JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Capítulo XXIII. El principio de la buena fe en el proceso civil
Autor:Gozaíni, Osvaldo A.
País:
Argentina
Publicación:Colección Doctrina - Editorial Jusbaires - Tratado de Derecho Procesal Civil - Tomo I
Fecha:09-07-2020 Cita:IJ-I-DCCL-589
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166. Introducción
167. Planteos que genera la consagración del principio de buena fe
168. La penalización del proceso civil
169. La buena fe como “hecho” (buena fe-creencia)
170. La buena fe objetiva: el principio de moralidad
171. Actuación del juez en la aplicación del principio
172. La conducta leal
173. Manifestaciones de la buena fe-lealtad
174. La probidad en la conducta
175. La buena fe como principio del proceso
176. Significados de la buena fe
177. La buena fe y la honestidad de la conducta
178. La buena fe ante la deshonestidad (mala fe)
179. La conducta temeraria y maliciosa
180. La buena fe y el deber de veracidad
181. Principio de moralidad y abuso procesal
182. Conclusiones
Notas

Capítulo XXIII

El principio de la buena fe en el proceso civil

Osvaldo Alfredo Gozaíni

166. Introducción [arriba] 

El principio de la buena fe aplicado al desarrollo del proceso civil ha tenido a lo largo de la historia una lectura variable que se fue modificando con la propia evolución de la ciencia. Por eso, aunque la regla moral en el derecho es de antigua prosapia, en el Derecho Procesal se podría afirmar que es casi novedosa, porque teniendo presente que el Derecho Romano850 fustigó las conductas atípicas, la interpretación de la bona fides como principio autónomo del proceso es relativamente reciente.851

Es más, recién se instala la discusión sobre la necesidad de obrar con lealtad y probidad, cuando se advierten los desatinos de la conducta de las partes, y las continuas posibilidades de exceso que facilitaba el principio dispositivo, interpretado sin otro límite que el “interés de los litigantes”, o el “ejercicio del derecho de defensa”.852

Es cierto que la aparición de un estándar para la conducta en el proceso no fue bien visto por algún sector de la doctrina; pero también lo es que, prontamente, se expandió la regla para quedar instalada en un importante conjunto de códigos procesales.853

El precedente se encuentra en la Ordenanza Procesal Civil alemana de 1933 que, siguiendo la inspiración del modelo austriaco proyectado por Franz Klein, estableció en el art. 138 (Deber de declaración sobre hechos: deber de decir la verdad) la prescripción siguiente: 1) Las partes deben hacer sus declaraciones sobre cuestiones de hecho en forma completa y adecuadas a la verdad.854

Después fue el Código italiano, y aquellos que siguieron sus aguas. En suma, como dice Liebman, la regla significa, en sustancia, que si bien en el proceso se desarrolla una lucha en la que cada uno se vale libremente de las armas disponibles, esta libertad encuentra un límite en el deber de observar las “reglas del juego”; estas exigen que los contendientes se respeten recíprocamente en su carácter de contradictores en juicio, según el principio de la igualdad de sus respectivas posiciones; por eso cada parte debe evitar recurrir a maniobras o artificios, que podrían impedir a la otra hacer valer sus razones ante el juez en todos los modos y con todas las garantías establecidas por la ley.855

167. Planteos que genera la consagración del principio de buena fe [arriba] 

El principio de la buena fe nace en el Derecho Civil. Desde aquí se transporta a los procedimientos judiciales, y con ella van influjos y particularidades, que con el paso del tiempo, provocaron un cambio importante en el control jurisdiccional pensado originariamente para la dirección formal del litigio.

Recuérdese que, en sus comienzos, el denominado estándar de la buena fe fue previsto para evitar las conductas irrespetuosas hacia el contrario que evidenciare una actuación desleal, deshonesta, o de poca seriedad. La penalización era para el comportamiento, sin alcanzar al derecho material controvertido. Pero el progreso ideológico permitió considerar a la conducta de las partes como prueba (art. 163 inc. 5º, CPCC); a generar un cartabón en el lenguaje a utilizar en el proceso (art. 35 inc. 1º, CPCC), e inclusive, a provocar la intervención de los tribunales profesionales de ética desde las constancias de las irregularidades cometidas en el litigio (art. 45, CPCC).

Por tanto, si se acepta el predominio de los cambios, puede darse una primera conclusión: la buena fe se exige para el ejercicio de cualquier acción y derecho. Este principio fundamenta todo el ordenamiento jurídico, tanto público como privado, al enraizarlo con las más sólidas tradiciones éticas y sociales de la cultura.

Por eso, ni el individuo que acude al proceso para solucionar su conflicto ni el abogado que planifica la estrategia, se pueden mostrar desinteresados de esas notas que vienen a ser constitutivas de una regla de convivencia; de este modo, la buena fe procesal destaca el íntimo parentesco que existe entre la moral y el derecho.856

Ahora bien, si a la buena fe se la adopta como un principio general del derecho, e inclusive, como una garantía constitucional,857 la cuestión sobre el alcance que tiene este deber de comportarse a tono necesita de adecuaciones al medio donde se desarrolla y exige. Porque si el proceso civil se colige como un problema entre partes donde un tercero actúa solamente para decir el derecho que a cada uno le corresponde, y en el que tras el devenir del conflicto resulta un ganador y un derrotado, con este emplazamiento el principio de buena fe debería ser nada más que una regla del juego.

En cambio, si el proceso se mide por su eficacia y trascendencia, no habrá que analizar únicamente la victoria de uno o el sinsabor de otro, porque la sociedad toda estará interesada en ese resultado, y la buena fe entre partes será un principio superior a la ética a cumplir.

Pero cuidado, porque deducir de ello que el principio de moralidad (por ahora, como sinónimo de la buena fe en el proceso) alcance al ejercicio del derecho de defensa puede ocasionar disfunciones; en cuyo caso es mejor interpretar que la regla pervive para evitar situaciones de abuso (con el proceso o en el proceso).

168. La penalización del proceso civil [arriba] 

No hay que perder de vista en ambas situaciones que el proceso es, antes que un método de debate, una garantía fundamental del hombre que encolumna tras las condiciones del debido proceso un conjunto de reglas y principios que acondicionan la seguridad del derecho.

Tal como dice Ramos Méndez:

… es el mecanismo de tutela que se ofrece al ciudadano, a cambio de su renuncia a la autodefensa. La forma de tutela civilizada pasa por el sistema procesal, que en la mayor parte de los casos aparece como de uso obligatorio. Desde este punto de vista, hay que ser sumamente cautos en poner trabas al uso libre del sistema, sin cortapisas que lo hagan impracticable.858

Esta claro así, que establecer en los procedimientos un sistema punitivo es un contrasentido con el mismo mecanismo de funcionamiento del proceso. Obsérvese, por ejemplo, cómo se presentan los hechos (donde muchas veces la verdad queda sorteada por la alegación de versiones), se ofrece y desarrolla la prueba (confirmando alegatos o demostrando verdades que no son tales), y se concreta la sentencia (donde el juez está obligado a respetar el principio de congruencia y resolver secundum allegata et probata).

En pocas palabras, ¿cómo se puede exigir a las partes una conducta monacal, cuando la técnica procesal es un juego de ficciones?

Por eso, postulamos la necesidad de esclarecer y delimitar el principio general de la buena fe como fundamento del ordenamiento jurídico, de los distintos modos en que aparece en el curso del proceso; pues no se trata de buscar su consagración en una norma jurídica positiva, sino de encontrar un rigor conceptual que dibuje los rasgos definitorios, que entrelace los parentescos que se definan y que, en suma, evite el desprolijo entender la buena fe, el abuso del derecho o el fraude a la ley, como figuras de una misma entidad.

De otro modo, existen riesgos que no siempre se quieren correr. El primero es convertir el proceso en lo que no es, porque si se aplican reglas de cortesía y honestidad exigible a las partes, habría que cambiar sortilegios ambivalentes como son los que el propio proceso judicial establece. Así las cosas, mientras las partes luchan entre sí con lealtad, probidad y buena fe, en concreto lo hacen en un juego sofista donde la realidad es distante y la confianza de la gente prácticamente nula.

Otro riesgo es transformar al magistrado en un árbitro del espejismo de lealtad y un represor de la infidelidad con las reglas. Establecido este criterio, habría que eludir numerosas posibilidades de defensa que pueden verse como excesos en su ejercicio (v. gr. recusación sin causa, desconocimiento de la firma que es propia, recursos insistentes, planteos insustanciales, etc.).

La confusión se observa, también, en la opinión de la doctrina. Oteiza, por ejemplo, sostuvo en el relatorio presentado en octubre de 1998 en la Universidad de Tulane (Nueva Orleans) que el principio de moralidad incluye el deber de evitar situaciones de abuso procesal, porque con ellas se vulnera el derecho que tiene toda persona al debido proceso. Inclusive, interpreta que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (OC Nº 09/87) afirma que el principio queda inmerso dentro de las condiciones que deben cumplirse para asegurar la adecuada defensa de aquellos cuyos derechos u obligaciones están bajo la consideración judicial.859

Mientras otros, como Ramos Méndez en el mismo simposio, dijo que

… en el proceso, que encarna la lucha por el derecho, se reflejan las mismas tensiones que en el resto de la sociedad. Lo razonable es asumirlas. Los verdaderos protagonistas del litigio son los ciudadanos, no los Tribunales. Dejémoslos desahogarse a sus anchas. No estrechemos innecesariamente el marco de las garantías procesales.860

La ambivalencia es manifiesta: en un extremo se instala como regla del debido proceso; y en otro como un deber de conducta formal sin demasiadas exigencias.

169. La buena fe como “hecho” (buena fe-creencia) [arriba] 

Para comprender cómo funciona la buena fe en el proceso conviene mostrar dos aspectos de ella. Una perspectiva es observar la conducta que las partes desenvuelven en el proceso para derivar de ella consecuencias jurídicas; otra asienta en establecer un principio superior al que se deben ajustar todos aquellos que intervienen en un conflicto judicial. Vale decir que puede ser entendida como un hecho (creencia de obrar con derecho) o como un principio (lealtad y probidad hacia el juez y su contraparte), teniendo cada una explicaciones diferentes.

En lo sustancial, el primer aspecto se releva como buena fe subjetiva, y consiste en la convicción honesta de obrar con razón y sin dañar un interés ajeno protegido por el derecho.

Es la corriente que se adopta cuando se trata de condenar en costas eludiendo el principio objetivo de la derrota. Aquí se corrobora la senda que permite interpretar el comportamiento de las partes, para advertir si la creencia de actuar asistido de razón es sincera y sin intenciones malignas o dolosas.

Estas acciones obligan al juez a estudiar las conductas y derivar sanciones cuando entiende que con aquéllas se incurre en desatinos, como son las acciones temerarias (actuar a sabiendas de la propia sinrazón) o maliciosas (conductas obstruccionistas del orden regular del proceso). En estas se expresa como una facultad jurisdiccional, o poder disciplinario del juez.

La convicción fundada de obrar ajustado a derecho significa que el argumento que porta la pretensión lleva consigo una razonable causa para pedir la actividad jurisdiccional. De otra manera, la simple necesidad de recurrir a los jueces no es suficiente para revertir una condena en costas.861

La jurisprudencia, en este aspecto, cubre numerosos ejemplos de esta aplicación. La Suprema Corte nacional sostiene que

En materia de costas la regla del vencimiento no es absoluta pues, si bien es cierto que el art. 68 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación establece el principio general de que las costas deben ser impuestas al vencido, no se trata de algo mecánicamente objetivo porque el mismo precepto manda al juez a eximir de los gastos –total o parcialmente– cuando encontrare mérito para ello.862

Se ha dicho también que

… no obstante la plena vigencia del criterio objetivo para la imposición de las costas en los procesos de ejecución, en cuya virtud corresponde que ellas sean soportadas por quien sucumbe en sus pretensiones, no es posible desconocer que el hecho de la derrota no es siempre expresivo o indicativo de dicha pauta objetiva instituida por el legislador (arts. 539 y 588, Cód. Procesal), habida cuenta que el resultado ocasionalmente no traduce la procedencia o improcedencia de un temperamento propuesto oportunamente o, como podría ser el caso, el pleito entablado puede ser el resultado de diversas alternativas más o menos fortuitas o no enteramente imputables a una sola de las partes involucradas.863

También se establece en el artículo 34 inciso 5° apartado d) que el juez debe prevenir y sancionar todo acto contrario al deber de lealtad, probidad y buena fe, que se integra con el inciso 6º al disponer que se debe declarar, en oportunidad de dictar las sentencias definitivas, la temeridad o malicia en que hubieran incurrido los litigantes o profesionales intervinientes. Con ellas el ordenamiento procesal colige que la conducta de las partes en el proceso será objeto de atención como un “hecho” que no se podrá amparar, únicamente, en la convicción auténtica de sentirse con derecho a litigar.

