Allá por el año 2000, el Profesor Juan Montero Aroca publicó un pequeño gran libro titulado El Derecho Procesal en el siglo XX[1] en el que, según sus propias palabras, intentaba una síntesis de la evolución conceptual del Derecho Procesal y una relación de los problemas que la realidad ha ido suscitando en los procesos civil y penal, con las respuestas ofrecidas para solucionarlos.
A quince años vista, la vigencia de ese cuadro de situación nos conmueve e invita a reflexionar, en el ámbito del proceso civil, acerca de la profundización de esos problemas sabiamente avizorados, de algunas respuestas ensayadas y de su relación con el garantismo procesal.
Interesa analizar cómo se resuelve el “eterno problema del proceso civil”[2], esto es, el balance entre acceso a la jurisdicción y efectiva protección de los derechos del individuo, por un lado, con el derecho a ser oído, por el otro.
Evidentemente, la mayor dificultad que sigue desafiando al proceso civil y poniendo en crisis su existencia misma es el vertiginoso aumento de la litigiosidad. Allá por el 2000 Montero Aroca se permitió afirmar que “[m]ientras el proceso civil fue un instrumento por el que la reducida clase media de un país solucionaba sus litigios, la doctrina pudo afrontar el estudio de las grandes cuestiones teóricas de ese instrumento, pero cuando al mismo han accedido un número mucho mayor de ciudadanos, tanto por la ampliación de las clases medias como por el acceso al proceso de otras capas de la población, con lo que el proceso civil ha pasado a ser un fenómeno de masas, se ha convertido en acuciante la efectividad práctica del mismo, con lo que las cuestiones teóricas han quedado en un segundo plano”[3].
A pesar de la inexistencia o falta de fiabilidad de las estadísticas de nuestros países, es notoria la inadecuada ratio entre número de litigios y número de tribunales. Por otra parte, la lista de concausas de esa mayor litigiosidad es nutrida: el crecimiento demográfico sostenido, la ampliación de las clases medias (al menos en ciertas sociedades), la tutela jurídica a más y nuevas situaciones (el trabajo, la responsabilidad extracontractual, el denominado “contenciosoadministrativo”, el consumo, el ambiente, la salud, etcétera), la mayor difusión de los derechos en el marco de la sociedad de la información, la globalización e intensificación del intercambio de bienes y servicios, la masificación de las relaciones sociales y económicas y la correlativa masificación de los conflictos, entre muchos otros factores.
Este incremento de la litigiosidad plantea retos cuantitativos (la tan mentada adecuada ratio entre número de causas y oferta jurisdiccional para atenderlas) pero también cualitativos, toda vez que al exceso de conflictos se suma su diversidad.
Las respuestas a este aluvión de pretensiones no siempre han sido adecuadas u oportunas y, por cierto, tampoco han sido siempre o cabalmente respetuosas de los postulados del garantismo procesal.
2.1. Precisamente en torno al garantismo procesal, conviene destacar que no es fácil dar una definición unívoca y que, cuanto más, puede ensayarse una conceptualización que dé cuenta de las coincidencias entre diversos autores que han abordado el tema[4].
Para Ferrajoli, las garantías sustanciales del ordenamiento jurídico quedarían incompletas sin las garantías procesales, que responden a las preguntas cuándo y cómo juzgar. El autor distingue entre garantías orgánicas (relativas a la formación del juez, a su colocación institucional respecto de los demás poderes del estado y a los otros sujetos del proceso) y garantías procesales (relativas a la formación del juicio), señalando que “algunas de estas garantías, como la orgánica de la separación entre juez y acusación y las procesales de publicidad y oralidad y contradicción en la formación de la prueba, son propias de manera específica del método acusatorio; otras, como las de independencia, imparcialidad, necesidad de la prueba y similares, son comunes a todo tipo de procesos, si bien su incidencia real resulta favorecida por el método acusatorio y obstaculizada por el inquisitivo”[5]. Existe, entonces, una preferencia axiológica por el método acusatorio (o dispositivo).
El garantismo postula que el proceso es un instrumento de garantía para todo ciudadano que persiga la declaración de lo que cree es su derecho o interés legítimo. El Estado, que expropió el uso de la fuerza a los ciudadanos, debe garantizar a todas las personas un método de solución de los conflictos a cargo de un tercero imparcial y en condiciones de igualdad procesal.
En nuestra opinión, esos dos son los principios fundamentales del proceso: la imparcialidad del juzgador y la igualdad de las partes. Las leyes procesales deben propender, en el mayor grado posible, a la consecución de esos dos ideales utópicos pero tendencialmente realizables[6]. Existen diversos mecanismos para promover ese acercamiento: la máxima vigencia del principio del contradictorio, la asistencia jurídica, la llamada “igualdad de armas” (postulatorias y probatorias), la más amplia posibilidad de recusación al juez, la separación de funciones entre juzgador y partes, etcétera.
Adicionalmente, para ser coherentes con la aspiración de garantía de las promesas constitucionales, el garantismo procesal debe hacerse cargo de los aspectos sustanciales del acceso a la justicia y el acceso a la defensa, de la existencia de vías idóneas para el debate los derechos ―particularmente, de las llamadas expectativas positivas, de más difícil y compleja concreción[7]―, de la eficacia de las decisiones judiciales, entre tantos otros tópicos.
2.2. En suma, desde nuestra perspectiva el garantismo procesal describe un modelo ideal de plena vigencia del derecho de acción, la inviolabilidad de la defensa en juicio, la imparcialidad del juzgador, la igualdad de las partes, la máxima realización del contradictorio y la eficacia de la tutela.
De ahí que, al tiempo que pasamos revista por las propuestas más destacadas o habituales a los problemas señalados, intentaremos contrastarlas con ese estándar ideal.
De entre las múltiples alternativas procesales civiles pergeñadas para mitigar o dar adecuada satisfacción a la demanda de tutela jurisdiccional, habremos de destacar dos: la “justicia de menor cuantía” y los denominados “procesos colectivos”.
3.1. La justicia de “menor cuantía” o de “pequeñas causas”
Esta respuesta apunta a dar satisfacción a un universo de pretensiones que —además de a menudo muy numerosas— son individualmente de escasa cuantía o, incluso, insignificantes.
La factura impaga del servicio domiciliario de plomería o, a la inversa, el incumplimiento del servicio del plomero, constituyen ejemplos paradigmáticos de estados de insatisfacción jurídica (i.e., amparados por el derecho), que “carecen de abogado”, “de juez”, “de justicia”. El coste de funcionamiento del sistema y de los honorarios profesionales excede largamente el monto de la pretensión.
¿Qué hacer? Por cierto, los países de tradición hispana heredamos a los antiguos “jueces de paz”, funcionarios legos y frecuentemente honorarios, personas caracterizadas del pueblo, que mediaban entre vecinos y resolvían pequeñas disputas.
Hoy en día, cualquier sociedad avanzada provee a sus ciudadanos de alguna vía de solución a este tipo de conflictos y, en situación ideal, apunta a cumplir con tres objetivos: a) la resolución justa de disputas; b) el desaliento de la autodefensa violenta (las “vías de hecho”); y c) la identificación de problemas sociales recurrentes que pueden ser objeto de acción legislativa o administrativa[8].
El derecho comparado da cuenta de esta realidad: small claims, petits litiges, controversie di modesta entità, Bagatellsachen… El desarrollo de métodos informales de adjudicación en las “pequeñas causas” ha sido una de las innovaciones radicales más extendidas en las últimas décadas. La proliferación de estos tribunales de menor cuantía en varios países, de manera casi contemporánea y con profusas similitudes resulta muy sugestiva. El problema central que enfrentan los sistemas jurídicos que han intentado “acercar la justicia” ha sido facilitar el acceso de los individuos por vía de la simplificación, la reducción de costos, la restricción a las apelaciones y el desaliento a la representación letrada, al tiempo de asegurar que el remanente todavía pueda ser descrito como un sistema de justicia[9].
