquellas dos dimensiones del castigo mencionadas anteriormente: la “idealista” o “formalista”, que procura ajustar los principios clásicos de legalidad y proporcionalidad a cada circunstancia emergente y, en las circunstancias actuales, minimizar el daño que produce el encierro carcelario. En este sentido, si bien la introducción de las penas alternativas puede considerarse un modo de expansión del sistema penal, lo cierto es que su repertorio diferenciado contribuye a desplazar a la prisión como respuesta punitiva por antonomasia.
La otra dimensión remite al trasfondo económico (o antieconómico) que supone la pena privativa de libertad y que reclama soluciones de urgencia, en muchas situaciones, a como dé lugar: por ejemplo, en España, las cárceles catalanas llegaron recientemente incluso a suprimir la merienda de los presos para reducir el coste diario de mantenimiento. Para tener una idea, conviene tener en cuenta que, en el caso de California, cada preso le cuesta al Estado alrededor de 45.000 dólares anuales, siendo medianamente equivalentes los niveles de costos en Europa. Si bien la cifra en Argentina es incomparablemente inferior (unos 76.000 pesos anuales por preso federal)(27), el propio ACPN no deja de mencionar las ventajas económicas que supondrá para la administración la incorporación de las penas alternativas, aunque su eficacia práctica suponga disponer de una infraestructura mínima(28).
Medidas alternativas a la prisión en el ACPN. Repertorio y condiciones de procedencia y aplicación [arriba]
El Anteproyecto introduce cambios sustanciales en la regulación de la pena privativa de la libertad, que consisten en la eliminación de la pena de reclusión, la previsión de una duración mínima y máxima de la prisión (no inferior a seis meses ni superior a treinta años), la supresión de los institutos de condenación y libertad condicionales y la incorporación de un conjunto de sanciones alternativas a la prisión(29). En cuanto a estas últimas, se trata de sanciones que pueden otorgarse para evitar la ejecución efectiva de la pena privativa de la libertad o para acortar sustancialmente su cumplimiento. La competencia de otorgamiento es judicial (no administrativa), bajo criterios o requisitos para los que imperan amplias facultades judiciales.
El régimen de sustitución de la pena varía en función del monto de la sanción: cuando la pena no exceda de tres años, no impera ningún requisito temporal (la sustitución opera en cualquier momento, pudiendo el reemplazo efectuarse en el mismo momento de la condena) (artículo 31 inciso 2°). En este caso, no se imponen condiciones en orden a la carencia de antecedentes penales del condenado. Ello implica un cambio sustancial respecto del actual instituto de condena de ejecución condicional(30). Por su parte, cuando la pena sea superior a tres años e inferior a diez, la sustitución puede otorgarse después del cumplimiento de la mitad de la condena. Se verifica aquí la exigencia de un requisito temporal(31) (artículo 31 inciso 2°). En este supuesto, los antecedentes del condenado tienen relevancia, al agravar la pena —que sólo podrá reemplazarse después de cumplidos dos tercios de la pena— de aquellos que hubieran sufrido con anterioridad pena de prisión o sanción sustitutiva (en los cinco años anteriores a la comisión del hecho) (artículo 31 inciso 3°)(32). Por último, cuando la pena fuese superior a diez años, se exige el cumplimiento de dos tercios de su duración(33). Cabe mencionar que la reforma estipula un requisito adicional para los delitos contra la humanidad y para cualquier delito, cuando concurran las circunstancias de máxima gravedad previstas en el artículo 18 inciso 4°: previo a la sustitución, deberá requerirse opinión fundada del Ministerio Público e informe de tres peritos como mínimo, designados por el juez y propuestos por éste, el Ministerio Público y la Universidad más cercana.
El Anteproyecto fija además una serie de pautas generales para la sustitución de la pena privativa de la libertad. Por un lado, el reemplazo puede efectuarse por una o más penas alternativas (que pueden así imponerse de manera conjunta); puede ser total o parcial (de toda la pena impuesta o de lo que resta por cumplir), y cabe además su modificación durante el curso de la ejecución (artículo 30 incisos 1º y 2º). En la conversión, debe tenerse en consideración el caso del condenado a) mayor de setenta años; b) mujer embarazada; c) a cargo de una persona con discapacidad; d) madre encargada de un menor de dieciocho años o padre como único encargado, atendiendo al interés superior de aquél (art. 30 inciso 5º).