Aparece así una suerte de “regla moral” desde la cual imperan las políticas del juego limpio. Bien recordaba Palacio que, por esta vía,

… no se condena la habilidad o la astucia, pero repudia la maniobra artera o cualquier artificio o trapisonda que impida al adversario el legítimo ejercicio de sus facultades procesales, o que la coloque en la necesidad de desplegar una actividad superflua u onerosa. Parece claro que, en tales casos, la cooperación procesal pierde su signo axiológico positivo y resulta excluida, por consiguiente, la base que brinda sustento a los deberes de que se trata, ya que estos difícilmente son conciliables con la actitud disgregante de una de las partes.864

En suma, la buena fe como “hecho” importa considerar la apariencia cierta de obrar de buena fe; ello significa reflexionar sobre la lealtad de la conducta, lo cual, en definitiva, debiera llevar a enunciar la regla de una manera diferente. Antes de indicar un deber típico de conducta, debiera desterrarse la mala fe estableciendo un deber de abstención.

Así, por ejemplo, lo establece el art. 45, párrafo final, del Código Procesal de la Nación, cuando sanciona que

Sin perjuicio de considerar otras circunstancias que estime corresponder, el juez deberá ponderar la deducción de pretensiones, defensas, excepciones o interposición de recursos que resulten inadmisibles, o cuya falta de fundamento no se pueda ignorar de acuerdo con una mínima pauta de razonabilidad o encuentre sustento en hechos ficticios o irreales o que manifiestamente conduzcan a dilatar el proceso.865

170. La buena fe objetiva: el principio de moralidad [arriba] 

El segundo aspecto a analizar se relaciona con la buena fe objetiva, entendida como comportamiento de fidelidad; es decir, situada en el mismo plano que el uso de la ley.

Para De los Mozos, adquiere función de norma dispositiva, de ahí su naturaleza objetiva que no se halla basada en la voluntad de las partes, sino en la adecuación de esa voluntad al principio que inspira y fundamenta el vínculo negocial.866

Llevado al proceso civil, esta tendencia muestra que la conducta de las partes tiene un patrón o regla de conducta inspirada por la buena fe, que supone esperar de los litigantes un desempeño con lealtad y probidad. Este aspecto no tiene presupuestos ni condiciones, porque es un principio amplio que podríamos denominar: principio de moralidad.

El problema del principio está en que no existe un estándar de buena fe que pueda ser apreciado sin analizar la conducta en el proceso. De este modo, la buena fe como hecho y como derecho a exigir se refleja en los códigos latinoamericanos y se expande como tendencia dominante, donde el principio de moralidad del proceso establece un deber genérico que obliga a los sujetos procesales a cumplir con reglas de conducta; y sancionando los abusos o desvíos de esa regla, tornando así la creación de un nuevo principio procesal que sería la prohibición de ejercer abuso procesal.867

El principio de moralidad cobra, en este sentido, un parámetro propio que se mide con los comportamientos habidos y los efectos consecuentes. Es decir, proscribe el abuso con y en el proceso, y señala las sanciones para quienes incurren en el desatino.

Además, con el establecimiento de este nuevo principio se evita confundir aspectos de la buena fe, como son la lealtad, la rectitud, la probidad, la honestidad, que suelen aparecer en los códigos como comportamientos de consideración aislada o autónoma.

De modo tal que el amplio espectro que ocupa la buena fe perdona la falta de definiciones precisas, y razona el motivo por el cual su estudio se bifurca en su consideración como hecho y como principio.

En cambio, la buena fe como precepto concibe un entendimiento más cabal y toma cuerpo preciso en el problema que interesa a este estudio: su presencia en el proceso.868

Por su parte, actualmente se afirma la tendencia en encontrar, como una de las derivaciones del principio cardinal de buena fe, el derecho a que las partes se manifiesten con la verdad; sosteniendo un comportamiento leal y coherente con los actos que preceden esas conductas, sin importar ni hacer diferencia entre las acciones de particulares o del Estado.869

171. Actuación del juez en la aplicación del principio [arriba] 

La buena fe que inspira el cumplimiento y desarrollo de actos procesales se observa en el plano de los hechos. De allí surgen dos cuestiones distintas, aunque relacionadas: una es el significado de lealtad y el otro, qué se quiere decir cuando se pondera la probidad en la conducta de los litigantes.

En ambos casos la constatación es siempre objetiva, porque para afirmar que alguien se aparta de los deberes de lealtad y probidad es necesario encontrar concretamente el acto o la omisión que lo manifiesta. Ocurre que la conducta leal y honesta cumplida en el curso de las actuaciones procesales supone la transferencia de “evidencias” de conductas o actitudes, que como tales, se valoran en conjunto para resolver la calidad del comportamiento.

Obviamente, dice Silveira, dicha actitud contiene un elemento objetivo que sirve de base a la conciencia individual, pero que es variable con la exigencia social y mutable de acuerdo a la relación jurídica que se entabla. Si recordamos –agrega– que la buena fe en el derecho es una integración compleja de elementos ético-sociales, advertiremos que, en el proceso, el primer elemento atañe a la buena intención que acompaña la conducta leal, honesta; en tanto el segundo, se compone de elementos accesorios que dependen de política y técnica jurídica.870

Para comprender suficientemente como actúa la buena fe lealtad es necesario apuntar la diferencia que existe cuando se interpreta la buena fe creencia. Mientras en esta la consideración es subjetiva y expande sus resultados al campo de lo material y procesal; en el análisis objetivo el punto de partida es distinto porque la buena fe, como principio, queda desplazada por otra regla procesal que es el principio de moralidad (preventivo del abuso).

Basados en este encuadre, el desempeño objetivo de los actos de partes y terceros, y aun del mismo órgano jurisdiccional, se confronta con los principios y presupuestos del proceso, y en particular de requerimientos específicos como son: la legalidad formal de las actuaciones; la voluntad que se declara; el deber implícito, o no, de decir verdad; entre otros que cada código procesal dispone en particular.

Asimismo, existe dentro del principio de moralidad un aspecto distinto al de la buena fe que asienta en los efectos que tienen las acciones defectuosas. Mientras en el proceso civil la regla es la validez a pesar de la irregularidad, no sucede igual con los actos jurídicos. Se distingue el vicio de los actos jurídicos de los actos que no lo son (aunque se discuta si el acto procesal es una especie del acto jurídico) y, por eso, no se transportan con plena libertad al proceso civil situaciones tales como el error, dolo, fraude, deshonestidad, abuso de derecho, retrasos desleales, etcétera, que no tienen cabida en el régimen de las nulidades procesales.

En definitiva, el principio de moralidad que se aplica estrictamente a lo procesal difiere de la buena fe como principio que regla las conductas en los actos jurídicos o en la contratación. Lo principal acontece en el plano de los hechos y su adecuación en cada uno de los actos del proceso. Le corresponderá al juez la calificación de las conductas, para lo cual debe apelar a la sensibilidad social y a su obligación de atribuir a las acciones de los justiciables el verdadero sentido que los anima dentro del concepto de solidaridad que debe presidir la conducta humana.

El magistrado asume función de intérprete y debe preocuparse de ver cómo entiende el común de la gente una determinada conducta, ya consista ésta en pronunciar palabras, ya en ejecutar ciertos actos, ya en guardar silencio. Su misión es observar el sentido que se atribuye al negocio de que se trate, y la intelección permitirá arribar a una justa composición.

172. La conducta leal [arriba] 

Ahora bien, para comprender el alcance de la función jurisdiccional, es preciso delinear el significado de los tres parámetros que el código señala: lealtad, probidad y buena fe.

La lealtad es un concepto abierto en el aspecto procesal, porque muchas veces depende de variables éticas. El honeste procedere es una regla moral que se considera violada cuando las exigencias de decencia y probidad no están presentes en el proceso.

La conducta se analiza con un término específico cuando se trata de controversias ante la justicia: se denomina comportamiento procesal a la representación objetiva de los actos y al análisis que el juez celebra sobre ese desempeño para medir su adaptación a las reglas del precepto de moralidad.

El principio general de la buena fe, cuando se aplica al litigio, tiene un matiz que lo diferencia, sobre todo, en el aspecto vinculado a la confianza. Quizás, precisamente, porque el proceso surge como una etapa patológica de la relación humana, y su término de enlace, puntualmente es el contrario: la desconfianza.

Dicho en otros términos, el principio general de la buena fe juega, en el orden de las relaciones humanas, como el elemento esperado en otra persona, es decir, su conducta leal, honesta y estimada.

De modo, entonces, que la relación entre derecho y moral supone un entrelazamiento entre el derecho “correcto” y la moral “correcta”.

La lealtad y la probidad son propiciadas por el poder estatal, a punto tal que obtienen una suerte de institucionalización y se convierten en un deber externo, indiferente al sentir interno del individuo que puede o no conformarse al principio.

Si la parte incurre en comportamientos desleales, el fundamento moral corre el riesgo de perderse, si no cuenta con elementos coactivos que lo impongan.

En este juego dialéctico entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo moralmente exigible y lo socialmente repudiable, existe una franja muy extensa de situaciones híbridas que solo el juez puede ponderar y calificar según su ciencia y conciencia.

Quizás sea este aspecto el de mayor trascendencia, pues en esta medida, en términos de filosofía jurídica, el ordenamiento procesal apoya a través de la coacción la libre motivación moral del individuo. Ciertas normas morales (como la lealtad y probidad procesal) son consideradas tan importantes para la sociedad, que la motivación interna no parece ser suficiente.871

Desde este punto de vista (naturaleza y fin del principio), la lealtad puede asumirse como una regla de costumbre que no tiene sanción jurídica fuera del proceso, pero sí una grave reprimenda ética, relevante, de desestima y reprobación por la mayoría de los miembros de la colectividad, respecto de quienes no observan tales reglas.

Las manifestaciones de deslealtad son muchas y operan desde el fraude hasta el simple equívoco (error inintencional).

Según Silveira, por lo general, la deslealtad se asimila con la mentira procesal, aunque se pueda mentir para un fin bueno sin llamar desleal sino a quien miente en perjuicio ajeno.872

Como en el deber de probidad, la violación a la lealtad puede originar consecuencias penales (fraude procesal, desobediencia procesal fraudulenta, estafa procesal, etc.).

El problema de la lealtad está íntegramente vinculado también al de la responsabilidad procesal, y la violación al deber en cita importa una consecuencia agravada.

Couture ha distinguido cuatro grados de responsabilidad:

1. Responsabilidad procesal propiamente dicha, que es la condena al pago de los gastos del juicio;

2. Responsabilidad civil del litigante malicioso cuyo acto ilícito se proyecta más allá del proceso mismo;

3. Responsabilidad por el litigio fraudulento, que alcanza al orden penal;

4. Responsabilidad administrativa de los profesionales que actúan en el litigio.873

En suma, la conducta procesal desenvuelta en la medida del principio de moralidad consiste en encontrar el justo medio entre la habilidad y la astucia como compone el marco de exposición y/o defensa un abogado, y la argucia intencionada a buscar fines diferentes a la colaboración que deben tener las partes en un proceso. Como no se trata de quebrar el criterio de bilateralidad y contradicción permanente, los poderes del juez reclaman del mismo una ponderación con equilibrio y equidad, procurando no afectar el derecho de defensa en juicio.

