JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Maquiavelo y Napoleón estaban equivocados. Una mirada sobre la justificación de la práctica de la tortura en un estado de derecho con base en la legítima defensa de terceros
Autor:Benítez, Juliana
País:
Argentina
Publicación:Revista Argentina de Derecho Penal y Procesal Penal - Número 28 - Junio 2020
Fecha:25-06-2020 Cita:IJ-CMXIX-668
Índice Voces Citados Relacionados
Introducción
Capítulo I. La tortura
Capítulo II. La legítima defensa
Capítulo III. La legítima defensa de terceros
Capítulo IV. Estados de necesidad
Capítulo V. Modelos de imputación
Conclusión
Notas

Maquiavelo y Napoleón estaban equivocados

Una mirada sobre la justificación de la práctica de la tortura en un estado de derecho con base en la legítima defensa de terceros

Juliana Benítez

Introducción [arriba] 

¿Cuántas veces nos hemos hecho la pregunta de si algunos objetivos o “fines” en particular, que implican una carga emotiva tan grande que nos hace dudar de nuestras más robustecidas convicciones, “justifican” el despliegue de determinados medios que, en cualquier otra situación, reprobaríamos sin dudar siquiera una milésima de segundo?

El rechazo de la justificación de la tortura, como práctica aberrante para la comunidad, es una de esas decisiones jurídicamente intachables. Sin embargo, existen situaciones en las que los bienes cuya defensa se resigna, poseen un peso tal que pone en tela de juicio la máxima que sostiene que “el fin justifica los medios”.

Este trabajo no intenta dar un marco total a una situación inabarcable para un artículo de esta extensión. A través de estas líneas me propongo analizar si, en algunos supuestos en particular, en que la tortura no es solo obra de “algunas manzanas podridas”, es posible o no que esta práctica inaceptable aparezca justificada dentro de un estado de derecho, con base en las eximentes genéricas del Derecho Penal, especialmente, la legítima defensa de terceros.

Es que no hay dudas del delicado equilibrio que debe existir entre los imperativos de la libertad como bien jurídico primordial junto a la dignidad humana, y la necesidad de seguridad jurídica; así como tampoco las hay respecto de las imprevisibles consecuencias que la legitimación, cuanto más no sea excepcional, de la tortura supondría para la sociedad.

Aclarado este punto, es importante destacar que para que un comportamiento humano constituya un delito, es preciso que esa conducta sea subsumible en un tipo de accionar previsto por nuestro código punitivo.

Sin perjuicio de ello, puede ocurrir que, en ciertos supuestos, el derecho contenga una norma que autorice la comisión del hecho típico. Es decir, que tal comportamiento típico se encuentre justificado por la concurrencia de una causa de justificación.

En ese caso, si bien la tipicidad persiste, pierde su fuerza expresiva, y si el autor puede invocar alguna de estas causales de justificación, el indicio desparece y debe ser absuelto en virtud de la falta de ilicitud.

Por contrario, si el autor resulta punible, el juicio de desvalor sobre el hecho adquiere el carácter definitivo convirtiéndose en antijurídico. A través de un procedimiento negativo, un juicio sobre el hecho en concreto, se determina la antijuridicidad, estableciéndose que, si no concurre ninguna causa de justificación, entonces la conducta típica será antijurídica. Y luego se analizará al autor en la culpabilidad.

Toda causal de justificación reconoce al autor un derecho de actuar típicamente, y la tipicidad determina la antinormatividad de la acción—contradicción del agente contra lo prohibido o lo prescripto por la norma.

Más allá que una acción amparada por una causa de justificación será considerada conforme a derecho, pueden destacarse tres efectos propios de las eximentes. En primer término, existirá una exclusión completa de responsabilidad penal, administrativa o civil por la realización del hecho típico del autor, ya que ni el agresor ni sus herederos tendrán derecho a reparaciones de este tipo como consecuencia de su accionar. En segundo lugar, se excluirá completamente la responsabilidad penal, civil o administrativa por la colaboración en la realización del hecho típico. Se extiende el efecto a los partícipes, cuyo accionar estará justificado de igual forma que el del autor. Finalmente, debe mencionarse la exclusión de la posibilidad de defensa necesaria contra el que obra justificadamente, es decir, no existe legítima defensa contra legítima defensa.

En el ordenamiento jurídico, sin embargo, el único dato con el que puede identificarse una causa de justificación es la exclusión de la pena. En esa dirección, el Art. 34 del C.P. establece que no son punibles:

* 3°: El que causare un mal para evitar otro mayor inminente a que ha sido extraño (Estado de necesidad justificante).