Se estipula, además, que la comisión de un nuevo delito por parte del penado trae aparejada la cancelación del reemplazo y el cumplimiento del resto de la pena en prisión (artículo 30 inciso 4º)(34). Sin embargo, si el nuevo delito cometido no está conminado con pena de prisión o hubiere incumplido las penas alternativas, se contempla que —en atención a la gravedad del incumplimiento y a la predisposición del penado— el juez podrá disponer que el resto de la pena se cumpla en prisión o bien establecer un nuevo reemplazo.
Fuera ya de lo estrictamente sustancial, el Anteproyecto deja sentado que a las decisiones judiciales sobre reemplazos les comprende lo dispuesto por el artículo 20 inciso 1º, esto es, la posibilidad de revisión en las mismas instancias ordinarias y extraordinarias que se contemplen para la condenación (artículo 32 inciso 3º).
En concreto, el ACPN propone el siguiente repertorio de medidas para la sustitución de la pena de prisión (artículo 22):
Detención Domiciliaria: se determina la obligación del condenado de permanecer en determinado domicilio, con posibilidad de salida únicamente por motivos justificados y previa autorización judicial. Se estipula expresamente que la carencia de domicilio previo por parte del condenado no puede ser causal de denegación de la medida(35) (artículo 23).
La reforma introduce además un régimen especial de sustitución de la prisión por detención domiciliaria por razones humanitarias (artículo 33). Las hipótesis contempladas se discriminan de acuerdo al carácter obligatorio o facultativo del reemplazo: 1. El juez debe conceder la detención domiciliaria, salvo que concurra riesgo para la víctima del delito o para los convivientes del condenado, a: a) interno que padezca enfermedad incurable en período terminal; b) interno que se encuentre enfermo, cuando la prisión le impidiere recuperarse o tratar adecuadamente su dolencia siempre que no correspondiere su internación en un establecimiento hospitalario; c) interno discapacitado, cuando la prisión fuere inadecuada por su condición, implicándole un trato indigno, inhumano o cruel (artículo 33, inciso 1º); 2. El juez puede conceder la detención domiciliaria, tomando en cuenta la gravedad del hecho y previo dictamen del Ministerio Público, a: a) interno mayor de setenta y cinco años; b) mujer embarazada; c) madre encargada de un menor de cinco años; d) padre encargado único de un menor de cinco años; e) padre o madre de un menor de catorce años, cuando circunstancias excepcionales lo hicieren necesario; f) o tuviere a su cargo una persona con discapacidad (artículo 33 inciso 2º)(36).
En ambos grupos de casos, el reemplazo opera con independencia del monto de la pena impuesta, en cualquier momento (sin exigencia de cumplimiento de parte de la pena) y mediando solicitud del interesado. Se establece que la detención domiciliaria no se concederá cuando de ella se pudiere derivar riesgo o perjuicio para la persona afectada por el hecho o para los convivientes del penado. Y tal como se aclara en el régimen general de detención domiciliaria, no puede denegarse por carencia de domicilio previo del condenado.
Detención De Fin De Semana: cumplimiento en la pena privativa de la libertad, en centros de detención especiales(37), los días sábados y domingos, durante un mínimo de treinta y seis horas y un máximo de cuarenta y ocho horas. Se contempla la posibilidad de extensión por veinticuatro horas más en días feriados que antecedan o sucedan en forma inmediata al fin de semana, así como que excepcionalmente el juez puede disponer el cumplimiento de esta pena en días diferentes (artículo 24).
Obligación De Residencia: obligación de habitar dentro de un perímetro urbano o rural, o de un partido, municipio, comuna, departamento o provincia, establecido por el juez, con prohibición de salida sin autorización judicial(38) (artículo 25).
Prohibición de residencia y tránsito: impedimento de habitar dentro de un perímetro urbano o rural, o de un partido, municipio, comuna, departamento o provincia, establecido por el juez, y transitar por él sin autorización judicial(39) (artículo 26).
Prestación De Trabajos Para La Comunidad: realización porparte del condenado de trabajo no remunerado, a cu mplirse entre ocho y dieciséis horas semanales en instituciones, establecimientos u obras de bien público, bajo la supervisión de sus autoridades u otras que se designen. Se descarta expresamente que dicho control sea a cargo de organismos de seguridad. La norma estipula que la presentación de la documentación que acredite su cumplimiento estará a cargo del penado, que el trabajo será adecuado a su capacidad o habilidades, y que no afectará su dignidad ni perjudicará su actividad laboral ordinaria(40) (artículo 27).