173. Manifestaciones de la buena fe-lealtad [arriba] 

Como indicamos al comienzo, la buena fe-lealtad es un tema objetivo que se analiza sobre los hechos y las omisiones que las partes realizan en el proceso.

Sin embargo, no es fácil colegir cuándo y en qué oportunidades se puede aplicar la regla; en primer lugar porque en el ejercicio del derecho de defensa cada parte ensaya su propia estrategia, y como para ello no existe la imposición concreta de ayudar al juez a encontrar la verdad, sino antes bien, de persuadirlo sobre la razón de las respectivas afirmaciones, es obvio que la colaboración tiene un tinte más formal que estandarizar una conducta modelo.

Ahora bien, en este juego dialéctico que supone el litigio, hay preceptos que se vinculan con formalidades y solemnidades que impiden auspiciar o tolerar actuaciones que no se adapten a ellas.

Aparece entonces el principio de legalidad de las formas que exige en los contradictores un modelo de expresión (que por la tradición e insistencia han llevado a encriptar el lenguaje jurídico y a alejarlo cada vez más de aquello que la gente común –no abogados– puede interpretar y entender). Quien se aparta no recibe sanciones graves, pero sufre amonestaciones, apercibimientos, y padece los efectos de esa inconducta específica como puede ser la devolución del escrito ausente de formas rituales, o el desglose provocado por la orden judicial.

Este principio de legalidad transita también por otro camino que es la forma de expresión. Habitualmente no se puede transferir al proceso la voluntad real y decirla tal como se quiere (para evitar improperios, denuestos o insultos); en realidad, afirmaba Guasp, la verdadera voluntad dicha en el proceso es la que se declara, como se debe.874

El profesional tiene obligación de cuidar su técnica y de observarla con inteligencia y constancia. No se limita, por tanto, a considerar el concepto de ciencia como punto de referencia de un deber moral específico, sino que, junto a tal poder, existe la carga jurídica de comportarse según la técnica más apropiada.

La corrección profesional impone también otros deberes tales como el tacto, la escrupulosidad, el orden, la cautela, la prevención, la seriedad, y preparación en el estudio y despacho de los asuntos que se le asignan.

En cuanto al nexo con los principios de lealtad y probidad, va de suyo que aparejan una doble intención: respetuosidad hacia la parte y hacia el órgano jurisdiccional.

El sentido de este comportamiento pretende la adecuación a las reglas del orden, decoro, corrección y buena educación. Entendiendo por orden a la tranquilidad, armonía y equilibrio que debe existir en el proceso para su normal desarrollo y por decoro, al respeto en sentido estricto que se debe tanto al Tribunal como a todos los intervinientes en el proceso.

La incorrección exhibida que figure como irrespetuosa en el sentir del juzgador tiene que ser deducida o advertida por él mismo; su experiencia en el manejo de la cuestión procedimental forma bases suficientes para poder razonar la falta al decoro.

En este aspecto, la calidad del acto cumplido solo puede controlarse y sancionarse dentro y en ocasión del proceso, pues la potestad disciplinaria del juez no puede enervar la natural jurisdicción que ejercen las entidades profesionales.875

En síntesis, los términos empleados en los escritos judiciales que, aun sin llegar a ser injuriosos, indecorosos u ofensivos, menoscaban el nivel de la controversia jurídica, además de ser francamente innecesarios desde que nada agregan a la eficacia con que se puede sostener una postura frente a la cuestión surgida, autorizan al Tribunal a aplicar las medidas que le competen en ejercicio de la policía procesal que cumplen.

174. La probidad en la conducta [arriba] 

La probidad, en sentido general, atañe a la honorabilidad y, dentro de esta, a la honestidad.

Según Lega:

… importa una doble consideración respecto de su participación en el proceso: la probidad en las actuaciones procesales, como obligación ética de comportamiento ritual, y la probidad profesional que, por su amplitud, puede extenderse a la conducta privada del abogado.876

Está claro que la conducta ímproba no puede ni permite al juez sancionarlo como falta ética, porque esa es una tarea de la corporación y sus tribunales propios. La actuación del juez opera en el campo de los poderes disciplinarios.877

Si conducta contraria a la probidad es inconducta formal, se pueden encontrar proyecciones del caso en lo dispuesto en el artículo 39 (Colombia), donde el juez actúa dichas potestades disciplinarias al multar a empleados que no cumplen órdenes impartidas; al devolver escritos injuriosos u ofensivos (similar al art. 171 del Código venezolano); o al sancionar al irrespetuoso con arresto, o aplicar al empleador obstruccionista una multa procesal.

En general, cuando so color de la defensa de los derechos se perturba el normal desenvolvimiento de las actuaciones mediante presentaciones inconducentes y manifiestamente improcedentes, estas, sin lugar a dudas, encuadran en las previsiones que destacan un comportamiento ausente de probidad, porque tiene una intención dañina; o sea, que cuando se advierte que se litiga sin razón valedera alguna y con un evidente propósito obstruccionista, corresponde aplicar la sanción y actuar en defensa del principio de moralidad.

175. La buena fe como principio del proceso [arriba] 

A esta altura de la exposición puede quedar en claro que tanto la probidad como la lealtad son manifestaciones de la buena fe. Corresponde, ahora, observar en qué tramo se ubica a la bona fides, debiendo considerar las dos posiciones en debate: o es un principio del proceso (y en su caso, si puede ser mucho más y estar en el campo de las garantías constitucionales) o se trata, simplemente, de una regla a cumplir.

Al Derecho Procesal civil no le corresponde calificar a la buena fe, pues esta involucra otros aspectos como la filosofía jurídica que se conjuga con otras ciencias como la del derecho y la historia.

Hemos anticipado que la alternativa de considerar la buena fe creencia y la buena fe lealtad supone crear pautas que faciliten al juez interpretar la conducta en el proceso; al mismo tiempo que entrega a las partes un conjunto de reglas que se sostienen en el principio de buena fe procesal. En el proceso, la buena fe surge bajo los dos aspectos. Está en la interpretación de la creencia de obrar honestamente, como en la conducta que se desenvuelve en los límites del principio de lealtad y rectitud hacia la contraparte.

Pero en todos los casos, no será la buena fe tomada desde sus bases genéricas la que dará orientación a los temperamentos a adoptar en el proceso civil, porque este tiene un principio propio que es el de moralidad y consecuencias concretas cuando alguien (letrados, partes y jueces) se aparta de las reglas de conducta establecidas.

El derecho, en general, tipifica las conductas de los hombres pretendiendo en su contenido que aquellos se ajusten a las normas dispuestas, amparando con su protección a los que coinciden en el cumplimiento y sancionando a los infractores.

Esta lógica de las relaciones jurídicas provoca el natural encuentro de los hombres en el tráfico, en la convivencia diaria y en toda la variedad que produce la comunicación humana. Es natural pensar que estas vinculaciones se ligan bajo el principio de la buena fe creencia, es decir, que el desenvolvimiento cotidiano se entrelaza por las mutuas conciencias de actuar conforme a derecho.

Pero además, el principio de la confianza tiene un elemento componente de ética jurídica y otro que se orienta hacia la seguridad de las relaciones. Ambos no se pueden separar.

Deviene así conmutable con estas ideas el segundo principio donde asienta el intercambio social: la buena fe probidad, o conciencia de obrar honestamente.

Transportadas al proceso estas deducciones del comportamiento, resulta difícil aplicarlas estrictamente en la medida en que el marco donde la conducta se desenvuelve es absolutamente diferente. Mientras en el negocio jurídico se parte de la base de la confianza, en el proceso la característica esencial es lo contrario. En términos estrictos significaría enfrentar un adversario y derrotarlo.

176. Significados de la buena fe [arriba] 

Cada una de las nociones tienen coloraciones que se deben precisar, debiendo en consecuencia destacar cinco significados corrientes, pero con singularidades al ser aplicados en su propia circunstancia:

1°. La buena fe refleja lealtad, honestidad y fidelidad, cuando el derecho de fondo exige acciones positivas para establecer una relación jurídica. Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe, de acuerdo con lo que las partes verosímilmente entendieron al tiempo de contratar; esta es la consigna en la formación y cumplimiento del contrato.

En el proceso civil, la conducta leal, honesta y fiel se colige como un principio abierto que reposa en un contenido deontológico, es decir, de ética en el comportamiento profesional y como una regla que gobierna la conducta de las partes.

La deslealtad, la deshonestidad y la infidelidad encuentran normas procesales que las sancionan tomando cuerpo en multas particulares o para entender que esa conducta supone una prueba en contra de quien la practica, etcétera. De alguna manera, tiene consecuencias que se advierten en el resultado (la sentencia), al aplicarse sanciones por temeridad y malicia, o por interpretar en contrario la prueba producida con argucias desleales, o sancionando al obstruccionista recalcitrante, etcétera.

2°. La buena fe supone confianza, como criterio de reciprocidad, en la cual está implícita la comunidad de intereses y los objetivos comunes. Son proyecciones de esta regla la doctrina de los actos propios y el abuso del derecho, que se acomodan tanto para los negocios como para el debate procesal.

Algunos sostienen que frente a la administración de justicia, no solo se espera que los jueces presuman la buena fe y la actuación honrada de quienes comparecen ante sus estrados, sino que como comportamiento correlativo el sistema jurídico demanda de las partes intervinientes en los procesos judiciales la exposición de sus pretensiones y el ejercicio de sus garantías y derechos con arreglo a una efectiva buena fe procesal, indispensable para que la normatividad alcance los fines a ella señalados por las normas fundamentales (en el caso de Colombia), que se sintetiza en el logro de un orden justo.878

La confianza que inspira los actos se transmite al desarrollo procesal; por eso, en la perspectiva del principio según el cual no se puede amparar a quien con sus propios actos luego se pone en contradicción con sus comportamientos anteriores, se aplica y proyecta esta regla, cuyo fundamento reposa en ese mandamiento moral que ordena no defraudar la confianza inspirada.

Cuando esta confianza suscita la vinculación contractual, es decir, cuando se crean, modifican o extinguen obligaciones jurídicas, el venire contra factum proprium adviene como un principio ordenador de la seguridad del tráfico.

Por su parte, la doctrina del abuso del derecho se ha imbricado dentro de la teoría general, de modo que su influencia se extiende a todas las ramas de un ordenamiento jurídico, sea derecho civil, comercial, administrativo, procesal, etcétera. El hecho de trastrocar la buena fe, entendida como regla moral del proceso, no le otorga singularidad pues sus principios son generales y lo que interesa advertir son sus consecuencias.

Por ello el problema no apunta al proceso en sí mismo sino al curso de actos procesales regulares, válidos y eficaces que conforman el debido proceso y cuya virtualidad se pretende alterar con el uso abusivo que de ellos se hace. Abuso que consiste en utilizar una facultad procesal con un destino distinto al previsto constitucionalmente.

De manera, entonces, que si puede interpretarse autónomamente el principio general del abuso del derecho, su aplicación en el proceso no variará como principio, pero derivará el foco de atención hacia los efectos que produce.

3°. También puede manifestarse como credulidad, y obviamente se vincula a la confianza. Tal es el sentido de la ley penal cuando castiga los delitos que consisten en sorprender la buena fe de alguien.879

El caso suele presentarse como “estafa procesal” que se perpetra cuando el destinatario del engaño es el juez interviniente en una causa, de quien se persigue lograr un fallo, influido por una falsedad, que lo favorezca en detrimento patrimonial de la contraparte. Del fraude, adopta la conciencia de obrar en contra del ordenamiento adjetivo (fraude a la ley); procurando asimismo una finalidad ilícita, aunque esto sea un destino mediato. Importa aquí sí observar que es una directa agresión a la buena fe y al principio de moralidad. Con el dolo se iguala en sus elementos subjetivo y objetivo. El primero, en tanto existe la intención de engañar sin importar si con ello va a provocar un daño o no; el restante, porque también la estafa procesal constituye una expresión concreta de voluntad.880

En la estafa el proceso judicial es un medio y se abusa de él sometiendo con permanente engaño la voluntad del magistrado, quien llegará a un resultado injusto (disvalioso) en función del artificio que se ha desarrollado a través de la contienda de intereses. La estafa procesal pretende, entonces, inducir a engaño al juez, reduciendo el proceso judicial a sus propios intereses, vulnerando la finalidad axiológica que está llamada a cumplir la jurisdicción.

