Partiendo de las disposiciones relativas a la participación de la víctima en la etapa de ejecución contenidas en el nuevo Código Procesal Penal de la Nación (ley 27.063), el trabajo se ocupa de los cambios que parece haber experimentado en los últimos tiempos la percepción de la figura del damnificado en el pensamiento académico. Se aborda luego, desde una perspectiva crítica, la decisión de no conferirle el rol de querellante para la última etapa, y se exploran las posibilidades de aplicación del modelo contradictorio en las incidencias en que se debate el acceso a los institutos del régimen de la progresividad penitenciaria. Finalmente, el autor argumenta en contra de la presunta incompatibilidad entre la intervención de la víctima en la fase de cumplimiento y el ideal resocializador de la pena.
La corriente de reformas procesales que hace tres décadas comenzó a tomar vuelo en América Latina y el Caribe hizo de la restitución del conflicto a la víctima una de sus banderas principales[1]. Se apuntó a revertir la situación del ofendido[2] como el “convidado de piedra”[3] en los trámites y a asignarle un rol cada vez más protagónico en la construcción de soluciones. Claro que esta jerarquización vino acompañada de ciertas expectativas sobre lo que este nuevo actor aportaría al proceso. Concretamente, se trabajó sobre un perfil de víctima proclive a las soluciones composicionales, con pretensiones punitivas moderadas, y que nos colocaría decididamente más cerca de la “tercera vía reparatoria” del derecho penal[4].
Para decirlo en palabras de Bovino: “Distintas experiencias parecen haber demostrado que el solo hecho de prestar más atención a la víctima produce el resultado de que ésta considera inútil cualquier tipo de reacción punitiva”[5]. Igual de optimista era Larrauri: “En realidad, si algo destacan con práctica unanimidad los estudios victimológicos, es que la víctima es menos punitiva de lo que creen el resto de los conciudadanos; y que la víctima en raras ocasiones desea un castigo cuando considera reparado el mal causado”[6]. Y no les iba en menos el relato de Louk Hulsman[7] a partir de su propia experiencia como sujeto pasivo de un delito (o “evento criminalizable” como le gustaba decir al profesor de Rotterdam). Habiendo sufrido tres hechos de daños y robo en su casa, entró en tan buenas relaciones con los autores que él y su mujer acabaron volviéndose una suerte de tíos para los jóvenes, incluso les prestó su tienda para ir de camping, y, al no conseguir que la fiscal abandonara el caso, los acompañó y se sentó junto a los muchachos en la sala de audiencias para explicarles lo que iba ocurriendo y que no se pusieran nerviosos.
No obstante, y sin que falten entre nosotros ejemplos como el del catedrático holandés[8], en los últimos tiempos parecen haberse levantado algunas inquietudes al encontrarnos con un damnificado que no siempre coincide con aquel sujeto de ánimo conciliador al que se hacía referencia en los trabajos de doctrina. La racionalidad que ciertamente ganó el sistema en el tratamiento de infracciones menores o de neto carácter patrimonial mediante la convocatoria a integrar mecanismos de reparación del daño, vino al costo de lidiar, en otros supuestos, con un actor absolutamente comprometido con la reacción penal, detentador de un novel “derecho al castigo” reconocido en las decisiones de los organismos interamericanos de protección de los derechos humanos, y que ha visto progresivamente aumentadas sus facultades al punto en que hoy puede movilizar por su cuenta todo el aparato represivo (sin depender del acusador público).
A principios de la década del noventa, Hirsch[9] explicaba que la victimología se componía dos corrientes. Una, que despertaba mayor interés, centrada en la reparación del perjuicio. La otra, menos activa, afianzada en el reclamo de una mayor participación de la víctima en el proceso. Hoy parece claro que la última se ha puesto a tono con la primera, y lentamente, las proyecciones auspiciosas de años anteriores van cediendo paso al temor de que la imagen doliente del ofendido sirva de emblema a una nueva ola de demagogia penal.
Dice Gil Gil: “En el plano político asistimos con frecuencia a un uso populista con fines electoralistas de la política criminal que a menudo ha instrumentalizado a las víctimas. La víctima ha penetrado todo el sistema penal exigiendo mayor consideración y derechos, lo que se ha visto potenciado por la función como grupos de presión que ejercen ciertas asociaciones de víctimas y por el hecho de que los partidos políticos se han percatado rápidamente del atractivo electoralista que supone la posición a favor de las víctimas”[10]. Para Faraldo Cabana: “…esta atención a la víctima es más consecuencia de una utilización populista de los deseos de venganza de éstas y sus familias por parte de partidos políticos y medios de comunicación que de una reflexión pausada en torno a la necesidad de atender sus necesidades”[11]. Y argumenta Reyna Alfaro que: “...aunque aparentemente la posición de la víctima dentro del sistema penal, específicamente en el plano de las posibilidades que aquella tiene de obtener asistencia y soporte estatal, habría tenido mejoras, lo cierto es que aquello aparece en el contexto del populismo penal y la utilización política de la víctima”[12].
Se destaca también, la descripción que del fenómeno hace David Garland[13]: “En Estados Unidos los políticos llaman a conferencias de prensa para anunciar leyes que establecen condenas obligatorias y son acompañados en el podio por los familiares de las víctimas del delito. Se aprueban leyes que llevan el nombre de las víctimas: La ley Megan; la ley Jenna, la ley Brady. En Gran Bretaña, las víctimas del delito aparecen como oradores en las conferencias de los partidos políticos y se ha creado un “Estatuto de las Víctimas” con amplio apoyo bipartidista”.
En efecto. Visto a la distancia pareciera que el garantismo tendió el puente de plata al afectado con miras a una dogmática de las prestaciones resarcitorias, y el populismo penal se valió de ese esfuerzo para entronizar tendencias represivas. De hecho, en más de un trabajo sobre el tema se deja percibir el desencanto de un sector importante de la doctrina con cómo resultaron las cosas. Por ejemplo, para Silva Sánchez: “…nada hacía presagiar que, en ese marco, apareciera de nuevo con cierta fuerza la idea del derecho de la víctima al castigo del autor” [14], en tanto Ustarroz habla del “…reverdecer de la víctima en el Fausto punitivo, quizás no con las características que hubiésemos deseado, pues aparece como colaboradora de un Derecho Penal que deseamos controlar, y no como limitadora de éste”[15].
Esto nos pone frente a una disyuntiva algo incómoda: el movimiento de apertura en favor de la persona lesionada por el delito ¿representaba un fin en sí mismo, independientemente de su menor o mayor afición al castigo, o era un recurso estratégico del pensamiento minimalista y sólo interesaba en la medida en que la imaginábamos sentada en una sala de mediaciones?.
Dicho de otro modo, si ocurriese que se han errado los cálculos; si restituido el conflicto a la víctima resulta que, por lo menos frente a hechos de cierta gravedad, ésta no hace con el conflicto lo que esperábamos; ¿seguiríamos estando de acuerdo con aquello que decía Maier en 1992, en el sentido de que la preocupación por el damnificado es también una vía para humanizar el derecho penal?[16]; ¿o tenía razón Hirsch cuando sostenía que la famosa “tercera vía” aparentaba poner al ofendido en primer plano pero en realidad sólo se lo utilizaba para la construcción de un abolicionismo parcial encubierto?[17].
Porque, si fuese el caso de volver sobre lo andado ahora que nos damos cuenta que más víctima no siempre equivale a menos pena, a varios nos costaría sacudirnos la sensación de que las escuelas reduccionistas del derecho penal han instrumentalizado al ofendido de una manera muy parecida a como lo hacen las campañas de mano dura. Y téngase en cuenta que especular con los grados de participación ciudadana para imponer agendas de política criminal no es como la aplicación analógica de la ley, vale decir, no es menos ilegítimo cuando beneficia al imputado.
En este contexto de dudas y reconsideraciones, se inserta la reforma del Código Procesal Penal de la Nación aprobada por ley 27.063, que potencia notoriamente las facultades del agraviado. La nueva regulación trae institutos como la conversión de la acción pública en privada (art. 33); la figura del querellante autónomo (art. 85); la admisión como acusadores de las entidades del sector público (art. 85); la posibilidad de ser escuchado previo a cada decisión que implique la suspensión o extinción de la acción penal (art. 79. h), de hacer revisar la desestimación, el archivo, la aplicación de un criterio de oportunidad o el sobreseimiento (art. 79. J), el derecho a designar un abogado de confianza aún sin constituirse como querellante (art. 80) y la potestad de delegar el ejercicio de sus facultades en asociaciones de protección a las víctimas, de representación de intereses colectivos o difusos, de defensa de los derechos humanos, o especializadas en acciones de interés público (art. 81).
Además el Código innova sobre una cuestión prácticamente tabú entre nosotros, como es la intervención del lesionado en la fase de cumplimiento. El artículo 325 dice: “La víctima tendrá derecho a ser informada de la iniciación de todo planteo en el que se pueda decidir alguna forma de liberación anticipada del condenado o la extinción de la pena o la medida de seguridad, siempre que lo hubiera solicitado expresamente ante el Ministerio Público Fiscal. A tal fin, deberá fijar un domicilio e indicar el modo en que recibirá las comunicaciones. En este supuesto, el Ministerio Público Fiscal deberá escuchar a la víctima y, en su caso, solicitar que sea oída ante el juez interviniente”.
El criterio adoptado por el legislador invita a hacerse varias preguntas. La participación del damnificado en las incidencias de ejecución ¿equivale a institucionalizar la venganza privada? ¿puede la norma incentivar prácticas extorsivas? ¿qué tanto armoniza con el fin de resocialización de la pena?. A esto nos avocamos en las líneas que siguen.
La primera parte de los trabajos de victimología suele estar dedicada a describir el crecimiento exponencial que ha experimentado la disciplina durante las últimas décadas. Sin embargo, se tendría en ocasiones la impresión de que la luna de miel con el ofendido, si existió, fue más bien corta. A poco del tan celebrado “resurgimiento”, aparece un contra discurso que trae las primeras denuncias de victimagogia (demagogia centrada en la víctima); proclive a emparentarla con el denominado “emotivismo penal”[18], con un “sentido común sustancialmente emotivo”[19] o bien con prácticas punitivas centradas en “rasgos subjetivos y particularmente emocionales”[20]. Reaccionando a las apreciaciones de Garland, Herrera Moreno expresa: “de nuevo parece quedar la figura victimal extra - muros del discurso, consensuado y hospitalario, de la justicia, de la ética de la restitución, para ser hecha objeto de un cierto regaño frío, no poco desdeñoso, que parece reprochar en ella algo así como su condición de recalcitrante frenazo al progreso y la tolerancia. ¿Vuelven a ser las víctimas, de nuevo, un engorro?”[21].
Si hasta hace poco era un lugar común decir que el damnificado pierde por partida doble, primero ante el autor del hecho y luego a manos del Estado que le expropia el conflicto, hoy se enfrenta también a una polarización que lo jalona hacia versiones idealizadas de cómo debiera comportarse la persona afectada por el delito.
