JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:El concepto de consumidor. Dudas e interrogantes en la interpretación de su aspecto objetivo
Autor:Montero, Ignacio
País:
Argentina
Publicación:Revista Argentina de Derecho Comercial y de los Negocios - Número 21 - Octubre 2018
Fecha:25-10-2018 Cita:IJ-DXL-71
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
Introducción
I. El concepto de Consumidor
II. El destino final: ¿se presume? o ¿se acredita?
Colofón
Notas

El concepto de consumidor

Dudas e interrogantes en la interpretación de su aspecto objetivo

Por Ignacio Montero

Introducción [arriba] 

Una de las cuestiones más debatidas en torno a la aplicación del “Estatuto del Consumidor” es la delimitación del efectivo alcance de tal régimen tuitivo. A partir de la regulación normativa existente y la interpretación que de ella se hizo, el concepto de consumidor ha ido adquiriendo una llamativa e impensada elasticidad.

Así pues, no son pocos quienes se esfuerzan denostadamente por forzar su real situación fáctica a los fines de engastar en las previsiones del art. 1 de la Ley N° 24.240 y sus modificatorias (en adelante LDC) y del art. 1092 del Código Civil y Comercial de la Nación (en adelante CCyCN). Más aún, la hermenéutica que se hizo y se hace del Estatuto del Consumidor, en especial a partir de su carácter de normativa de orden público y del principio in dubio pro consumidor, condujo a su aplicación de modo indiscriminado e irrestricto, incluso a situaciones poco diáfanas.

La irrupción de un sistema protectorio contra los continuos e incesantes avasallamientos de los proveedores de bienes y servicios devino imprescindible a los fines de repeler modalidades contractuales inequitativas y abusivas. Sin embargo, tal y como se estructuró el régimen, su aplicación se circunscribió a ciertos y determinados supuestos.

Ahora bien, no empecé las definiciones y contornos legales establecidos, se advierte una suerte de predisposición a considerar al plexo de normas de defensa del consumidor como la normativa aplicable a toda vinculación contractual derivada de un intercambio masivo de bienes. Esta tendencia expansiva y aglutinante ha recobrado fuerza a partir de la incorporación de los contratos de consumo al CCyCN.

Si nos ceñimos a una interpretación de tipo subjetiva y fundamental teleológica del CCyCN, no es difícil concluir que el legislador buscó crear con los denominados “contratos de consumo” una categoría transversal, comprensiva de múltiples supuestos de hecho, mas, bajo ningún concepto, única o exclusiva.

En efecto, basta con remitirse a los fundamentos del CCyCN donde el legislador dejó plasmada la ratio de su decisión. Allí sostuvo: “En la doctrina, hay muchos debates derivados de la falta de una división clara en la legislación. Los autores más proclives al principio protectorio hacen críticas teniendo en mente al contrato de consumo que pretenden generalizar, mientras que aquellos inclinados a la autonomía de la voluntad, principalmente en materia comercial, ven una afectación de la seguridad jurídica. El problema es que hablan de objetos diferentes. En virtud de todo ello, corresponde regular los contratos de consumo atendiendo a que no son un tipo especial más (Ejemplo: la compraventa), sino una fragmentación del tipo general de contratos, que influye sobre los tipos especiales (Ejemplo: compraventa de consumo), y de allí la necesidad de incorporar su regulación en la parte general”.

Lo precedente refleja que no primó una visión reduccionista en el plano contractual, sino más bien una clara intención por diferenciar dos tipos de vinculaciones contractuales disímiles: los contratos paritarios y los de consumo.

Ello no obstante, tal es la diferencia entre el régimen ordinario y el microsistema tuitivo del consumidor, que incluso en situaciones donde la calidad de consumidor no surge acreditada de modo prístino, ante una presunta “insuficiencia de armas” en el plexo normativo común y una ostensible inequidad, se acabó por echar mano a la normativa del derecho de consumo, sin ningún tipo de reparo o respeto a la letra de la ley.

De tal modo, a partir de interpretaciones flexibles y laxas e incluso presunciones se ha pretendido reputar consumidor prácticamente a cualquier sujeto en situación de inferioridad o aparente desigualdad de poder de negociación. Basta con centrar el análisis en la persona física o jurídica que ostentaría la calidad de proveedor, su envergadura empresarial y cantidad de reclamos promovidos en su contra.

En definitiva, una vez adjudicado el rol de proveedor, todo aquél que se sitúe en frente, mientras no tenga una estructura de negocios equiparable, es dable de ser reputado consumidor.

Sin embargo, la adopción de tal criterio importa soslayar las previsiones textuales de la ley. Pues más allá de la notoriedad que pueda revestir quien ocupe el rol de proveedor, la ley exige ciertos requisitos para tener por configurada la calidad de consumidor.

Si nos atenemos a la definición legal de consumidor, veremos que tanto el art. 1 de la LDC como el art. 1092 del CCyCN brindan un criterio delimitador, a priori estricto y determinante, cual es el hartamente debatido y multívoco concepto de “destinatario final”.

Ahora bien, la discusión centrada en torno a la precisión y delimitación de la aludida locución no constituye una cuestión menor, pues tal elemento del concepto de consumidor se erige en válvula de ingreso al tan anhelado régimen protectorio.

Al respecto, Álvarez Larrondo señala: “…el núcleo central del sistema ha pasado a ser entonces esta frase (destinatario final), este conjunto de palabras, por cuanto todo aquel que reúna dicho carácter podrá disfrutar de las mieles del régimen tuitivo. La llave que abre el mundo especial del consumo, a partir de ahora no es otra que el carácter finalístico del hecho jurídico de consumir"[1].

De allí que corresponde preguntarnos ¿es correcto reputar consumidor a un sujeto dado en función de quién sea su proveedor? ¿Se puede presumir el carácter de destinatario final? ¿Es eso lo que dispone la letra de la ley?

Si bien la respuesta a tales interrogantes podría considerarse en principio sencilla y palmaria, es dable de señalar que entre los operadores jurídicos existe una absoluta disparidad de criterios.

Por un lado, se advierte una suerte de tendencia hacia la automaticidad en la catalogación de los polos activos y pasivos de la relación de consumo que no exhibe un análisis exhaustivo y pormenorizado de la real existencia del carácter de destinatario final en la persona del consumidor. De tal modo, se terminan adjudicando ciertos beneficios y prerrogativas, en palabras del autor precitado las “mieles” del estatuto del consumidor, a quien únicamente se limitó a invocar como derecho aplicable tal normativa.

Por el otro, existe una minoría que se apega a la letra de la ley y, en consecuencia, requiere al menos una somera acreditación del destino final del bien o servicio.

Frente a ello y la indudable inseguridad jurídica que genera la aludida reyerta interpretativa, nos proponemos a analizar qué corresponde entender por “destinatario final”, sobre quién recae la carga de determinar si tal requisito se encuentra configurado, conforme a la letra y al espíritu del estatuto del consumidor, y las implicancias, tanto jurídicas como fácticas, que acarrea la presunción del carácter de consumidor.

I. El concepto de Consumidor [arriba] 

De manera liminar, es necesario poner de resalto que existen en el universo jurídico dos tipos de definiciones del consumidor: una noción abstracta y otra concreta.