4. Errónea creencia o convicción respecto de una situación de hecho ligada al derecho, es otra lectura de la buena fe. Hay aquí un presupuesto que admite en el error involuntario un elemento de justificación. En el proceso, por ejemplo, la condena en costas puede exonerarse cuando se alega que alguien ha obrado en la creencia de estar asistido de razón y derecho. Son numerosos otros ejemplos, como los de la posesión de buena fe, o el matrimonio putativo. Esa ignorancia o errónea convicción es una señal de honestidad.

En esta dimensión, el principio de la buena fe actúa como excusa de quien la invoca. La jurisprudencia es nutrida, y entre muchos casos, sostiene que el pronunciamiento que aplica una medida disciplinaria ante la existencia de conductas que no configuran temeridad o malicia carece de fundamentación suficiente y constituye una seria ofensa a la garantía de defensa en juicio, pues implica un reproche por el solo hecho de litigar, insuficiente como fundamento de la sanción impugnada (Fallos, 303:274).

5. Finalmente, la buena fe tiene un sentido valorativo que culmina con la equidad que debe presidir la interpretación, la ejecución y la revisión judicial de las convenciones. De algún modo, es el principio que permite la revisión del proceso fraudulento, o que posibilita revocar la cosa juzgada írrita.

Esta vastedad del principio no se agota en las utilizaciones descriptas. Se ha entendido que también constituye un principio de interpretación e integración del derecho.881

Con tal medida, se afirma que

… la buena fe suele significar cierta continuidad axiológica. Sin embargo, vale recordar que existen, v. gr., líneas de tensión entre la buena fe justicia y la realización de la verdad, como lo expresa el parecer platónico de las “hermosas mentiras” que hacen bien a los hombres. El gran griego, respecto de cuyas opiniones es al fin ubicable todo el desarrollo de la filosofía, llegó a decir “Será pues lícito el ejercicio de la mentira a los gobernantes de la ciudad, quienes podrán utilizarla para engañar a los enemigos o a los ciudadanos, en beneficio de la ciudad misma; nadie más podrá emplear la mentira”.882

177. La buena fe y la honestidad de la conducta [arriba] 

Concordante con la clasificación anterior, cada significado que tiene la buena fe se traduce en la convicción de actuar conforme a derecho; en esa noción se unifican el aspecto psicológico o creencia en el propio derecho, y el ético, o voluntad de obrar honestamente.

En el marco de las actuaciones procesales, supone la seguridad o también la ignorancia de no dañar un interés ajeno tutelado por el derecho, pero no es un principio dogmático ni producto de un dogma intuitivo, pues la creencia generadora del convencimiento del sujeto debe estar fundada en elementos exteriores que le proporcionen la información suficiente para lograr tal certidumbre.

Por eso, para reconocer valor a la buena fe creencia como fuente de derechos es necesario que exista un fundamento real y serio para la formación de tal credulidad, debiéndose constatar el valor de los factores externos que provocaron la apariencia del derecho.

En efecto, quien a sabiendas actúa en el litigio convencido de tener razón, no lo puede hacer por simple obsecuencia u obstinación; esa apariencia de actuar debe originarse con motivos y razones y de un modo que le sea imputable. Pero no podrá alegarse cuando el desconocimiento del verdadero estado de las cosas proviene de una negligencia culpable, y la actuación procesal se ejercita con abuso, propio del desatino o ligereza. Cuando los códigos procesales latinoamericanos establecen en-

tre los deberes de la parte y sus abogados el obrar con lealtad y buena fe, así como actuar sin temeridad, están indicando esa obligación moral de desempeñarse con probidad y honestidad. Con los actos se manifiesta la conducta, y por eso se faculta a los jueces a resolver en la dimensión de sus poderes de instrucción, para rechazar toda articulación manifiestamente dilatoria o improcedente; o, en el terreno de lo concreto que se declara en la sentencia, autoriza sanciones por la actuación temeraria o maliciosa.

En el campo del derecho contractual, la buena fe solo se compadece con un error o ignorancia de hecho excusables, por lo que no puede invocar la calidad de contratante de buena fe quien no obra con cuidado y previsión de acuerdo a la naturaleza del acto y forma la creencia errónea por una actuación negligente.

Ahora bien, quien cree y actúa convencido de su derecho, se ampara en el ejercicio del derecho de defensa y en la honestidad de su comportamiento. Para ello se funda en situaciones objetivas antes que subjetivas. Es decir, quien cree actuar a sabiendas de su buena fe, debe tener fuentes suficientes de convicción para persuadir al juez que no lo está engañando.

En sus orígenes, la buena fe debía asegurarse con el “juramento de calumnia” que significaba prometer lealtad y actuación honesta, sin ánimo de injuriar ni provocar daño al contrario.

Explica Condorelli que por esta senda se pretendía evitar la temeridad, que suponía obrar con inconsideración y aturdimiento, después concebido como malicia.883

En síntesis, la actuación acorde con el principio de buena fe creencia significa apuntalar la honestidad del comportamiento con hechos objetivos que demuestren sin fisuras que existe una razonable pauta de convicción que permite sostener con fundamentos las pretensiones expuestas. No hablamos de conducta leal, sino de una actitud de razonable confianza hacia el derecho que invoca. Tampoco es una conducta que asiente en la probidad, porque esta difiere del criterio que se aplica a la creencia subjetiva de actuar con razón y fundamento. Lealtad y probidad, en todo caso, son figuras de la buena fe analizada objetivamente en los actos que se desarrollan en el proceso.

178. La buena fe ante la deshonestidad (mala fe) [arriba] 

La violación del principio de buena fe no tiene para el Derecho Procesal la misma trascendencia que adquiere en el derecho privado. La diferencia radica en los efectos que siguen al desvío y en la respuesta que tiene el ordenamiento jurídico para la represión de ese acto contrario a la moral.

Para el derecho de fondo, el principio de buena fe encuentra diversas aplicaciones, presentándose al intérprete como una norma necesitada de concreción que oscila entre la equidad y el derecho.

En cambio, en el Derecho Procesal, la bona fides tiende a la aplicación de una regla de conducta honesta en el curso de la litis, e incluso las variadas manifestaciones que encuentra, como el dolo, el fraude o la simulación, no coinciden exactamente con los conceptos que para estas figuras tiene el derecho civil.

Por otra parte, el proceso es una relación de tres personas: las partes y el juez, hecho que denota otro matiz distintivo. La consecuencia normal y habitual de toda irregularidad jurídica es la nulidad y la sanción por responsabilidad emergente.

Podríamos utilizar un concepto opuesto para tratar de explicar mejor el alcance que tiene. La mala fe también es una noción compleja. Para advertirla en el litigio, es menester atender su componente subjetivo, consistente en la intención o conciencia de perjudicar o engañar, y su elemento objetivo, es decir, la imprescindible manifestación externa de esa conciencia dolosa.

Ambas relaciones coinciden con el concepto ético social que comprende la buena fe. El elemento ético sería la mala intención o conciencia de la propia sinrazón; y el valor social, la actuación de la parte demostrada en sus propios actos.

Por eso, en el Derecho Procesal, la intención no es causa bastante para sancionar, aunque debe recordarse que “la conducta observada por las partes durante la sustanciación del proceso podrá constituir un elemento de convicción corroborante de las pruebas para juzgar la procedencia de las respectivas pretensiones” (art. 163 inc. 5° párrafo agregado por la Ley N° 22434 al Código Procesal de la Nación Argentina).

Ahora, si la buena fe es la justa opinión de que lo que se ha hecho o se tenía el derecho de hacer; la presunción de buena fe, no es más que un principio general, del cual cabe apartarse, no solo cuando se proporciona la prueba de la mala fe –que puede ser a través de presunciones graves, precisas y concordantes– sino también cuando las circunstancias del caso demuestren que la bona fides no puede haber existido.

El sistema colombiano tiene una aplicación concreta de este matiz, lo dispuesto en el art. 71 que dispone los deberes de conducta del abogado. No es solamente la exigencia de probidad y buena fe, también tiene que colaborar, actuar con corrección y evitar acciones o subterfugios obstruccionistas o meramente dilatorios.

Igual sucede con el art. 170 del Código de Procedimiento Civil de Venezuela, que impone la actuación con lealtad y probidad, estableciendo la obligación de decir verdad en los hechos (coincidente con el deber de exposición del art. 45 del CPCC argentino); la prohibición del obstruccionismo provocado (malicia) o la dilación innecesaria.

No obstante, instalar en una misma norma todos los deberes sin establecer las consecuencias puede llevar a confusiones respecto de las sanciones aplicables, que es preciso diferenciar; no tiene igual entidad el comportamiento incoherente respecto del que se presenta doloso o fraudulento. No significa lo mismo ocultar una prueba que destruirla; ni ocultar la verdad respecto de mentir.

Por eso, el sistema venezolano es mejor aunque insuficiente, porque dispone que quien actúe con temeridad o mala fe es responsable por los daños y perjuicios que causare.

179. La conducta temeraria y maliciosa [arriba] 

La mala fe objetivamente comprobada tiene sanciones y origina responsabilidades. Es la faz sancionatoria para quienes se apartan del principio de moralidad.

Tanto la temeridad como la malicia conforman tipos de conductas disvaliosas que enfrentan al principio de moralidad procesal. Ambos comportamientos no se identifican, por lo cual es preciso distinguirlos. La temeridad alude a una actitud imprudente o desatinada, echada a los peligros sin medir sus consecuencias. Es un dicho o hecho sin justicia ni razón y designado, especialmente, a aprender valores morales del prójimo.884

La malicia se configura por la omisión deliberada de un acto procesal, o cuando se lo ejecuta indebidamente para que pueda producir el mismo resultado. En general, expresa un propósito obstruccionista y dilatorio tendiente a la paralización o postergación de la decisión final que debe dictarse en el proceso.

El Código Procesal Civil y Comercial de la Nación establece en el artículo 45, primera parte, que

Cuando se declarase maliciosa o temeraria la conducta asumida en el pleito por alguna de las partes, el juez le impondrá a ella o a su letrado conjuntamente, una multa valuada entre el diez y el cincuenta por ciento del monto del objeto de la sentencia.

Como se advierte, la norma procesal no particulariza las figuras, estableciendo solamente la posibilidad de una sanción (multa) para la parte y/o su letrado que niegue la calidad moral exigida en sus actos.

No obstante, la doctrina diferencia entre una y otra; mientras la temeridad se vincula con el contenido de las peticiones o la oposición, la malicia se halla referida al comportamiento observado en la ejecución material de los actos procesales.

En consecuencia, conducta temeraria es la actuación a sabiendas de la sinrazón. Es una aplicación del principio de la buena fe creencia (creencia subjetiva de actuar con derecho); en cambio, la malicia ocasiona acciones desleales o deshonestas, que representan obstruccionismo en la marcha regular del proceso, o dilación provocada con actuaciones inoficiosas.

La demanda es temeraria si, además de carecer de todo sustento fáctico o jurídico, es arbitraria por basarse en hechos inventados o jurídicamente absurdos, de manera que es evidente el conocimiento de la sinrazón. En cambio, por malicia (mala fe) se entiende la utilización arbitraria de los actos en su conjunto (inconducta procesal genérica) o aisladamente, si el cuerpo legal los conmina con una sanción especial (inconducta procesal específica). Así, es malicioso el empleo de las facultades otorgadas por la ley en contraposición con los fines del proceso, en violación de los deberes de lealtad, probidad y buena fe, con el objeto de dilatar indebidamente el cumplimiento de las obligaciones reconocidas por la sentencia.