* 4°: El que obrare en cumplimiento de un deber o en el legítimo ejercicio de su derecho, autoridad o cargo.

* 5°: El que obrare en virtud de obediencia debida.

* 6°: El que obrare en defensa propia o de sus derechos, siempre que concurrieren las siguientes circunstancias: a) Agresión ilegítima; b) Necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla; y c) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende.

* 7°: El que obrare en defensa de la persona o derechos de otro, siempre que concurran las circunstancias a) y b) del inciso anterior y que haya precedido provocación suficiente por parte del agredido, sin participación en ella del tercero defensor (Legítima defensa de terceros).

Capítulo I. La tortura [arriba] 

Sostiene Donna[1] que la tortura es el desconocimiento de la persona como tal e implica actos que el sistema jurídico no puede tolerar, más aún cuando se trata de un funcionario público, a quien la Constitución Nacional ha confiado el cuidado de la vida, la libertad y el honor de las personas.

Su prohibición fue reconocida a través de reforma del año 1994 de nuestra Constitución Nacional que incorporó la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. El Art. 1° de la señalada normativa establece una definición amplia del concepto de tortura, ya que abarca tanto los sufrimientos físicos, como también los padecimientos psicológicos. Así, reza que:

“…A los efectos de la presente Convención, se entenderá por el término tortura a todo acto por el cual se inflija intencionalmente (abarca dolo y dolo eventual) a una persona dolores o sufrimientos graves (quedan incluidos casos como no suministrar medicamentos a un detenido), ya sean físicos o mentales (psíquicos), con el fin de obtener de ella o de una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación (Ley penal N° 23593) cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de sus funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas...”.

Donna[2] recurre al material emanado del Tribunal Europeo de Derechos Humanos para distinguir entre vejámenes (tratos degradantes que implican una habitualidad de situaciones hirientes a la dignidad, de menosprecio y humillación) y tortura (conductas de mayor intensidad infligidas por un funcionario público o por orden e instigación de él para obtener contra la voluntad del atormentado la confesión del delito que se persigue o la delación de quienes lo cometieron o bien para purgar una infamia inherente al delito).

En ese sentido, sostiene el autor que la garantía es la prohibición de torturas y el bien jurídico está relacionado con la integridad física y psíquica de la persona, que constituye la dignidad humana.

Varios son los Estados en que se legitima la tortura para combatir el terrorismo. Sin embargo, el único que la tiene reglamentada es Israel que, aun contradiciendo las resoluciones suscriptas por la Organización de Naciones Unidas, permite en su territorio el zamarreo mediante convulsiones, la privación del sueño, etc., abalándose a los miembros de sus servicios de seguridad para emplear métodos de interrogación “excepcionales” y “presión física” contra los palestinos detenidos.

Constituye además un dato de público conocimiento el uso de torturas y de tratos inhumanos y degradantes llevados a cabo en la base militar de Guantánamo, así como en la prisión iraquí de Abu Gharaid. También en Reino Unido se han utilizado procedimientos de privación sensorial en interrogatorios de sospechosos del IRA.

Puede citarse el caso de Aldo Moro, primer ministro de Italia en 1978, quien fue secuestrado por terroristas que amenazaron con matarlo. Oportunamente, se planteó la posibilidad de torturar a uno de los presuntos autores, que fuera detenido a los fines de obtener información respecto del secuestro. Un general de la policía del Estado sostuvo que el país podría sobrevivir a la muerte del secuestrado, más no a la introducción de la tortura, por lo que debía rechazarse esa idea, lo que devino en la muerte de la víctima.

En esa ocasión, se analizó en definitiva si el uso de esta práctica en la guerra contra el terrorismo está legitimado o no, dada la especial peligrosidad de dicho fenómeno para la seguridad nacional, y si en realidad constituye un modo de castigo como reciprocidad o venganza frente a otros actos también considerados atroces.

Dershowitz[3] considera que, teniendo en cuenta que la tortura está siendo utilizada en Estados Unidos en el ámbito del terrorismo, sería mejor regularla con responsabilidad, detalladamente y con límites claros. En efecto, el autor comprende que una orden de tortura autorizada ex ante por parte del gobierno podría ser más justa que dejar en manos de los servicios de seguridad esa decisión. Sin embargo, se le critica que la inminencia de la catástrofe no permitiría pedir una orden de tortura, y por otro lado que se estaría aceptando la autorización de torturas preventivas que eviten un futuro ataque, sin ser realmente imperiosas.