El protocolo a seguir por la víctima idónea para las empresas de comunicación consiste, a grandes rasgos, en que se debe “…expresar gratitud ante las muestras de solidaridad, u otro comportamiento compensatorio, no pueden presentarse exhibiendo frialdad pero tampoco exagerando el dolor que las aflige, ni, por el contrario, insinuar que haya algo positivo o aleccionador en su experiencia, deberá expresar rabia, y, probablemente, ánimo vindicativo neto contra aquellos que la dañaron. Y, por supuesto, mejor quieta que en acción: el activismo de víctimas es mirado siempre con recelo, bajo la premisa de que, sea en un sentido simbólico o literal, se está rentabilizando la experiencia” [22]. Y como vuelve a destacar Herrera Moreno, quizá lo que causa más impresión de toda esta ceremonia es ver cómo las antiguas víctimas devienen en puros juguetes rotos cuando agotan su capital de empatía con la audiencia.
Del otro lado, el bosquejo de la víctima “racional” que agrada a la comunidad académica, retrata al lesionado no punitivo y conciliador; aquél que alberga una sana desconfianza hacia las agencias penales y que aun frente a hechos de cierta gravedad no persigue el castigo. Si tomamos el modelo de la pirámide sancionatoria de Braithwaite[23], cuya base la integran los casos menos graves y más numerosos que pueden encausarse mediante institutos reparatorios, y que tiene por vértice los hechos con mayor contenido de victimización, y menos frecuentes, para los que costaría pensar en una solución amistosa (aunque corresponde destacar que hoy las medidas de justicia restaurativa se promueven incluso para conductas calificadas como terrorismo[24]), diríamos que las fricciones entre el damnificado de carne y hueso y lo que se espera de él, ocurren en algún nivel del medio hacia arriba.
Si el discurso científico es propenso a olvidar que la “reivindicación de la víctima” era también para aquella que no puede o no quiere perdonar, vale aclarar que ésta no es una actitud que traduzca desprecio, sino debida principalmente al miedo. En efecto, muchos temen que tener al ofendido encabezando la demanda punitiva desde el llano pueda contribuir a revitalizar la legitimidad del sistema. El pensamiento clásico descansaba sobre el encuadramiento de la pena como un mal que desciende desde poder público sobre el ciudadano (parte débil de la relación punitiva). Esa dinámica vertical descendente permite concebir los procesos de criminalización desde la dialéctica “orden - libertad”, que estructuralmente tiende a mantener bajos los niveles de aceptación de la violencia pública. Y esto porque la libertad suele ser un valor más caro a las representaciones populares que la obediencia o el control.
Ahora, con la irrupción en escena de una nueva parte débil (víctima), el castigo va reconfigurándose en el imaginario social como una satisfacción que el ofendido le arranca al poder tras años de lucha en tribunales (años de “reclamar justicia”, de “golpear la puerta de los juzgados”, etc.). Junto a la relación tradicional de verticalidad descendente Estado - reo que sintetiza la represión jurídica, aparece una verticalidad ascendente contrapuesta víctima - Estado que expresa el reclamo de protección.
Los márgenes de tolerancia ciudadana a la coerción legal dependen en gran medida de procesos de autoidentificación con los términos en que viene planteado el conflicto y, desde esta óptica, no es indiferente que el interés en el castigo deje de representar lo que es funcional a la Corona y tome como referente visible a la persona lesionada. Cuarezma Terám explica la escasa atención que hasta ahora se dispensó al afectado apelando a que “…nos identificamos con el infractor y jamás con la víctima; quizás sea que admiramos al criminal que se atreve a hacer lo que nosotros no haríamos y no admiramos a la víctima, ya que nadie se identifica con el perdedor, el lesionado, maltratado, estafado o violado”[25]. En mi opinión, asistimos a una drástica reversión de este fenómeno. Como dice Schneider: “La gente está tomando más consciencia de lo que significa convertirse en víctima. Esa toma de conciencia del problema asociado a la violencia, particularmente a las formas de violencia cotidiana en el círculo social inmediato, se está desarrollando a un ritmo creciente”[26].
Todo esto va decantando en la idea de que la no sanción del delito también constituye un acto de poder, y como tal, participa de la propiedad que distingue a cualquier acto de poder: tiene el potencial de tornarse arbitrario y abusivo.
Frente a esto contamos con dos opciones. Una es cerrar filas al grito de “neopunitivismo!”, hacer un llamado a la resistencia, y seguir cargando las tintas en torno a la acción corrosiva de los medios de comunicación. Sin embargo, no vemos que hasta ahora esta estrategia haya resultado de gran provecho. Primero, porque la política de blindaje académico - judicial contra las campañas de ley y orden es altamente funcional a quienes buscan utilizar el dolor de los damnificados para erigirse en portavoces del “ciudadano de a pie”. Y segundo, porque sume en un aislamiento discursivo difícil de sobrellevar al poder de gobierno que, debido al déficit orgánico de legitimación democrática, menos puede permitírselo.
La otra alternativa es reconocer que, frente a los reclamos de mayor severidad en la administración del castigo, mejor que levantar diques de vidrio es darles una voz en el proceso, y confiar en el efecto moderador de las instituciones que precisamente hemos diseñado para que esas pulsiones se manifiesten del modo menos irracional posible. Tenemos ejemplos recientes y muy lamentables de que los picos en la demanda punitiva son más peligrosos cuando se canalizan por fuera de la sala de audiencias.
Vale aquí lo que respondía Maier a quienes invocaban el presunto revanchismo del ofendido como obstáculo para su participación en el proceso: “Incluso la parte de venganza (como represalia) que pudiera incorporar la supuesta víctima al caso, si de ello se tratara, sería necio ignorarla en la búsqueda de la solución del conflicto, porque ella existe en el mundo real y también requiere solución o, mejor dicho, forma parte de la solución que pretende alcanzar, como meta, nuevamente la paz jurídica”[27].
No hace falta reconocer al retribucionismo como fin de la pena para admitir que existe. Los modelos de gestión del conflicto deben mirar la inclinación de la víctima a retribuir el mal (si la tuviera) como parte del problema que la sociedad les entrega para que se ocupen de él, y no devolvérselo intacto por miedo a que reconocer la existencia de esas pasiones implique validarlas como derecho. La forma de lidiar con el ánimo de venganza es interpelarlo para que produzca razones concretas en el expediente. Sacarlo del ámbito de la declamación pública donde crece a fuerza de consignas generales y legitima normativas penales de emergencia, y traerlo a un espacio franco de debate para que sufra el desgaste de verse superado argumentalmente una vez tras otra. Ya volveremos sobre este punto. Por el momento basta con decir que el proceso efectivamente puede servir para desarraigar ciertos patrones culturales, pero no puede aplacar aquello que elijamos mantener a distancia.
Sin perjuicio de lo anterior queremos reiterar que, a nuestro modo de ver, carece de fundamento esta imagen de la víctima como alguien que viene a arrasar con los principios y garantías que nos legó el pensamiento ilustrado. Sí está reaccionando, en cambio, contra la concepción legal unitaria que, en palabras de Beristain, ha llevado por largo tiempo a preocuparnos sólo por Caín y a olvidarnos de Abel[28]. Pero en lo demás, coincidimos con Cuarezma Terám en que: “…la moderna Victimología no pretende una inviable regresión a tiempos pasados, a la venganza privada y a la represalia, porque una respuesta institucional y serena al delito no puede seguir los dictados emocionales de la víctima y, tan sesgado como el olvido de ésta, sería cualquier intento de examinar el problema criminal desde la sola óptica de uno de sus protagonistas”.[29]
A los efectos de organizar la propuesta, vamos a clasificar los derechos que asisten a las víctimas del delito en dos grandes grupos. Por un lado, están los que vamos a llamar “derechos de buen trato”. Se trata de prestaciones que obedecen a elementales consideraciones de respeto y solidaridad, y a las que nadie razonablemente se opone, debido, en gran parte, a que su reconocimiento no conflictúa con los intereses del imputado.
Estos son los ítems que por lo general encontramos en las cartas internacionales y, sin pretensiones de exhaustividad, podemos mencionar el derecho a recibir información sobre el proceso en un lenguaje comprensible; a un trato profesional y respetuoso; al reembolso de los gastos originados por la intervención de la víctima en la causa; a la provisión de un intérprete cuando no hable el idioma oficial; el derecho a la asistencia psicológica; a lo que se denomina “atención a más largo plazo”; a la protección personal; a radicar la denuncia en el país de origen con posterior remisión del acta a la jurisdicción donde sucedió el hecho si el damnificado es extranjero; y, en algunos países, a la creación de fondos especiales con recursos del erario público para el resarcimiento del daño en caso de delitos con autor no identificado, insolvente o prófugo (Directiva del Consejo de Europa 2004/80/CE)[30].
Que caractericemos estas mejoras y servicios como “no controversiales” para nada significa que resulten de fácil realización. Tanto así, que la atención deficiente a la víctima constituye una crítica que se le ha dirigido incluso a los programas de justicia restaurativa[31], que son de los que cabría esperar mayor tacto y sensibilidad ante sus necesidades.
En el segundo lote, tenemos los derechos de participación. Así llamamos al conjunto de atribuciones que se le reconocen al ofendido en la tramitación judicial del pleito, distintas de un genérico “derecho a ser oído” que pueda estimarse satisfecho con el acto de rendir testimonio (el cual suele servir más a una necesidad estatal que a los intereses de la víctima). A diferencia de las anteriores, se trata de reivindicaciones altamente controversiales, ya que, en palabras de Nistal Burrón, suelen ponerse en relación con las garantías del acusado o condenado como si se tratara de una operación aritmética de suma-resta, donde todo lo que sea ganancia de un extremo repercute como pérdida al otro[32].
No parece descabellado lo que sostiene García Rodríguez[33] en el sentido de que se advierte un cierto paternalismo cuando se analiza la diferencia de reacciones frente a ambas clases de derechos. Todos estamos de acuerdo en que al damnificado se lo debe “asistir”, “acompañar”, “apoyar”, “informar”, “proteger”, etc. Las alarmas se disparan cuando a la lista se agregan términos que hablan de una injerencia activa en la elaboración de la respuesta jurídica, casi como si los primeros señalasen lo que la víctima necesita y los últimos respondiesen a lo que la víctima simplemente quiere.
Ahora, el artículo 491 del Código Procesal Penal en su versión actual (la versión derogada pero vigente), reza: “los incidentes de ejecución podrán ser planteados por el ministerio fiscal, el interesado o su defensor y serán resueltos, previa vista a la parte contraria en el término de 5 días. La parte querellante no tendrá intervención”. En la misma línea se inscribían el Proyecto de Código Procesal de Nación del año 1986 y el Código Procesal Penal Modelo para Iberoamérica, que en su artículo 83 decía: “El querellante por adhesión no intervendrá más que en el juicio de conocimiento e imposición de la pena; estará excluido del procedimiento para la ejecución penal”.