La primera de ellas, fue receptada en el Programa Preliminar de la Comunidad Económica Europea de 1975, donde se definió al consumidor como “la persona a la que conciernen los diferentes aspectos de la vida social que pueden afectarle directa o indirectamente como consumidor”. Así se ha sostenido que esta noción abstracta es apta no para atribuir derechos a cada consumidor, que pueda ejercerlos individualmente, sino más bien para expresar programas políticos de actuación o también para aludir a derechos tales como los que se otorgan a la “educación o a la “información”[2].

En lo que respecta a la noción concreta, la misma se funda en una persona específica y determinada, que adquiere o utiliza bienes y servicios con finalidades específicas. Mosset Iturraspe afirma que esta conceptualización depende del tipo de prestación o de producto a que se refiere y que, en consecuencia, puede haber pluralidad de ellas. Asimismo, el referido autor concluye que este tipo de noción es la receptada por la ley argentina[3].

Así, el vocablo “consumidor” se encuentra definido en el art. 1092 del CCyCN y en el art. 1 de la LDC. Más allá de las diferencias que existen entre una y otra, ambas proporcionan un núcleo básico prácticamente idéntico.

La doctrina se ha preguntado el porqué del doble concepto, pues no deja de ser una cuestión engorrosa el hecho de tener que acudir a dos fuentes para obtener un concepto cabal y holístico.

Una de las probables razones, tal como Chamatropulos lo señala, aunque con cierta insatisfacción, es que el legislador ha pretendido “…“jerarquizar” la noción de consumidor, incluyéndola expresamente dentro del Código sin dejarla sujeta a los vaivenes que muchas veces sufren las leyes particulares (como sería la LDC). Así, mientras estas últimas suelen sufrir cambios a veces frecuentes, los Códigos tienen una mayor vocación de permanencia”[4].

Es indudable que tras su expresa recepción en el CCyCN la noción de consumidor ha adquirido mayor preeminencia y se enmarca dentro del proceso de expansión o “generalización” del derecho del consumo. Sin embargo, tal vocación de universalización no redundó en absoluto en una aminoración de los recaudos que tipifican a la figura.

Por el contrario, según las previsiones del art. 1 de la LDC, se reputa consumidor a: “la persona física o jurídica que adquiere o utiliza, en forma gratuita u onerosa, bienes o servicios como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social”.

El art. 1092 del CCyCN, por su parte, establece: “Se considera consumidor a la persona humana o jurídica que adquiere o utiliza, en forma gratuita u onerosa, bienes o servicios como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social”.

En definitiva, ambas nociones resultan prácticamente idénticas, con la salvedad de que el CCyCN habla de “personas humanas”, en lugar de “personas físicas”. Ello se condice con las nuevas denominaciones que introduce el referido código de fondo.

A partir de las definiciones precedentes podemos identificar dos aspectos del concepto de consumidor. Por un lado, existe un costado subjetivo, el cual se centra en la persona del consumidor y su vulnerabilidad frente al proveedor. Por el otro, un costado objetivo, basado en la adquisición o utilización de bienes o servicios con destino final cerrando el círculo producción-consumo[5].

Rusconi, aclara ambos componentes y afirma: “(l)a vulnerabilidad, con sus diferentes manifestaciones, es el presupuesto fundante del que proviene el régimen protectivo específico, nacido de la reinterpretación moderna del favor debilis (…); y el destino final implica que el acto de consumo se encuentre desprovisto de ánimo lucrativo, buscando satisfacer necesidades personales o propias del consumidor, lo que generará el agotamiento del circuito económico del bien de que se trate”[6].

Para hablar válidamente de consumidor es imprescindible la concurrencia de ambos. Si bien en ocasiones puede conferirse una mayor preeminencia a uno por sobre el otro, ambos deben encontrarse reunidos para configurar la categoría jurídica “consumidor”.

a) La vulnerabilidad

Tal como la doctrina lo postula la debilidad del consumidor no es inherente a su persona sino al rol que ocupa en la sociedad de consumo. Existen tres manifestaciones de la situación de inferioridad del consumidor con relación al proveedor: hiposuficiencia, subordinación estructural y deficiente poder de negociación[7].

La hiposuficiencia es una noción subjetiva, indicativa de que el consumidor es una persona careciente, escasa de "suficiencia" o "aptitud". Pero esa carencia, generada por el mercado de consumo como factor condicionante, que pone de manifiesto, en ese escenario, la imposibilidad del consumidor de valerse por sí solo o en igualdad de condiciones frente a los proveedores[8].

Esta situación de disparidad de condiciones o herramientas, encuentra su principal fundamento en un deficiente ejercicio del deber de información por parte del proveedor. Éste a través de datos inexactos o escasos puede inducir a error al consumidor e incluso a un exceso de confianza en su apariencia.

Sin embargo, como correlato al deber de información existe el deber por parte del consumidor de informarse y de cooperar con el proveedor. Es que evidentemente, aun en caso de que la información se encuentre disponible, si el consumidor no demuestra interés por aprehender la realidad negocial subyacente y sus pormenores, indefectiblemente la hiposuficiencia se acrecentará.

En tal sentido, la Jurisprudencia ha dispuesto: “En este marco fáctico debe concluirse en que la actora no actuó con la prudencia adecuada y que es de menester para la contratación de una obra de la índole de la que aquí nos ocupa. Ello así pues, si tenía dudas con respecto a las medidas insertadas en los planos, no solo pudo, sino que debió controlarlas antes de firmar, cosa que no hizo, también pudo asesorarse con otro profesional antes de prestar su consentimiento, lo que muy plausiblemente, hubiera derivado en la detección de la desinteligencia en las medidas indicadas en los planos si las hubo y, además, con la atención adecuada, también pudo advertir por sí misma, que las alacenas que aparecen consignadas en la orden de fabricación por ella consentida no eran de la medida que pretendía”[9].

Por otro lado, en cuanto a la subordinación estructural, se ha indicado que la matriz socioeconómica dada por el mercado de consumo provoca un ordenamiento de los factores de poder y de sus actores que, en su interacción, dan como resultado la posición subordinada del consumidor respecto de los proveedores[10].

Este criterio revelador de la situación de vulnerabilidad apunta a la configuración misma del mercado, donde ciertos operadores acabarán por establecer los roles que eventualmente cada eslabón de la cadena de comercialización ocupará. Ello produce que, no empece la autonomía y libertad de las partes integrantes de una concreta relación contractual, exista una predeterminación que limita la movilidad de roles, por cuanto cuestiones trascendentales, tales como la disponibilidad de bienes y la fijación de precios, vienen determinadas con antelación por factores externos.

Por último, con relación al limitado poder de negociación, Rusconi concluye que: “en materia de contratos de consumo proliferan los denominados "contratos por adhesión", en los cuales se hace notable la superioridad de la posición del proveedor, polo "fuerte" del vínculo obligacional, quien impone la redacción del instrumento contractual –generalmente un modelo o formulario pre-impreso–, mientras que el consumidor sólo tiene la alternativa de asentir o no contratar”[11].