Analizando las figuras legales que reprimen estos tratos inhumanos, podemos decir que existe un conjunto de tipos penales que especialmente buscan proteger el bien jurídico “libertad”, y que sólo pueden ser cometidos por personas que reúnen ciertas cualidades específicas. Se encargan de proteger garantías constitucionales relacionadas con la libertad de las personas frente a los abusos de poder de los funcionarios públicos. Éstos últimos son definidos a través del Art. 77 del código punitivo como todo el que participa accidental o permanentemente del ejercicio de funciones públicas, sea por elección popular o por nombramiento de autoridad competente.

En tal sentido, se reprimen los abusos efectuados por funcionarios que, hallándose autorizados para restringir la libertad de las personas en ciertas circunstancias, actúan de manera arbitraria, afectando de este modo el funcionamiento de los órganos estatales.

Por un lado, debe existir entonces el accionar de un sujeto activo con cierta cualificación, y por otro la afectación de la administración pública. En el supuesto de que no se verificara un menoscabo a ésta última (por no intervenir un agente estatal en el hecho), pero sí un atentado a la libertad, el caso deberá trasladarse a algunos de los tipos comunes como por ejemplo la privación simple de la libertad, coacción, amenazas, etc. Y si estuviese ausente el menoscabo a la libertad, pero se diera un abuso funcional, el evento deberá encuadrarse en los delitos contra la administración pública (especialmente el Art. 248 del Código Penal).

De este grupo de tipos penales que prevén situaciones en que el servidor público, en el ejercicio de sus funciones, se entromete abusivamente en la libertad garantizada por la Constitución Nacional, analizaré en detalle las figuras contempladas en los Arts. 144 tercero —imposición de tortura por acción—, 144 cuarto —omisión impropia—, y 144 quinto.

Según Rafecas[4], son delitos que hacen al “cómo” de la detención, por los que los denomina agravaciones ilegales de las condiciones de detención. Explica el autor que se trata de figuras especiales, dolosas (excepto el Art. 144 quinto del C.P.), de mera actividad (consumación formal instantánea), y permanentes. Además, son delitos de lesión, por lo que es necesario que el objeto de ataque de la conducta se encuentre efectivamente dañado para su consumación.

Recién en el siglo XX nuestro país contó con un tipo penal que contemplara la imposición de tormentos a detenidos por parte de funcionarios públicos, ya que hasta que el 30 de septiembre de 1958 se sancionó la Ley N° 14.616 no existía una decisión político criminal que reflejara el castigo penal frente a la comisión de dichos actos. Detalla el autor que el Art. 144 ter, C.P., vigente a partir de aquella fecha y hasta 1984, preveía penas de tres a diez años de prisión e inhabilitación absoluta y perpetua para el funcionario público que les impusiere a los presos que tuviere a su guarda, cualquier clase de tormento. 

A partir de la sanción de la Ley N° 23.097, se aumentaron las penas drásticamente, equiparando el delito de torturas al homicidio simple, intentando de este modo proteger con más énfasis los bienes jurídicos dignidad, libertad, integridad física y psíquica, e incolumidad en el ejercicio de la función pública, logrando especificarse las exigencias objetivas de los tipos penales, graduando las distintas responsabilidades de los posibles funcionarios intervinientes.

Pueden distinguirse entonces cuatro grados de responsabilidad por imposición de torturas: imposición activa de tortura (8 a 25 años de prisión, con las agravantes del inciso 2°), omisión impropia (3 a 10 años de prisión), omisión propia (1 a 5 años), y un tipo imprudente (6 meses a 2 años).

Actualmente, la imposición del acto de tortura no exige un fin ulterior, sino que basta para su configuración la sola realización intencional del acto material por el cual se le provoca al sujeto pasivo, un grave sufrimiento psíquico o físico. 

Respecto de quiénes pueden ser autores de estos delitos, como ya fue expresado precedentemente diré que se trata de delitos especiales, ya que en principio sólo pueden ser cometidos por un funcionario público. Sin embargo, se ha ampliado el elenco de posibles autores del delito a particulares —agentes no estatales— que ejecutaren los hechos. Esto ocurrió luego de constatarse que un sujeto que no revestía cargo funcional era muchas veces el encargado de llevar a cabo el acto material de tortura en los centros clandestinos de detención, bajo las órdenes de un funcionario que tenía el completo dominio de la situación[5]. 