En relación al Proyecto del 86 y el Código Modelo, Marcos Salt[34] explica que si bien a lo largo de su producción científica el Profesor Maier abogó incansablemente por un mayor protagonismo de la víctima, esto no se vio reflejado en su labor como proyectista respecto a la fase de cumplimiento, y que, influido por el pensamiento de su maestro Vélez Mariconde, probablemente haya preferido seguir en esta cuestión la escuela del Código Procesal de Córdoba de 1939. Recordemos que este cuerpo encabezó la corriente de legislaciones provinciales denominada en su momento “de los códigos modernos” -lo antiguo sería el Código Obarrio-, y que se destacó por expulsar completamente del proceso al agraviado[35].
El anteproyecto presentado en septiembre del 2007, elaborado por la Comisión Asesora para la Reforma de la Legislación Procesal Penal creada por el decreto nº 115/2007, en su artículo 387, rompía con esta tradición y preveía la posibilidad del querellante de intervenir en los incidentes de liberación anticipada, siempre que hubiere manifestado expresamente la voluntad de mantener tal carácter durante la etapa de ejecución dentro del plazo de cinco días de comunicado su inicio.
La reforma procesal operada por la ley 27.063, pendiente de implementación, parece haber optado por una solución intermedia: excluye la figura del querellante pero consagra el derecho a ser escuchado en calidad de víctima. El resultado es un instituto que Gómez Colomer[36] asimila a los victim impact statements del sistema norteamericano, sólo que con incidencia en la etapa de ejecución en vez de influir en la determinación de la pena. Esta solución está en línea con el antecedente de la ley 26.813, que obliga al juez, al evaluar la concesión de las salidas transitorias, la libertad condicional y la libertad asistida a personas condenadas por delitos contra la integridad sexual, a notificar a la víctima o a su representante del inicio del trámite para que tenga la posibilidad de ser escuchada.
Se advierte que el legislador recogió en esto las críticas formuladas al anteproyecto del 2007 por buena parte de la doctrina que, temiendo la contaminación de la fase ejecutiva con posturas de índole retribucionista, acordaba en reconocerle al ofendido algún grado de intervención pero no con admitirlo en calidad de parte[37].
Ya dijimos que, a nuestro juicio, cercenar voces relevantes para no teñir el proceso de retribucionismo es algo así como dejar de bañarse para no ensuciar el jabón. Pero, por lo pronto, si el problema estuviese en la animosidad o el tenor de los argumentos que cabe esperar del afectado, lo cierto es que, una vez reconocida la posibilidad de manifestarse, no parece que este rebajamiento de etiquetas (parte / no parte) vaya a incidir demasiado en lo que éste tenga para decir en la audiencia. La única razón para suponer que el ropaje de querellante hace peligrar el ideal resocializador allí donde no lo pone en duda la intervención como “simple víctima”, es si se considera que, en el primer supuesto, el juez debe hacerse cargo de los argumentos que el interesado pueda oponer a la soltura, mientras que, en el segundo, cumple con escucharlo a título de una mera formalidad.
La otra explicación que se nos ocurre, es que permitirle al damnificado dirigirse al tribunal pero por fuera del rol de parte, tiene como trasfondo la decisión de retacearle facultades recursivas. A propósito de esto, es interesante comparar la disposición del artículo 325 del nuevo código con el artículo 13 de la ley 4/2015 de 27 de abril, “Estatuto de la víctima del delito”, que traspone al derecho interno español la Directiva 2012/29/UE del Consejo y del Parlamento Europeo sobre estándares mínimos de protección y apoyo a las víctimas. La regulación -que levantó una enorme polémica y suscitó dictámenes encontrados en el Consejo General del Poder Judicial- dispone que el juez de vigilancia penitenciaria dará traslado por el término de cinco días a la víctima para que formule sus alegaciones (punto 3), y le permite a ésta recurrir aún sin haberse constituido como parte en el proceso (punto 1), determinados autos importantes de la ejecución -entre ellos la concesión de la libertad condicional-, en relación a delitos especialmente graves (homicidio, aborto, lesiones, privación de libertad, delito de tortura y contra la integridad moral, delitos contra la libertad e indemnidad sexual, robo cometido con violencia o intimidación, terrorismo, trata de personas).
Nos parece acertada la decisión del legislador español, especialmente desde que el acceso al recurso no consiste en otra cosa que la facultad de ejercer ante un tribunal superior el mismo derecho a ser oído que la ley ya le reconoce a la víctima ante el juez de primera instancia. También consideramos razonable la limitación de la participación del ofendido a hechos que lesionan atributos esenciales de la persona, con exclusión de aquellos que vulneran exclusivamente el patrimonio.
Ahora, para mejor comprehender la raíz de algunos reparos actuales, hay que admitir que la participación de la querella siempre estuvo signada por el temor a que se instale en nuestra cultura judicial cierta concepción bélica del proceso. Como es sabido, en el primer informe al Parlamento que el entonces Ministro de Justicia, Dr. León Arslanian, acompañaba al proyecto de Ricardo Levene (h) -y que originalmente no contemplaba la figura del querellante, reservando al damnificado únicamente el rol de actor civil-, se aludía justamente a la necesidad de evitar que el debate se convirtiese en un pretexto para la diatriba y el agravio.
El miembro informante del dictamen de mayoría de la Comisión de Asuntos Penales y Regímenes Carcelarios de la Cámara de Senadores, Dr. Arturo J. Jiménez Montilla, elogiaba la decisión en estos términos: “Asimismo, valoramos la eliminación de todo vestigio de venganza, suprimiendo esa verdadera rémora que constituye la presencia del querellante en paridad de condiciones y ejerciendo las atribuciones propias del Ministerio Público…”[38].
En doctrina, no eran pocas las voces que derechamente llamaban a abolir la querella particular, como la de Sebastián Soler, que la consideraba una “institución anacrónica, profundamente arraigada en nuestras costumbres jurídicas, no obstante su evidente inconveniencia”[39]. Y aun en nuestros días, sobre la viabilidad de proceder al juicio contando únicamente con el requerimiento del acusador privado, se ha sostenido que: “La apertura del juicio si no va acompañada de la decisión de un órgano oficial puede convertir al juicio en un motivo para la injuria, la difamación y hasta la extorción”[40].
Lo cierto es que el instituto del querellante, previsto en el Código Obarrio, no despertaba mayor alarma mientras el estrépito verbal a que pudiesen dar lugar las pasiones y el encono fuese a quedar contenido en los folios del expediente. Ahora, tras la reforma del 92, la querella iba a convivir por primera vez con un sistema de audiencias públicas, y es de notar que la oralidad ya cargaba por sí misma con el estigma de vulgarizar los debates. En un sector importante de la doctrina, todavía resonaban las palabras de Oderigo en el sentido de que el Estado no podía constituirse en el empresario que auspiciase el “espectáculo circense” de los juicios orales[41].
Es por eso que Arslanian, ya ahora comentando las modificaciones efectuadas a instancias de los colegios de abogados en torno a la inclusión del acusador privado, decía: “Sólo le retaceamos una facultad: la de poder ejercer autónomamente la pretensión penal en el proceso. Lo hemos hecho no porque no creamos en la institución del querellante sino porque su inclusión debe ser respetuosa del régimen de la oralidad. Un proceso oral no puede ser nunca un pretexto o motivo para la diatriba, el agravio, la injuria, el descrédito, la difamación. No se puede conceder un escenario para que cualquiera ventile sus agravios o pujas personales exponiendo odios y demás”[42].
Se daba así la paradoja de que, por un lado, la ley sustantiva garantizaba la impunidad de las manifestaciones injuriosas vertidas en el juicio (art. 115 CP) para asegurar la más amplia libertad de expresión en los debates, y al mismo tiempo, desde el pensamiento procesal, se optaba por restringir facultades en el debate a fin de evitar manifestaciones injuriosas.
Pero lo que es más importante, a 25 años de la reforma podemos acordar en que estos presagios no se han visto reflejados en la práctica de tribunales. Desde luego no estamos libres de exabruptos, pero en general, las posiciones se exponen matizadas por el saber de los profesionales, que lógicamente buscan persuadir con argumentos de rigor técnico antes que vociferar adjetivaciones al viento. Incluso los particulares, cuando hacen uso de la palabra, adecúan sus modos de expresión a la solemnidad del acto. Y de aquí debiéramos poder extraer una consigna que nos guíe a futuro: en estos asuntos, muy raramente es aconsejable sacrificar la participación en aras del decoro. En última instancia, corresponde al presidente del debate moderar los ánimos para evitar epítetos y demás bajezas, no al codificador.
El asunto es que todo este bagaje de preconceptos se desplaza ahora, con algunas variaciones, a las audiencias de ejecución. Por ejemplo, en comentario al artículo 81 de Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires, que excluye al lesionado de la fase de cumplimiento, se ha dicho que: “…lo contrario sería consagrar una persecución sin límites, talional, en perjuicio del imputado, soslayando el interés del mismo y del propio estado en su rehabilitación y futura inclusión social o resocialización, que como fines indiscutibles de la pena establece nuestra Carta Magna…La intervención de la víctima o el particular damnificado en esta etapa, implicaría dilatar el conflicto e iría en detrimento de la pacificación social como finalidad primordial del derecho punitivo”[43].
En lo que sigue, intentaremos abordar estas preocupaciones desde dos ángulos. Primero, nos interesa explorar si es factible un contradictorio auténtico en los debates de la fase ejecutiva, ya sea añadiendo como interlocutor a la querella o bien en la hipótesis de un Ministerio Público Fiscal más consustanciado con las preocupaciones de la víctima. Luego, vamos a echar una ojeada al dogma de la incompatibilidad entre la actuación del ofendido y los paradigmas “re”.
La ambigüedad que seguramente notará el lector de aquí en adelante, y me disculpo si estas aclaraciones son más propias del capítulo introductorio, es que, mientras en algunos pasajes se alude a la participación del querellante, en otros, pareciera que alcanza con su intervención en calidad de “simple damnificado”. Trato entonces de clarificar mi posición.
Lo importante no es tanto si a la persona que sufrió el hecho se le reconoce o no el título de parte. De mucha mayor trascendencia es si al nuevo artículo 325, cuando estipula que la víctima puede solicitar comparecer ante el juez, se lo va a interpretar como que debe oírsela en la audiencia del art. 332, es decir, en la misma oportunidad en la que el condenado formula la petición liberatoria, o se recibirán sus opiniones en una audiencia aparte. Salvo preferencia en contrario del interesado (que es el único facultado para decidir cuándo se habla de una eventual revictimización), consideramos más auspicioso lo primero, y advertimos que mucho de lo que se dirá en las páginas siguientes carece de sentido si la intervención del ofendido terminase consistiendo en una entrevista separada con el juez o sus delegados, sin las demás partes, y al cabo de la cual se labre y agregue a la carpeta de ejecución un acta con sus dichos para tener presente al momento de resolver.
IV. El contradictorio en las incidencias de ejecución [arriba]
Desde el vamos, puede pensarse en dos modelos para la judicialización de la cuestión penitenciaria. Uno es el que Harfuch llama del “buen inspector de cárceles”, en que la función de control recae sobre “...un juez del cual puede predicarse que todavía tiene un tinte tutelar inquisitivo y que se mueve dentro del paradigma en el cual el juez es quien resuelve en su despacho -aún de oficio y en desmedro de la imparcialidad-, sin partes que confronten hechos entre sí, sin audiencia pública, sin prueba, sólo con un expediente plagado de papeles cargados de eufemismos y frases hechas, pero que periódicamente tiene que ir a la cárcel a inspeccionar en qué condiciones están los presos” [44]. Es fácil advertir que este juez penitenciario tiene varios rasgos en común con su primo lejano de instrucción.