Con relación a lo precedente, Stiglitz aclara que el contrato por adhesión a cláusulas predispuestas o condiciones generales es aquel en que la configuración interna del mismo (reglas de autonomía) es dispuesta anticipadamente solo por una de las partes (predisponente, profesional, proveedor, empresario, etc.), de modo que si la otra decide contratar, debe hacerlo sobre la base de aquel contenido. A partir de ello, el referido autor deduce que la contratación predispuesta presenta los siguientes caracteres: unilateralidad, rigidez, poder de negociación a favor del predisponerte y el riesgo ínsito de aprovechamiento a través de cláusulas inequitativas contrarias al adherente[12].

b) Destinatario final

Un segundo componente del concepto de consumidor se centra en torno a su faz objetiva, la cual se refiere a su posición de destinatario final. Este elemento se ha erigido en un verdadero eje delimitador que permitirá dirimir quiénes pueden ser reputados consumidores o usuarios y quiénes no[13].

Mosset Iturraspe indica que el régimen tuitivo del estatuto del consumidor se estructuró de manera específica para aquél que adquiera o utilice los bienes o servicios con miras a utilizarlos o consumirlos él mismo, deteniéndolos dentro de su ámbito personal, familiar o doméstico, sin que vuelvan a salir al mercado[14].

Cuadra señalar que este aspecto fue materia de elección expresa por parte de legislador, quien al momento de regular el derecho del consumo optó por proteger al “consumidor final” en vez del “consumidor cliente”. A priori, debería protegerse al destinatario final de tipo económico, que es quien en definitiva cierra el circuito de comercialización o productivo, y no al destinatario final fáctico, cuyo enfoque reside principalmente en la adquisición del producto, con prescindencia del destino posterior que le dará al bien o servicio. Éste último, abarca a quienes consumen o utilizan un bien o servicio de manera tal que deprecian su valor como medio de cambio[15].

Ahora bien, ¿cuáles son los límites o alcances del carácter de destinatario final? Ello no es una cuestión pacífica.

En el seno de la doctrina han surgido varias posturas que delimitan la mentada exigencia de ostentar el rol de “último eslabón de la cadena de consumo”.

En primer término, se ha esgrimido una postura de tipo finalista, teleológica o subjetiva. Ésta se funda principalmente en la situación de inferioridad del consumidor y en el criterio del uso no profesional del bien, a partir del real agotamiento del bien en el mercado[16].

Para ser consumidor, según esta línea de pensamiento, resulta imprescindible que el bien o servicio no se reintroduzca ni directa ni indirectamente al circuito productivo. Es decir, mientras exista algún grado de integración del producto, el carácter de consumidor se encontrará vedado.

Así, se ha señalado que destinatario final no será aquél que utiliza el bien para continuar la producción, pues si está transformando el bien, utilizando el bien para ofrecerlo a su vez a un tercero-cliente, evidentemente él no es consumidor final[17].

Por otro lado, existe un criterio denominado maximalista que prescinde del uso que se le quiera dar al bien, ya sea privado o profesional, como así también de la vulnerabilidad del consumidor. Solo se excluirá del ámbito de protección del derecho de consumo a quien integre el bien de manera directa en la cadena de producción o valor[18].

En este sentido, Álvarez Larrondo indicó: “…el único elemento que hoy permite determinar quién es consumidor y quién no lo es, es el de ser o no ser "destinatario final". De tal manera, observamos que la nueva ley se ha alineado al concepto maximalista de nuestra Constitución Nacional, que concibe al Derecho del Consumo no como un régimen tutelar del débil jurídico, sino como una herramienta reguladora del mercado, y de allí la amplitud que debe guiar la interpretación de cada caso. Así, la desaparición del texto del artículo 2 y por consiguiente de su decreto reglamentario nos lleva a interpretar el espíritu del legislador por contraposición, entendiendo que la derogación citada implica un cambio de concepto de manera tal que aquéllos que adquieran un bien o servicio en su carácter de comerciantes o empresarios, quedarán igualmente protegidos por esta ley siempre que el bien o servicio no sea incorporado de manera directa en la cadena de producción”[19].

En definitiva, según esta postura bastará con que exista un proceso de transformación o algún grado de modificación en el producto para que quien lo adquiera pueda considerarse consumidor. Es decir, no puede utilizarse como componente de una nueva cadena de producción, al menos en su estado tal y como fue adquirido.

Por último, Rusconi propugna un tercer criterio "subjetivo-relacional" a los efectos de fijar el ámbito de aplicación del Estatuto del Consumidor. Dicha posición parte de la premisa de que no existen reglas absolutas, sino que habrá que estarse a cada caso en concreto para determinar si estamos en presencia o no de un consumidor.

Ello no obstante, el referido autor brinda ciertas pautas orientadoras a los fines de precisar cuándo se está en presencia de un consumidor, a saber:

“…el derecho del consumidor es un orden protectivo especial que no regula "el mercado" o "el consumo" sino que brinda protección a las personas, físicas o jurídicas, que intervienen en él en condiciones de vulnerabilidad; la vulnerabilidad del consumidor puede ser económica, técnica, jurídica, informativa, o material; la vulnerabilidad es un "estado" que en algunos casos, se presume y en otras situaciones, es producto de las circunstancias del caso; el carácter de consumidor se presume siempre respecto de las personas físicas y de las personas jurídicas sin ánimo de lucro, mientras que esa presunción no opera respecto de los comerciantes o las empresas; el carácter de consumidor puede presumirse respecto de comerciantes o empresas cuando intervienen en operaciones realizadas fuera del ámbito de su actividad profesional habitual; los comerciantes y las empresas, para ser consumidores, no deben adquirir o utilizar el bien como insumo directo de su actividad productiva o comercial; en algunos supuestos excepcionales, puede considerarse consumidor al comerciante o empresario que adquiere insumos para su actividad profesional en situación de vulnerabilidad material, ya sea porque se trate de un bien escaso, esencial, insustituible, comercializado en condiciones monopólicas o mediante una operación particularmente compleja, entre otras posibles situaciones…”[20].

c) El consumidor empresario – la sociedad comercial como consumidora

Una cuestión que se presenta hartamente discutida y respecto de la cual no existe una postura pacífica, es la factibilidad de que las sociedades comerciales integren el aludido aspecto subjetivo de la noción de consumidor. Pues si bien son personas jurídicas, y en cuanto tales pueden de ser reputadas consumidoras, en virtud de la definición de sociedad que brinda la Ley general de sociedades en su art. 1, podría existir una virtual incompatibilidad entre la finalidad del ente y el concepto de consumidor.

El debate se centró en torno a la siguiente hipótesis: “…la de una compañía que ha contratado con otra de mayores –o mucho mayores– dimensiones a fin de la adquisición de algún producto o mercadería y que se ha visto sujeta –en la dinámica de la contratación– a cláusulas predispuestas y abusivas, retaceo de información y al vastísimo etcétera de desequilibrios y "vulnerabilidades" que suele observarse en las relaciones de consumo. La semejante "situación de poder asimétrico” que se visualiza entre estos casos y el de una persona física cualquiera –en especial, frente a algunos proveedores (v.gr., bancos, seguros, etc.)– culmina en la configuración de una posición de "inferioridad" que ha conducido, así entonces, y casi automáticamente, a reputar aplicable el "microsistema” del consumidor a las sociedades comerciales que hubieran contratado bajo un escenario de ese tipo”[21].