Por otro lado, es importante resaltar que, además de que el acto de tortura sea cometido por un funcionario público o por un particular a las órdenes de éste, debe verificarse dicho accionar en el marco de una privación, legal o ilegal, de la libertad. En efecto, la tortura debe haber sido impuesta por un agente que cuente con facultades de detención, de las cuales se abuse. Por tal motivo, los actos constitutivos de graves sufrimientos físicos o psíquicos cometidos por sujetos no cualificados, o en el marco de simples privaciones de libertad (Art. 141 y 142, C.P.), no encuadrarán en este delito, y deberán reenviarse, en su caso, a otras figuras penales básicas.

Creus[6] sostiene que la acción típica del delito es la de imponer a la víctima cualquier clase de tortura, aplicándole procedimientos que le causen intenso dolor físico o moral. El autor indica además que basta con la sola imposición de sufrimientos psíquicos para que se verifique el delito. Pero que la mayor dificultad se presenta al intentar establecer cuál es la gravedad que debe presentar aquel sufrimiento físico o mental para ser considerado un acto de tortura. Es que la línea que separa un apremio ilegal o una vejación, de un acto de tortura, es muy delgada y difícil de establecer ex ante, especialmente en el ámbito de los padecimientos psíquicos, que dependen de la mayor o menor sensibilidad del sujeto sometido a estos tratos.

Puede concluirse entonces que tipificará el delito contenido en el Art. 144 tercero del código punitivo el acto que atenta contra la dignidad humana, traspasando cierto umbral de intensidad o ensañamiento, tornándose manifiestamente grave e insoportable para la comunidad; hallándose siempre su dilucidación para cada caso puntual a cargo del juez que entienda a su respecto.

En cuanto al medio comisivo, no es necesario que la privación de la libertad se haya concretado sin orden o intervención de un funcionario público para que se configure el tipo penal, ya que el título de su autoría es autónomo.

Dice D´Alessio[7] que es un delito doloso que admite únicamente dolo directo, y que la figura se consuma en el momento de la imposición de torturas, admitiéndose la tentativa.

Por otra parte, corresponde hacer mención a las figuras agravadas que el tipo contempla. En esa dirección, el inciso 2° se refiere a los resultados de las torturas cuando: 1) cuando muere la víctima en cuyo caso la pena es de prisión o reclusión perpetua; 2) cuando ocasiona lesiones gravísimas en que la pena oscila entre diez y veinte cinco años.

En relación a este punto, Creus[8] entiende que los resultados a los que se refiere la norma pueden ser dolosos o culposos. Por su parte, Núñez[9] sostiene que la figura recepta los resultados intencionales y preterintencionales. Soler[10] dice que el tipo sólo se refiere a los resultados preterintencionales. Finalmente, Donna[11] y D´Alessio[12]coinciden en que tanto el resultado muerte como el de lesiones deben poder ser imputados objetiva y subjetivamente a la imposición de torturas. Por lo tanto, exigen que, desde el punto de vista subjetivo y atento a la penalidad, el homicidio sea a título de dolo, aunque sea eventual.

Punto aparte. Analizaré a continuación la figura de omisión de evitar torturas prevista por el primer inciso del Art. 144 quater del C.P. El tipo prevé la omisión impropia y sólo pueden ser sujetos activos los funcionarios públicos que invistan poder jurídico y de hecho para evitar tales infracciones. Son sujetos pasivos los mismos a los que hice mención al analizar la figura del Art. 144 tercero.

Se trata de no evitar la comisión de alguno de los hechos del artículo anterior, posibilitando la tentativa, consumación o prosecución de la actividad delictuosa; el resultado de la conducta omisiva del agente debe ser, cuanto menos, el comienzo de ejecución de torturas.

En cuanto a los elementos normativos del tipo, se sostiene que la competencia debe ser interpretada como una especial calidad del autor sustentada en una escala de superioridad jerárquico-funcional objetiva con respecto a los autores materiales de las torturas, cuya finalidad es la de establecer un deber estricto de control de los actos del inferior jerárquico por parte del superior, aún inmediato.

Ese deber de control tiene su razón de ser en la importante función de tutela de tan elevados bienes jurídicos que el Estado ha puesto en manos del funcionario.

Por otro lado, el sujeto activo debe tener la potestad material de evitar el resultado, entendida como la posibilidad jurídica de interferirlo a través de la disposición del cese de las actividades tendientes al delito. El dolo se contenta con el conocimiento de la ejecución en obra actual del delito y la voluntad de no hacerla cesar. Es dable poner de resalto que el tipo analizado excluye el de tortura y viceversa.