3.1.1. En nuestro continente, el intento más serio y poderoso (aun en la actualidad) se encuentra en Brasil.
Inspirados en las small claims courts de los EE.UU., a iniciativa del Tribunal Superior de Rio Grande do Sul y con el apoyo de AJURIS (la asociación de jueces de ese estado), en 1981 comenzaron a funcionar de modo experimental unos juzgados de pequeñas causas.
En 1984 se aprobó la ley federal 7244, que creaba los Juzgados de Pequeñas Causas con competencia para entender en asuntos cuya cuantía no superara los veinte (20) salarios mínimos.
La Constitución Federal de 1988 institucionalizó los juzgados especiales, “… integrados por jueces togados, o togados y legos, competentes para la conciliación, juicio y ejecución de causas civiles de menor cuantía e infracciones penales de menor potencial ofensivo, mediante procedimientos orales y sumarísimos, permitiéndose, en las hipótesis previstas en la ley, la transacción y el enjuiciamiento de los recursos por grupo de jueces de primer grado” (art. 98).
La ley 9099 (26 de septiembre de 1999), reglamentaria de esta materia a nivel federal, determinó la creación de Juzgados Especiales en todos los Estados, pero el nombramiento de jueces legos y conciliadores quedó en el ámbito discrecional de cada uno ellos. Algunos atribuyen a los jueces letrados todas las funciones; otros, instituyeron sólo la figura del conciliador[10].
Los Juzgados Especiales Civiles y Criminales creados por esta ley son órganos de la justicia ordinaria con funciones de conciliación, conocimiento y ejecución en las causas de su competencia.
Sus principios inspiradores son la oralidad, la simplicidad, la informalidad, la economía procesal y la agilidad, con la constante búsqueda de la conciliación o transacción.
La competencia de los juzgados especiales civiles comprende la conciliación, proceso y juzgamiento de causas civiles de menor complejidad, así consideradas: a) las causas cuyo valor no exceda de cuarenta (40) salarios mínimos; b) las sometidas por el Código Procesal Civil al trámite sumario; c) el desalojo para uso propio; d) las acciones posesorias sobre bienes inmuebles cuyo valor no exceda a los cuarenta salarios mínimos. Son asimismo competentes para promover la ejecución de sus propias resoluciones y de títulos ejecutivos extrajudiciales cuyo valor no exceda los cuarenta salarios mínimos. Quedan excluidas de la competencia de estos juzgados las causas de naturaleza alimentaria, concursal, fiscal y de interés de la Hacienda Pública, así como las relativas a accidentes de trabajo, lo concerniente al estado y capacidad de las personas, aun de índole patrimonial. La opción por el procedimiento previsto en la ley importará la renuncia al crédito excedente al límite cuantitativo establecido, con exclusión de la hipótesis de conciliación (art. 3º).
3.1.2. En España, se ha criticado duramente la regulación del juicio verbal (de menor cuantía[11]) en la LEC 2000, que habilita la comparecencia sin abogado o procurador cuando la cuantía no exceda de € 2.000 y para la petición inicial de los procedimientos monitorios (art. 23, ap. 2, inc. 1º).
Sucede que el propio juicio verbal se sigue regulando con tecnicismos y formalidades que ningún lego podría razonablemente comprender. Así, se ha afirmado que “… es preciso reconocer que esas soluciones no han funcionado. Nadie sensato acude solo a la vista de un procedimiento verbal, en caso de celebrarse. Y es normal, porque el ciudadano medio no sabe Derecho, ni tiene por qué tener formación jurídica que le permita defenderse adecuadamente en un proceso. Para eso están los profesionales del Derecho, igual que los médicos existen para asistir a los enfermos, siendo desaconsejable la automedicación o acudir a un curandero”[12].
3.1.3. En julio de 2007 el Parlamento Europeo y el Consejo de la Unión Europea sancionaron el Reglamento Nº 861/2007 que establece un proceso europeo de escasa cuantía, con normas de procedimiento comunes para la tramitación simplificada y acelerada de litigios transfronterizos relativos a demandas de escasa cuantía en materia de consumo o de índole mercantil[13].
El ámbito de aplicación material y territorial se circunscribe a supuestos de carácter civil y mercantil que tengan naturaleza transfronteriza (aquellos en los que al menos una de las partes esté domiciliada o tenga su residencia habitual en un Estado miembro de la UE distinto de aquel al que pertenezca el órgano jurisdiccional del Estado miembro de la UE que conozca el asunto), siempre que el valor de la demanda (excluidos intereses, gastos y costas) no supere los € 2.000.
Quedan excluidos de este proceso, con carácter general, las materias fiscal, aduanera y administrativa; asimismo, los casos en que el Estado incurra en responsabilidad por acciones u omisiones en el ejercicio de su autoridad, es decir, por acta iure imperii. En particular, se excluyen los asuntos que versen sobre:
a) el estado y la capacidad jurídica de las personas físicas;
b) los derechos de propiedad derivados de regímenes matrimoniales, obligaciones de alimentos, testamentos y sucesiones;
c) la quiebra, los procedimientos de liquidación de empresas o de otras personas jurídicas insolventes, los convenios entre quebrado y acreedores y demás procedimientos análogos;
d) la seguridad social;
e) el arbitraje;
f) el derecho laboral;
g) los arrendamientos de bienes inmuebles, excepto las acciones sobre derechos pecuniarios;
h) las violaciones del derecho a la intimidad y de otros derechos de la personalidad, incluida la difamación.
El procedimiento presenta las siguientes características:
a) Se trata de una vía alternativa a los distintos procedimientos que en puedan existir en los ordenamientos nacionales y a la que puede acogerse libremente el litigante;
b) Se admiten las reclamaciones de deudas pecuniarias y las no pecuniarias, pero siempre que se puedan cuantificar económicamente;
c) La legislación procesal del Estado miembro en el que se desarrolle el proceso es supletoria de los aspectos procesales no regulados;
d) La intervención de abogado u otro profesional del derecho no es vinculante;
e) Los Estados miembros deben garantizar que las partes reciban asistencia práctica para completar los formularios, la cual debe incluir información técnica;
f) El procedimiento es predominantemente escrito, sin perjuicio de la celebración de vista oral si lo piden las partes o lo considera necesario el órgano jurisdiccional;
g) El órgano jurisdiccional no exigirá una valoración jurídica en la demanda, informará a las partes sobre las cuestiones procesales y podrá conciliar entre ellas;
h) El procedimiento debe estar presidido por los principios de simplicidad, rapidez y proporcionalidad. Es conveniente que se hagan públicos los pormenores de los costes y que haya transparencia en los medios para establecerlos.
3.1.4. Elementalmente, la justicia especial o de pequeñas causas satisface el postulado garantista de asegurar la real vigencia del derecho de acción. Refiriéndose a la garantía de la defensa en juicio, Alvarado Velloso nos enseña que resulta un error restringirla a la esfera de actuación del demandado civil o del reo penal y que, por el contrario, rige plenamente para ambos contendientes[14].
Esto es particularmente así en el momento inicial del pleito, para el que expresa o implícitamente las cartas magnas consagran la inviolabilidad de la defensa en juicio de los derechos del ciudadano. Quizá con términos más remozados, el inveterado derecho de acción (derecho de instar a la autoridad) trocó en derecho a la tutela judicial efectiva o a la jurisdicción[15].
El hecho de que este tema haya sido objeto de un particular estudio —y hasta de un «movimiento»[16]― obedece al impacto que esa realidad ocasionó al sistema judicial en su conjunto. Un autor lo pintará con palabras asaz elocuentes: “Nos referimos a la democratización del acceso a la justicia, mediante la cual, como parte de un proceso más abarcativo, amplios segmentos de la población han podido incorporarse al sistema jurídico-político, accionar ante los tribunales e incoar de ese modo el procedimiento judicial. Esta transformación es consecuencia de los cambios sociales que, por un lado, generaron la expectativa de un mayor acceso a la justicia al compás de la redistribución de los bienes económicos a clases antes excluidas, y, por otro, hicieron presión sobre el sistema político para que estos derechos fueran reconocidos en las normas legales y constitucionales. La incorporación de grandes masas ciudadanas al sistema social y político generó la recepción de las mismas por el sistema jurídico, que comienza a estar interconectado con los anteriores. Concomitantemente, el reconocimiento de los derechos individuales y su eficacia vinculante resaltan la necesidad lógica de una instancia ante la cual sean exigibles por sus titulares (...) A ello debemos sumarle que la materia justiciable, por el fenómeno de la juridificación, se acrecentó en proyección geométrica durante la segunda mitad de este siglo, con lo cual el ciudadano tiene acceso hoy a la justicia en una proporción que no la tenía en tiempos pasados y que además puede someter a ella toda una serie de cuestiones que antes le estaban vedadas”[17].