Mosset Iturraspe consideró que en principio las personas jurídicas no pueden ser consumidores finales en la medida en que no adquieren, al menos en lo general o común, bienes para sí, para su consumo final o beneficio, y menos aún –por su propia índole– para el grupo familiar o social. Sin embargo, dicho autor indicó que podrían existir situaciones de excepción en las que corresponda la protección de las empresas medianas o pequeñas, respecto de las grandes, en la celebración de contratos sobre la base de condiciones generales[22].

Es decir, el problema se suscita cuando nos encontramos ante sociedades de diferente envergadura y poder de negociación, en el que una –la que ostenta mayores recursos– es la predisponente de los términos y condiciones por los que se regirá la vinculación contractual. Esa asimetría es la que eventualmente justificaría la aplicación del estatuto del consumidor.

Sin embargo, Moro ha señalado que: “Una sociedad comercial celebrando un acto de consumo estaría concretando un acto con "fin extrasocietario". De admitirse que una sociedad comercial pueda celebrar un acto de consumo o si alguna vez el legislador estableciera expresamente que también aquélla puede ser consumidora (…), se estarían rebasando los confines de la personalidad jurídica de toda compañía –rectius: su capacidad– al estarse cristalizando la posibilidad de celebrar actos con "fines extrasocietarios". El art. 2º de la LSC prevé que la concesión de personalidad jurídica lo es "con los alcances fijados en esta ley" y ello implica (…) el direccionamiento de toda operación hacia el intercambio de bienes y servicios”[23].

Así pues, para el referido autor, no se encontraría configurado el requisito objetivo del concepto de consumidor y existiría una imposibilidad inmanente a las sociedades comerciales para que puedan erigirse en destinatarias finales.

Otra postura, a los fines de determinar el aludido aspecto, parte de la clasificación de distintos tipos de operaciones realizadas por las “empresas”. Por un lado, se encontraría la adquisición de bienes “no integrados al proceso productivo”, en la cual a priori no existiría óbice para invocar las normas consumeriles[24].

Dentro de esta corriente, se enmarca lo resuelto por la Cámara Nacional en lo Comercial Sala C in re “Tacco Calpini S.A. c. Renault Argentina S.A. y otro”, en el cual se dispuso: “En el sub lite, es dable advertir que el rodado que adquirió la sociedad no tuvo como destino principal el que sea utilizado para procesos de producción o de comercialización. Véase que la adquisición del rodado modelo Laguna Privilege II no integró el proceso productivo de la empresa que consistía en compra, venta, comisión, representación, consignación, importación, exportación, industrialización, fabricación, elaboración y distribución de equipos de computación, programas para computación, software, máquinas de oficinas, telecomunicaciones, productos afines y sus partes, repuestos y accesorios (ver fs. 441 y 441 vta.). Por lo expuesto, habida cuenta que Tacco Calpini S.A. reviste el carácter de consumidor en los términos de la ley 24.240, corresponde desestimar el presente agravio”[25].

En un sentido consonante, se determinó: “No resulta extremo controvertido, que la actora adquirió a título oneroso un automotor 0 Km. con la finalidad de utilizarlo en su propio beneficio, para satisfacer las necesidades de la empresa comercial; en particular la necesidad de traslado de su representante legal y del cuerpo de profesionales para la supervisión de las obras en ejecución. Es decir, como consumidor o destinatario final del bien, sin el propósito de disponer de este, para a su vez integrarlo en procesos de producción, transformación, comercialización o prestación a terceros. (…)”[26].

Por el contrario, cuando la integración al proceso productivo es total e inmediata, existe cierto consenso en la consideración de que no resultaría aplicable el estatuto del consumidor. Ello por cuanto el bien o servicio sería indefectiblemente incorporado a la actividad de la empresa.

Así, cierta jurisprudencia dispuso: “la ley alude al "destinatario final", presupone necesariamente una transacción que se da fuera del marco de una actividad profesional, ya que no se propone involucrar el bien o servicio adquirido en otra actividad con fines de lucro, o en otro proceso productivo (…), lo cual, en el sub lite, se reitera, no se cumple. Cabe agregar, que el carácter de "consumidor final", no atiende al elemento subjetivo del motivo personal que movió al individuo a consumir, sino objetivamente por la confrontación del destino del bien o servicio adquirido con el área de profesionalidad del pretendido consumidor, si está fuera de ella es pues, un acto de consumo (…), es por ello que, en la especie, al encontrarse incluido el caso dentro de ese área de profesionalidad del actor, no puede ser considerado como un acto de consumo”[27].

Retomando la disquisición efectuada según la finalidad de la adquisición, podemos mencionar una segunda situación en la cual los bienes adquiridos se integren parcialmente. Por un lado, la cosa o servicio forma parte del proceso productivo pero, a la vez, es utilizada para fines personales de su titular.

Chamatropulos, siguiendo a Lorenzetti, describe una serie de herramientas que permitirían dilucidar cuando hay una relación de consumo. En primer lugar, un criterio subjetivo ex ante, que exige indagar si la persona que invoca la protección de la ley es usualmente consumidor o, por el contrario, comerciante. En sentido opuesto, puede acudirse a un criterio objetivo ex post, el cual centra su análisis en el destino final del bien y la determinación del uso que de él se realiza mayormente. Asimismo, debe surgir de modo palmario la inexistencia de ánimo de lucro[28].

También, como una tercera alternativa, podría presentarse el supuesto de una integración mediata del bien al proceso productivo. Se trata de cosas que, aunque no se encuentran plenamente vinculadas al mismo, forman parte de la “base de soporte necesaria” para que la finalidad de la empresa pueda efectivamente cumplirse. En este caso, según se ha entendido, es donde existirán las mayores dificultades prácticas a la hora de determinar la aplicación del estatuto consumeril[29].

Rusconi, por su parte, a partir de la teoría subjetiva-relacional entiende que cuando quien invoca las normas de protección resulta ser una persona que desarrolla habitualmente actividades comprendidas por el concepto de proveedor, deberá analizarse su situación de vulnerabilidad en el caso concreto. Esta postura implica juzgar el equilibrio de la relación atendiendo a los factores condicionantes de índole subjetiva, tales como las características de las partes, fundamentalmente la importancia económica de la actividad desarrollada por cada una de ellas, el manejo de la información y la complejidad de la operación; como así también los elementos objetivos: el destino del bien involucrado en la operación, y las circunstancias en las que se desarrolla el vínculo[30].

Asimismo, el referido autor propone dos pautas generales para delimitar el concepto del "consumidor-empresario": “a) El acto de consumo debe realizarse fuera del ámbito de su actividad habitual: requisito éste que asegura la efectiva vulnerabilidad en concreto de la persona en cuestión, primordialmente por la ausencia de conocimientos en relación al bien de que se trate; b) El bien adquirido no debe incorporarse de manera directa en una actividad productiva o comercial”[31].