Del mismo modo, la temeridad consiste en la conducta de la parte que deduce pretensiones o defensas cuya injusticia o falta de fundamento no puede ignorar de acuerdo con una mínima pauta de razonabilidad. En fin, temeraria es la conducta de quien sabe o debe saber que no tiene motivos para litigar y, no obstante, lo hace. La mala fe (malicia), en cambio, se configura por el empleo arbitrario del proceso o de actos procesales, utilizando las facultades que la ley otorga a las partes en contraposición a los fines de la jurisdicción, obstruyendo o desplazando el curso del proceso.

En síntesis, las sanciones económicas representan uno de los temas más controversiales en el capítulo del principio de moralidad, porque tiene antagonismos.

Un sector sostiene que en el ejercicio del derecho de defensa, la parte y sus letrados que utilizan los mecanismos que el código le aporta, jamás podría ser sancionado por obstruccionista, aunque se pueda ver con la recurrencia, una situación de abuso. En todo caso, la consecuencia por la presunta infracción no debiera quedar sancionada sino fuera del proceso. Contra esta posición se argumenta que el juez es el director del proceso, y quien controla la regularidad del comportamiento procesal en base a los parámetros de la lealtad y probidad hacia cada uno de los intervinientes; de manera que cualquier desvío en las reglas permite resolver consecuencias jurídicas, en la escala oportunamente advertida.885

El tema trasciende la dialéctica, pues los tribunales (administrativos) que juzgan la ética profesional son proclives a razonar que al abogado no se lo puede sancionar dentro del proceso sino fuera del mismo y por quienes son sus pares.886

180. La buena fe y el deber de veracidad [arriba] 

Una proyección interesante del principio de buena fe lealtad, se presenta con el deber de actuar de actuar con la verdad, lo que supone como implícito, que las afirmaciones expuestas en los escritos postulatorios del proceso son ciertas, y constituyen la base del objeto probatorio.

Claro está que el dilema de la verdad en el proceso tiene múltiples aspectos que exceden el tema abordado en este capítulo,887 y además, porque la verdad absoluta es una finalidad no consagrada, al estar desplazada de algún modo, con el principio de actuar con lealtad y probidad en el marco de la buena fe entre las partes.888

En sus orígenes, cuando el proceso tuvo determinaciones vinculadas con lo sagrado y sacramental, la mentira fue castigada; pero el tiempo y la evolución de las ideas obligaron a los ordenamientos que reglaron el principio de certeza (como veracidad) bajo un aspecto punitivo, a tener que modificar las obligaciones de las partes.

El cambio más notable sucede cuando el sentido político del proceso se desplaza de manos privadas (principio dispositivo contemplado y aplicado a ultranza) al poder público, de manera que el centro de gravitación de las partes hacia el juez, modificó seriamente la función evitando que tuviera una actividad esencialmente represiva.

La transformación del juez en director del proceso, instructor y efectivo enlace de la justicia con la realidad, llevó a castigar las actuaciones contrarias con el principio de buena fe lealtad con sanciones específicas. En síntesis, el cambio señaló claramente que el problema no asentaba en el deber de decir verdad sino en la mentira a sabiendas y en el comportamiento malicioso.889

Ha sido evidente que el principio de publicización del proceso consiguió poner frenos a ciertos arrebatos que conspiraron contra el orden ético del proceso. De todas maneras, es riesgoso confundir la ética del comportamiento con el principio de moralidad, pues ambos coinciden en un imperativo de conducta (leal, recta y honesta), pero la primera escapa a la vigilia judicial en tanto se ampara en una exigencia del fuero íntimo: la moral y el derecho se debaten en componentes de volición que solo se controlan cuando se encuentra el acto externo de provocación a la buena fe.

De modo tal que, cuando la exteriorización de la conducta se advierte en el proceso, el control jurisdiccional pone en acción el principio de moralidad y le exige a las partes comportarse con lealtad y probidad.890

En este sentido, la obligación no tiene necesariamente que aludir al deber de decir verdad, o que no han de mentir; ni han de generar sospechas, etcétera; todo ello limita la libertad y, en cierta forma, condiciona la voluntad de obrar.

Asimismo, el principio de moralidad preside el conjunto de actos procesales, y es bien cierto que desde el engaño doloso hasta la simple mendacidad, o desde el artificio al ocultamiento de un hecho conocido, existen varios grados de mentira, y, en el análisis de ella, en la trascendencia que revista o en la magnitud y proporción de su desatino, el juez podrá sancionar el comportamiento, sin necesidad de contar con una regla precisa y específica que complique la interpretación de lo que es verdad o mentira.

En nuestro parecer, no existe un deber de veracidad en el derecho, cuanto más se puede exigir certidumbre y convicción. Es lícito decir lo conveniente y ocultar aquello que debilita la pretensión. La verdad inocultable asienta en los hechos, mas no en todos, sino en aquellos que se alegan, afirman y construyen el material fáctico de la litis.

Una compleja situación se ofrece con los abogados o representantes legales, a quienes se les impone hipotéticamente resolver si sus deberes de cooperación y honestidad hacia la jurisdicción han de ser cubiertos cuando ellos se oponen a los intereses de sus clientes.

En general la situación se presenta como un postulado deontológico, proclamando el deber de veracidad de los abogados. Así lo impone el art. 74 inciso 2º de Colombia; el art. 170 inciso 1º de Venezuela; y los arts. 34 inciso 5º y 45 del Código Federal argentino, al sancionar a quien se le constata haber sostenido hechos contrarios a la verdad.

A nuestro criterio, el abogado debe servir en primer lugar a sus principios éticos y a los que conforman una serie de postulados elementales de la conducta profesional.

Para Bellavista parece cierto confirmar que

… el abogado, si bien destinado a tutelar los intereses de su cliente, no debe ocultar al juez lo necesario para una justa composición de la litis, aun cuando con este proceder no satisfaga los designios desleales de su patrocinado. Pero esta afirmación sería estimada para un abogado que asista a una parte civil, pues el defensor de un encartado en una causa penal juega con otros intereses, en donde la duda de la justicia se privilegia para obtener una decisión favorable (in dubio pro reo).891

Cuando el cliente lo someta a consideraciones que lo enfrenten con aquellos ideales, podrá limitar o abandonar el patrocinio sin que ello signifique alterar el legítimo ejercicio de una defensa, pues en la medida del interés general encontrará la razón de sus decisiones.892

181. Principio de moralidad y abuso procesal [arriba] 

La teoría del abuso del derecho es de raigambre sustancial, de manera que nace y se desarrolla en el Derecho Privado. Fue Josserand quien elaboró una amplia cobertura para el principio según el cual “cada derecho tiene su razón de ser y no pueden los particulares cambiarla a su antojo en otra diferente”.893

La tesis propuesta se ha expandido a otras disciplinas llegando al proceso donde se afinca y apoya en el principio de moralidad. De este modo, la regla general que pretende evitar el ejercicio abusivo del derecho, se consagra en los procedimientos y busca particularidades que lo definan.

En el proceso civil, la teoría del abuso del derecho tiene distintas manifestaciones, algunas de ellas de fuerte contenido crítico (en la medida que, a veces, se contrapone con el ejercicio legítimo del derecho de defensa), y otras, donde resulta necesario establecer un perfil singular en miras, justamente, de articular un mecanismo que evite dispendios de tiempo o actitudes caprichosas y poco meditadas.

Por eso, también, la doctrina del abuso instala un problema de resolución sociológica, en orden a pretender establecer una función social del proceso, donde las técnicas sean apropiadas con los fines; sin tolerar acciones conscientes y voluntarias que persigan la dilación procesal o el agotamiento de todos los recursos disponibles cuando, a sabiendas, estos son inútiles.

La cuestión no es de fácil encuadre porque en el derecho privado para que exista abuso de derecho es preciso encontrar la intención maliciosa, y a veces, la producción del daño; en cambio, en el Derecho Procesal hay principios propios, vertebrados en el deber de lealtad y probidad, o en el principio de moralidad; y algunos más lo propician como un nuevo principio aplicable al proceso, con características propias e independientes del principio de buena fe procesal.894

En nuestra opinión, la teoría elaborada en torno al abuso del derecho se ha imbricado dentro de la teoría general, de modo que su influencia se extiende a todas las ramas de un ordenamiento jurídico, sea Derecho Civil, Comercial, Administrativo, Procesal, etcétera. El hecho de trastrocar la buena fe, entendida como regla moral del proceso, no le otorga singularidad pues sus principios son generales y lo que interesa advertir son sus consecuencias.895

Por ello el problema no apunta al proceso en sí mismo sino al curso de actos procesales regulares, válidos y eficaces que conformen el debido proceso y cuya virtualidad se pretende alterar con el uso abusivo que de ellos se hace. Abuso que consiste en utilizar una facultad procesal con un destino distinto al previsto constitucionalmente.

De manera, entonces, que si puede interpretarse autónomamente el principio general del abuso del derecho, su aplicación en el proceso no variará como principio, pero derivará el foco de atención hacia los efectos que produce.

El abuso de por sí significa elevarse a un propósito desmedido, exceso este que puede ser culpable o doloso o simplemente actuado con imprudencia, de manera que la actitud subjetiva del autor ha de constituir una de las notas singulares para definir el instituto, adunada con la elección del medio para llevarlo a cabo.896

No se trata de relevar si el desatino se castiga de acuerdo con el exceso, es decir, si fue imprudencia la pena será leve; si hay culpa aumentará y si fuera el caso de dolo habrá responsabilidad plena y una dimensión mayor en la sanción.

En realidad, el abuso es de consideración subjetiva, sin que interese la intención de perjudicar o de provocar un acto ilícito. Solamente hay que observar el acto dispuesto y la conducta manifestada.

En el primer caso se analizará el comportamiento puntual, mientras que en el segundo la valoración se realiza sobre el llamado “comportamiento sistemático”.

No obstante, otros piensan que

... hay abuso del proceso cuando en un proceso civil se ejercita objetivamente, de manera excesiva, injusta, impropia o indebida poderes-deberes funcionales, atribuciones, derechos y facultades por parte de alguno o algunos de los sujetos procesales, principales o eventuales, desviándose del fin asignado al acto o actuación ocasionando un perjuicio innecesario (daño procesal computable).897

En síntesis: si observamos atentamente la dirección del principio aplicado en el proceso, advertiremos que el abuso presenta dos facetas:

a. La actuación negligente, culpable o dolosa que lleva una intención subjetiva (animus nocendi). Esta es una manifestación del abuso en el proceso;

b. La elección del proceso como medio de actuar dicha actitud, de manera que se pretende desviar el fin normal de la jurisdicción. Constituyendo así una forma de abuso con el proceso.

En el primer aspecto, la atribución de responsabilidad es subjetiva; en el siguiente, en cambio, es objetiva.

Una vez que se reconocen los perfiles que distinguen al instituto del abuso del derecho aplicado en el Derecho Procesal, es preciso advertir el contexto donde habrán de aplicarse esos fundamentos.

En efecto, si el punto de arranque se instala en la conducta inapropiada de la parte que a sabiendas del derecho que acredita lo utiliza con un fin diferente al previsto por la norma, la cuestión se debate en un problema de casuística, donde la clasificación deviene necesaria para reconocer algunos de estos problemas de supuesta inmoralidad. En cambio, si la mala utilización de las técnicas jurídicas o de los procedimientos se verbaliza con el abuso del proceso o en el proceso, la cuestión debe considerar la idoneidad profesional.

182. Conclusiones [arriba] 

El proceso civil promueve varios principios que rigen su estructura de debate. Cuando se propicia actuar de buena fe, en realidad no se instala una regla o estándar de conducta sino la admonición hacia las partes y sus abogados, señalando las consecuencias que tiene obrar de mala fe. De alguna manera, es un mandato preventivo que pide actuar en base a parámetros cuya interpretación queda en manos del tribunal de la causa. Por eso, como las actuaciones tienen registros diversos, se ha preferido enunciar el principio como de moralidad, en el sentido de indicar una pauta a cumplir: el comportamiento leal, probo y honesto; y las sanciones que tienen los desvíos.