Sin embargo, las altas promesas constitucionales de acceso a la jurisdicción suelen dificultarse o desalentarse por condiciones de la realidad entre las que destaca la inacción de los poderes públicos o la insignificancia económica. Hace ya algunos años, Ramos Méndez se preguntaba: “¿Quién es el necio que se atreve a reclamar estas modestas sumas ante los Tribunales de Justicia? Sin embargo, ésta es la necesidad del ciudadano de a pie para sentir que verdaderamente toca la justicia cuando la necesita”[18].
3.1.5. En estos mecanismos de atención a las “pequeñas causas”, al tiempo que la garantía de acceso se cumple, otras veces se resiente la imparcialidad del juzgador. Esto ocurre particularmente en aquellos ordenamientos que superponen las funciones de conciliación (y, aun, de mediación) y adjudicación del conflicto por autoridad.
Así, y respecto del caso brasileño, se sostiene que las mayores dificultades surgen con la eventual confusión entre el papel de conciliador y de juez y, consiguientemente, el desempeño insatisfactorio de ambas funciones: como conciliador, se corre el riesgo de imponer inconscientemente un acuerdo por la amenaza latente de su poder para decidir; como juez, puede ser compelido a permitir que su esfuerzo de conciliación subvierta el mandato de aplicar la ley. Este riesgo en que incurren los conciliadores, provocado por la socialización a la que son sujetos en la lógica de la justicia formal de decisión, típica de su formación en derecho, implica lo que se denomina el “dilema de la doble institucionalización del poder judicial”, dado que se crean formas distintas de práctica judicial, basadas en lógicas también diferentes. Una persigue el acuerdo entre las partes por medio de la conciliación, conducida por un abogado que desempeña la función de conciliador; la otra busca la aplicación de la justicia por medio del poder de decisión del juez. Tales lógicas representan una tensión entre la justicia formal de decisión y la justicia informal de mediación, las dos formas que asume la justicia de nuestros días[19].
3.1.6. Adicionalmente, la falta de asistencia letrada puede convertir a la oficina receptora de demandas (y aun al propio juez) en abogado de la parte actora, sesgando desde el inicio la consideración del caso y, eventualmente, afectando la igualdad procesal.
3.1.7. En definitiva, así como ya no hay quien dude que es menester brindar respuesta jurisdiccional a este universo de “pequeñas causas”, siempre es posible preguntarnos por una mejor manera de hacerlo[20].
Las respuestas de políticas públicas pueden ser diversas: desde confiar en la sociedad civil y en su activismo “no gubernamental” hasta decidir la asunción de una función redistributiva plena, no solo afrontando los costes de “juzgados especiales” sino de una “asistencia jurídica gratuita” y, claro, separada e independiente del órgano decisor.
3.2. Los denominados “procesos colectivos”
La existencia de pretensiones que afectan a un número muy significativo de personas y la posibilidad de gestionarlas colectivamente ha sido una de las características más disruptivas del Derecho Procesal de este tiempo, así como uno de sus desafíos más importantes.
Al iniciar su trabajo, Redish y Berlow adelantan que así como hay poco consenso en la comunidad académica acerca de por qué existe esta “isla de colectivismo en un mar de resolución de disputas individuales”, hay un acuerdo casi universal acerca de la necesidad de alguna herramienta para sustanciar reclamos colectivos masivos[21].
La efectiva vigencia del derecho de acción para ese tipo de pretensiones es una clara exigencia del garantismo procesal.
3.2.1. Sabido es que, una vez reconocidos por el legislador (constitucional o infraconstitucional), los derechos materiales no pueden ser negados a base de impedir a los ciudadanos que peticionen su tutela judicial. El legislador ordinario puede, respecto de intereses privados, no elevarlos a la condición de derechos subjetivos (salvo en el caso de que tengan reconocimiento en la Constitución) pero, configurado un derecho subjetivo en la ley, no puede luego negarse la posibilidad de que su titular inste la tutela[22]. En otros términos, en la medida en que la actividad jurisdiccional del Estado representa la respuesta dada para la prohibición de la autodefensa, es necesario proporcionar al titular de un interés jurídicamente protegido exactamente aquello que el Derecho sustancial le concede[23]. La omisión en establecer esas vías de tutela sería inconstitucional[24].
Desde la perspectiva del particular que insta, Montero Aroca ha señalado el principio de oportunidad —que conforma toda la actuación del derecho privado por los órganos jurisdiccionales— como punto de partida para comprender la idea de legitimación[25].
En un sistema de derechos subjetivos privados[26], “el principio general del que hay que partir es el de que sólo el titular del derecho puede disponer del mismo... Desde esta perspectiva parece claro que el legislador no puede discrecionalmente legitimar a quien no afirme la titularidad del derecho subjetivo, porque ello equivale a permitir disponer del derecho a quien no es su titular”[27]. De ahí que las excepciones que constituyen la legitimación extraordinaria deban responder a “motivos objetivos, razonables y proporcionados. Esos motivos son los que han ido cambiando, pasándose de lo privado a lo colectivo, de supuestos de escasa trascendencia social a otros en los que puede estar implicado gran número de personas”[28].
La justificación social de estas nuevas “legitimaciones” suele plantearse, precisamente, en términos de garantía de la defensa en juicio de los derechos involucrados. Dice Trionfetti que “las acciones colectivas son instrumentos de protección de la libertad (en sentido amplio) o de la propiedad que posibilitan el acceso a la tutela efectiva de ciertos derechos que, disputados dentro del formato decimonónico de ejercicio de la acción, serían inviables, costosos o de difícil tutela”[29]. A su entender, “la clave para optar por un proceso colectivo reside en la existencia de una suerte de condensación de elementos que no pueden ser absorbidos o procesados en la matriz clásica sin riesgo de ineficacia o colapso para el sistema judicial”[30].
Afinando el concepto, y contemplando las peculiaridades de nuestros ordenamientos, Maurino, Nino y Sigal justifican la existencia del “caso colectivo” en las hipótesis de intereses supraindividuales y de intereses plurales homogéneos de difícil acceso jurisdiccional[31]. También se ha dicho que “el criterio óptimo se da cuando sin la agregación de procesos el acceso a la justicia es inalcanzable”[32].
En el derecho anglosajón —aun desde una perspectiva liberal de respeto a la autonomía individual— se ve a las class actions como un catalizador del logro de los fines individuales: se trata de una herramienta para ayudar a la persona a perseguir sus propios intereses y un medio de profundización de la autonomía al proveerle la opción de una estrategia colectiva alternativa para maximizar sus reclamos a través de un proceso de colectivismo voluntario[33].
Por lo demás, siempre será bueno recordar que “los agentes finales de los derechos son individuos, que la identificación de grupos es ante todo una herramienta para asegurar protección a las personas que participan de cierta situación colectivamente relevante; pero que al final del día, quienes viven o mueren, ganan o pierden son las personas individuales. Esto nos lleva a sugerir que el diseño de las acciones colectivas debería ser sensible a reconocer algunos aspectos fundamentales del derecho de defensa que recaigan en los individuos afectados, además de asegurarlos plenamente respecto del grupo considerado como unidad de acción en el proceso, a través de los legitimados colectivos”[34].
3.2.2. La acertada elección del legitimado es clave a la hora de garantizar el derecho de defensa en juicio de todos los miembros del grupo o clase de afectados.