Bajo este modelo no hay lugar para la querella e incluso la simple víctima incomoda. El tratamiento carcelario es una cuestión de racionalidad científica, mejor dejada a los expertos de la conducta. La persona lesionada por el delito, simboliza en cambio el atavismo de la venganza, la irracionalidad de lo taliónico. Como la ausencia de contradictores parece jugar en beneficio del preso, esto a primera vista puede resultar simpático al pensamiento liberal; por lo menos hasta que cambien los vientos políticos, las necesidades de control social sean otras, y entonces el buen inspector de cárceles con jurisdicción omnímoda decida mudar hacia un discurso menos compenetrado con los derechos individuales. Ya sabemos que afianzar las libertades es algo distinto que encontrarse completamente a merced de funcionarios buenos. En definitiva, si el mejor juez de instrucción en los regímenes inquisitoriales no deja de ser un policía con toga, el mejor juez de ejecución - inspector es en esencia un guardiacárcel.
Debiéramos agregar que, en realidad, la concentración de funciones en los jueces de ejecución resulta aún más perjudicial que cuando tiene lugar con los tribunales de juicio o en el órgano de instrucción, porque la etapa de cumplimiento es precisamente cuando el Estado está más próximo a inmiscuirse en todo lo que hace a la connotación espiritual del sujeto, en vez de conocer sobre una hipótesis susceptible de verificación o refutación empírica. Cuanto más recargado de moralidad y psiquiatrismo el asunto, más necesario se hace vedar cualquier iniciativa a quien decide.
La pregunta obvia en este punto es, ¿y qué hay del fiscal?. Esto nos lleva a lo que suele caracterizarse como “la situación híbrida” del Ministerio Público en la etapa ejecutiva. El artículo 120 C.N. le encarga al fiscal promover la actuación de la justicia en defensa de la legalidad y de los intereses generales de la sociedad. Pero resulta claro que la fórmula no puede trasladarse al desempeño de la función requirente sin dotarla de mayores precisiones. Es por eso que el sistema le asigna al acusador oficial un punto de vista concreto desde el cuál defender esos valores: durante la indagación preliminar y el debate, el impulso de la acción penal; en los incidentes de nulidad, la conservación del acto; en los trámites de extradición, sostener la rogatoria (art. 25, ley 24.767); en los procedimientos de ejecución de costas, reparaciones y sanciones disciplinarias, actuar como demandante ante los jueces civiles (arts. 516 y 517 CPPN); siempre con la reserva de que, como toda prerrogativa estatal, estas competencias deben ejercitarse con mesura y objetividad.
Ahora. El problema para la fase ejecutiva, es que la finalidad de resocialización del tratamiento se presta menos a la asunción de un rol específico, de manera que muchas veces, la tarea del agente fiscal termina superponiéndose con la del juez y pasa, de impulsor de la acción en el juicio, a una especie de consejero - auditor en la etapa de cumplimiento.
Si decíamos que el juez de ejecución - inspector se desenvuelve dentro de las mismas coordenadas ideológicas que su colega de instrucción, su complemento desde el Ministerio Público, es también un funcionario que se parece demasiado a su par de la investigación preliminar en los modelos inquisitivos, y al que podríamos llamar “fiscal dictaminador”[45]. Designamos así, al órgano que se limita a rendir una opinión técnica sin asumir un compromiso activo en la controversia. “La fiscalía actúa como un satélite orbital alrededor del título ejecutivo de la pena. No lo detenta en absoluto ni lo pretende. Tan solo interviene cuando el juez le remite algo. En consecuencia, el juez de ejecución continúa tomando de oficio todas las decisiones”[46].
Apelamos nuevamente a la etiqueta de Harfuch para designar al segundo esquema de judicialización penitenciaria como “espacio de litigio para el penado”. Desde el momento en que decidimos embarcarnos en un sistema acusatorio, optamos por un modelo de política criminal donde la forma de afianzar las garantías del imputado o condenado no consiste en languidecer la acusación (o titularidad de la acción ejecutiva). El mérito del sistema adversarial radica en que, al costo de un contradictor que asuma por entero la función persecutoria, el reo gana un juez libre de ataduras.
Reflexionando sobre esta problemática, parte de la doctrina ha sugerido que la actuación del acusador estatal durante la última fase debiera reformularse en el sentido de representar los intereses de la víctima, teniendo para con esta una relación similar a la que mantiene el defensor con su asistido[47]. Si bien el nuevo artículo 325 no contiene referencias expresas sobre el punto, el hecho de que se ponga a cargo del Ministerio Público recibir y dar curso a la petición del damnificado, así como escucharlo y solicitar que sea recibido por el juez, parece avanzar tímidamente en esa dirección.
Si nuestra lectura del art. 325 es correcta, el balance que ha encontrado el legislador consiste en admitir la participación del agraviado pero procurando que su ingreso a la etapa de ejecución ocurra de la mano de la fiscalía. La compensación consistiría en negarle el rótulo de parte y, a cambio, erigir un órgano oficial más consustanciado sus pretensiones, introduciendo una suerte de parcialidad moderada.
La opción por un fiscal pro víctima, como resorte intermedio entre la exclusión total del Código Levene y la querella plena de ejecución que traía el anteproyecto del 2007, coincide con lo que muchos sectores en España planteaban como alternativa al controversial artículo 13 del Estatuto de la Víctima del Delito. Así, el dictamen del Consejo de Estado resaltaba: “que la participación de la víctima en esa fase de ejecución de la sentencia condenatoria podría más adecuadamente articularse mediante una profundización de la relación entre la víctima y el Ministerio Fiscal, de modo que se garantice un acceso más directo de aquélla a éste y una comunicación más fluida que permita a la víctima hacer valer sus intereses con la intermediación de la fiscalía”[48]. En el mismo sentido marchaban las propuesta de enmienda introducidas por distintos grupos parlamentarios durante el trámite en el Congreso de los Diputados y en el Senado, fundadas en la necesidad de “intensificar la relación de las víctimas con el Ministerio Fiscal en la fase de ejecución (…) como una vía eficaz y proporcionada de atender sus intereses, velar por sus derechos y hacerlos valer por los cauces legalmente establecidos en el procedimiento de ejecución en nombre de aquéllas”[49].
Ahora, teniendo en cuenta que los artículos 80 y 81 del nuevo Código Procesal otorgan al agraviado el derecho a designar un abogado de confianza -aún sin constituirse como querellante- y la potestad de delegar el ejercicio de sus facultades en asociaciones de protección a los derechos de las víctimas, debiera entenderse, a falta de previsión en contrario, que esta posibilidad es extensiva a su actuación en la fase ejecutiva. Esto puede dar lugar a entendibles reparos, pues a nadie agrada la idea de que el condenado que comparece a peticionar su soltura termine enfrentando una tribuna de entidades. Y recordemos que la sobrecarga de acusadores era señalada por Maier[50] como el único argumento racional para oponerse a la intervención del ofendido en el proceso.
Compete al juez, en estos casos, echar mano a los resortes que puedan devolver el equilibrio a la contienda, como el llamado a unificar personería en caso de múltiples víctimas u organizaciones. Sin perjuicio de ello, para nosotros, la manera de gestionar la eventual disparidad de fuerzas en la fase de ejecución es la misma que durante el resto del proceso: apelando a los mecanismos de distribución de la carga probatoria.
Hay que reconocer que en ocasiones, en el marco de los esfuerzos por reivindicar al agraviado, se han llevado demasiado lejos las pretensiones de equilibrio con las garantías del preso: “En la fase penitenciaria de la ejecución penal las circunstancias de las víctimas se deben tener más en cuenta que lo que se las ha tenido hasta ahora, debe aplicarse la máxima de in dubio pro víctima, sin excluir, lógicamente, el principio in dubio pro reo”[51]. Pero en una boca calle no se puede doblar simultáneamente a la izquierda y a la derecha. No es conveniente alentar ilusiones de un punto medio perfecto. La balanza debe continuar inclinada en favor de la persona condenada, sólo que sin una rotunda exclusión del ofendido.
La presunción favorable a la externación sigue asistiendo al condenado y grava en un doble sentido a quien pretenda el rechazo del beneficio, sea el fiscal, el querellante, o ambos. Primero, lógicamente deberá demostrarse que el recluso no ha adquirido suficientemente la capacidad de introyectar las pautas de convivencia mínimas que le permitirían desenvolverse en el medio libre. Pero además, y esto es fundamental, para el supuesto de que el avance en el régimen de progresividad aparezca como desaconsejable, aún queda saber si esa situación no es atribuible a deficiencias del propio Estado, en cuyo caso debiera ser la sociedad la que afronte el riesgo de una soltura prematura y no el recluso quien subsidie con su libertad los defectos del sistema penitenciario.
Creemos que aquí es donde el fiscal encuentra un interés jurídico nítidamente definido para representar en el contradictorio de ejecución: la legitimidad de la pretensión del Estado de continuar el tratamiento intramuros en caso de ser necesario, o lo que es igual, la tesitura de que la agencia estatal, mientras tuvo a su disposición a la persona, ha hecho lo suficiente en pos de su rehabilitación como para que no sea más justo que toque a la sociedad cargar con la probabilidad elevada de reincidencia, a que deba costearla el interno con el agotamiento de la condena en el penal.
Puede argumentarse que existe un principio general de derecho según el cual, cuando el ordenamiento dispensa herramientas para provocar un estado de cosas, las brinda asimismo para garantizar su observancia. Traducido al tema que nos ocupa, si a una persona le asiste un interés legítimo en perseguir la imposición de una pena, no es descabellado que también tenga algo para decir acerca del modo de cumplimiento.
Pero ¿qué pueden aportar la víctima o el querellante en una etapa regida por el principio de resocialización?. Es de suponer que la clase de sujetos convocados al contradictorio debe guardar relación con el tenor de los argumentos que hacen al fondo del asunto, y si bien nada impide que el ofendido, tomando vista de los informes correccionales y asesorado por sus propios consultores, se expida sobre el pronóstico de reinserción, podemos figurarnos que, las más de las veces, las razones que estará en condiciones de proporcionar hacen al desvalor original del hecho y su actualización en la conciencia de los jueces; no a la evolución posterior del interno.
De aquí que se afirme: “…no deben promocionarse formas de participación de la víctima en las decisiones sobre beneficios penitenciarios, libertad condicional y otras formas de cumplimiento de la pena. Si dichas instituciones penitenciarias se orientan a la reinserción, sólo puede tener sentido oír la voz de la víctima para que exprese intereses contrarios que, nuevamente, pertenecen al ámbito privado. En suma, si la ejecución de la pena está presidida por políticas de reinserción ese es un ámbito en el que la víctima no debe ejercer interés alguno”[52].
A nuestro modo de ver, la idea de que la participación del querellante es contraria al principio de resocialización parte de tres suposiciones equivocadas.