Cumplimiento De Instrucciones Judiciales: sujeción a un plan de conducta en libertad, fijado por el juez con intervención del penado. La norma contiene un catálogo de posibles directivas para ese plan(41), las que deberán guardar relación con el hecho punible. A la par de ello, regula las condiciones que deberán observarse para su determinación (no deberán afectar la dignidad del penado, su ámbito de privacidad, sus creencias religiosas o sus pautas de conducta no relacionadas con el ilícito; y tampoco podrán implicar el sometimiento a tratamientos invasivos o intervenciones en el cuerpo del condenado). Acerca de la aplicación de esta pena, se contempla la posibilidad de modificación de las instrucciones durante la ejecución de la pena, con intervención del penado; se dispone que se halla a su cargo la acreditación, ante el juez, del cumplimiento de las directivas, y se establece que su control será ejercido por el juez con la asistencia de inspectores y auxiliares, debiendo el primero elevar al juez un informe mensual sobre su cumplimiento y el segundo ayudar al condenado, funciones que no podrán ser delegadas en organismos policiales o fuerzas de seguridad (artículo 28).
Multa Reparatoria: obligación de pago de una suma de dinero a la víctima o a su familia. La procedencia de esta modalidad de sanción exige su aceptación por parte de la víctima o su familia(42). En caso de mediar reparación civil, se establece que la multa reparatoria se tendrá como parte de ella. En orden a la magnitud, se dispone que la suma de dinero a pagar —proveniente del trabajo o de rentas del condenado— debe fijarse de acuerdo con la gravedad del daño causado por el delito y en un porcentaje mensual no superior al tercio de los ingresos del penado y por un período no mayor de un año, o una suma total equivalente (artículo 29).
Tal como se advierte en el ACPN, las penas alternativas a la prisión fueron derivando, gradualmente, del entusiasmo inicial a un cierto escepticismo posterior. Si, en un principio, se pensó que su aplicación podía conllevar una disminución efectiva de la población carcelaria y, paralelamente, una contribución real a los efectos deletéreos del encierro, la experiencia de muchos países resultó decepcionante. En la Exposición de Motivos del ACPN, los autores mencionan como probables causas de su fracaso en los sistemas penales que las emplearon, en especial, a su no aplicación por parte de los jueces y a la falta de infraestructura para su correcta ejecución.
Ahora bien, hay una coincidencia bastante amplia en doctrina en el sentido de que la incorporación de las medidas alternativas a la prisión, si bien tiende a la reducción del uso de ésta, puede representar, como contrapartida, una expansión del arsenal punitivo del Estado. Más, independientemente de estos posibles efectos, sin duda su inclusión en nuestro sistema jurídico viene a descentralizar, en parte, el papel de la pena de prisión, al desplazarla al menos del lugar preponderante que históricamente le ha sido asignado. Por otra parte, tiende al cumplimiento efectivo de la pena frente a delitos menores, que en el régimen actual queda en suspenso. Por último, deja mayor espacio a la determinación judicial de la pena, al habilitar la elección y aplicación de la sanción que, a criterio del juez, resulte más conveniente y ajustada al caso. Al respecto, la equiparación de los supuestos en que las medidas alternativas son aplicables permite una ampliación del arbitrio judicial deseable en estos casos. De tal forma, el repertorio de medidas propuestas en el ACPN aparece, pues, como una alternativa hacia una vía de “penas diferenciadas”.
Según lo visto, esta amplia gama de consecuencias jurídicas contempla el reemplazo de toda pena de prisión (no únicamente la correspondiente a infracciones de menor gravedad), y suprime, al efecto, los institutos de la condena y libertad condicionales. Fiel a cierto “espíritu de época”, se acomoda así a las regulaciones de los ordenamientos jurídicos comparados de las últimas décadas. En cuanto al régimen previsto (procedencia, determinación y ejecución de los diversos institutos), muestra un buen grado de razonabilidad.