Respecto de la acreditación de la representación adecuada se han previsto, básicamente, dos sistemas: a) aquel que confía la comprobación de la existencia de la representación adecuada al juez del caso concreto (sistema de las class actions estadounidenses[35]); b) aquel que predetermina de antemano quiénes son los representantes adecuados (sistema de la mayoría de los regímenes de derecho continental, que legitiman a ciertos sujetos o categorías de sujetos: ministerio público, defensor del pueblo, asociaciones o ciertas asociaciones, el “afectado”, etcétera).
Es en función de los desequilibrios que se han constatado respecto de la legitimación activa de ciertos sujetos en nuestros sistemas[36] que ha ido ganando terreno la necesidad de controlar, en el caso concreto, la existencia de una verdadera representación adecuada, entendiendo por tal el conjunto de condiciones personales, profesionales, financieras, etcétera, suficientes para garantizar una apropiada defensa de las pretensiones colectivas. Y en lugar de abandonar ese control a la entera discrecionalidad judicial, se propicia “la previsión normativa de parámetros a tener en cuenta… en primer lugar, para objetivar el sistema en la medida de lo posible y, en segundo lugar, para exteriorizar la preferencia del legislador respecto de los elementos enunciados”[37].
Por nuestra parte, entendemos que si bien la caracterización del estándar representación adecuada es perfectible, su previsión y constatación se impone como exigencia de la garantía de la inviolabilidad de la defensa en juicio: “en la medida en que las consecuencias del obrar del legitimado «extraordinario» (activo o pasivo) sean capaces de repercutir favorable o desfavorablemente en la esfera de interés de múltiples sujetos, sin que éstos necesariamente hayan prestado su voluntad expresa o tácita, la salvaguarda de la garantía del debido proceso (art. 18, Constitución Nacional; art. 8°, Convención Americana de Derechos Humanos) hace necesaria la existencia de mecanismos que aseguren que quien va a actuar gestionando y hasta disponiendo de intereses que no le pertenecen, lo haga apropiadamente”[38].
Claro está que esto es solo un muy pequeño aspecto de la cuestión: resta elaborar todo un sistema de controles y contrapesos relacionados con el “derecho de defensa en juicio” que tiene que ver con el régimen de notificaciones, la posibilidad de excluirse del grupo, la intervención de terceros, los efectos de la sentencia, el régimen recursivo, entre otros.
3.2.3. En lo que refiere a los intereses plurales homogéneos, es habitual la discusión en torno a si el proceso colectivo debe regularse con un mecanismo de inclusión (opt-in) o de exclusión (opt-out) de los miembros al grupo o clase.
En el sistema opt-in los miembros del grupo deben incluirse en el proceso colectivo a fin de que la sentencia que se dicte los alcance. En el sistema opt-out los miembros del grupo deben excluirse del proceso colectivo a fin de que la sentencia que se dicte no los alcance y, así, poder decidir no demandar o demandar individualmente.
El sistema opt-in, mayoritario en Europa, es la regla en Inglaterra, Suecia, Alemania y, para algunos, en Italia. El sistema opt-out, paradigmático de las class actions estadounidenses, rige también en Portugal y, bajo ciertas circunstancias, en Dinamarca, Noruega y los Países Bajos.
El debate entre opt-in y opt-out plantea dificultades a la hora de equilibrar los derechos individuales y la exigencia de eficacia procesal. Según Hodges su resolución debe pasar, en última instancia, por una opción política que maximice la posibilidad de una respuesta justa. A sabiendas de que la elección involucra consideraciones de poder y de abuso, se pregunta: ¿cómo hacer para satisfacer las pretensiones legítimas de un número significativo de personas haciendo responder a los demandados sólo cuando corresponde?[39]
El mismo autor considera que esa opción política de adscribir a uno u otro sistema reclama la consideración de tres aspectos técnicos:
a) En primer lugar, debe lograr el resultado de producir un efecto vinculante para todos quienes tengan derecho, con un mínimo costo y demora. En este sentido, la regla opt-in puede constituir una barrera (por falta de conocimiento o de recursos para asumir los costos) para la satisfacción de reclamos genuinos; por el contrario, la regla opt-out puede abultar el número de reclamantes y aumentar la presión sobre el demandado para transigir. De alguna manera, existe la tendencia a considerar que la regla opt-out sirve mejor a los casos de reclamos de menor cuantía[40].
b) En segundo lugar, no debe conculcar derechos fundamentales. Para muchos, el derecho a la determinación de los derechos y obligaciones civiles en un juicio público y justo, en un tiempo razonable y ante un juez imparcial, es un óbice al establecimiento de la regla opt-out[41].
c) En tercer lugar, debe asumir el problema del financiamiento de estos procesos. Ambos enfoques pueden involucrar altos costos para satisfacer requerimientos de notificaciones, información y controles[42]. A su turno, esos costos están íntimamente vinculados al sistema de imposición de costas. El “principio objetivo de la derrota” está muy arraigado en el derecho continental y, por tanto, puede incidir a la hora de incluirse / excluirse del grupo.
En Latinoamérica, sólo algunos ordenamientos han asumido el problema de la permanencia o inclusión de los miembros del grupo en el proceso colectivo.
Así, la Ley 472/98 de Colombia regula la integración al grupo y la exclusión del grupo (artículo 55) aunque la primera debe entenderse sólo relacionada con la posibilidad de participar personalmente en el proceso y no como la exigencia de opt-in, estrictamente. Por el contrario, “en cuanto al derecho de exclusión del grupo, su finalidad es no acogerse a los efectos de la sentencia, pues si no se ejerce esta opción, el fallo tendrá efectos de cosa juzgada respecto de todas las víctimas del mismo hecho dañoso que pertenezcan al grupo determinado en la demanda. Se presume que la víctima que forma parte del grupo conoció la existencia del proceso y al no manifestar su deseo de ser excluida de la acción, decidió acogerse a la decisión que en ella se profiera”[43].
En la reciente reforma a la Ley de Defensa del Consumidor argentina[44] se incorporó una disposición según la cual “[l]a sentencia que haga lugar a la pretensión hará cosa juzgada para el demandado y para todos los consumidores y usuarios que se encuentren en similares condiciones, excepto de aquellos que manifiesten su voluntad en contrario previo a la sentencia en los términos y condiciones que el magistrado disponga” (artículo 54), para lo cual, según Lorenzetti, “es un recaudo elemental que sean individualizados nominativamente”[45].
Para el mismo autor, el sistema de inclusión (opt-in) “preserva el derecho individual pero deteriora seriamente la noción de acción de clase… en la práctica, cada sujeto debe dar un consentimiento y no se diferencia demasiado de la acción individual”[46].
3.2.4. Hemos visto que una de las varias justificaciones del proceso colectivo es la insignificancia de la pretensión actora o la formidable disparidad de fuerzas con la parte demandada (vgr. casos de daños a los consumidores, de reclamos de ciudadanos frente al Estado, de demandas de vecinos frente a grandes conglomerados industriales contaminantes, etcétera).
Sin embargo, la habilitación al ejercicio colectivo de esas pretensiones no implica “asumir ni el derecho del más débil ni la responsabilidad del poderoso, por el simple hecho de serlo”[47], por lo que se debe garantizar la efectiva igualdad de las partes[48].
Más allá de otros despliegues, la expresión más paradigmática de la igualdad procesal es la efectiva y real vigencia del contradictorio[49], que reclama singulares concreciones en los procesos colectivos[50].
Asimismo y desde otra perspectiva, consideramos que la aspiración a que el conflicto sea resuelto definitivamente puede leerse en esta clave.
Ésa ha sido la solución del derecho estadounidense en el que ―cualquiera sea su sentido― la sentencia que recaiga en el procedimiento de class action extiende sus efectos a todos los miembros actuales y potenciales de la clase que no hayan ejercido oportunamente el derecho de excluirse (opt-out).
En los ordenamientos de raíz continental, en cambio, esa solución es muy resistida. Así, en la Exposición de Motivos del Código Modelo de Procesos Colectivos para Iberoamérica[51] leemos que “[c]on relación a los intereses o derechos individuales homogéneos, la opción de la legislación brasileña, mantenida en el Código, es de la cosa juzgada secundum eventum litis: o sea, la cosa juzgada positiva actúa erga omnes, beneficiando a todos los miembros del grupo; pero la cosa juzgada negativa sólo alcanza a los legitimados a las acciones colectivas, pudiendo cada individuo, perjudicado por la sentencia, oponerse a la cosa juzgada, promoviendo su acción individual en el ámbito personal”.