Primero, asume que la concesión del beneficio es siempre lo conducente a la rehabilitación social del penado, cuando, lamentablemente, no siempre es así.
En segundo lugar, da por sentado que, debido a las manifestaciones de la víctima, los tribunales dejarán de acceder a la liberación cuando corresponda. Hay sobre este asunto cierta tendencia a precaverse de la función requirente como si se le hubiesen acordado al ofendido poderes decisorios. Esto salta a la vista cuando se argumenta que darle voz a la querella en la etapa de ejecución implica privatizar el vínculo penitenciario. Si la cotitularidad de la acción ejecutiva en cabeza del particular o su mero deseo de hacerse oír como víctima, significasen que el ius puniendi ha dejado de ser una prerrogativa pública, deberíamos concluir entonces que también durante la investigación y el contradictorio el Estado viene abdicando sistemáticamente sus competencias.
Lo más dañino que puede introducir la víctima en relación al interno son contrargumentos. Y provisto que los resortes que aseguran un piso de calidad en la decisión funcionen correctamente (imparcialidad del juez, ejercicio pleno del derecho de defensa, acceso al recurso, etc.), estos contramotivos no se traducirán en un perjuicio a menos que resulten atendibles.
El tercer equívoco, radica presumir que sólo las teorías absolutas sobre el fin de la pena encuentran voz en el colectivo de víctimas.
La intervención del lesionado admite una mirada distinta que la mera retribución. El discurso de las personas afectadas por el delito exhibe los mismos matices y pluralidad de tendencias que el debate doctrinario sobre los fines del castigo, y esto porque, obviamente, coexisten en un mismo espacio cultural y tributan a la misma oferta de racionalizaciones sobre la justificación del recurso a la violencia.
Incluso puede decirse, como nos recuerda Silva Sánchez[53], que las doctrinas retributivas no se han erigido históricamente en torno a la víctima, sino alrededor de una relación metafísica entre el hecho y la norma infringida[54].
Explica Salt que: “A modo de ejemplo, en un caso de una persona condenada por agresión sexual sería posible imaginar que la víctima solicite al juez de ejecución que la medida que disponga la posibilidad de que el condenado pueda obtener salidas controladas al medio libre (salidas transitorias o régimen de semilibertad o el más amplio sistema de libertad condicional) incluya, entre sus condiciones, por ejemplo, la prohibición de acercarse al domicilio de la víctima o hasta mecanismos de reparación del daño. Una intervención de este tipo no alteraría en nada los fines de la ejecución de la pena ni debería significar, de por sí, la introducción de la venganza en la etapa de ejecución”[55].
Volvemos a tomar de ejemplo la ley 4/2015 de 27 de abril de España, que en el art. 13, punto 2 a) específicamente prevé que la víctima estará legitimada para “Interesar que se impongan al liberado condicional las medidas o reglas de conducta previstas por la ley que consideren necesarias para garantizar su seguridad, cuando aquél hubiera sido condenado por hechos de los que pueda derivarse razonablemente una situación de peligro para la víctima”.
Pero supongamos que los temores sean fundados. Partamos de la hipótesis de una víctima consustanciada con el imaginario kantiano. Aún así, censurar una línea de argumentación (retribucionista o de otra índole) cerrándole el paso a quien podría eventualmente valerse de ella, nos parece una estrategia equivocada.
Dicho de otro modo, la función de los institutos procesales no es achicar el círculo de intervinientes para evitar se contradiga a la escuela dominante en cuestiones de fondo (ideal resocializador), aun cuando estemos seguros de que es la única que se adecúa a la Ley Fundamental. Precisamente porque a esa corriente, para seguir siendo dominante, le es exigible resistir con éxito al embate de todos los que razonablemente aparezcan como interesados en la solución del pleito. En todo caso, quien se embarca en propuestas alternativas o argumenta por fuera de los cánones consagrados lo hace sabiendo que los instrumentos normativos proveen mejores razones al contrario. Pero las normas de procedimiento no tienen por objeto gestionar el ciclo de vigencia y recambio de paradigmas de derecho sustantivo, sino velar por que discurra de forma pacífica.
Tampoco nos parece acertado resistir la intervención de la víctima invocando, como suele hacérselo, el principio de individualización científica del tratamiento[56]. Cuando se alude al carácter científico de una disciplina para excluir al lego, es lógico que la sociedad exija, en compensación, resultados acordes al grado de certeza que provee el saber científico. Y si el aparato penal no está en condiciones de exhibir resultados mínimamente satisfactorios, entonces no puede, por un lado, apelar al carácter impredecible de la conducta humana para justificar los elevadísimos índices de reincidencia actuales[57], y al mismo tiempo, hacer del debate una cuestión puramente de expertos alegando que se trata de una decisión técnica. Si no ambas, el Estado tiene que ofrecer una de dos cosas: éxito o participación, y en tanto hoy no puede presumir de lo primero, en nuestra opinión, es forzoso que conceda lo segundo.
En los círculos especializados, la mayoría de los estudiosos no vacila a estas alturas en declarar el fracaso de las ideologías “re”[58]. Sin embargo, pareciera que la regla es aferrarse desesperadamente a ellas cuando se trata de mostrarle la puerta de salida al damnificado. Entre criminólogos se confiesa que cualquier programa orientado a reformular las bases del comportamiento es, o bien irrealizable, u obligaría a trasponer límites inherentes a la dignidad de la persona. Pero basta con que la víctima reclame alguna injerencia, para que el discurso terapéutico resurja con la fuerza de sus mejores años. Nada restaura más rápido la fe en la prevención especial positiva que el querellante pidiendo la palabra.
Permitámonos, por un momento, la suposición de que el ideal resocializador es algo que los especialistas en derecho penal desde hace tiempo consideran impracticable -o juzgan inconstitucional todo lo que materialmente debería hacerse para llevarlo a los hechos-, pero que no obstante deciden mantener, no sólo porque está consagrado en los máximos niveles de la jerarquía normativa, sino porque político - criminalmente permite legitimar instituciones que mitigan los rigores del encierro[59]. En menos palabras, sobrevive no tanto por su propio peso sino como una forma de antiretribucionismo. De ser así, y hasta que surja una mejor alternativa -o las que ya han sido propuestas se vuelvan aceptables al conjunto de la sociedad-, debiéramos cuanto menos explorar la posibilidad de que el ofendido, en vez de un elemento adverso al principio de la reinserción, represente un factor coadyudante que nos permita sacarlo del estancamiento.
Nistal Burón es probablemente el autor que con más insistencia ha defendido la idea de que la participación de la víctima en la fase penitenciaria es favorable a la rehabilitación social del recluso: “Las víctimas deben ser las protagonistas centrales del proceso de ejecución penal para conseguir la reeducación y reinserción social de los penados. No cabe realizar un pronóstico favorable de comportamiento futuro si no existe una modificación de la actitud ante el delito, o lo que es lo mismo ante la víctima”[60].
Por un lado, la presencia del agraviado significa un primer paso para comenzar a pensar en mecanismos de reparación del daño extensivos a la fase de cumplimiento. Son muy interesantes los avances de la doctrina extranjera[61] en materia de justicia restaurativa intramuros. Como dice Faraldo Cabana: “…la introducción de consideraciones basadas en el comportamiento posdelictivo positivo, y en concreto el esfuerzo serio por reparar el daño causado a la víctima, no es incompatible con una ejecución penal de orientación básicamente rehabilitadora, antes bien, puede reforzarla…”[62].
En realidad, la compensación al damnificado en el ámbito de la ejecución lejos está de ser una propuesta novedosa. Representó un tema de gran interés durante la era dorada del correccionalismo y fue tópico de discusión en los congresos internacionales de derecho penitenciario de fines del siglo 19 (Londres 1872, Estocolmo 1878, Roma 1885, San Petersburgo 1890, etc.)[63].
Puede decirse que existen dos aspectos que hacen al involucramiento de la víctima en los esfuerzos tendientes a la rehabilitación del interno. El primero, tiene que ver con su ingreso, físico o simbólico, en el recinto carcelario. De esta manera, si bien estamos lejos aún de verlo realizado, ya se cuenta con algunos esbozos sobre lo que sería una propuesta de tratamiento orientada a la figura del perjudicado. Entre otras cosas, se ha sugerido que durante la entrevista inicial con el preso a su ingreso en la unidad debería explorarse su actitud hacia la víctima; que sería útil idear protocolos para que los servicios sociales del penal fomenten encuentros con miras a una mediación o conciliación[64]; que la evolución de la disposición del interno para con el damnificado y la exteriorización de la voluntad reparatoria del daño, material o moral, deberían incidir en la calificación de concepto; y que su compromiso de resarcir el perjuicio económico incluso podría computarse como factor de preferencia en la asignación de cupos laborales[65].
Traemos nuevamente a colación el caso español, en el sentido de que, tras la reforma operada por la ley 7/2003, el artículo 90.2 C.P. establece que cumplida la mitad de la pena, el juez de vigilancia podrá adelantar la concesión de la libertad condicional hasta un máximo de 90 días por cada año transcurrido de condena, si el recluso, entre otras condiciones, acredita una participación efectiva y favorable en programas de reparación a las víctimas[66] (entendemos que se omite la referencia a la víctima del delito concreto para no colocar en desventaja a los condenados por conductas que atenten contra bienes colectivos o previendo supuestos en que el ofendido no esté dispuesto a tomar parte).
El objetivo consiste en “…estimular el interés del penado en participar en programas basados en los principios de la justicia reparadora, con los consiguientes beneficios tanto para su rehabilitación, al favorecer la toma de conciencia sobre las consecuencias del delito y la asunción de responsabilidad, como para la víctima, que consigue una reparación total o parcial, patrimonial o simbólica, de las consecuencias perjudiciales ocasionadas por el delito”[67].
Estas propuestas marchan en el sentido correcto y no faltan en nuestra legislación previsiones orientadas a la reparación del daño, por ejemplo en materia de libertad asistida (art. 55 punto 4to, ley 24.660), o en lo referente a la afectación de un porcentaje del peculio del interno a fines resarcitorios (art. 121 a.), por lo que sería cuestión de erigir una estructura administrativa acorde y diseñar el marco reglamentario para promocionar el acercamiento con la víctima. Sólo que, esta vez, llamaríamos a ser cautos y no caer nuevamente en el error de aceptar al ofendido con beneficio de inventario. Si se abren las puertas de la ejecución debe ser por razones que nos permitan justificarlo tanto para el lesionado con inclinación a perdonar como para el que reclama severidad en el tratamiento.
El segundo ámbito de interacción entre el condenado y la víctima durante la etapa ejecutiva lo constituye el trámite judicial de la incidencia. Lo deseable es que el contacto en la sala de audiencias exprese la continuidad de un vínculo ya forjado durante la terapia penitenciaria, en cuyo caso, seguramente los planteos que se lleven ante el juez serán de naturaleza no adversarial. Pero creemos que el procedimiento se enriquece con la presencia del damnificado incluso si se debaten posturas antagónicas.