En un interesante voto de la Dra. Aída Kemelmajer de Carlucci, se logra vislumbrar en alguna medida, como operaría en la práctica esta postura, al sostener: “…la responsabilidad objetiva como la prevista por la ley 24.240 no debería extenderse a la reparación de daños que son típicamente profesionales, como es el lucro cesante derivado de la imposibilidad de usar la cosa o servicio adquirido en el ejercicio de esa actividad profesional, especialmente si el consumidor o, de modo más general el adquirente, no informó al enajenante el uso especial que se daría al elemento adquirido ni tal uso pudo ser tenido en cuentas por el enajenante conforme las circunstancias del caso (…) cuando no manifiesta cuáles son las necesidades vinculadas a su propia actividad, es muy posible que esta falta de comunicación genere problemas diferentes a los que se presentan en el típico consumidor final…”[32].

Así, pues, si bien se negó la protección especial para aquél que pretenda utilizar el bien o producto con fines profesionales, eventualmente, siempre y cuando exista una situación de vulnerabilidad y el consumidor cumpla con su carga de informar el especial uso que le dará al producto, podría ampararse en el régimen tuitivo del derecho de consumo.

II. El destino final: ¿se presume? o ¿se acredita? [arriba] 

Una vez determinada la importancia que reviste el carácter de destinatario final, resulta imperioso analizar una cuestión no menor, cual es la determinación de la efectiva existencia del aspecto objetivo del concepto de consumidor.

Se advierte, no sino con cierta preocupación, que se ha tornado práctica común en el foro dar por presupuesto el carácter de consumidor. Ante la diferencia estructural –podríamos adunar, inmanente– entre una y otra parte, indefectiblemente se tiende a acudir al derecho de consumo, sin ningún tipo de sustento fáctico o, al menos, una mera fundamentación de parte, en la que pueda encontrar asidero tal proceder.

Esta cuestión sobre la que se ha resuelto prácticamente de modo irreflexivo y automático, finca en un absoluto convencimiento de que se está en presencia de un consumidor –persona física o persona jurídica de menor envergadura–, y en virtud de ello se abre la válvula de acceso al régimen tuitivo donde rigen fundamentalmente los principios de in dubio pro consumidor (art. 3 LDC y 1094 CCyC), el orden público (art. 65 LDC), y la carga probatoria agravada en cabeza del proveedor (art. 53 LDC).

Sin embargo, en numerosas ocasiones se tiende a “echar mano” a los precitados principios a los fines de determinar la existencia de una relación de consumo, sin siquiera efectuar un análisis exhaustivo anterior y previo de los caracteres que debe reunir quien se dice o pretende reputarse consumidor. Para decirlo en otros términos, se acude a los resortes que brinda el estatuto del consumidor, pero no surge de modo concluyente que el sujeto a quien se pretende proteger engaste en las previsiones del art. 1 de la LDC.

Ello no obstante, se buscó sortear tal déficit probatorio a través de la conjugación de dos institutos procesales: las presunciones hominis y la “inversión de la carga probatoria”. De tal modo, se parte de la premisa de que el sujeto “vulnerable” es consumidor, y en caso de que no lo sea, será carga del presunto proveedor demostrar lo contrario.

En un interesante voto del Dr. Heredia, in re “Autoconvocatoria a plenario s/ competencia del fuero comercial en los supuestos de ejecución de títulos cambiarios en que se invoquen involucrados derechos de consumidores”, el referido magistrado señaló: “Las presunciones hominis o judiciales, ya conocidas en el procedimiento formulario romano y que podían bastar para determinar la convicción del magistrado (…), son las que partiendo de un hecho conocido y valorándolo a la luz de las reglas generales de experiencia, conducen al juez al convencimiento de la existencia de un hecho desconocido (…). La doctrina coincide en que las presunciones hominis o judiciales son especialmente aplicables cuando se trata de probar un fraude a la ley (…). Es que el fraude a la ley se debe poder denunciar por todos los medios posibles, ya que va contra el orden público: fraus omnia corrumpit (…). Lo desarrollado por este voto en los considerandos anteriores ha partido, precisamente, de la base de presumir, con presunción hominis, la subyacencia en las ejecuciones cambiarias de que se trata de una relación de consumo aprehendida por el art. 36 de la ley 24.240, habida cuenta la calidad de las partes involucradas en los correspondientes juicios ejecutivos. Es que a no otra cosa que a tal presunción cabe llegar partiendo de la simple comprobación de que, en las ejecuciones que han dado lugar a las declaraciones de incompetencia de que se ocupa este acuerdo plenario, quien aparece como parte ejecutante siempre es una entidad bancaria o financiera, personas que por definición legal realizan intermediación habitual entre la oferta y la demanda de recursos financieros (art. 1°, ley 21.526), lo cual comprende inexorablemente a las operaciones financieras para el consumo y de crédito para el consumo del art. 36 de la ley 24.240. Por lo demás, quien se vincula con un banco o una entidad financiera es, ordinariamente, un cliente que, en cuanto tal, debe ser considerado un consumidor amparado por el art. 42 de la Constitución Nacional y por la ley 24.240 (…). Existe, pues, marcada precisión, gravedad y concordancia en los términos del art. 163, inc. 5°, del Código Procesal, a los fines de habilitar la indicada presunción hominis. En ese marco, no es dudoso que se puede “inferir” –para utilizar la palabra seleccionada por la convocatoria– la existencia de una relación subyacente de consumo”[33] (lo resaltado me pertenece).

En un sentido similar, aunque confiriendo a los indicios que dan lugar a la presunción un mayor grado de certeza, se ha sostenido: “…Considerando, ahora los hechos fundantes de la demanda y del documento base de la presente ejecución, a lo que se suma la multiplicidad de procesos de idéntico tenor iniciados por la misma parte accionante, surge que la actora resulta ser una entidad dedicada de modo profesional al préstamo de dinero para consumo y que el demandado en autos es una persona física destinataria final del crédito; por lo que las partes se encuentran vinculadas a través de una típica relación de consumo alcanzada por las previsiones del art. 36 de la Ley 24.240, teniendo la parte ejecutada las características de "consumidor o usuario" en los términos del artículo 1 de la precitada norma y siendo la ejecutante una entidad de crédito encuadrable en la definición de su artículo 2”[34] (lo resaltado me pertenece).

Así las cosas, a partir de la calidad y actividad que desempeña el presunto proveedor, e incluso de la cantidad de juicios promovidos por él, se concluye categóricamente que se está en presencia de una relación de consumo. Mas, nada se menciona respecto de quien ocupa el rol de consumidor y, menos aún, de su carácter de destinatario final.

En definitiva, se entiende que carácter de consumidor es un rol jurídico que se predica frente a determinados sujetos. De allí que a partir de lo precedente, podría esbozarse la siguiente adaptación del refrán popular: dime con quién contratas y te diré qué eres.

Ahora bien, corresponde preguntarse ¿es tal inferencia el parámetro que la ley prevé para determinar quién es consumidor? Esto ¿garantiza absolutamente la justicia intrínseca en el caso concreto?

Si nos atenemos al concepto de consumidor, veremos que tanto la LDC como el CCyC comienzan la definición con la siguiente expresión: “se considera consumidor…”. De lo cual se colige que implícitamente se está confiriendo a los operadores jurídicos un imperativo hermenéutico.