Finalmente, puede decirse que resulta natural que la introducción de un sistema de penas alternativas a la prisión motive ciertas dudas o inquietudes en lo referente a su aplicación, habida cuenta de la infraestructura que conlleva su ejecución. En efecto, su operatividad presupone la implementación y articulación de una serie de dispositivos — tanto humanos como materiales— para llevar adelante su efectivo y transparente control y seguimiento(43).
Ello no ha sido ajeno a la consideración de la Comisión, pero se trata de una cuestión que, por su naturaleza, excede el estricto ámbito de previsiones normativas de un código penal(44). Si estas dificultades prácticas representan una incógnita en la incorporación de las penas alternativas a nuestro sistema jurídico, debería en todo caso ser despejada en su instancia ejecutiva.
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Rivera Beiras, Iñaki; La cuestión carcelaria. Historia, Epistemología, Derecho y Política penitenciaria, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2006.
Rusche, Georg y Kirchheimer, Otto; Pena y estructura social, Ed. Temis, Bogotá, 1984 [1939].
Sevdiren, Öznur; Alternatives to Imprisonment in England, Wales, Germany y Turkey. A comparative Study, Springer, Berlín, 2011, págs. 13-29.
Simon, Jonathan; Gobernar a través del delito, Ed. Gedisa, Barcelona, 2011.
Vass, Antony; Alternatives to Prison. Punishment, Custody and the Community, Sage Publication, London-Newbury Park-New Delhi, 1990.
Zysman Quirós, Diego; Sociología del castigo. Genealogía de la determinación de la pena, Ed. Didot; Buenos Aires, 2012.
1 Cabe introducirlas aquí como aquellas formas de reacción frente a la comisión de una infracción penal por una persona responsable que no suponen privación de libertad en una institución, en la definición de Cid Moliné, José; “El sistema de penas, desde una perspectiva reduccionista: alternativas a la pena de prisión”, en Cuadernos y Estudios de Derecho Judicial del Consejo General del Poder Judicial del Reino de España, IberIUS, Madrid, 2004.
2 AA.VV., Anteproyecto de Código Penal de la Nación, Infojus, Buenos Aires, 2014, págs. 101-133.
3 “…el movimiento para reformar las prisiones, para controlar su funcionamiento, no es un fenómeno tardío. No parece siquiera haber nacido de una comprobación de fracaso debidamente establecido. La ‘reforma’ de la prisión es casi contemporánea de la prisión misma. Es como su programa”. Foucault, Michel; Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, 12ª ed., Siglo veintiuno, España, 2000 [1975], p. 236.
4 Se alude aquí, en especial, al clima de protestas civiles y reclamos de derechos, que se agravarían hacia 1970 con los primeros signos de deterioro de la gran expansión económica de postguerra, en especial a partir de la crisis fiscal del Estado y la crisis de Medio Oriente y la suba del petróleo, que pronto pondrían en jaque las bases mismas del Estado de Bienestar.
5 Por aquello de que las medidas de rehabilitación dejaban abierto el aparato de la justicia penal a otros campos (medicina, psiquiatría, psicología, arquitectura, criminología, etc.) y lo convertían en un ámbito de convergencia de múltiples saberes. Tal conjunto de instituciones y estrategias de control del delito desarrollado en el marco del Estado de Bienestar recibió la denominación de “penal-welfare complex” (Garland, David; Punishment and Welfare. A History of Penal Strategies, Gower, Aldershot, 1987).
6 Martinson, Robert; “What Works? – Questions and answers about prison reform” en The Public Interest, Nº 35, Nueva York, 1974, págs. 22-54.
7 La desarticulación del esquema punitivo definido por la finalidad preventiva especial positiva de la pena tuvo lugar —en un marco preciso de circunstancias económicas desfavorables— a instancias de la intervención o influencia de sectores diversos, tanto teóricos como políticos, y desde posturas ideológicas opuestas, conservadoras o liberales, que (siempre en el caso de los Estados Unidos) coincidieron en una sistemática crítica al modelo de tratamiento correccional o de reforma individual. Este tema ha sido ampliamente desarrollado por autores como: Rivera Beiras, Iñaki; La cuestión carcelaria. Historia, Epistemología, Derecho y Política penitenciaria, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2006; MORRIS, Norval; “The contemporary prison, 1965-Present” en Rothman, D. y Morris, N. (coords.), The Oxford History of Prison. The practice of punishment in western society, Universidad de Oxford, Nueva York, 1995, págs. 227-259; Allen, Francis; “The decline of the Rehabilitative Ideal” en Von Hirsch, Andrew y Ashworth, Andrew (Ed.). Principled Sentencing. Readings on Theory & Policy, 2° ed., Hart Publishing, Oxford, 1998, pp. 14-19; Cullen y Gilbert; “The value of Rehabilitation” en Mclaughlin, Eugene, Muncie, John y Hughes, Gordon, Criminological Perspectives, 2° ed., Sage Publications, London-Thousand Oaks-New Delhi, 2003, págs. 350-356; Zysman, Diego; Sociología del castigo. Genealogía de la determinación de la pena, Ed. Didot, Buenos Aires, 2012, pág. 259.