Sin embargo, crecen las voces a favor de la extensión de la cosa juzgada cualquiera sea el sentido de la decisión o, dicho de otro modo, a que el conflicto sea resuelto de manera definitiva[52]. Más aún, se habla de un derecho del demandado a la resolución definitiva del conflicto[53], aclarándose que, en todo caso, “[s]i el temor de otorgarle efectos plenos de cosa juzgada a la sentencia en la acción de grupo proviene del temor acerca de que el grupo no haya sido adecuadamente informado de la existencia de la acción o de que no haya sido adecuadamente representado en ella, lo que hay que tomar es medidas para asegurar que estos dos aspectos del proceso se cumplan adecuadamente”[54].
3.2.5. Ya hemos visto que el garantismo procesal pone especial énfasis en el principio de la imparcialidad del juzgador, entendido como la exigencia de que el juez sea un verdadero tercero respecto de las partes en litigio (impartialidad), no se encuentre en situación de subordinación jerárquica respecto de alguna de las partes (independencia) y no tenga interés en la solución del litigo (imparcialidad propiamente dicha)[55].
Claro está, se trata de un concepto cuya realización práctica presenta no pocas dificultades, tal y como lo advirtieron varios autores[56]. Por esa razón, el garantismo considera la imparcialidad como una representación prescriptiva (y no descriptiva), equivalente a un “conjunto de cánones deontológicos: el compromiso del juez de no dejarse condicionar por finalidades externas a la investigación de lo verdadero, la honestidad intelectual que como en cualquier actividad de investigación debe cerrar el interés previo en la obtención de una determinada verdad, la actitud «imparcial» respecto de los intereses de las partes en conflicto y de las distintas reconstrucciones e interpretaciones de los hechos por ellas avanzadas, la independencia de juicio y la ausencia de preconceptos en el examen y en la valoración crítica de las pruebas, además de en los argumentos pertinentes para la calificación jurídica de los hechos por él considerados probados”[57].
El propio Ferrajoli reclama ciertas condiciones para acercarse a ese modelo ideal de imparcialidad; a saber:
a) La indiferencia o desinterés personal del juez respecto de los intereses en conflicto y, correlativamente, la más amplia recusabilidad del juez por las partes[58] y el deber de excusación de éste;
b) La configuración del proceso como una relación triangular entre tres sujetos, dos de los cuales actúan como partes y el tercero superpartes;
c) La igualdad de las partes, “para que la imparcialidad del juez no se vea ni siquiera psicológicamente comprometida por su desequilibrio de poder y no se creen ambiguas solidaridades, interferencias o confusiones entre funciones...”[59].
A menudo se sostiene que en los procesos colectivos existe un aumento relevante de los poderes del juez[60]. Sin embargo, debe distinguirse adecuadamente entre las facultades materiales de dirección y las facultades procesales de dirección[61]. Las facultades materiales se refieren a la disposición del objeto litigioso (inicio del proceso) y a la aportación de los elementos (hechos y pruebas) que puedan influir en la sentencia; las facultades procesales se refieren al control de la regularidad formal del proceso, a la determinación de la posibilidad de que exista sentencia sobre el fondo (control sobre los presupuestos procesales) y al impulso procesal.
Y es que “no obstante el interés general o colectivo que motiva la implementación de este nuevo instrumento, no puede olvidarse que en la acción de grupo el juez debe continuar siendo impartial e imparcial y que el debido proceso es un derecho fundamental de las dos partes”[62].
Una perspectiva garantista del proceso colectivo debe permitir al juez ejercer sus poderes procesales para lograr, entre otros resultados prominentes, un adecuado control de la etapa postulatoria y de sus presupuestos[63].
En las legislaciones que así lo habilitan, el control de la representación adecuada del peticionante es un deber judicial de enorme trascendencia a esos mismos fines: la protección de los miembros ausentes del grupo de los afectados y, consiguientemente, la correcta integración de la litis[64]. En esta línea, se destaca el Código Modelo de Procesos Colectivos, por ejemplo en su artículo 2, par. 2° y 3° y, en una interpretación plausible, la ley colombiana 472/1998[65].
Lo propio cabe decir del control judicial en la (eventual) transacción del juicio, prevista en la legislación estadounidense así como en el Código Modelo de Procesos Colectivos para Iberoamérica[66]. Los autores discrepan acerca del alcance de ese control: de mérito (por las características del objeto litigioso y en defensa del interés colectivo[67]) o solamente formal (para la preservación de la imparcialidad judicial[68]).
3.2.6. La deseada separación de funciones entre juzgador y partes ―que coadyuva al logro de la aspiración de un juez “lo más imparcial que se pueda”― se fortalece por la participación de un Ministerio Público (o la agencia estatal más adecuada por el objeto del pleito) dispuesto a asumir la firme defensa del interés tutelado, ora como legitimado activo que tomó la iniciativa del proceso, ora como partícipe necesario en representación de los ausentes. Así lo prevé, por ejemplo, el artículo 3 del Código Modelo de Procesos Colectivos para Iberoamérica: “… Par. 3°. En caso de interés social relevante, el Ministerio Público, si no promoviera la acción o no interviniera en el proceso como parte, actuará obligatoriamente como fiscal de la ley. Par. 4°. En caso de inexistencia del requisito de la representatividad adecuada, de desistimiento infundado o de abandono de la acción por la persona física, entidad sindical o asociación legitimada, el juez notificará al Ministerio Público y, en la medida de lo posible, a otros legitimados adecuados para el caso a fin de que asuman, voluntariamente, la titularidad de la acción”.
En este mismo orden de ideas, y por vulnerar la separación de funciones entre juzgador y partes, deben criticarse los ordenamientos que ponen la carga de la prueba en cabeza del juzgador. Es el caso del artículo 12 del Código Modelo de Procesos colectivos para Iberoamérica, que habilita la producción oficiosa de pruebas, bien que “con el debido respeto de las garantías del contradictorio”.
Ello, por supuesto, no obsta a que ―con los recaudos de rigor para la preservación de la imparcialidad― el juzgador pueda ordenar medidas para mejor proveer o diligencias finales[69].
3.2.7. Desde otra perspectiva, y a fin de preservar ahora la independencia y la adecuada separación de funciones con los demás poderes del Estado, es dable exigir al juez que intervenga sólo ante la presencia de un caso o controversia.
El requisito pertenece a la más arraigada tradición argentina[70] y también ha sido recordado en la literatura estadounidense al criticar las llamadas “settlement class actions”, caracterizadas por la ausencia de una disputa a ser llevada a litigio[71].
Afinando el concepto, Lorenzetti recuerda que la exigencia de causa o controversia impone tres recaudos de orden público: a) interés concreto, inmediato y sustancial; b) acto u omisión ilegítimos; y c) perjuicio diferenciado, susceptible de tratamiento judicial. Respecto de este último concluye que no se trata de “la exclusividad del daño, sino de su diferenciación; lo que significa que quien invoca legitimación debe señalar un móvil distinto del mero interés en el cumplimiento de la ley. De lo contrario, caemos en la acción popular o en instancias de mera denuncia, o participación ciudadana indiferenciada basada en el mero interés de legalidad objetiva”[72].
Ello, para no señalar el riesgo cierto de que, al redistribuir recursos como modo de cumplir la ley sin la adjudicación de un caso o controversia, el juez se transforme en una autoridad (meramente) administrativa[73].
La exigencia de caso o controversia facilita la toma de decisión judicial informada. Ello es particularmente así en los procesos colectivos, donde la participación procesal individual es impracticable y el resultado tendrá valor de cosa juzgada para los ausentes[74].
3.2.8. Finalmente, y habida cuenta de que se trata de casos habitualmente regulados por principios y reglas en las que abundan los conceptos indeterminados, el deber de motivación de la decisión judicial es garantía de racionalidad y posibilidad de control.