La conducta se descifra con “hechos”, y desde ella se conectan y deducen las implicancias posibles. Por ejemplo, quien desconoce la firma que le pertenece (pese a ejercer legítimamente un derecho defensivo –arg. arts. 356 inc. 1°, 526 y concordantes del CPCCN–) y obliga a comprobar el documento (art. 390, CPCCN) con una pericia, demostrada la autenticidad genera una multa a favor de la contraria, que “aquél deberá dar a embargo como requisito de admisibilidad de las excepciones…” (art. 528, CPCCN). Similar consecuencia tiene negar la condición de inquilino, en el juicio de ejecución de alquileres, que después se verifica, pues en este caso, “se le impondrá una multa a favor de la otra parte…” (art. 525 inc. 2º, CPCCN).

La buena fe como “hecho” tiene, a su vez, un aspecto subjetivo que radica en la certeza que invoca quien sostiene “tener derecho”. Esa manifestación, expresa o tácita, obliga a descubrir la sinceridad objetiva de dicha creencia de actuar conforme a derecho; o de exponer sus pretensiones o defensas con la convicción auténtica de defender una posición jurídica que le pertenece. En estos casos, la buena fe se colige por los actos que la exponen, permitiendo sancionar o eximir de consecuencias, de acuerdo con las circunstancias.

Es el caso del segundo párrafo del art. 68 del Código Procesal, según el cual “el juez podrá eximir total o parcialmente de esta responsabilidad (costas) al litigante vencido, siempre que encontrare mérito para ello, expresándolo en su pronunciamiento, bajo pena de nulidad”. También se descubre en el artículo 163 inciso 5º apartado final, que dice: “La conducta observada por las partes durante la sustanciación del proceso podrá constituir un elemento de convicción corroborante de las pruebas, para juzgar la procedencia de las respectivas pretensiones”.

El principio de moralidad se aplica en el proceso, pero puede extender su influencia hacia los actos que le preceden. Hay manifestaciones del mismo en la doctrina de los propios actos, donde la formación de una confianza basada en la credulidad impide defraudar la buena fe con conductas opuestas que dejan sin sentido los actos precedentes, jurídicamente relevantes.

Al mismo tiempo, la credulidad que en otros influye, cuando engaña al juez se convierte en un supuesto de estafa procesal que trasciende la repercusión que tiene en el proceso donde se suscita, al quedar tipificada como delito.

Finalmente, el principio de moralidad tiene repercusiones menores, pero importantes, en reglas del procedimiento que se reflejan, por ejemplo, en el lenguaje procesal (cfr. art. 35, CPCCN); o en las actuaciones de prueba que impiden perturbar el cumplimiento formal (cfr. arts. 125.1, 446, 572, 574, entre otros, del CPCCN); también en la potestad disciplinaria del juez.

Las consecuencias de actuar de mala fe ocasionan consecuencias distintas según sea el desvío correspondiente. La nulidad formal, la condena en costas, son efectos propios del proceso; la culpa derivada del obrar con imprudencia o ligereza, o con típicas manifestaciones de abuso generan responsabilidad civil; el dolo, o la culpa grave llevan a la responsabilidad penal, y finalmente, queda implícita la responsabilidad profesional de quien arremete contra los principios éticos de la profesión.

 

 

Notas [arriba] 