El rito oral, además de la función primaria como garantía y como herramienta epistémica, llena otro cometido, que consiste en recrear el hecho en un medio institucional controlado y operar sobre el sentido que pudieron asignarle sus protagonistas en el contexto original. Cuando el imputado escucha el episodio por boca de la víctima, accediendo por primera vez a esa vivencia desde la subjetividad del otro; cuando enfrenta todo el aparato de solemnidades con que el Estado anuncia que considera el asunto como de la mayor gravedad; y a medida que durante el proceso oye un sinnúmero de veces la descripción de su conducta con el aditivo de reproche inserto en la acusación; todo esto representa al poder público avanzando sobre el sistema de construcción de significados y definiciones individuales con que el autor se justificó a sí mismo la infracción -o con la cual el querellante erróneamente se consideró agraviado-.
Kelsen decía que un rasgo distintivo del ser humano es sentir la profunda necesidad de justificar su conducta[68]. Desde una perspectiva muy concreta, el juicio oral representa un asalto simbólico a esa estructura de valores que generó el conflicto (llámese asociación diferencial en el lenguaje de Sutherland; subcultura delictiva en la teoría de Cohen, o técnicas de neutralización de las demandas sociales de conformidad a los valores dominantes, si seguimos a Sykes y Matza), y de entre todos los dispositivos de control social -distintos de la pena misma- que pone en marcha el procedimiento (restricción cautelar de derechos, estigmatización pública, presión para consentir soluciones alternativas, etc.), esta reproducción teatralizada de la moralidad oficial es probablemente la menos incivilizada.
En este marco, la instalación de un contradictorio pleno para las incidencias de ejecución supone, nuevamente sin perjuicio de la función prioritaria de garantía, una prolongación de la ceremonia del juicio pero referida ahora al agotamiento del drama penal. Y si tenemos en cuenta que en el núcleo de la adquisición por parte del penado de las herramientas para desenvolverse en el medio libre se encuentra una introspección que contemple un cambio actitudinal en relación al daño ocasionado, y que la representación más tangible de ese daño es la víctima del delito, se comprende entonces la gravitación que su presencia debería tener en las audiencias.
En definitiva, a ningún interno se lo prepara para convivir con bienes jurídicos, sino con un “otro”. Mientras el trámite consista en la compilación de informes y acaso una entrevista personal con el juez, ese “otro” se diluye en la noción genérica del orden coactivo representada por los órganos oficiales, o en las palabras más gráficas de Concepción Arenal, en aquel aparato impersonal de togas y uniformes. Sin embargo, el nuevo artículo 325 agrega como interlocutor al lesionado, a quien el autor, en la instancia final del proceso de institucionalización, tiene la posibilidad de confrontar desde una perspectiva relacional distinta de la que primó durante la comisión del hecho, y probablemente a la que observó durante la sustanciación del juicio. Se ha dicho que: “…si en algún momento es factible un mayor interés del autor hacia su víctima, éste será el cumplimiento de la condena, pues en la fase de enjuiciamiento ese derecho del acusado de afirmar su inocencia, como una actividad propia de su derecho de defensa, impedirá un arrepentimiento sincero y pleno por no aceptar su papel de culpable”.[69]
La voz de la víctima es un potente activo social[70]. Como destaca Reyes Mate[71]: “Lo que la víctima añade al conocimiento de la realidad es la visión del lado oculto o, mejor, del lado ocultado, silenciado, privado de significación”, o sencillamente “no escuchado” agrega Varona Martínez[72]. Obviamente esto no significa que toda víctima quiera o vaya a sacar provecho de confrontar a su agresor. Lo que decimos es que la agencia penal no puede darse el lujo de desaprovecharla cuando esté dispuesta a participar.
Se podría contestar que esto implica manipular la dimensión simbólica del proceso para erigirlo en una suerte de extensión o broche de oro del tratamiento carcelario. En parte es correcto. En el armado del debate el Estado comunica algo a todos los presentes. Es cierto que históricamente la escenografía judicial no se ha empleado más que para reforzar el ideal de autoridad, pero ese caudal de representaciones, ese juego de imágenes, admite ser puesto a trabajar en favor de otros principios. Concretamente, en favor de concepciones como la que se ha denominado “auto-responsabilización para el cambio” y que se focaliza en las estrategias de justificación y minimización del hecho empleadas por el autor[73]. Esto no implica, claro está, que las personas vayan a salir de la sala de audiencias “reformadas”, ni queremos abundar en ilusiones sobre supuestas propiedades curativas del proceso. Pero el tratamiento penitenciario no es el único instrumento en manos del Estado para inducir un cambio de perspectiva en los actores del conflicto.
Ahora, nos allanamos de antemano a la objeción de que una cosa son los beneficios del intercambio entre víctima y autor en los procedimientos de justicia restaurativa, y otra distinta, es esperar que la empatía y el arrepentimiento broten en la atmósfera naturalmente confrontativa de un procedimiento adversarial. Si por ejemplo seguimos la teoría del “reintegrative shaming” de John Braithwaite[74], o la “defiance theory” de Lawrence Sherman[75], es claro que la censura que el trasgresor experimenta en ámbitos no punitivos resulta más efectiva para su regeneración conductual que la administrada por las agencias penales. Y eso es todavía más cierto en la etapa de ejecución, porque entre los efectos corruptores de las instituciones cerradas se cuenta, para citar nuevamente a Concepción Arenal[76], el hecho de que la dureza con que ha sido tratado el culpable muchas veces disminuye o justifica a sus ojos la injusticia que dispensó a la víctima.
Pero nos permitimos recordar que estamos hablando de supuestos en los que la solución amistosa ha dejado de ser una opción. De lo que se trata es de que, incluso si fracasa el enfoque autocompositivo, que claramente es preferible porque, como dice Subijana Zunzunegui, prioriza “la construcción de un marco de dialogo que alimenta el respeto, la escucha, la comprensión y la recreación conjunta de lo dañado”, pueda por lo menos inyectarse cierta cuota de realismo a la representación judicial del pleito trayendo a ese gran ausente que es el damnificado, y caminar hacia la “potenciación del juicio como un espacio en el que los individuos emiten los relatos en los que plasman sus vivencias, y lo relevante del traslado a los mismos de una respuesta que, al estar fundada en razones atendibles y comprensibles, ofrece un mensaje dotado de una elevada calidad comunicativa”.[77]
En última instancia, tomamos para nosotros la defensa que hacía Roxin del concepto de prevención integradora, anticipándose a la objeción sobre la posible ineficacia de las medidas restaurativas para hacer recapacitar al autor: “Empero, ello no constituye objeción alguna. Pues nosotros, conocidamente, no poseemos métodos de resocialización que provoquen efectos seguros de manera alguna. Antes bien, en cambio, el resultado de los esfuerzos resocializadores actuales es tan desilusionante que sólo ya por ese motivo se debe emprender continuamente algo nuevo”[78].
Además, situar al perjudicado como referente visible del reproche ayuda a sortear la tradicional objeción al paradigma correccionalista, según la cual, la moral comunitaria no provee un todo monolítico de valores en los que reeducar al delincuente. Es que, aún frente a la “volatilidad de las sociedades plurales y diversas que caracterizan a la modernidad tardía”[79], prácticamente la totalidad de los sistemas de creencias disponibles reconocen la indemnidad del prójimo como un axioma a respetar.
Se comprenderá entonces cuán alejado está nuestro pensamiento de caracterizaciones como la de Renart García, que al criticar que en España la reforma no haya previsto como obligatoria la designación de letrado por parte de la víctima (como tampoco lo hace nuestro nuevo artículo 325), describe a la ejecución de la pena como un escenario donde “se representa una tragedia en la que el reparto de papeles debería ser atribuido únicamente a profesionales”[80].
Ahora, de la misma manera en que el proceso intenta funcionar como una plataforma de deslegitimación ético política de los discursos justificadores de la infracción, no cabe descartar que el reo termine a su vez ejerciendo cierta contra-pedagogía para con el damnificado. Más claro, así como no creemos que el autor pueda permanecer totalmente indiferente ante el relato de la víctima sobre los males que le causó el delito, tampoco imaginamos que aquella pueda desentenderse por completo frente a la explicación, por parte del autor, de las causas que determinaron su conducta o de los padecimientos sufridos en cautiverio. Especialmente, veríamos como algo positivo que los debates de ejecución constituyan un foro donde el ofendido esté expuesto a escuchar por boca del penado el detalle de cómo la severidad de su situación, la casi totalidad de las veces, excede por mucho la idea del castigo plasmada en las leyes o la ficción que entretiene la sociedad acerca de cómo se ejecuta la condena. Claro que para habilitar este género de intercambios, y aquí retomo la objeción de Renart García, hay que pedirles a los profesionales que guarden silencio de tanto en tanto.
Lo más cercano a una forma de participación ciudadana realizable hoy en la fase de ejecución, es la intervención de la víctima[81]. Eso quiere decir que, a falta de otro auditorio, el único veedor externo que la sociedad puede introducir en el universo penitenciario para controlar las prácticas de la administración carcelaria y judicial, es un sujeto que, en principio, resultaría hostil al condenado. Pero hay que preguntarse si un veedor hostil no es preferible a la situación actual. Si no representa una ganancia que el agredido, aun desde el lugar de antagonista, se choque con la realidad de cómo la desocialización producto de las condiciones de alojamiento contribuye muchas veces a generar nuevas víctimas.
Decía Hirsch[82] que en los años sesenta era considerado reaccionario quien opusiera dudas frente a una ideología unilateral de tratamiento, enfocada solamente en el delincuente; se debía hacer la vista gorda respecto de la víctima y la necesidad de justicia que resultaba de poner la mirada sobre ella. Luego, a principios de los noventa, cuando las atenciones eran para el ofendido, no podía descartarse un reproche similar para quien advirtiese sobre un exclusivismo en sentido opuesto. Y desde que el autor escribió estas líneas, hemos visto dar un nuevo giro a la rueda, en tanto el interés por el reclamo de la víctima ha pasado a ser nuevamente una preocupación punitivista. Quizá sea tiempo de dar un respiro a las aproximaciones partisanas y dejar de legitimar o descalificar institutos en razón de aquello a lo que resultan funcionales.
Esto implica, antes que nada, rechazar toda tentativa de clasificación entre buenas y malas víctimas (que por supuesto nunca se formula en términos tan llanos). Significa, en primer lugar, admitir que el recurso a una “víctima simbólica” no es patrimonio exclusivo de las tendencias conservadoras, y a partir de ello, entender que no todos podemos ser un Hulsman o un Antonio Beristain, aquél ícono de la victimología española que sabiéndose listado como objetivo militar, escribió en su testamento “Sé que los miembros de ETA me van a asesinar y les quiero decir de antemano que ya los he perdonado”[83]. También supone, va de suyo, no caer en el doble discurso de signo contrario al que alude Reyes Mate: “…late la sospecha de que quienes exigen el cumplimiento íntegro de las penas en nombre de las víctimas están más pendientes del castigo al culpable que de la reparación del daño”[84]. Para esto, urge que la víctima deje de ser una entelequia en cuyo nombre se exige tal o cual cosa. Lo único que cabe exigir en torno a la víctima, es el respeto para que pueda pronunciarse.