Por ello, es elogiable el proyecto de reforma de Ley de Acción Civil Pública brasileña que, en su artículo 3, inciso V, prevé el deber de “motivação específica de todas as decisões judiciais, notadamente quanto aos conceitos indeterminados”.
Como decía Montero Aroca, la realidad está condicionando nuestros estudios procesales, demandando nuevos y eficaces instrumentos para hacer frente a una demanda cada vez mayor de acceso a la jurisdicción. Compartimos, entonces, la preocupación de quienes miran perplejos estos nuevos mecanismos: es cierto que muchas de esas respuestas son incompletas y perfectibles, particularmente en función de una serie de valores de la más alta escala en la axiología procesal. Sin embargo, estamos convencidos de que —maguer la larga lista de debilidades, omisiones, superposiciones e indeterminaciones que es dable constatar en la mayoría de los “subsistemas latinoamericanos” (si se nos permite la expresión)— estos mecanismos “han venido para quedarse”.
Bien se ha dicho que cada vez que un sector de la realidad social exige criterios especiales de justicia, el derecho va conformándose a ese tipo de exigencias, modificándose las ramas jurídicas existentes y, en algunos casos, constituyendo ramas autónomas[75]. En el propio ámbito del proceso, “criterios especiales de justicia” demandaron la instrumentación de procedimientos especiales para —también— especiales pretensiones: los juicios ejecutivos, las pretensiones cautelares, las pretensiones de menor cuantía, el amparo (o tutela), el hábeas corpus, los interdictos y tantos más son una clara muestra. En todos ellos, a qué dudarlo, hay sacrificios o postergación de ciertos valores en pos de la consecución de otros, también socialmente ponderables.
Ciertamente, la garantía más ostensiblemente involucrada es la del derecho de acción, la del acceso a la jurisdicción para una categoría de pretensiones que, de no contar con estos especiales mecanismos, carecen de todo tipo de respuesta jurisdiccional. Particularmente en punto a las “acciones colectivas”, la notoria preocupación actual del derecho procesal puede correlacionarse con el auge de los estudios de la “acción procesal” en las postrimerías del s. XIX: entonces se luchaba contra el poder de un Estado absoluto, ahora se ha tomado conciencia de otras formas de poder de extrema concentración y ―a veces― de difícil identificación. La masificación de las relaciones sociales y económicas muestra una correlativa masificación de los conflictos a los que es menester dar cauce procesal para su solución. Esto también es garantizar.
* Profesora Titular Ordinaria de Derecho Procesal I, Facultad de Derecho, Universidad Nacional de Rosario (Argentina). Miembro Titular del IPDP.
[1] MONTERO AROCA, Juan, El Derecho Procesal en el siglo XX, Valencia, Tirant-lo-Blanch, 2000.
[2] CAPONI, Remo, “Transnational Litigation and Elements of Fair Trial”, en Procedural Justice, Heidelberg, Gieseking, 2014, p. 493.
[3] MONTERO AROCA, cit., p. 59.
[4] Así, fue Luigi Ferrajoli quien difundió la expresión garantismo penal (pp. 33 y ss.) y garantismo procesal (si bien a los fines penales, v. pp. 537 y ss.), aunque en ambos casos con acepciones “susceptibles de ser trasladadas a todos los campos del ordenamiento jurídico” (p. 851) (FERRAJOLI, Luigi, Derecho y razón, trad. Perfecto Andrés Ibáñez et al, 3ª ed., Madrid, Trotta, 1998, en especial v. Capítulo 13, “¿Qué es el garantismo?”, pp. 851 y ss.). Limitado al derecho procesal, podemos citar las obras de ALVARADO VELLOSO, Adolfo, Sistema procesal. Garantía de la libertad, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2009, 2 tomos; Garantismo procesal versus prueba judicial oficiosa, Rosario, Juris, 2006; El garantismo procesal, en “Activismo y garantismo procesal”, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Córdoba, 2009, pp. 145 y ss., así como los debates consignados en Proceso civil e ideología, Juan MONTERO AROCA (coord.), Valencia, Tirant lo Blanch, 2006; etcétera. También puede v. LORCA NAVARRETE, Antonio M., Estudios sobre garantismo procesal, Dijesa, 2009.
[5] FERRAJOLI, cit., p. 540.
[6] “La proclamación de los derechos fundamentales, como por lo demás del principio de igualdad y por otro lado de la representación, equivale a la estipulación de valores. Y contiene, por eso, un elemento de utopía, siendo la utopía un elemento integrante de la noción de valor en el sentido de que es propio de los valores el hecho de no ser nunca perfectamente realizables o de una vez por todas y de admitir siempre una satisfacción sólo imperfecta, es decir, parcial, relativa y contingente. Precisamente por esto los valores son universales e imperecederos” (FERRAJOLI, cit., p. 866).
[7] Sobre el tema, puede v. FERRAJOLI, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, trad. Perfecto Andrés Ibáñez y Andrea Greppi, 2ª ed., Madrid, Trotta, 2001, en especial, pp. 24/25. Asimismo, puede v. nuestro trabajo en coautoría con CHAUMET, Mario E., ¿Es el derecho un juego de los jueces?, Revista Jurídica La Ley, 2008-D, bol. 18.06.2008, pp. 1/7.
[8] BESTF, Arthur – ZALESNE, Deborah – BRIDGES, Kathleen – CHENOWETH, Kathryn, Peace, Wealth, Happiness, and Small Claim Courts: A Case Study, Fordham Urban Law Journal, Vol. 21, Issue 2, 1993, Article 4; consultado en http://ir.lawnet.fordham.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1390&context=ulj el 10 de marzo de 2015.
[9] Cfr. WHELAN, Christopher J. (ed.), Small Claims Courts: a comparative study, Oxford (England): Clarendon Press; New York: Oxford University Press, 1990.
[10] “Apenas los Estados de Río Grande del Sur, del Mato Grosso del Sur, del Paraná y del Acre crearon figuras de los Jueces Legos y Conciliadores” (RODYCZ, Wilson Carlos, El Juzgado Especial y de Pequeñas Causas en la solución del problema del acceso a la justicia en Brasil, en http:// www.cejamericas.org/ index.php/ biblioteca/ biblioteca-virtual/ doc_ view/ 1464- el-juzgado -especial- y-de -peque% C3% B1as- causas-en- la-soluci % C3% B3n-del- problema- del- acceso-a- la-justicia- en-brasil .html, consultado el 10 de marzo de 2015).
[11] “2. Se decidirán también en el juicio verbal las demandas cuya cuantía no exceda de seis mil euros y no se refieran a ninguna de las materias previstas en el apartado 1 del artículo anterior” (art. 250 LEC).
[12] NIEVA FENOLL, Jordi, ¿Es antieconómico litigar por menos de 1.000 euros? Planteamiento de soluciones para las reclamaciones de pequeña cuantía, Justicia 2007, pp. 39-40.
[13] Cfr. http:// eur-lex.europa.eu/ LexUriServ/ LexUriServ.do ?uri= CELEX: 32007R0861 :ES: HTML, consultado el 10 de marzo de 2015.
[14] Cfr. ALVARADO VELLOSO, Introducción…, t. I, pp. 178 y ss.
[15] Cfr. CAPPELLETTI, Mauro – GARTH, Bryan, The Worldwide Movement to Make Rights Effective, Milano, Giuffrè, 1978; GONZÁLEZ PÉREZ, Jesús, El derecho a la tutela jurisdiccional, Madrid, Civitas, 1984, etcétera. Rosatti hablará de derecho a la jurisdicción antes del proceso, como “el derecho a exigir del Estado —monopolizador del servicio de administración de justicia— el cumplimiento de los presupuestos jurídicos y fácticos necesarios para satisfacer el cometido jurisdiccional ante la eventualidad de una litis concreta” (ROSATTI, Horacio D., El derecho a la jurisdicción antes del proceso, Buenos Aires, Depalma, 1984, p. 47)
[16] V. nota anterior.