850. En el derecho romano, el principio de la bona fides era consagrado como un deber divino. Obedecer las leyes era, según Platón, rendir culto a los dioses. Por eso, para los antiguos, más que humana, la de las leyes era obra divina. La jurisdicción contenciosa importaba entender en un conflicto de intereses privados, de carácter moral o económico, en el cual, tanto en la época de las legis actionis, como en el proceso formulario, establecieron “penas procesales” (poenae temere litigantium) cuya finalidad era influir a las partes para litigar sin ligerezas o valerse de “chicanas”. La legis actio sacramento constituía un mecanismo por el cual las partes debían depositar, en confianza por la verdad de sus afirmaciones, una prenda que solo retiraba luego el vencedor. Este procedimiento, denominado “de la apuesta” (actio per sacramentum), fue evolucionando y la consignación del valor pasó a suplirse por la exigencia de constituir un sponsio, es decir, la acción por la cual un tercero debía garantizar el cumplimiento de la obligación. En la faz siguiente, la actio per condictionem o acción que tiene por fin el cobro de una suma de dinero, el deudor reclamado que negaba su deuda era condenado a una multa igual al tercio del monto debitado (restipulatio tertia partis).
Arangio Ruiz entiende que este sistema obedece a la siguiente evolución: 1) Antes de la Ley de las XII Tablas, la estipulación de una suma de dinero se reclamaba mediante el sacramentum o apuesta; 2) Por medio de la iudicis postulatio, la ley puso a disposición de las partes un medio más lógico para que el promitente cumpliera su obligación de entregar el dinero o cuerpo cierto; 3) Mediante la Ley Silia fue establecido, primero, que la apuesta no sería entregada al tesoro público sino al vencedor y, segundo devolver a este la suma prometida (Cfr. Zeiss, Walter, El dolo procesal, Buenos Aires, Ejea, 1979, p. 34 y ss.). Esta multa podía ser incrementada cuando el demandado obraba con imprudencia o maliciosidad (litiscrecrescencia por infitatio) (Cfr. Cuenca, Humberto, Proceso civil romano, Buenos Aires, Ejea, 1957, p. 45).
Abandonado el sistema de las legis actionis, la función de advertencia que cumplían las penas procesales, fue a cumplirse por el “juramento de calumnia”. Este requerimiento consistía en la promesa de litigar con buena fe, absteniéndose de toda tergiversación o fraude. El iusiuriandum calumniae se encuentra receptado en las Instituciones de Gayo (IV-172): Quood si necque sponsionis necque duplin actionis periculum ei, cum quo agitur, iniugatur ac ne statim quidem ab initio pluris quam simpli sit actio, permitit praetor iusiuriandum exigere non calumniae causa infitias ire (Pero si no hay peligro con quien se litiga, ni de suspensión ni de acción por doble pago, ni tampoco haya acción desde un principio, entonces el pretor permite exigir el juramento y no replicar por razón de calumnia). Asimismo, en IV-17 se dice: Liberum est autem ei, cum quo agitur...iusiuriandum exigere non calumniae causa agere (Aquel con quien se litiga tiene libertad para exigir el juramento y no litigar por razón de calumnia).
En la época de Justiniano, el Código establecía que el juramento de calumnia debía prestarse con las manos puestas sobre las sagradas escrituras y afirmar que no se tenían otros medios de inquirir o manifestar el verdadero estado de las cosas hereditarias (Cfr. Gozaíni, Osvaldo A., La conducta en el proceso, La Plata, Librería Editora Platense, 1988, p. 19 y ss.).
851. Esguerra Portocarrero, Juan Carlos, La Protección Constitucional del Ciudadano, Bogotá, Legis, 2004, p. 63. No obstante nuestra afirmación, sostiene el citado autor, que la inclusión de la buena fe dentro del conjunto de los instrumentos internacionales de los derechos, en modo alguno significa que se haya hecho una construcción jurídica novedosa. Para sostener lo contrario afirma que la noción de buena fe fue obra de los romanos y constituye una de las más notables creaciones de su genio jurídico. De este modo, la palabra fides se predica como la confianza que logra inspirar en los demás aquellos que han sabido hacer honor a sus compromisos; y con el tiempo fue ampliando su concepción para comprenderlo como una exigencia de la conducta (origen de la bona fides). Así se consolidó la buena fe como una idea dotada de claro sentido jurídico; como un mandato perentorio que forzosamente debe regir las relaciones sociales gobernadas por el derecho y, de modo particular, todas aquellas que requieren un cierto grado de fe recíproca, en las cuales no pueden estar presentes ni el engaño ni el recelo. Pese a ello, Montero Aroca dice que […] “Ni en el Liber iudiciorium, ni en Las Partidas, ni en la Nueva ni en la Novísima Recopilación, esto es, en ninguno de los más importantes cuerpos legales que van desde el año 654 con Recesvinto hasta el año 1805 con Carlos IV y Reguera Valdelomar, se encuentra norma alguna que contenga una regla legal del proceso, de cualquier proceso, que asuma ese pretendido principio de la buena fe procesal […]” (Montero Aroca, Juan, “Ideología y proceso civil. Su reflejo en la “buena fe procesal”, en El Debido Proceso, AA. VV., Buenos Aires, Ediar, 2006, p. 252).
852. Por eso suele mencionarse el Código italiano de 1940 como un precedente válido. El art. 88 estableció una regla general en cuya virtud “las partes y sus defensores deben comportarse con lealtad y probidad”. Palacio, Lino, “Los deberes de lealtad, probidad y buena fe en el proceso civil”, en Córdoba, Marcos, (dir.), Tratado de la buena fe, Buenos Aires, La Ley, 2004, T. I, p. 813 y ss.).
Afirma Palacio que esta norma no instituye un verdadero deber si no se la coordina con los arts. 92 y 96 del mismo ordenamiento: “El primero faculta al Juez para imponer el pago de las costas a la parte vencedora respecto de los actos procesales que aquélla ha cumplido transgrediendo los referidos deberes, y el segundo dispone que si resulta que la parte vencida ha accionado o resistido con mala fe o culpa grave, el Juez a instancia de la otra parte, la condenará, además del pago de las costas, al resarcimiento de los daños que liquidará, incluso de oficio, en la sentencia”.
853. Montero Aroca, Juan, “El proceso civil llamado ‘social’ como instrumento de justicia autoritaria” en Proceso civil e ideología, op. cit., p. 161.
En este sentido Montero Aroca afirma que las referencias en las leyes a la buena fe se han producido normalmente en normas dictadas por regímenes políticos por lo menos autoritarios; y así ha ocurrido desde la alemana Ley de 23 de octubre de 1933 hasta el Codice italiano de 1940, pasando por todos los códigos y leyes socialistas. Este es un dato que no puede olvidarse porque significa que estas referencias a la buena fe o a la probidad o a la lealtad se producen en una base ideológica que hace al juez, no a un tercero imparcial entre dos partes parciales que pelean por lo que creen su derecho con todas las armas que el ordenamiento jurídico pone en sus manos, esto es, por lo que estiman es la justicia (sin comillas y en redonda) que les reconoce la ley material, sino una especie de ser superior revestido de todas las virtudes imaginables cuya misión es lograr una especie de “justicia” que está más allá de la ley y en la búsqueda de la cual deben colaborar activamente las partes y sus abogados. Estamos en la esencia del autoritarismo, en la que el ciudadano no tiene verdaderos derechos frente al Estado sino deberes, y en la que el juez tratará a ese ciudadano como un menor de edad intelectual, de modo que todo lo que haga para defender su interés serán artimañas ...
854. Cfr. Código Procesal Civil alemán (ZPO) (trad. de Álvaro J. Pérez Ragone y Juan Carlos Ortiz Pradillo), Montevideo, Konrad Adenauer Stitfung, 2006, p. 195.
855. Liebman, Enrico Tullio, Manual de Derecho Procesal civil, op. cit., p. 89.
856. Gozaíni, Osvaldo, Temeridad y malicia en el proceso, op. cit., p. 38.
857. El art. 83 de la Constitución de Colombia establece que: Las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceúirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en todas las gestiones que aquellos adelanten ante estas. Cfr. también, Bidart Campos, Germán, “Una mirada constitucional al principio de buena fe”, en Córdoba, Marcos (dir.), Tratado de la buena fe, 2004, p. 43 y ss.
858. Ramos Méndez, Francisco, “¿Abuso de derecho en el proceso?”, en Abuso dos direitos processuais, op. cit., 2000.
859. Oteiza, Eduardo, “Abuso de los derechos procesales en América Latina”, en Abuso dos direitos processuais, op. cit., p. 8.
860. Ramos Méndez, Francisco, “¿Abuso de derecho en el proceso?” op. cit., p. 6.
861. Gozaíni, Osvaldo A., Costas Procesales, Ediar (3ª ed.), Buenos Aires, 2007, en especial el Capítulo VI.
862. CSJN, Fallos: 339:1691.
863. CNCiv., Sala D, “Municipalidad de la Capital c. Maulhardt y Cía., S. A., Juan H.”, 04/14/1983, LL 1983-D, 135 ED 104-767. De conformidad con el artículo 68 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, es la parte vencida la que debe pagar todos los gastos de la contraria y los jueces solo pueden eximirla de esa responsabilidad mediante un pronunciamiento expreso respecto de dicho mérito, bajo pena de nulidad, condición que no fue cumplida por el a quo, que se apartó del principio general en materia de costas sin justificar su decisión (Fallos: 339:1045).
864. Palacio, Lino, “Los deberes de lealtad, probidad y buena fe en el proceso civil”, en Tratado de la buena fe, Córdoba Marcos A. (dir.), op. cit., p. 814.
865. Cfr. Gozaíni, Osvaldo, Nuevos límites de la temeridad y malicia en el proceso, LL 2007-C, Boletín del 15/05/07. El proyecto de modificación al art. 45 del Código Procesal Civil que aprueba la Cámara de Diputados de la Nación, en la parte nueva dice: “... En todos los casos el juez deberá señalar detalladamente cada una de ellas, y fundamentar el motivo por el cual la considera incursa en tal irregularidad. Si entendiera que el letrado incurrió en tal conducta, deberá remitir las actuaciones correspondientes a las autoridades competentes establecidas por las leyes 22.192 y 23.187 a fin de que proceda a su juzgamiento”. La reforma introduce dos cuestiones de importancia en la aplicación del precepto. El primero establece la obligación de fundar la imposición de la multa por temeridad y malicia, debiendo indicar el motivo por el cual encuentra responsable a la parte o al abogado. De este modo, no se podrá sancionar en más con remisiones genéricas, porque el Juez tendrá que decir cuál es la irregularidad o el desatino. La segunda cuestión asienta en la intervención que tiene el Juez para iniciar de oficio la actuación ante el Tribunal de Ética profesional que corresponda por la jurisdicción, convirtiendo al magistrado en denunciante.
866. De los Mozos, José Luis, El principio de la buena fe, Barcelona, Bosch, 1965, p. 45.
867. Peyrano Marcos, XX Congreso Nacional Argentino de Derecho Procesal, Libro de ponencias, San Juan, 13 al 16/06/2001, T. I, p. 102. Aquí fue que quedó puesta de relieve esta figura, destacando la ponencia presentada por el citado jurista, quien agudamente dice: “A poco que ahondemos en el análisis de la recepción legislativa del principio de moralidad, podemos ver que este ha sido acogido en los diversos códigos procesales nacionales mediante el establecimiento de deberes jurídicos generales de contenido ético (v. gr. de lealtad, de buena fe, etc.), por lo cual resulta lógico que el legislador haya previsto sanciones de tipo general al respecto. Es que, justamente, el principio de moralidad apunta a lo genérico; busca proteger la correcta administración de justicia en su conjunto y, al efecto establece también “penas generales”, que no significan una desventaja procesal para alguno de los sujetos procesales sino que afectan al penado extraprocesalmente (v. gr multas). Por el contrario, el principio de abuso del proceso –si bien derivado del anterior– apunta a lo específico, tipificando conductas particulares (previstas o no expresamente por las normas procesales) dentro de un proceso particular que implican un desborde o desviamiento, el cual, puede o no responder a dolo o culpa; es decir, carecer de un elemento subjetivo que lo aliente pero constituirse en un exceso al fin...”.
868. Couture, Eduardo, Estudios de Derecho Procesal civil, Buenos Aires, Depalma, 3ª ed., 1979, T. III, p. 235 y ss. De manera acertada ha destacado el autor que el principio de buena fe y lealtad procesal debe ser de gran preocupación, en cuanto supone una pauta ética a la que deben adecuar su comportamiento los sujetos intervinientes en el debate procesal; el hecho de tener instaurado un determinado parámetro ético es la finalidad del proceso, consistente en hacer justicia en cada caso concreto, procurando que la decisión se ajuste a los hechos y al derecho vigente. Los obstáculos que alteren ese objetivo, aunque sean lícitos jurídicamente, alteran la noción de debido proceso, consagrada como derecho humano.
869. Montero Aroca, Juan, “El proceso civil llamado social como instrumento de justicia autoritaria”, en Proceso civil e ideología, p. 164. Esta es la opinión del mencionado autor, quien desde su oposición a consagrar una regla moral en el proceso, sostiene, no obstante, que “... la regla debería enunciarse, no a favor de la buena fe, sino en contra de la mala fe, de modo que no se impusiera a la parte y a su abogado un deber positivo, sino un deber negativo, de abstención… Creo que este debe ser el sentido en que deben interpretarse algunas normas en las que se habla de la ‘probidad, lealtad, veracidad en cuanto al fondo de sus declaraciones o manifestaciones’…”.
870. Silveira, Alipio, “La buena fe en el proceso civil”, en Revista de Derecho Procesal, Buenos Aires, Ediar, año V, N° II, 1947, p. 226 y ss.
871. Montero Aroca, Juan, “Ideología y proceso civil. Su reflejo en la ‘buena fe procesal’”, en El Debido Proceso, op. cit., p. 300 y ss.). En esta obra el autor argumenta que: “Llegamos así a la conclusión de que lo que se quiere imponer a las partes y a sus defensores en el art. 247 de la LEC es un deber, y ahora debe precisarse que el mismo no debe confundirse (no ya con el abuso del derecho o con el fraude a la ley procesal, aparte de que con el fraude procesal, con los que la diferencia no se ha llegado a cuestionar), ni con lo que podríamos llamar el cumplimiento de la norma procesal, y las consecuencias de la inobservancia de la misma, ni con las multas coercitivas. El sometimiento a las normas procesales y las consecuencias de su inobservancia es algo muy distinto del pretendido deber de buena fe y la imposición de una sanción por incumplimiento. El proceso civil tiene, como es obvio, una regulación procedimental en la que cada trámite tiene un contenido determinado, de modo que si la parte no realiza el acto, o no lo realiza del modo previsto en la ley, la consecuencia no es la imposición de una sanción sino la pérdida del trámite…”. Asimismo “... las multas coercitivas previstas en la LEC no guardan relación con un pretendido deber de buena fe, al ser un medio coactivo de los titulares de potestad pública para imponer a los sujetos el cumplimiento de las decisiones adoptadas por esos titulares…”.
872. Silveira, Alipio, op. cit., p. 234.
873. Couture, Eduardo, Exposición de Motivos, Proyecto de Código de Procedimiento Civil, Montevideo, 1945, p. 109.
874. Guasp, Jaime, Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, p. 254.
875. López Blanco, Hernán, Procedimiento Civil, Parte General, Bogotá, Dupré, 2002, T. I, p. 104. Criterio que no pretende dividir aguas entre Jueces y Abogados, sino en consignar en sus respectivos territorios a las potestades disciplinarias. Una cosa es la cuestión ética que debe sancionarse y reprimirse por pares; y otra la cuestión disciplinaria donde es justo que el magistrado actúe con suficiente fuerza y ejecución las potestades que hagan cumplir el principio de buena fe en el proceso. Por eso compartimos la opinión de López Blanco cuando sostiene que, sin desconocer la actuación del extinguido Tribunal Disciplinario, cuyas funciones pasaron al Consejo Superior de la Judicatura, lo ideal sería dejar este aspecto del control de las faltas a la ética profesional al Colegio Único de Abogados, reforma sobre la cual se trabaja desde hace años en el Ministerio de Justicia pero nada se ha concretado.
876. Lega, Carlos, Deontología de la profesión de abogado, Madrid, Cívitas, 1976, p. 73. Cfr. Gozaíni, Osvaldo, La conducta en el proceso, op. cit., p. 86.