Pero la referida interpretación no se encuentra librada al criterio o parecer del intérprete, pues la ley exige que se reúnan ciertos y determinados recaudos que a continuación detalla: “…a la persona física o jurídica que adquiere o utiliza, en forma gratuita u onerosa, bienes o servicios como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social”.

Se advierte, pues, que la definición precedente no alude a pautas tales como la vulnerabilidad o diferencia estructural, la que tanto la doctrina como la jurisprudencia han reputado ínsitas al concepto de consumidor. Por el contrario, lo que sí se requiere expresamente es que se encuentre configurada la calidad de destinatario final en la persona que pretenda ampararse en el art. 1 de la LDC.

Ello no obstante, no podemos obviar que hay quienes entienden que el destino del bien o servicio es secundario y que, en cambio, la existencia de desigualdad negocial es lo que amerita, justifica y reclama protección para una de las partes, y no el uso que le va a dar al bien o servicio.

Más allá de las disquisiciones hermenéuticas que puedan existir, lo real y cierto es que en el concepto de consumidor existe un elemento objetivo que se vislumbra sistemáticamente soslayado, puesto que el análisis que efectúan gran parte de los operadores jurídicos se centra exclusivamente en torno a la figura del proveedor.

Evidentemente una entidad bancaria o financiera, por su propio objeto, focalizará su actividad en la intermediación del crédito. Ahora bien, también es cierto que a tal crédito el pretenso tomador puede darle diversos destinos que no necesariamente será un destino final.

La actividad que desarrolla el proveedor se trata, en la gran mayoría de los casos, de cuestiones de público y notorio conocimiento. Al menos si al hablar de proveedor nos figuramos a una empresa de comercialización de productos y servicios con una amplia y masiva oferta de los mismos y cierta importancia en el mercado.

En tales supuestos la calidad de empresario-proveedor resultará fácilmente deducible y podría perfectamente engastar en la categoría que la doctrina ha dado en reputar como “hechos normales o evidentes”.

Kielmanovich explica que los “hechos normales” son aquellos que deben suponerse conforme a lo normal y regular en la ocurrencia de las cosas. En tales supuestos, en principio no resultaría necesaria la prueba, pero, en tanto se constituya en fundamento de la pretensión o la defensa (hecho principal), deberá ser alegado indefectiblemente como tal, al menos dentro de un proceso civil dispositivo, dado que la notoriedad no releva las partes del cumplimiento de la carga de afirmarlo sino de probarlo[35].

Únicamente resultará necesario desplegar la actividad probatoria en caso de que se niegue ese hecho normal, y por lo tanto se configurará una inversión de la carga probatoria. Ésta pesara sobre quien sostenga un hecho contrario al estado normal y habitual de las cosas[36].

Resulta interesante lo que plantea el precitado autor, pues si bien admite que en principio no resultaría necesario acreditar la actividad que despliega el proveedor, sí se requiere una alegación fundamentada de los distintos roles que ocupan quienes integran la relación de consumo.

Ahora bien, una vez deducido el rol de proveedor, ¿ello implica que estamos en presencia de un consumidor?

Si nos atenemos a la definición de la normativa consumeril y a la letra misma de la ley, pareciera que la negativa se impone, pues faltaría acreditar el carácter de destinatario final en cabeza del consumidor. Sin embargo, existen supuestos en los que se ha concluido por la afirmativa.

Frente a ello, corresponde preguntarnos ¿es acaso el destino final un hecho notorio?

Evidentemente no, pues por un lado, no existe unanimidad en lo que respecta a los alances de la expresión “destinatario final”, y por el otro, en la gran mayoría de los casos, existe un profuso desconocimiento respecto de la aplicación y utilización efectiva que se hará de los servicios y bienes adquiridos quien contrata con el “proveedor”.

En tal sentido, se ha indicado: “…en lo que respecta a la determinación de la existencia de una relación de consumo (…) lo cierto es que de las constancias obrantes en el instrumento de prenda no se advierte elemento alguno que permita inferir que la impresora ha sido adquirida para uso particular (…) Así resulta evidente, que no existen en esta etapa liminar del proceso indicios que autoricen a presumir una relación de consumo que encuadre en la caracterización del art. 1°, LDC (…)”[37].

Al respecto, deviene clarificador lo expuesto por Bentham a quien Kielmanovich cita: “Lo que es notorio a los ojos de uno, ¿lo será también a los de otros? Un hecho considerado como notorio por el demandante, ¿no podrá parecer dudoso al demandado y hasta al mismo juez? La palabra notoriedad en materia judicial, resulta precisamente muy sospechosa”[38].

Por consiguiente, ante la multiplicidad de posibilidades que se presentan a partir del análisis precedente, es dable de concluir que un estricto apego a la letra de la ley reclama de modo irremediable la acreditación de la calidad de destinatario final.

De allí que se impone el siguiente interrogante: ¿en cabeza de quién se encuentra la carga de la prueba del destino final?

Lamentablemente, la respuesta a tal interrogante es otra de las cuestiones aún no zanjadas.

Existen quienes concluyen de modo terminante: “El carácter de consumidor final, y por ende, destinatario de la protección consumerista de carácter discriminatorio, debe ser probado por quien solicita su aplicación”[39].

En una posición contraria, se ha estimado que una exigencia de prueba exhaustiva y minuciosa implicará indefectiblemente una virtual derogación del estatuto del consumidor. Por lo cual, en virtud del criterio de interpretación más favorable para el consumidor debería morigerarse o trasladarse su carga probatoria a la contraparte.

Sin embargo, toda vez que no se encuentra acreditada la efectiva calidad de consumidor en principio no correspondería una apertura indiscriminada de las ventajas del régimen tuitivo. Es decir, no podría invocarse una interpretación más favorable en beneficio de un sujeto que aún no se conoce si es o no consumidor.

Más aún, se ha señalado: “El criterio de interpretación más favorable se aplica en aquellas situaciones en las que el ordenamiento jurídico contemple más de una respuesta normativa para determinado presupuesto de hecho. Esta superposición generaría un problema de interpretación que correspondería solucionar, por lo que el legislador previó la prevalencia del criterio interpretativo más favorable para el consumidor (…) Y es que la duda que establece el art. 3 de la ley de Defensa del Consumidor como presupuesto de la inclinación de la balanza a favor del consumidor, es sobre la interpretación de normas, en caso de colisión, pero en nada puede suplir la ausencia probatoria de quien pesa con su carga, so pena de vulnerar las reglas del debido proceso (art. 18 CN)”[40].

En otro orden de ideas, existen quienes, a partir de la presunción de la calidad de consumidor, han estimado conducente que se invierta de la carga probatoria en lo que atañe al destino final, estableciendo que la prueba del carácter de destinatario final recae sobre el proveedor.

Al respecto, cierta jurisprudencia ha dispuesto: “(…) acá no se aprecia –ni ha sido acreditado por la accionante (arg. ley 24240:53, tercer párrafo)– que la operación se encuentre orientada a la integración en procesos de producción, transformación, comercialización o prestación a terceros o que los accionados sean sujetos no incluidos en la ley 24.240. Es evidente que la actora, como entidad profesional, predisponente de las condiciones y documentación de la contratación, es quien está en mejor situación de aportar la prueba relativa a que en el negocio no subyace una operación de crédito para el consumo (…)”[41].