Nils Christie, en su libro insignia[85], dice que la ciencia del derecho penal debería ser rebautizada como la ciencia del reparto del dolor. Y en efecto, no es otra cosa. El sistema penal es un sistema de administración del dolor. Que imparte dolor pero al que también las víctimas de delitos le llevan su dolor para que se ocupe de él. De entre quienes concurren diariamente a entregarle su dolor, algunos lo hacen con la idea de que lo transforme lisa y llanamente en el dolor del agresor (retribucionismo). Otros pretenderán que se traduzca su dolor en ausencia de dolor para terceros mediante advertencias de rango general, inoculización, tratamiento o estabilización normativa de expectativas de conducta (prevención general - especial / negativa - positiva). En fin, conocemos la lista.
Tradicionalmente la estrategia de gestión del dolor que se recibe y del que se impone ha consistido en mantenerlos tan separados el uno del otro como sea posible. El sufrimiento que se recibe es taquigrafiado en dependencias policiales, ratificado en instrucción y, hasta hace muy poco, incorporado por lectura en las audiencias de juicio. El que se causa, discurre en establecimientos cerrados, en aquella “zona de penumbra” del ordenamiento jurídico de la que hablaba Carrara, y cuando es tiempo de considerar una morigeración, el asunto se ventila sin más participación que la de funcionarios y letrados.
Hoy este sistema está en crisis por partida doble, agudamente deslegitimado por ambos flancos; porque nadie calcula que la dosis del dolor ajeno sea suficiente para compensar el propio, y cuanto menos se lo ve, más crecen las sospechas sobre su insignificancia. Las víctimas (y la sociedad en general) se figuran que cualquier derecho que se reconozca al penado (ej. salario mínimo vital y móvil por labores intramuros), hace del castigo una suerte de recreo. El condenado, supone que el delito ha sido una circunstancia pasajera sin secuelas en la vida de la víctima, y por la cual, él sigue pagando injustamente mucho tiempo después.
Pero ¿qué pasaría con un sistema que intentase reunir ambos dolores en cada oportunidad procesal y tanto como fuese posible, incluso en las incidencias de ejecución; que los pusiera constantemente frente a frente para que ninguno le resulte sencillo olvidarse ni minimizarse mutuamente?. Ahí es cuando viene a cuento otra magnifica sentencia del profesor de Oslo: la imposición intencional de dolor es más fácil cuanto más lejos se está del receptor.
* Funcionario en el Poder Judicial de la Nación, autor de diversos artículos sobre temas de derecho penal y procesal penal, patricioesteban03@hotmail.com
[1] Los comienzos del victims movement, sin embargo, los autores coinciden en situarlo en los años 70 en Estados Unidos, impulsado por el reclamo de las organizaciones de defensa de los derechos de la mujer. El primer gran hito de la asistencia victimal es la creación del centro de crisis por violación en Oakland, California en 1971, denominado Bay Area Women Against Rape. Ver. DUSSICH, J. (2012), “Asistencia, recuperación y restauración de las víctimas”, en DE LA CUESTA ARZAMENDI, L. (comp), Eguzkilore, Cuaderno del Instituto Vasco de Criminología. Hacia una justicia victimal. Encuentro internacional en homenaje al Prof. Dr. Dr. Hc. Antonio Beristain, num 26, San Sebastián, pgs. 53-62. Otro acontecimiento significativo fue la celebración del Primer Simposio de Victimología en Jerusalén en 1973. En cuanto al interés científico por la víctima, sus tipologías y la incidencia de su propio comportamiento como detonante del hecho criminal, su estudio se remonta a las investigaciones del positivismo de la década del 40 y 50, especialmente a los trabajos de Von Hetig (1948) y Mendelsohn (1958).
[2] Sin perjuicio de que por razones de comodidad hemos decidido utilizar aquí la palabra “ofendido” como sinónimo de “victima”, advertimos que la moderna tendencia victimológica se esfuerza por diferenciarlas, pues, mientras el primer término designa exclusivamente al sujeto pasivo de la infracción en términos de la dogmática penal, se entiende por víctima a todo aquél que hubiera sufrido un daño a consecuencia del delito, trátese del perjudicado directo, sus familiares e incluso quienes hubieran resultado afectados al intervenir en su defensa. Conf. RODRÍGUEZ MANZANERA, L. (2012), “Derecho victimal y victimodogmática” en DE LA CUESTA ARZAMENDI, L. (comp), Eguzkilore.. ob cit. nº 26, p. 136.
[3] A la tradicional expresión de Maier se le han sumado otras como la “cenicienta del derecho criminal” de Shafter, cit. en BEDNAROVA, J., (2011), “The heart of the criminal justice system: a critical analysis of the position of the victim”, en Internet Journal of Criminology, p. 2, o el “agujero negro de los textos legales” de Giménez García, conf. GIMÉNEZ GARCÍA, J., (2012), “Justicia victimal. Contribuciones y retos”, en DE LA CUESTA ARZAMENDI, L. (comp), Eguzkilore...ob. cit. nº 26, p. 64.
[4] El concepto fue acuñado por Roxin al postular que la reparación del daño, integrada al sistema penal formal como respuesta principal o accesoria al delito, podía contribuir a los fines de prevención general y especial que se predicaban de las sanciones tradicionales. Para esto, introduce la noción de prevención integrativa, que describe el apaciguamiento del sentimiento jurídico general perturbado por la infracción que tiene lugar cuando el autor ha efectuado un esfuerzo reparador tal que la conciencia jurídica puede considerar zanjado el conflicto y reestablecida la paz social. Conf. ROXIN, C. (1992), “La reparación en el sistema de los fines de la pena”, en MAIER, J. B. (comp), De los Delitos y de las Víctimas, Bs. As., Ad-Hoc, pgs. 129-156.
[5] BOVINO, A. (1992), “La víctima como preocupación del abolicionismo penal” en MAIER, J.B., (comp), ob. cit., p. 274.
[6] LARRAURI, E. (1992), “Victimología”, en MAIER, J. B. (comp), ob. cit., p. 294.
[7] HULSMAN, L. (1993), “El enfoque abolicionista: Políticas criminales alternativas”, en RODENAS, A., FONT, E. y SAGARDUY, R. (dirs), Criminología Crítica y Control Social. El Poder Punitivo del Estado, nro. 1, Santa Fe, Ed. Juris, pgs. 75-104. En otra oportunidad, estando en Manaos, Brasil, fue abordado por cinco muchachos que pretendían asaltarlo, y a quienes propuso. en cambio, apilar el dinero de todos y pelear por él. Luego, cuando regresó golpeado y sin el botín, sostuvo categóricamente que no se había tratado de un robo, conf. LIMA MALVIDO, M. (2012), “Qué aporta el conocimiento victimológico a la sociedad? ¿Y la sociedad al conocimiento victimológico?”, en DE LA CUESTA ARZAMENDI, L. (comp), Eguzkilore...ob. cit., num 26, p. 98. Espero el lector disculpará la enormidad de hablar del “contacto personal con el delito” de una persona que estuvo cautivo en un centro de concentración nacional socialista para describir luego hechos de robo y mero vandalismo.
[8] Entre otros, tengo en mente un episodio sucedido recientemente en la ciudad de Tandil. Conf nota http://eleco.com.ar/la-ciudad/golpearon-a-su-hijo-les-fue-a-hablar-y-ahora-tienen-una-bicicleteria-solidaria/. Ultima entrada, 16/11/2016.
[9] HIRSCH, H. J. (1992), “La reparación del daño en el marco del derecho penal material”, en MAIER, J. B. (comp), ob. cit. p. 56.
[10] GIL GIL, A. (2016), “Sobre la satisfacción de la víctima como fin de la pena”, InDret, Revista para el Análisis del Derecho, Barcelona.
[11] FARALDO CABANA, P., (2013), “El papel de la víctima durante la ejecución de condenas por delitos referentes a organizaciones y grupos terroristas y de terrorismo en España”, Rivista di Criminologia, Vittimologia e Sicurezza, Vol. VII, nº 1, año 7, Enero/Abril, 2013. Disponible en http://ww w.vitt imolo gia.it/rivi sta/a 7_n1_ge nnaio -aprile2 013_ en.html.
[12] REYNA ALFARO, L. M. (2008), “Las víctimas en el derecho penal latinoamericano: presente y perspectivas a futuro”, Eguzkilore…ob. cit., nº 22, p. 15/16.
[13] GARLAND, D. (2005), La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea, SOZZO, M. (trad.), Ed. Gedisa, Barcelona, p. 46.
[14] SILVA SÁNCHEZ, J. M, (2009), ““Una crítica a las doctrinas penales de la “lucha contra la impunidad” y del “derecho de la víctima al castigo del autor””, en Revista de Estudios de la Justicia, Centro de Estudios de la Justicia de la Facultad de Derecho, Universidad de Chile, Nº 11, p. 52.
[15] USTARROZ, J. C. (2008), “Reflexiones sobre el rumbo que ha tomado el sistema interamericano de Derechos Humanos”, en Revista de Derecho Penal, Procesal Penal y Criminología, www.derechopenalonline.com.
[16] MAIER, J. B. (1992), De los Delitos y de las Víctimas, Ob. Cit., Prologo, p. 10.
[17] HIRSCH, H., Ob. Cit., p. 67.
[18] RENART GARCÍA, F. (2015), “Del olvido a la sacralización. La intervención de la víctima en la fase de ejecución de la pena”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, ISSN 1695-0194, p. 6.
[19] AGUIRRE, E. L., ““Son los paradigmas “re” los que justifican la imposición de penas en el derecho penal internacional””, en Revista de Derecho Penal, Procesal Penal y Criminología, www.derechop enalo nline.com
[20] GIL GIL, A., Ob. Cit., p. 6.
[21] HERRERA MORENO, M. (2012), “Humanización social y luz victimológica”, en DE LA CUESTA ARZAMENDI, L. (comp), Eguzkilore…Ob. Cit. nº 26, p. 78.
[22] HERRERA MORENO, M., Ob. Cit., p. 82, cursiva en el original.
[23] Cit. en VARONA MARTÍNEZ, G. (2012), “Justicia restaurativa en supuestos de victimación terrorista: hacia un sistema de garantías mediante el estudio criminológico de casos comparados”, DE LA CUESTA ARZAMENDI, L. (comp), Eguzkilore…Ob. Cit. nº 26, p. 210.
[24] VARONA MARTÍNEZ, G., Ob. Cit.
[25] CUAREZMA TERÁM, S. (1996), “La victimología”, en PICADO, S. y otros (comps), Serie Estudios Básicos de Derechos Humanos, Instituto Interamericano de Derechos Humanos, Tomo V, San José de Costa Rica, pg. 299.
[26] SCHNEIDER, H. J. (2001), “Victimological developments in the world during the past three decades: A study of comparative victimology”, en International Journal of Offender Therapy and Comparative Criminology, Sage Publications, p. 450, traducción propia.
[27] MAIER, J. B. (1992), “La víctima y el sistema penal”, en De los Delitos y de las Víctimas, Ob. Cit., p. 221.