8 Cid Moliné, José y Larrauri Pijoan, Elena (coord.); Penas alternativas a la prisión, Ed. Bosch, Barcelona, 1997, pág. 11.
9 “Cabe advertir que estas penas alternativas han provocado gran entusiasmo en el penalismo mundial en los años setenta y ochenta, pero luego se produjo cierto escepticismo a su respecto. En principio, se pensó que podían disminuir el número de presos y reducir los efectos deteriorantes de la prisión y, en muchos casos, condicionantes de las llamadas ‘carreras criminales’… la experiencia internacional enseña que su mera introducción legislativa en ocasiones se tradujo en el mantenimiento del número de presos —e incluso en su aumento—… o sea que, en lugar de reducir la red punitiva, resultó ampliatoria de ésta, en particular en casos de delitos de menor o mínima gravedad” (AA.VV., op. cit., 101).
10 Vass, Antony; Alternatives to Prison. Punishment, Custody and the Community, Sage Publication, London-Newbury Park-New Delhi, 1990, págs. 1-17.
11 Carlés, Roberto Manuel; “Las penas e institutos alternativos a la prisión. Entre la reducción de daños y la expansión del control estatal” en Derecho Penal, Año I Número 1, Infojus, Buenos Aires, 2012, págs. 6-8; asimismo Sevdiren, Öznur; Alternatives to Imprisonment in England, Wales, Germany y Turkey. A comparative Study, Springer, Berlín, 2011, págs. 13-29.
12 Expresión genérica usualmente utilizada para referir a los aquellos movimientos de personas y grupos que, en los Estados Unidos de América, se interesaron por los severos problemas de las cárceles en general, la esclavitud, las secuelas de la guerra civil, la pobreza y marginalidad, etc. Pertenecientes a los estratos sociales medios y altos de ese país, impulsaron con espíritu filantrópico y pragmático el proceso de reformas penales de finales del siglo diecinueve.
13 Cid Moliné, José; La elección del castigo. Suspensión de la pena o “probation” versus prisión, Ed. Bosch, Barcelona, 2009, págs. 19-20.
14 Los pensadores “ilustrados” sostuvieron la superioridad de la pena privativa de la libertad respecto de otras penas, al considerar que satisfacía mejor los cuatro principios vinculados a la filosofía penal liberal: igualdad, humanidad, efectividad y proporcionalidad (PADOVANI, Tullio; L’utopia punitiva. Il problema delle alternative alla detenzione nella sua dimensione storica, Ed. Giuffre, Milán, 1981, págs. 8-15).
15 Rusche, Georg y Kirchheimer, Otto; Pena y estructura social, Ed. Temis, Bogotá, 1984 [1939], pág. 25.
16 Foucault, Michel, op. cit.; Melossi, Darío y PAVARINI, Massimo; Cárcel y Fábrica. Los orígenes del sistema penitenciario (Siglos XVI-XIX), Siglo XXI Editores, México, 1987 [1977].
17 Cid Moliné, José y Larrauri Pijoan, Elena (coord.); op. cit., pág. 13.
18 Garland, David; La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea, Ed. Gedisa, Barcelona, 2005.
19 Simon, Jonathan; Gobernar a través del delito, Ed. Gedisa, Barcelona, 2011; DE GIORGI, Alessandro; El gobierno de la excedencia. Postfordismo y control de la multitud, Traficantes de sueños, Madrid, 2006.
20 Ferrajoli, Luigi; “El populismo penal en la sociedad del miedo” en AA.VV., La emergencia del miedo, Ed. Ediar, Buenos, Aires, 2012, págs. 57-76.