[17] THURY CORNEJO, Valentín, Juez y división de poderes hoy, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 2002, pp. 256/257.
[18] RAMOS MÉNDEZ, Francisco, El mito de Sísifo y la Ciencia Procesal, Justicia 88, N° 2, p. 271.
[19] FAISTING, André Luiz, “O dilema da dupla institucionalização do poder judiciário: o caso do juizado especial de pequenas causas”, en O sistema de justiça, Maria Teresa Sadek (org.), Série Justiça, Fundação Ford, São Paulo, Sumaré, 1999, pp. 43-44.
[20] En España, se ha afirmado que “El procedimiento verbal, actualmente existente en nuestra Ley de Enjuiciamiento Civil, no es adecuado para que un ciudadano lego en Derecho acuda a defender sus pretensiones ante un Juez. Su regulación está prevista pensando, en el fondo, en la presencia de abogados. Y por ello, en lugar de acudir a un juicio jurisdiccional, se queda en casa lamentándose de la injusticia del sistema. Quizás haya llegado el momento de asumir que estas pequeñas reclamaciones, y otras como la mayoría de las reclamaciones de consumo, no precisan de un proceso basado en esquemas del pasado. Por ello, entiendo que estas reclamaciones habrían de resolverse informalmente en juicios prima facie, en presencia judicial, por supuesto, pero en principio de ningún otro profesional del Derecho. La experiencia de estos juicios está dando unos frutos óptimos en los arbitrajes de consumo, a la vista de las estadísticas y pese a la existencia de algunas deficiencias que habrán de ser solucionadas en un futuro. Pero la mayoría de los ciudadanos tienen su caso resuelto en un plazo variable de entre pocos días o semanas, a un máximo de tres meses. Y son enormes las tasas de satisfacción entre los ciudadanos. Tasas estas –más que otras– que tanta falta le hacen a nuestra justicia profesional” (NIEVA FENOLL, cit., 40-41).
[21] REDISH, Martin H. – BERLOW, Clifford W., The class action as political theory, 85 Wash. U. L. Rev. 753 (2007), p. 754, consultado en http:// papers.ssrn.com/ sol3/ papers. cfm? abstract_id = 1071191, el 10 de marzo de 2015.
[22] MONTERO AROCA, Juan, Introducción al derecho procesal. Jurisdicción, acción y proceso, Madrid, Tecnos, 1976, p. 126.
[23] PÉREZ RAGONE, Álvaro J. D., Prolegómenos de los amparos colectivos, en Revista de Derecho Procesal, N° 4, pp. 103 y ss., Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2000, p. 88, con cita de Dinamarco y Marinoni.
[24] Así, se ha afirmado que “desconocer, negar, o estrangular la legitimación procesal, privando de llave de acceso al proceso a quien quiere y necesita formular pretensiones en él para hacer valer un derecho, es inconstitucional” (BIDART CAMPOS, Germán, Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino, 2ª ed., Buenos Aires, Ediar, 1993, t. I, p. 351).
[25] MONTERO AROCA, Juan, La legitimación colectiva de las entidades de gestión de la propiedad intelectual, Granada, Comares, 1997, pp. 29/30; el destacado es nuestro.
[26] Como lo es la Argentina, cfr. Constitución Nacional, arts. 14, 17, 18, 19, 28, 33, 42 y cc.
[27] MONTERO AROCA, La legitimación colectiva…, cit., p. 35.
[28] Ibídem. Por lo demás, muchas veces se confunden los conceptos de interés, legitimación y representación. De allí que sea “menester distinguir un objeto del proceso supraindividual, un ámbito de legitimados plural y un portador individual. Es importante distinguir, a su vez, dentro de lo que genéricamente se denomina objeto —pretensión— supraindividual, los casos que versan sobre intereses supraindividuales en sentido propio —colectivos o difusos— (lo cual sí constituye ya un auténtico supuesto de legitimación «colectiva») de aquellos en que lo que existe es una pluralidad de derechos individuales homogéneos, conexos (de titularidad y legitimación individual, privativa), que no son, en realidad, supuestos de legitimación «colectiva» sino, en todo caso, de acumulación de pretensiones y, eventualmente, de representación conjunta. El primero sería el caso de un particular, miembro de un determinado grupo social, que insta la retirada o la no difusión de unas determinadas manifestaciones injuriosas a ese grupo; el segundo el de las class actions norteamericanas” (GUTIÉRREZ DE CABIEDES E HIDALGO DE CAVIEDES, La tutela..., cit., p. 188).
[29] TRIONFETTI, Víctor Rodolfo, Aspectos preliminares sobre la tutela jurisdiccional de los derechos difusos, colectivos y homogéneos, en OTEIZA, Eduardo [Coordinador], Procesos colectivos, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2006, pp. 155/156.
[30] MAURINO, Gustavo – NINO, Ezequiel – SIGAL, Martín, Las acciones colectivas, Buenos Aires, Lexis Nexis, 2005, pp. 159/160.
[31] V. su lograda idea de “caso colectivo”, op. cit., pp. 199 y ss.
[32] LORENZETTI, Ricardo Luis, Justicia colectiva, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2010, p. 125.
[33] REDISH – BERLOW, cit., p. 806.
[34] MAURINO – NINO – SIGAL, cit., p. 250.
[35] “One or more members of a class may sue or be sued as representative parties on behalf of all only if… (4) the representative parties will fairly and adequately protect the interests of the class…” (Federal Rule 23, a), 4°). Adhieren al mismo sistema Canadá y Australia. V. nuestro trabajo Procesos colectivos. Recepción y problemas, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2008, pp. 94 y ss.
[36] Al respecto puede v. nuestro trabajo Posibles desequilibrios en la recepción de modelos de legitimación para la tutela de intereses supraindividuales y plurales homogéneos, en “XX Jornadas Iberoamericanas de Derecho Procesal: Problemas actuales del proceso iberoamericano”, Málaga, octubre de 2006, t. II, en especial pp. 326/327. Asimismo, GIDI, Antonio, A representação adecuada nas ações coletivas brasileiras. Uma proposta, en Revista de processo, 61 (2002); PELLEGRINI GRINOVER, Ada, Ações coletivas…, pp. 11-27.
[37] GIANNINI, Leandro J., La representatividad adecuada en las pretensiones colectivas, en OTEIZA, Eduardo [Coordinador], Procesos colectivos, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2006, p. 200.
[38] Íd. íd., p. 213.
[39] Op. cit., pp. 118 y ss.
[40] Íd. íd., pp. 120/122.
[41] Para conocer aspectos de la controversia en los países de la Unión Europea, v. HODGES, cit., pp. 123 y ss.
[42] Íd. íd., pp. 126/127.
[43] BERMÚDEZ MUÑOZ, Martín, La acción de grupo. Normativa y aplicación en Colombia, Bogotá, Editorial Universidad del Rosario, 2007, p. 347 (bastardillas en el original).
[44] Ley 24.240, reformada por la Ley 26.361.
[45] LORENZETTI, Justicia…, cit., p. 136.
[46] LORENZETTI, Justicia…, cit., p. 136.
[47] OTEIZA, Eduardo, Comentario al Artículo 4, en “Código Modelo de Procesos Colectivos. Un diálogo iberoamericano” (Antonio Gidi – Eduardo Ferrer Mac Gregor, coordinadores), México D.F., Ed. Porrúa, 2008, p. 99.
[48] “El crédito o el descrédito de los procesos colectivos en gran medida dependen del aseguramiento efectivo de la igualdad de las partes. No puede haber inferencias normativas sobre la responsabilidad de una de ellas” (ibídem).
[49] Cfr. PROTO PISANI, Andrea, Lezioni di Diritto Processuale Civile, 5ª ed., Napoli, Jovene editore, 2006, pp. 200 y ss.; PICARDI, Nicola, “Audiatur et altera pars”. Le matrici storico-culturali del contraddittorio, en Rivista Trimestrale di Diritto e Procedura Civile, 2003, N° 1, pp. 10 y ss.; Il principio del contraddittorio, en Rivista de Diritto Processuale, 1998, Volume LIII, pp. 674 y ss. Asimismo, puede v. nuestro trabajo Resignificación del “contradictorio” en el debido proceso probatorio, en “Controversia Procesal”, Universidad de Medellín, 2006, pp. 69 y ss.