Ahora bien, la doctrina se ha preguntado: “¿Qué implica estar en mejores condiciones de producir la prueba? Pues que el sujeto a quien se atribuye la carga probatoria reviste una posición privilegiada o destacada con relación al material probatorio y de cara a su contraparte. Es decir que, en virtud del rol que desempeñó en el hecho generador de la controversia, por estar en posesión de la cosa o instrumento probatorio o por ser el único que "dispone" de la prueba, etc., se encuentra en mejor posición para revelar la verdad (…)”.[42]

De allí que corresponda formularnos el siguiente interrogante ¿cómo puede un proveedor conocer el destino final efectivo del bien o servicio adquirido o utilizado por el consumidor? ¿Es acaso quien se encuentra en mejores condiciones para acreditarlo?

Pues bien, una cosa es disponer de información respecto de los términos y condiciones de la modalidad contractual, pero otra muy distinta es conocer acerca de cuestiones que en puridad atañen a la esfera íntima de cada contratante. Indudablemente no será el proveedor quien se encuentre en mejores condiciones para acreditar el destino al que el pretenso consumidor aplicará los bienes y servicios, o que en su caso, desee adjudicarles.

En este sentido, conviene recordar que la jurisprudencia ha impuesto en cabeza del consumidor el deber de informar cuando desee asignarle a los bienes o servicios adquiridos y/o contratados un particular uso distinto de aquél normal y ordinario, pues el proveedor carece de aptitudes para conocerlo[43].

Más aún, el art. 53 de la LDC no coloca en cabeza del proveedor un despliegue probatorio en lo que respecta al destino final del bien. En efecto, dicha norma establece: “Los proveedores deberán aportar al proceso todos los elementos de prueba que obren en su poder, conforme a las características del bien o servicio, prestando la colaboración necesaria para el esclarecimiento de la cuestión debatida en el juicio”.

Es decir, el proveedor deberá colaborar con la aportación de todos los elementos fácticos que permitan delimitar los contornos y alcances del objeto del contrato y las prestaciones convenidas. Pero lógicamente, la finalidad específica que se le asignará a los bienes y servicios, resulta una cuestión que excede el marco cognoscitivo y de libre acceso para el proveedor, habida cuenta de que ello puede perfectamente permanecer en la esfera íntima del contratante sin darse a conocer. Salvo, claro está, que se comunique y haga saber a la otra parte, en cuyo caso la cuestión podría mutar.

Colofón [arriba] 

Sea cual fuere la opinión que se tenga al respecto deviene indudable que estamos en presencia de un tópico respecto del cual no existen criterios claros, unánimes y definitivos. Habrá que estarse a lo que resulte de cada caso en concreto.

Así pues, no es difícil concluir que existe un cierto halo de incertidumbre que afecta, sin lugar a hesitación alguna, la seguridad jurídica. Pues una aplicación ilimitada y exacerbada del régimen tuitivo, sin encontrarse configurados o, al menos, precisados los requisitos que previstos para su invocación en un determinado supuesto, contraría el espíritu y la letra de la ley. A la inversa, si se colocan barreras infranqueables y excesivas cargas probatorias sobre quien pretende invocar en su defensa el estatuto del consumidor, acabará por limitarse su eficacia protectoria.

De allí que la necesidad de contar con parámetros objetivos se impone. Sin embargo, estos criterios o recaudos requieren indefectiblemente un despliegue probatorio.

Se advierte que las posturas que acuden al régimen tuitivo a partir de presunciones hominis y la consiguiente inversión de la carga probatoria, centran su eje de análisis en la vulnerabilidad del consumidor y en la desigualdad negocial de las partes. Así mediante una suerte de apología de la situación de inferioridad y disparidad de herramientas de negociación y auto defensa, tienden a buscar denostadamente la justicia en cada caso en concreto.

A su vez, dado que los resortes que presenta el Estatuto del consumidor resultan a todas luces ampliamente beneficiosos para quien pretende enfrentarse al polo dominante de la relación de consumo, indefectiblemente la tentación de acudir al sistema protectorio se torna incontenible. Pareciera ser como si todos los senderos condujeran a la LDC.

Pero tal noble intención en numerosas ocasiones rezaga la letra misma de la ley. Si bien podría sostenerse que “el fin justifica los medios”, existe una norma que resultó ser la expresión de una política legislativa específica y que contiene ciertos y determinados recaudos que no deberían soslayarse.

De allí que el carácter de destinatario final debe encontrarse indefectiblemente configurado en la cabeza del consumidor. Ahora bien, este aspecto nos conduce a una nueva disyuntiva, respecto de los alcances del rol de destinatario final.

Para dilucidar tal cuestión, tal como señaláramos, se abren múltiples interpretaciones y posibilidades. No obstante ello, estimamos que la noción que debería primar es la de tipo finalista o teleológica, puesto que, en definitiva, es el parámetro que presenta mayores visos de objetividad y centra su enfoque en lo que la ley en definitiva requiere: el destino final.

Si bien no desconocemos que existen situaciones en las que se podría eventualmente cercenar el acceso al régimen tuitivo, lo real y cierto es que la letra de la ley exige que el consumidor sea destinatario final, y ello implica sustraer el bien o servicio de la circulación en el mercado.

Frente a tal circunstancia, podría aducirse que existen diversos tipos de integración en el circuito productivo de los productos adquiridos o contratados. Sin embargo, mientras más laxa sea la interpretación, mayor será el margen para la admisibilidad de criterios y pautas orientadas hacia una suerte de justicia vengativa, pero no necesariamente ajustada a la letra misma de la ley.

Tampoco estimamos acertado efectuar una inversión de la carga probatoria del destino final. Ello por cuanto, en primer lugar, no siempre se comunica la finalidad efectiva que se le asignará al bien o servicio en la fase precontractual o en la contratación misma, y en segundo orden, tal práctica implicaría aplicar un instituto propio del régimen tuitivo a alguien que todavía no acreditó merecerlo.

Por consiguiente, la prueba del destino final irremediablemente deberá recaer en cabeza del consumidor. Luego podrá discutirse si eventualmente se admite una suerte de verosimilitud en el derecho invocado morigerada, tal como sucede en las medidas cautelares, o si se requiere una prueba exhaustiva. En nuestro caso, estimamos que para acceder al régimen tuitivo bastaría una mera alegación fundada con ciertos elementos fácticos que permitan dar cuenta de lo manifestado.

Ello permitirá dotar al sistema de un mayor halo de seguridad, pues, huelga reiterarlo, el estatuto del consumidor no es el único resorte legal del cual puede disponer quien sufre un avasallamiento en sus derechos en una vinculación contractual. En efecto, el CCyCN brinda numerosas herramientas para contrarrestar las situaciones abusivas que pueden presentarse en tales supuestos.

Si bien no puede desconocerse la enorme cantidad de modalidades contractuales abusivas que pululan en el tráfico comercial, una aplicación irrestricta del régimen tuitivo consumeril, como único y exclusivo estandarte de lucha, no resulta ni eficaz ni idónea. A los efectos de contrarrestar tales prácticas, deberá articularse un correcto encuadramiento de los supuestos fácticos en la normativa vigente, conjuntamente con un fortalecimiento de las tareas de prevención por parte de los organismos de contralor.