21 Rivera Beiras, op. cit., pág. 751.
22 Pavarini, Massimo; Un arte abyecto. Ensayo sobre el gobierno de la penalidad, Ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 2006, pág. 135.
23 Pavarini, Massimo; op. cit., págs. 136.
24 Según los datos del estudio “World Prison Population List”, elaborado por el International Centre for Prison Studies, King´s College, Londres, 2013 (disponible en www.prisonstudies.org).
25 Pocuración Penitenciaria De La Nación; La situación de los Derechos Humanos en las cárceles federales de la Argentina. Informe Anual 2013 (disponible en www.pp n.gov. ar).
26 Según datos del BJS, U.S. Department of Justice (disponible en w ww .bjs.g ov).
27 según Asociación Civil “Unidos por la Justicia”, información recogida en nota de prensa del 16.07.2009 (disponible en www.infobae.com).
28 “Si bien esto implica un costo presupuestario, no debe perderse de vista que, en definitiva, representa un considerable ahorro, pues el crecimiento permanente del número de presos, además de acarrear violaciones a derechos humanos, importa un alto costo, dado que la pena más cara para el Estado es la prisión” (AA.VV.; op. cit., pág. 102).
29 Libro Primero, Título III, Capítulo II “De la pena de prisión y sus alternativas”.
30 El régimen vigente exige que se trate de “primera condena” (artículo 26, CP).
31 Se implementa, así, un régimen semejante al de la actual libertad condicional, donde el condenado egresa anticipadamente del establecimiento penitenciario, pero queda sujeto a la observancia de condiciones (artículo 13, CP). El Anteproyecto fija sin embargo un plazo menor —mitad de la pena (en lugar de dos tercios), que al presente únicamente habilita las salidas transitorias (artículo 17, Ley 24.660)—.
32 El plazo estipulado para la sustitución es menor (un tercio de la pena) en los casos contemplados en el artículo 30 inciso 5° (condenados mayores de setenta años, mujeres embarazadas, condenados que tengan a su cargo una persona con discapacidad, madres encargadas de un menor de dieciocho años o padres como únicos encargados) (artículo 31, inciso 5°).
33 En los casos contemplados por el artículo 30 inciso 5° (referido en la nota anterior), se exige el cumplimiento de la mitad de la condena para la procedencia de la sustitución (artículo 31, inciso 5°).
34 La Comisión se ocupa de aclarar, con pertinencia, que la cancelación de las medidas alternativas por parte del juez da lugar al cumplimiento en prisión del resto de la pena, no de su totalidad, dado que hasta el momento de la infracción el condenado habría estado cumpliendo una pena.
35 La inclusión de dicha aclaración está justificada en la Exposición de Motivos por el propósito de evitar casos de “discriminación oculta o encubierta” en supuestos de personas sin un domicilio previo (casos más usuales de personas carenciadas, en situación de calle, personas en tránsito, etc.).
36 Se corresponde, en esencia, con el régimen vigente de prisión domiciliaria (artículos 10 del CP y 32 de la Ley 24.660). Las modificaciones que se introducen conciernen al carácter obligatorio (ya no meramente facultativo) de la concesión de la detención domiciliaria en un primer grupo de supuestos (los contemplados en el actual instituto). A la par de ello, se amplía el número de hipótesis que habilitan su otorgamiento (en forma facultativa), añadiendo los supuestos del padre encargado de menor de cinco años, madre o padre de un menor de catorce años, y padre que tuviera a su cargo persona con discapacidad. Por último, el caso de avanzada edad del penado, se eleva de setenta a setenta y cinco años.
37 La Exposición de Motivos refiere, en este sentido, la incompatibilidad de esta clase de pena con las instituciones carcelarias comunes, cuyo funcionamiento supone un conjunto de dispositivos y mecanismos de seguridad que inciden negativamente sobre las personas y que no son necesarios, ni corresponden, en el caso.
38 Según expresa la Comisión, esta modalidad tiende a la prevención de conflictos, la posibilidad de un mayor control del condenado o el favorecimiento de su integración social. La extensión del ámbito de movilidad dependerá del requerimiento del fin de la pena en el caso concreto, pudiéndose disponer su ampliación en el curso de la ejecución. Asimismo se afirma que la imposición de la medida no podrá fundarse en necesidades demográficas, ni deberá elegirse parajes inhóspitos o de difícil comunicación, salvo petición del penado.