877. López Blanco, Hernán, op. cit., p. 384. Dicho esto en términos generales, pues en Colombia es sabido que la condena al pago de los perjuicios impuesta al apoderado por cualquiera de las censurables conductas descriptas en el código, permitirá investigarlo, además, por violaciones del decreto 196 de 1971; por ello –dice López Blanco– cuando se configura una conducta temeraria o de mala fe por parte de un apoderado, el juez que la ha declarado deberá remitir copia a la Sala Jurisdiccional Disciplinaria del Consejo Seccional de la Judicatura del respectivo distrito (ley 270 del 7 de marzo de 1996) para que imponga, además, la sanción por falta a los deberes del abogado, de ser hallado responsable dentro del proceso disciplinario .
La posible reforma del art. 45 del Código federal argentino (ver nota 15) nos lleva a interrogar si al permitir que el Juez denuncie al abogado que falta a una regla ética vulnera el principio ne procedan iudex ex officio. Hasta hoy, el Tribunal de Disciplina del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal ha tenido dos maneras de aceptar estas denuncias. Lo más corriente fue receptarlas y darles trámite de oficio; vale decir, supliendo la calidad de denunciante por la de instructor oficioso que debe velar por el comportamiento de los abogados. Pero también se ha planteado (así lo hicimos mientras actuamos en la Sala II del mencionado tribunal) que si el Juez denuncia debería ratificar el informe que realiza, como se le requiere toda persona que formula quejas contra un colega. En tal sentido ratificamos lo dicho mucho antes de ahora. Una cosa es que el Juez fiscalice la conducta de las partes en el proceso; lo cual es un deber de su actuación. Y otra, diferente, es que se convierta en un tutor de la ética profesional que es una actividad que no está en sus manos ni disponibilidad (Gozaíni, Osvaldo, Sobre la hipotética derogación de las facultades disciplinarias del Juez después de la Ley 23.187, en LL 1996-E, p. 913 y ss).
878. AA. VV., La buena fe procesal en los juicios concursales, Bogotá, Universidad Libre de Colombia, 2004, p. 117.
879. Cfr. Teodoro Júnior, Humberto, “Abuso de directo processual no ordenamento jurídico brasileiro”, en Barbosa Moreira, José Carlos (coord.), Abuso dos direitos processuais, Río de Janeiro, Forense, 2000, p. 103.
880. Gozaíni, Osvaldo, Temeridad y malicia en el proceso, op. cit., p. 333 y ss.
881. Silveira, Alipio, op. cit., p. 288.
882. Cfr. Ciuro Caldani, Miguel Angel, “Aspectos filosóficos de la buena fe”, en Tratado de la buena fe, Córdoba, Marcos A. (dir.), op. cit., p. 17.
883. Cfr. Condorelli, Epifanio, Del abuso y la mala fe dentro del proceso, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1986, p. 79. Al poco tiempo fue interpretada como calumnia o temeridad la forma más frecuente de su apariencia: la alegación de hechos falsos y la reclamación de créditos infundados, en el más amplio sentido de los dos conceptos. Como falsedades se consideraban, verbigracia, la relación incompleta de los hechos, es decir, la supresión de circunstancias relevantes, el recurso a documentos falsos; la pretensión de derechos no existentes; la formulación de demandas injustificadas; el exceso sobre el crédito fundado (plus petitio).
884. Gozaíni, Osvaldo, Temeridad y malicia en el proceso, op. cit., p. 77.
885. Picó i Junoy, Joan, El principio de la buena fe procesal, Barcelona, Bosch, 2003, p. 265. Esta obra es una de las más importantes para relevar y conocer con profundidad la diversidad de los enfoques. Sostiene el profesor de Barcelona que “el reconocimiento del principio de la buena fe quedaría en una mera proclamación programática si la Ley no previera mecanismos de protección tendientes a potenciar su virtualidad práctica. Por ello, la infracción de las reglas puede originar consecuencias de muy distinto alcance, que varían en función de la configuración de la concreta regla como una carga, una obligación o un deber procesal. Atendiendo el contenido de tales consecuencias, se pueden clasificar en procesales y extraprocesales: en el primer grupo, nos encontramos con la inadmisión del acto procesal solicitado, la ineficacia del acto procesal realizado, la pérdida de las cantidades económicas depositadas judicialmente para la realización de actos procesales, la valoración intraprocesal de la conducta de las partes, las multas, las costas procesales, la nulidad de las actuaciones, la pérdida del pleito, o el uso de la coacción física para contrarrestar la mala fe procesal. Y, en el segundo, el problema de la responsabilidad disciplinaria, civil y penal, en la que puede incurrir el abogado que actúe con mala fe procesal”.
886. El Tribunal de Disciplina del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal sostiene que “las disposiciones de la Ley N° 23187 que confieren atribuciones disciplinarias al Tribunal de Disciplina han derogado las que confieren a los jueces los ordenamientos procesales y el Decreto-ley N° 1285/58”.
Básicamente fundan esta doctrina los argumentos siguientes: a) El Código de Ética dictado por el Colegio profesional en ejercicio de las facultades que la Ley N° 23187 le asignó, importa un texto específico, de naturaleza especial y exclusiva, que reúne la totalidad de conductas que al abogado se le vedan en la práctica y que solo el Tribunal puede calificar; b) Se resguarda el derecho de defensa del abogado que, de otra manera, se encuentra sorpresivamente sancionado sin posibilidad de defenderse contra la “susceptibilidad judicial”; c) Nadie mejor que los pares para determinar si la conducta profesional afecta o contraviene los fines de la actividad, evitando así el temor reverencial a la potestad sancionatoria, amplia y discrecional de los jueces; d) Un mismo hecho no puede –conforme a derecho– quedar sujeto a dos sanciones disciplinarias distintas: la del juez en uso de las facultades correctivas que establece el código procesal, y la del colegio, aplicando las normas de la ley y el Código de Ética; e) El sistema de la Ley N° 23187 no sustrae al letrado de sus derechos y obligaciones sino que, ante una eventual inconducta que afecte la ética en todos sus componentes (moralidad, probidad, buena fe, etc.) debe ser substraído del poder sancionatorio de la magistratura y remitido para su juzgamiento ético ante el Tribunal de Ética, sin perjuicio de la responsabilidad civil, penal y/o administrativa, de la que se excluye la procesal, en la que pudiera eventualmente estar incluido dicho letrado.
887. Cfr. Gozaíni, Osvaldo, “La verdad y la prueba”, en Revista de Derecho Procesal, Prueba I, Buenos Aires, Rubinzal-Culzoni, 2005, pp. 77-103.
888. Obsérvese que el código de procedimientos civil dispone ambas reglas, es decir, en el proceso se debe actuar con lealtad, probidad y buena fe (art. 34 inciso 5º, CPCCN; art. 37 inciso 3º, Colombia; art. 170, Venezuela), y se obliga a las partes y sus letrados a decir la verdad bajo pena de sancionarse a quien no lo cumple (art. 74 inciso 2º, Colombia), aunque está aclarado que la verdad requerida es respecto de los hechos (aclarado debidamente en el art. 170 inciso 1º, Venezuela). Por eso, si recordamos que la historia del precepto de moralidad aparece con la exigencia de verdad de la ZPO, o en el deber de actuar con lealtad y probidad del art. 88 del código italiano, de inmediato vemos la alternativa, que ha llevado a la doctrina a admitir o negar la existencia de un deber de veracidad.
889. Carnelutti, Francesco, Sistema de Derecho Procesal civil, op. cit., p. 19 y ss.
Al respecto decía el autor: “La moderna concepción del proceso civil elimina todo obstáculo contra el reconocimiento de la obligación: puesto que el proceso se sigue en interés público y por esto tiende a un resultado de justicia; por lo que la parte sirve al proceso y no el proceso a la parte, no existe la más remota razón para sustraer la acción de la parte a aquellos preceptos que el interés público reclama; el llamado principio dispositivo es una directriz de conveniencia y nada más, de manera que, según la conveniencia, puede ser limitado; la parte no se contrapone en absoluto al testigo en el sentido de no ser también ella un instrumento del proceso, por lo que en principio no hay razón alguna para que se pueda imponer al testigo, y no a la parte, la obligación de decir verdad. En cambio, desde el punto de vista de la conveniencia, la cuestión es muy delicada; en efecto, si es verdad que también la parte, lo mismo que el testigo, es un instrumento del proceso, es, sin embargo, un instrumento que opera de un modo enteramente diverso; las ventajas que el proceso obtiene de ellas dependen, sobre todo, de su iniciativa y, por lo tanto, de su libertad; cualquier límite señalado a esta compromete su rendimiento; además, la acción de la parte se desarrolla por medio de la contradicción, que es una forma de lucha, no se puede, sino de un modo relativo, desterrar la fuerza y la astucia; en suma, cuanto más se atan las manos a las partes, tanto más, junto con el peligro del engaño o de la mentira, se desvanece también el beneficio de su acción. Esto quiere decir que la solución del problema debe ser una solución de proporción...” […] El derecho positivo italiano adopta una solución de este tipo siguiendo una directriz general que se manifiesta aun fuera de los límites del proceso; tal directriz se funda en la distinción entre engaño y mentira, a la que se adapta ya el derecho contractual. El engaño es mentira agravada por la realización de actos encaminados a determinar su credibilidad y, por lo tanto, a crear las pruebas idóneas para hacer admitir su verdad; lo que los romanos, a propósito del dolo, llamaban la machinatio y, los franceses, a propósito de la estafa, la mise en scène. Ideas que reitera en su famoso estudio Contra el proceso fraudulento, donde destacó que “bajo este aspecto, para el buen fin del proceso es necesaria la igualdad de las partes, incluso desde el punto de vista de la fuerza o de la bellaquería; de ahí que a veces a un litigante galeote, en interés mismo de la justicia, mejor que un clérigo, se le contrapone un marinero”.
890. Ahora bien, el planteo tiene ideas opuestas. Picó i Junoy sostiene que el tratamiento jurídico que debe darse el deber de veracidad, aunque no está expresamente adoptado por la LEC, proviene por estar recogido del mismo principio de la buena fe procesal como pauta de conducta que deben respetar los litigantes. Difícilmente puede calificarse un acto de buena fe cuando se fundamenta en la mentira, engaño o falseamiento de la verdad. Argumenta así con buen tino que, […] “En nuestra opinión, la defensa de una parte no puede basarse en el perjuicio del derecho de defensa de la otra, y en la inducción al error al órgano jurisdiccional, impidiendo o dificultando que pueda ofrecer una efectiva tutela de los intereses en conflicto…” (op. cit., p. 133). En cambio, Montero Aroca dice que el mentado principio de la buena fe procesal, así como el deber de decir verdad en las alegaciones, es al menos confuso. Para ello argumenta que […] “Cuando se discute sobre la existencia de un pretendido deber de veracidad pareciera como si lo que se esta cuestionando es la alternativa entre un supuesto derecho a mentir y un pretendido deber de decir la verdad, y lo normal es que esa alternativa no se le plantee a la parte sino al abogado. El planteamiento mismo de la alternativa no se corresponde con la realidad práctica de los abogados y de su actuación ante los tribunales, pues se basa en algo tan teórico como creer que antes del inicio del proceso ‘la verdad’ ya resplandece y deslumbra a todo el que la mira […] Parece claro que el abogado no puede afirmar como existente un hecho que le consta como inexistente, entre otras cosas porque ello, aparte de una mentira, es un error táctico, pero nada puede imponerle que ponga su trabajo y su inteligencia al servicio de la defensa de los intereses de su cliente, precisamente porque esa es su función y en ella se justifica su propia existencia”. (Montero Aroca, Juan, “Ideología y proceso civil. Su reflejo en la ‘buena fe procesal’”, en El Debido Proceso, op. cit., p. 305).
891. Bellavista, Girolamo, “Lealtá e probitá del difensore e del accusatore privato nel processo penale”, en Estudios en homenaje a Antolisei, Milán, Giuffré, 1965, T. I.
892. Landoni Sosa, Ángel, “El principio de moralidad: base fundamental para un proceso justo”, en Tratado de la Buena fe, op .cit., p. 393 y ss. Apunta el autor que ya Cappelletti afirmó que procesalistas de gran fama y valor –como en Alemania Adolfo Wach y Richard Schmidt, o como Piero Calamandrei y Enrico Redenti en la doctrina italiana del siglo XX– combatieron el deber de verdad, considerándolo un instituto inquisitorio y contrario a la libre disposición de las partes, un “instrumento de tortura moral” contra la parte en el proceso civil. Pero hoy en día, la doctrina europea considera a esta concepción como un reflejo procesal de la ideología individualística, del laissez faire y tiende, consiguientemente, a establecer el principio de moralidad como un deber de las partes en el proceso civil y postula su conciliabilidad con el principio dispositivo.
893. Josserand, Louis, El espíritu de los derechos y su relatividad (trad. de Eligio Sánchez Larios), México, Editorial José M. Cajica, 1946, p. 23 y ss.
894. Cfr. Gozaíni, Osvaldo, La conducta en el proceso, op. cit., p. 103. Se sostiene que es un principio procesal y tiene implicancias diferentes a la responsabilidad civil. Por tanto el abuso de las vías procesales debe encontrar un fundamento especial y diferente de la responsabilidad civil, entendiendo que la primera es una responsabilidad subjetiva cuyo fundamento lo encuentra en la violación del principio que impone la obligación de actuar con lealtad y probidad en el proceso, y que antes se encontraba como principio general implícitamente establecido en el código civil. La responsabilidad de los daños procesales, a diferencia de la que impone el pago de las costas y que es una consecuencia objetiva de la pérdida del pleito, tiene que tener un fundamento subjetivo y basarse en la violación de una obligación o de un precepto, pues no podrá sostenerse que la simple acción en justicia que constituye un derecho subjetivo, puede acarrear una responsabilidad.
895. Cfr. Peyrano, Jorge W., Abuso procesal, Buenos Aires, Rubinzal Culzoni, 2001, p. 127 y ss. Otros han dicho que la doctrina funcional que se propicia desde la tesis de Josserand puede identificarse con particularidades propias como abuso en las vías procesales. De conformidad con este criterio, un acto es abusivo independientemente de toda intencionalidad dolosa o culpable cuando se desvía del fin que le asigna el ordenamiento al derecho ejercido.
896. Cfr. Gelsi Bidart, Adolfo, “Abuso del proceso”, ponencia presentada en el XI Congreso Nacional de Derecho Procesal, La Plata, 1981. Sostiene Gelsi Bidart que no es solo el fin perseguido lo que importa, aunque esto siga teniendo importancia fundamental y aunque, generalmente, en el abuso, suele haber otra finalidad, también procurada incluso aparentemente como principal y, por tanto, desplazado en cierto modo el fin fundamental establecido por la ley. En rigor no puede prescindirse del fin cuando se habla del medio: aquel funciona como causa final de este; no se realiza el medio sino en vista de la finalidad que con él se persigue (y, a veces, se consigue: resultado).
897. Cfr. Álvarez, Mariela, “Abuso del proceso”, en Peyrano, Jorge W., Abuso Procesal, op. cit., p. 115 y ss. Así lo propone Mariela Álvarez, quien diferencia asimismo al abuso procesal de los principios de moralidad y abuso del derecho. En efecto –agrega– el abuso del proceso hace expresa referencia al ejercicio de los derechos, en especial, procesales, derechos que no son absolutos, y cuyo ejercicio no puede ser excesivo, irrestricto o injusto en perjuicio de nadie, ni puede contrariar los fines para los cuales fueron concebidos. Violado que fuera el principio de moralidad, el juzgador, al efectuar el análisis de la conducta procesal maliciosa, impondrá sanciones que se plasmarán en la sentencia. En cuanto al abuso del proceso, la sanción del acto abusivo es diferente y va desde la anulación del acto, privándolo de sus efectos normales, hasta la condena en costas aun a quien, en ejercicio de un derecho legítimo, hubiera promovido el litigio agravando innecesariamente sus consecuencias. Consecuentemente, abuso del proceso y principio de moralidad son dos cosas distintas.



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