Por el contrario, si no se respetan los términos de la ley, ello conducirá a interpretaciones antojadizas y divergentes que redundarán en resoluciones judiciales o administrativas disímiles frente a supuestos equivalentes. De tal forma, aunque se ejerza una presunta justicia en el caso concreto, se acabará por afectar la seguridad jurídica en general.

Más aún, otra cuestión que debe necesariamente contemplarse, es el hecho de que la hermenéutica que conduce a modalidades –podríamos denominar– de “sobreprotección” exacerbada, sin ningún tipo de objeciones, límites o requerimientos en cabeza de quienes se presumen consumidores, también se presta para situaciones abusivas por parte de éstos. Pues, no son pocos quienes buscan justificar sus propios incumplimientos detrás de una simple invocación del régimen tuitivo y sus “mieles”. Ello, sin lugar a hesitación alguna, también afecta la seguridad jurídica.

En definitiva, estimamos necesario encontrar un justo equilibrio, pero a partir de la letra de la ley. Pues, tal como Radbruch lo señaló: “Que el derecho sea seguro, que no sea interpretado y aplicado hoy y aquí de una manera, mañana y allá de otra, es, al mismo tiempo, una exigencia de la justicia”[44].

 

 

Notas [arriba] 

[1] Alvarez Larrondo, Federico M., “El impacto procesal y de fondo de la nueva ley 26.361 en el Derecho del Consumo”, Suplemento Esp. Reforma de la Ley de defensa del consumidor 2008 (abril), 01/01/2008, 25, en https://informacionlegal.com.ar-cita online: AR/DOC/913/2008 (disponible en internet el 20-II-2017).
[2] Mosset Iturraspe, Jorge & Lorenzetti, Ricardo L, Defensa del consumidor Ley 24.240, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 1993, pág. 58.
[3] Mosset Iturraspe, pág. 59.
[4] Chamatropulos, Demetrio Alejandro, Estatuto del Consumidor Comentado, La Ley, Buenos Aires, 2016, pág. 39.
[5] Moro, Emilio F., Un ensanchamiento conceptual tan indetenible como desacertado: la sociedad comercial "consumidora" (reflexiones conclusivas sobre un tema candente), Revista el Derecho 245-1034, en www.elderecho.com.ar (disponible en internet el 18-II-2017).
[6] Rusconi, Dante D., Manual de derecho del consumidor, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2015 enhttps://proview.thomsonreuters.com (disponible en internet el 15-II-2017).
[7] Rusconi.
[8] Rusconi.
[9] CNCom Sala A, Blanco, Olga Ester c. Ruade S.A. s/ordinario, 16/06/2011 en https://informacionlegal.com.ar - cita online: AR/JUR/37836/2011 (disponible en internet el 03-III-2017).
[10] Rusconi.
[11] Rusconi.
[12] Stiglitz, Rubén G., Cláusulas abusivas en los contratos por adhesión, RCyS 2009-X,3, en https://informacionlegal.com.ar– cita online: AR/DOC/3662/2009 (disponible en internet el 12-III-2017).
[13] Chamatropulos, pág. 43.
[14] Mosset Iturraspe, págs. 59-60.
[15] Rusconi.
[16] Chamatropulos, pág. 44.
[17] Alvarez Larrondo.
[18] Chamatropulos, pág. 45.
[19] Alvarez Larrondo.
[20] Rusconi.
[21] Moro.
[22] Mosset Iturraspe, pág. 60.
[23] Moro.
[24] Chamatropulos, pág. 53.
[25] CNCom, Sala C, Tacco Calpini S.A. c. Renault Argentina S.A. y otro, 6/3/2009 en https://info rmacionlegal. com.ar - cita online: AR/JUR/8584/2009 (disponible en internet el 07-III-2017).
[26] CNCom, Sala A, Artemis Construcciones S.A. c. Diyón S.A. y otro, 21/11/2000 en https://infor macionlegal .com.ar - cita online: AR/JUR/924/2000 (disponible en internet el 08-III-2017).
[27] CNCom, Sala A, A., O. A. c. Juntas Ciccarelli Srl s/ ordinario, 07/10/2013en https://inform acionl egal.com.ar - cita online: AR/JUR/84081/2013 (disponible en internet el 08-III-2017).
[28] Chamatropulos, págs. 56-57.
[29] Chamatropulos, pág. 61.
[30] Rusconi, Dante D., Concepto de "consumidor-empresario", La Ley 04/04/2014, 5 – La Ley 2014-B, pág. 338 en https://inform acionlegal.co m.ar - cita online: AR/DOC/838/2014 (disponible en internet el 07-III-2017).
[31] Rusconi, Dante D.
[32] SCMendoza, Sala I, Sellanes, Elian c/ Frávega S.A.C.I. e I., 12/10/2006 en https://informacionlegal.com.ar - cita online: AR/JUR/7912/2006 (disponible en internet el 06-III-2017).
[33] CNCom., en pleno, Autoconvocatoria a plenario s/ competencia del fuero comercial en los supuestos de ejecución de títulos cambiarios en que se invoquen involucrados derechos de consumidores, 29/06/2011en https://informacionlegal.com.ar - cita online: AR/JUR/27786/2011 (disponible en internet el 05-III-2017).
[34] Juzg. 1ª Inst. Civ. y Com. Nº 17, La Plata, Volkswagen S.A. De Ahorro Fines Deter. C/ Iglesias Ricardo Matías S/ Ejecución Prendaria, 12/08/2016.
[35] Kielmanovich, Jorge L., Teoría de la prueba y medios probatorios, 4a ed., Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2010, págs. 58-59.
[36] Kielmanovich, pág. 59.
[37] CNCom., Sala A, MDC Impresiones S.R.L. c/ Lopez Alfredo Hernan y otro s/ ejecución prendaria, 25/02/2013 en www.eldia l.com.ar - cita online: elDial.com - AA7E51 (disponible en internet el 17-III-2017).
[38] Kielmanovich, pág. 57.
[39] Alamo, Roxana, El empresario protegido por la Ley de Consumo, RCyS2012-IX, pág. 183, en https://infor macionle gal.com.ar - cita online: AR/DOC/1623/2012 (disponible en internet el 05-III-2017).
[40] Alamo.
[41] Juzg. Nac. 1ª Inst. Com. Nº 19, Ge Compañía Financiera Argentina S.A. c. Calvo Servada, Azucena, 15/02/2010, en https://informacio nleg al.com.ar - cita online: AR/JUR/45568/2010 (disponible en internet el 03-III-2017).
[42] Barberio, Sergio J., Cargas Probatorias Dinámicas: ¿qué debe probar el que no puede probar?, en https://informa cionleg al.com.ar - cita online: 0003/009730 (disponible en internet el 04-III-2017).
[43] SCMendoza, Sala I, Sellanes, Elian c/ Frávega S.A.C.I. e I., 12/10/2006 en https://informacionlegal.com.ar - cita online: AR/JUR/7912/2006 (disponible en internet el 06-III-2017).
[44] Radbruch, Gustav, Arbitrariedad legal y derecho supralegal, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1962, pág. 36.