39 Inspirada en una pena usada con otro nombre y como medida cautelar en casos de conflictos intrafamiliares, de acuerdo a la Exposición de Motivos su incorporación procura la prevención de conflictos de índole variada (entre grupos barriales, barras bravas, u otros de los que puede derivar violencia).
40 La disposición ha merecido el siguiente comentario en la Exposición de Motivos: “Esta alternativa quizás sea una de las más promisorias de las proyectadas, dependiendo su éxito de la buena organización de que se la provea, para lo cual requiere una infraestructura bien montada y adecuado personal de control de su cumplimiento. En esas condiciones, resulta de las más productivas y, por eso mismo, mucho más barata que la prisión. No se trata de una simple molestia o incomodidad para el penado, lo que sólo sería válido como contramotivación, pero nunca podría erigirse en una razón suficiente para su imposición. La incorporación a un equipo que haga algo productivo o útil para sus semejantes crea una conciencia de solidaridad que es menester fomentar en los penados, al tiempo que no lo margina ni estigmatiza y, menos aún, lo aísla de la vida social”.
41 Concretamente: a) fijar residencia; b) observar las reglas de inspección y de asistencia establecidas por el juez; c) dar satisfacción material y moral a la persona afectada en la medida de lo posible; d) adoptar un trabajo u oficio, a su elección o que le fuere provisto, o una actividad de utilidad social adecuada a su capacidad; e) concurrir a actividades educativas o de capacitación; f) someterse a un tratamiento o control médico o psicológico; g) abstenerse de concurrir a ciertos lugares o de relacionarse con determinadas personas; h) abstenerse del consumo abusivo de bebidas alcohólicas o estupefacientes y aceptar los exámenes de control (artículo 28).
42 Los comentarios volcados por la Comisión en torno a esta modalidad dan buena cuenta de su controversia: como reminiscencia de la vieja composición, se postula allí que, en definitiva, ésta constituye un modo tradicional de resolución de conflictos, de gran eficacia y aún vigente en determinados ámbitos de nuestra cultura. A su favor, se afirma que “Si bien la experiencia no puede trasladarse a los medios urbanos ni a la totalidad de los conflictos penalizados, lo cierto es que en muchos casos puede significar una buena solución, sobre todo porque involucra a la víctima y contempla su interés, o sea, la recupera parcialmente de la confiscación del conflicto. Por otra parte, se trata de una pena que no recarga el presupuesto estatal”.
43 Jorge De La Rúa ha enfatizado sus reparos en este sentido, al decir “Pero la real existencia de las medidas alternativas no depende sólo de la mera expresión de voluntad del legislador a través de la ley, sino de un aparato jurisdiccional y administrativo vasto, complejo y costo, que permita que estas medidas se cumplan con eficiencia y seriedad. Y tal estructura no existe a nivel nacional ni a nivel provincial. Ya hemos visto que el sistema no está en condiciones de llevar eficientemente la supervisión de la libertad condicional, la condena condicional y que por ende menos en condiciones estará de hacer cumplir con eficiencia las nutridas medidas sustitutivas del proyecto. Para ello será necesario el estudio de la realidad en cada jurisdicción, la creación de órganos judiciales y soportes administrativos que no existen y que deben ser especializados, y acuerdos entre Nación y provincias para planes de cooperación ante el estado exangüe de los recursos locales” (“Reformas propuestas al Código Penal como alternativas a la prisión. vigencia, eficiencia y oportunidad” en La Ley, 2014-D, pág. 1102).
44 Salvo en lo que atañe a la determinación de los organismos o instituciones, así como incluso de sus características específicas (verbigracia, que sean colegiados, independientes, jurisdiccionales, administrativos, etc.), que tendrán bajo su órbita la misión de contralor y supervisión. En este sentido, la Comisión refiere que lo más recomendable sería la sanción de una ley nacional que dispusiese la formación del cuerpo de ejecución en libertad (de ser posible en el ámbito judicial). Su creación, mediante la asignación de los recursos económicos y políticos necesarios, dependerá en definitiva de la decisión política de acompañar el proyecto para propender a su funcionamiento. Como sea, conviene decir que las dificultades señaladas no se resumen a meras cuestiones presupuestarias, si se observa el costo estatal de cada preso para el Estado, en los valores antes señalados.