[50] Vgr., los que asume el Código Modelo de Procesos Colectivos para Iberoamérica (Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal, aprobado el 28 de octubre de 2004; puede v. en www.iidp.org), en los artículos 5, II, par. 4°; 10, par. 2°; etcétera.
[51] Ver nota anterior.
[52] Cfr. UCÍN, María Carlota, El rol de la Corte Suprema ante los procesos colectivos, en Revista de Derecho Procesal, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2009-1, p. 346.
[53] “El demandado tiene la obligación de someterse a la jurisdicción del Estado y debe acatar los fallos que esta profiera, sin que resulte lógico que lo convoquemos a un proceso cuya decisión de condena lo obligará, advirtiéndole que en el caso de ser absuelto la sentencia no será definitiva. Así como en el proceso penal aplicamos el principio del non bis in idem que no permite juzgar a una persona dos veces por la misma causa, en el proceso civil el efecto de la cosa juzgada también debe garantizarle al demandado no ser demandado dos veces por los mismos hechos” (BERMÚDEZ MUÑOZ, cit., pp. 373/374).
[54] Íd. íd., p. 375.
[55] Cfr. ALVARADO VELLOSO, Adolfo, Introducción…, t. 1, p, 261. Puede v., asimismo, nuestro trabajo La imparcialidad judicial, en “Activismo y garantismo procesal”, cit., pp. 41/56.
[56] Así, Werner Goldschmidt, quien reivindicaba un juez “tan imparcial como sea posible” (GOLDSCHMIDT, Werner, La imparcialidad como principio básico del proceso [“partialidad” y “parcialidad”], discurso de incorporación como miembro de número del Instituto Español de Derecho Procesal, publicado en “Conducta y Norma”, Librería Jurídica, Valerio Abeledo, Buenos Aires, 1955, p. 135). Sobre la importancia y actualidad de este pensamiento, puede v. nuestro trabajo El principio de imparcialidad del juez (las opiniones precursoras de Werner Goldschmidt y los desarrollos actuales del tema), en “Dos filosofías del derecho argentinas anticipatorias: homenaje a Werner Goldschmidt y Carlos Cossio”, Miguel Ángel Ciuro Caldani (Coordinador), Rosario, Fundación para las Investigaciones Jurídicas, 2007, pp. 135/145.
[57] FERRAJOLI, Derecho… , cit., p. 56.
[58] “El juez... no debe gozar del consenso de la mayoría, debe contar, sin embargo, con la confianza de los sujetos concretos que juzga, de modo que éstos no sólo no tengan, sino ni siquiera alberguen, el temor de llegar a tener un juez enemigo o de cualquier modo no imparcial” (FERRAJOLI, Derecho..., pp. 581/582).
[59] Íd. íd., p. 583.
[60] Cfr. VERBIC, Francisco, Procesos colectivos, Buenos Aires, Astrea, 2007, pp. 371 y ss.; GONZÁLEZ ZAMAR, Leonardo, Lineamientos para un proceso colectivo eficaz. Medidas cautelares, tutela anticipatoria, intervención del juez, en “Procesos colectivos”, dir. Eduardo Oteiza, cit., pp. 328 y ss.; etcétera.
[61] Cfr. MONTERO AROCA, Juan, Los principios políticos de la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil. Los poderes del juez y la oralidad, Valencia, Tirant lo Blanch, 2001, pp. 71, con cita de CARRERAS, La función del juez en la dirección del proceso civil (Facultades materiales de dirección), en “Estudios de Derecho Procesal”, Barcelona, 1962; FENECH, Facultades procesales de dirección, en el mismo volumen; SERRA, Liberalización y socialización del proceso civil, en Revista de Derecho Procesal Iberoamericana, 1972; CORDÓN, En torno a los poderes de dirección del juez civil, en Revista de Derecho Privado, 1969.
[62] BERMÚDEZ MUÑOZ, cit., p. 35. El autor ejemplifica: “El juez no puede asumir el rol de defensor de los intereses del grupo, e instituciones como la facultad de citar de oficio a terceros responsables atentan contra su aludida condición de tercero en el conflicto; la tendencia de nuestra legislación de asignarle al juez funciones que no le corresponden (como la de conciliar y la de decretar pruebas que incumbe solicitar a las partes) no sólo atenta contra la imparcialidad del juzgador, sino que no permite que cumpla con la función de resolver los litigios, que es la que realmente le corresponde” (todas las bastardillas son del autor).
[63] V. UCÍN, cit., pp. 341 y ss. La misma autora, en coautoría, habla de la necesidad de conformar el litisconsorcio colectivo propio de estos procesos (v. UCÍN, María Carlota – ZLATAR, Alex, “Acciones colectivas: la legitimación procesal a la luz del Código Modelo para Iberoamérica.”, X Jornadas Bonaerenses de Derecho Procesal, Junín, noviembre de 2003, publicada en www.eldial.com, Suplemento de Derecho Procesal).
[64] Más aún, el criterio debe considerarse estricto: “Por estas razones, y aun cuando lo que interesa no es tanto la perfección formal de quien actúa, sino la producción del daño público o masivo que es preciso evitar, no es éste un ámbito demasiado propicio para pregonar la absoluta vigencia del principio in dubio pro legitimatione” (LORENZETTI, Justicia…, p. 139).
[65] Es la conclusión a la que llega Bermúdez Muñoz al analizar el artículo 56: “Es evidente que si uno de los casos que se establecen como excepción a los efectos de cosa juzgada erga omnes de la sentencia que se profiera en la acción de grupo es precisamente la circunstancia de que los intereses de una de las víctimas no fueron representados en forma adecuada por el representante del grupo, el juez está obligado a tomar medidas que garanticen que el apoderado del grupo representa adecuadamente sus intereses…” (cit., p. 289).
[66] Cfr. Federal Rule 23, (e); CMPCI, art. 11, par. 3° y 4°.
[67] Vgr., VERBIC, cit., pp. 351 y ss.; v., asimismo, la doctrina brasileña citada en GOMES JÚNIOR, Luiz Manoel, Comentario al artículo 11, en “Código Modelo…”, cit., pp. 187 y ss.
[68] Vgr., MUÑOZ BERMÚDEZ, cit., pp. 357 y ss.
[69] Al estilo, vgr., del artículo 435 de la Ley de Enjuiciamiento Española.
[70] La necesidad del examen de la existencia de “causa”, “surge de los arts. 116 y 177 (100 y 101 antes de la reforma de 1994) de la Constitución Nacional, los cuales, siguiendo lo dispuesto en la sección II del art. III de la ley fundamental norteamericana, encomiendan a los tribunales de la república el conocimiento y decisión de todas las ‘causas’, ‘casos’ o ‘asuntos’ que versen —entre otras cuestiones— sobre puntos regidos por la Constitución; expresiones estas últimas que, al emplearse de modo indistinto, han de considerarse sinónimas, pues … aluden a un proceso … instruido conforme a la marcha ordinaria de los procedimientos judiciales” (Corte Suprema de Justicia de la Nación, Fallos 322:528, considerando 5°). En el mismo sentido, “Es necesario que haya causa, conflicto o controversia, siendo abstracto el daño cuando el demandante no puede demostrar un agravio diferenciado respecto de la situación en la que se hallan los demás ciudadanos y tampoco puede fundarse su legitimación para accionar en el interés general de que se cumplan la Constitución y las leyes” (Corte Suprema de Justicia de la Nación, Fallos 321:1352).
[71] REDISH – KASTANEK, Settlement..., pp. 545 y ss.
[72] LORENZETTI, Justicia..., p. 141.
[73] Cfr. REDISH – KASTANEK, Settlement..., p. 552.
[74] Íd. íd., p. 572.
[75] Cfr. CIURO CALDANI, Miguel Angel, Estudios de filosofía jurídica y filosofía política, Rosario, Fundación para las Investigaciones Jurídicas, 1984, t. 2, pp. 174 y ss.