[28] BERISTAIN, A., “Protagonismo de las víctimas en la ejecución penal (hacia un sistema penitenciario europeo)”, en Revista de ciencias penales de Costa Rica, consultado por ultima vez en http://www.cienc iaspenale scr. com/in dices el 18/03/2017.
[29] CUAREZMA TERÁM, S. Ob. Cit., pg. 304.
[30] Sobre el tema ver GARCÍA RODRÍGUEZ, J. M., (2016), “El nuevo estatuto de las víctimas del delito en el proceso penal según la directiva europea 2012/29/UE, de 25 de octubre, y su transposición al ordenamiento jurídico español”, en Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, ISSN 1695-0194.
[31] Ver DUSSICH, J., Ob. Cit. p. 56.
[32] NISTAL BURÓN, J. (2012), “Implicaciones de la justicia victimal en el derecho penitenciario”, en DE LA CUESTA ARZAMENDI, L. (comp), Eguzkilore…Ob. Cit. nº 26, p. 118.
[33] GARCÍA RODRÍGUEZ, M. J. (2015), La protección jurídica de la víctima en el sistema penal español, Universidad de Sevilla, p. 240.
[34] SALT, M. (2005), “La figura del juez de ejecución penal en Latinoamérica (La influencia de las ideas del Prof. Dr. Julio B.J. Maier en el marco el proceso de reforma del sistema de enjuiciamiento penal en Latinoamérica)”, en Estudios sobre justicia penal. Homenaje al profesor Julio B. J. Maier, Editores del Puerto, Buenos Aires, p. 460/61.
[35] MAIER, J. B. (1992), Ob. Cit. p. 215.
[36] GARCÍA RODRÍGUEZ, M. J. (2015), Ob. Cit., p. 233.
[37] Conf. ALDERETE LOBO, R., “El Procedimiento de Ejecución en el Anteproyecto de Código Procesal Penal de la Nación”, disponible en http://new.p ens am ientope nal.com.ar /010 52009 /pro cesa l28.pdf, p. 13.
[38] cit en CNCP, Sala I, “Linares, Martín M.”, 06/06/2005, voto del Juez Alfredo Bisordi.
[39] cit en BRUZZONE, G. “Víctima y querella. El derecho de la víctima a intervenir como querellante en el proceso penal ¿es de origen constitucional, convencional o simplemente procesal?”, consultado en http://regim enp roceso penal.blo gspot.co m.ar/2009 /09 /victima-y-qu erella-el-d erecho-de-l a.htm l.
[40] FALCONE, R., MADINA, M. (2007), El proceso penal en la Provincia de Buenos Aires, Ed. Ad-Hoc, 2º edición, Buenos Aires, p. 429/30, nota al pie nº 67.
[41] Exposición del Profesor Chiara Díaz en el Congreso Internacional de Oralidad en Materia Penal, celebrado en la Ciudad de La Plata, los días 5, 6 y 7 de octubre de 1995, en Revista editada por el Colegio de Abogados del Departamento Judicial de La Plata, Instituto de Derecho Procesal Penal, p.89.
[42] Informe del Ministro de Justicia de la Nación, Dr. León C. Arslanian, en la sesión del Honorable Senado de la Nación celebrada el 21 de agosto de 1991.
[43] TERRÓN, S. M. (2011), “El particular damnificado y los alcances de la ley 13.943 al CPP. Análisis de su rol procesal e incidencias”, SAIJ, Ref. DACF110185, p.4.
[44] HARFUCH, A., ““La vigencia del principio acusatorio en la etapa de ejecución penal (observaciones críticas al fallo “Romero Cachalane” de la CSJN)””, en ZULITA, F. (Dir), Ejecución de penas privativas de libertad, Ed Hammurabi - José Luis Depalma, 1era ed., Bs As., Capítulo IX, p. 199.
[45] El “dictamen”, como opinión jurídica imparcial, puede rastrearse entre nosotros a los tiempos de la justicia capitular del virreinato, donde los jueces legos -alcaldes- solían requerir el asesoramiento técnico de un letrado, y visto que sólo en raras ocasiones se apartaban de la propuesta, era de la mayor importancia que el abogado rindiera la solución con la objetividad propia de un sentenciante, al punto que podía ser, y frecuentemente era, recusado por las partes ver LEIVA, A. (2005), Historia del Foro de Buenos Aires. La tarea de pedir justicia durante los siglos XVIII a XX, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, p. 30 y ss.
[46] HARFUCH, A., Ob. Cit. p. 208.
[47] ALDERETE LOBO, R., Ob. Cit., p. 09, nota al pie nº 17, y p. 10.
[48] cit en RENART GARCÍA, F., Ob. Cit., p. 10.
[49] Idem, p. 18, nota al pie nº 44.
[50] MAIER, J. B., Ob. Cit., p. 217. [51] NISTAL BURÓN, J. (2009), “El desamparo de la víctima en la fase penitenciaria de la ejecución penal. Algunas consideraciones en torno al objetivo prioritario de la pena”, en Diario La Ley nº 7157, Sección Doctrina, España, Ref. D-134, La Ley 10931/2009, pg. 30.
[52] GARCÍA ARÁN, M. “La ejecución penitenciaria en una sociedad cambiante: hacia un nuevo modelo”, exposición en el Congreso Penitenciario Internacional celebrado en la Ciudad de Barcelona entre los días 30 de marzo y 1 de abril del 2006, consultado el 13/04/2017 en http://w ww .acaip.info/to pas/la_ejecuc ion_penitenci aria_en_una_ sociedad_cam biante_h acia_ un _nue vo_mo del o.pdf
[53] SILVA SÁNCHEZ, J. M., Ob. Cit., p. 44.
[54] En contra REYNA ALFARO, L. M., Ob. Cit. Argumenta que en el ejemplo kantiano de la isla, la admonición casi bíblica del filósofo rezaba que si la sociedad se disolvía sin antes castigar hasta al último asesino, “la sangre del inocente recaería sobre todos ellos”. Por ello concluye, citando a Fletcher, que la pena retributiva reconoce la necesidad de superar el estado de dominación que sufre la víctima a manos del autor.
[55] SALT, Marcos, Ob. Cit., p. 463.
[56] Conf. RENART GARCÍA, F., Ob. Cit., entre muchos otros.
[57] Incluso ha llegado a proponerse que el éxito del tratamiento no debería medirse exclusivamente en base a la reincidencia, sino que aun si el interno recae en el delito, de todas maneras aquél podría haber resultado satisfactorio si ha podido dotarlo de mejores herramientas para la vida en libertad. Es decir, a tal punto se descree de las posibilidades de consecución fáctica que se sugiere anular el estándar natural de medición. Conf. YELA, M. (1998), “Psicología Penitenciaria: más allá de vigilar y castigar”, en Papeles del Psicólogo, nº 70, disponible en http://www .cop.es /pa peles/ve rnu ero.a sp ?id=783, p. 12.
[58] Francis Allen fue el primero en hablar en 1981 del “declive del ideal resocializador”, como un debilitamiento asombrosamente repentino del principio, que comienza a fines de los 70`s entre los círculos académicos para derramar luego sobre los operadores, la política y el público en general (conf. GARLAND, D. Ob. Cit. p. 41/42). Que el desencanto con la prevención especial positiva no obedece puramente al surgimiento del “nuevo realismo criminológico de derecha”, sino que también se aprecia en las posiciones de la criminología radical y liberal, como el movimiento Justice Model, se encuentra muy bien explicado en PAVARINI, M (2006), Un arte abyecto. Ensayo sobre el gobierno de la penalidad. Ad-Hoc, 1ed, Bs. As. p. 72/75.
[59] Va de suyo que no estamos develando ningún misterio. Admisiones más o menos explícitas en este sentido campean en un sinnúmero de trabajos. Conf. GARCÍA ARÁN, M., Ob. Cit., p. 4, entre otros.
[60] NISTAL BURÓN, J. (2009), “El desamparo…”, Ob. Cit., pg. 7.
[61] BERISTAIN, A., “Protagonismo…”, Ob. Cit.
[62] FARALDO CABANA, P., Ob. Cit., p. 36 y ss. El resaltado es del presente.
[63] BERISTAIN, A., “Protagonismo...”, Ob. Cit.
[64] Idem.
[65] NISTAL BURÓN, J., “El desamparo…”, Ob. Cit.
[66] NISTAL BURON, J., “Implicaciones…”, Ob. Cit. p. 126.
[67] FARALDO CABANA, P., Ob. Cit., p. 37 y ss. No obstante, la autora entiende que la legislación española en materia de participación de la víctima en la fase penitenciaria no ha logrado este objetivo.
[68] KELSEN, H., “¿Qué es la justicia?”, CALVERA, L (Trad), elaleph.com, p. 30, disponible en https://es. scribd.co m/doc/1227932 04/Ha ns- Kelsen-Que-Es-La -Ju sticia -pdf, visto el 06/04/2017.
[69] NISTAL BURÓN, J. (2009), “El desamparo…”, Ob. Cit., pg. 2/3.
[70] HERRERA MORENO, M., Ob. Cit., p. 79.
[71] VARONA MARTÍNEZ, G., Ob. Cit., p. 208.
[72] Idem.
[73] Sobre el tema conf. CRUZ MÁRQUEZ, B., MARTÍN RÍOS, B. (2016), “Asunción de responsabilidad del agresor de género en prisión y sus posibles implicaciones en la ejecución penitenciaria”, en InDret. Revista para el análisis del derecho, Barcelona.
[74] BRAITHWAITE, J. (1997), Crime, Shame and Reintegration, Cambridge University Press, cit en HARDING, R. (2014), “Restorative Justice. Barriers to victims engagement in restorative justice: Perspective of victims of assault in Derby”, Internet Journal of Criminology, ISSN 2045 6743, p. 9.
[75] SHERMAN, L. W., “Defiance, deterrence and irrelevance: A theory of the criminal sanction”, en Journal of Research in Crime and Delinquency, vol. 30, nº 4, pp. 445 - 473, disponible en http://jo urnal s.sagep ub.com/doi/p df/10.117 7/0022 4278 9303 00040 06.
[76] El visitador del preso, Biblioteca Virtual Universal, http://www bibl iote ca. org.ar/, ult. vista 03/01/2017, p. 39.
[77] SUBIJANA ZUNZUNEGUI, I. J. (2012), “El paradigma de humanidad en la justicia restaurativa” en DE LA CUESTA ARZAMENDI, L. (comp), en Eguzkilore… nº 26, p. 144.
[78] ROXIN, C., Ob. Cit. p. 153.
[79] AGUIRRE, L. E., Ob. Cit.
[80] RENART GARCÍA, F., Ob. Cit., p. 55.
[81] Por supuesto esto no va en desmedro del trabajo de voluntariado en cárceles y otros programas que impulsan muchos organismos de la sociedad civil, sino que nos referimos concretamente a “participación” con incidencia en el procedimiento judicial.
[82] HIRSCH, H. J., Ob. Cit., pg. 94.
[83] Cit. en LIMA MALVIDO, M., Ob. Cit., p. 89.
[84] Cit. en VARONA MARTÍNEZ, G., Ob. Cit., p. 214.
[85] Los límites del dolor.