Finalmente, corresponde analizar el delito especial contemplado por el Art. 144 quinto, cuyo autor puede ser únicamente el encargado directo de la repartición u organismo que reciba detenidos, es decir, aquel al que se le haya delegado el mando efectivo.

Se trata de una omisión impropia en virtud de la posición de garante del funcionario público que está a cargo de la repartición o similar, respecto de las personas que tiene bajo su control. En cuanto al sujeto pasivo, la norma hace una remisión a alguno de los hechos del Art. 144 tercero.

La situación típica es la existencia de una persona legítima o ilegítimamente privada de su libertad respecto de la cual se haya cometido o esté a punto de cometerse cualquiera de las hipótesis delictivas previstas en el artículo citado.

Donna[13] sostiene que la conducta del autor consiste en no haber tomado las previsiones suficientes para evitar las torturas, dando lugar a que fuesen llevadas a cabo. Agrega el autor que la ley ordena al funcionario mantener la debida vigilancia o adoptar los recaudos necesarios para impedir que ocurran los hechos a los que se alude, y se pune cualquier acción distinta de la que, de haberse observado o existido, hubiera evitado la perpetración del ilícito en la sede del organismo o por el personal de él fuera de su sede.

En esa dirección, para que la conducta sea considerada típica, el sujeto activo debe hallarse en efectivas condiciones de llevar a cabo el mandato que se le impone; existiendo tres instancias en que puede surgir la culpa por falta al deber de cuidado, a saber, 1) en la apreciación de la situación típica, 2) en la falta de cuidado al apreciar la posibilidad física de ejecución, y 3) en la falta de cuidado en apreciar las circunstancias que fundan su posición de garante[14].

En la tipicidad omisiva no existe un nexo de causación sino un nexo de evitación, ya que el resultado típico se produce por efecto de una causa, pero ésta no es puesta por el agente, es decir, que la acción que hubiese interrumpido la causalidad que provocó el resultado no hubiese sido puesta por el imputado.

Soler[15] entiende que debe mediar relación causal entre el resultado y la omisión, ya que como en todo tipo imprudente se exige una relación directa entre la violación del deber de cuidado y la comisión del hecho por parte de un tercero. Por su parte, D´Alessio[16] sostiene que la redacción del artículo resulta un claro exponente de la versari in re illicita mediante la cual se consagra la responsabilidad objetiva en materia penal.

El delito se consuma con la producción de torturas por parte de otras personas, a causa del obrar culposo del funcionario que debió ejercer la vigilancia o tomar los recaudos necesarios y no lo hizo.

Capítulo II. La legítima defensa [arriba] 

Para establecer si un hecho típico es antijurídico en el caso concreto, hay que comprobar que no exista ninguna causa de justificación. Por eso se sostiene que la determinación de la antijuridicidad de una conducta tiene carácter negativo.

La primera de las causas de justificación previstas por el Código Penal es la legítima defensa que puede definirse como la reacción necesaria y racional contra una agresión inminente y no suficientemente provocada[17].Presupone una agresión antijurídica actual y contiene el ejercicio de una acción defensiva necesaria para rechazar ese ataque. No depende de una ponderación de los intereses en disputa, sino que la defensa se establece según la peligrosidad e intensidad de la agresión, no importando cuál es el bien atacado.

Maurach[18] la definió como la defensa necesaria para hacer frente a una agresión antijurídica actual contra otra persona o uno mismo. Su fundamento radica en que ni la persona agredida, ni el orden jurídico deben ceder frente al ilícito, entendiéndose que quien obra en legítima defensa no solamente protege sus propios bienes jurídicos, sino que además cumple una afirmación del derecho.

Por tal motivo, pueden establecerse a su respecto dos principios básicos, a saber, la protección individual y el prevalecimiento del Derecho. Este concepto tiene su origen en la doctrina de Hegel, quien sostiene que el delito es la negación del derecho y la legítima defensa es, a su vez, la negación del delito. En efecto, teniendo en cuenta que la negación de una negación equivale a una afirmación, la legítima defensa es una aseveración del derecho (de allí el fundamento social), que se obtiene a través de la defensa de los bienes jurídicos particulares (fundamento individual)[19].

Además, debe destacarse que la legítima defensa puede ser de la propia persona o de los propios derechos (Art. 34 inciso 6° del C.P.), y también de la persona de un tercero o sus derechos (inciso 7° del mismo artículo).

Los requisitos que deben darse para que la causa de justificación analizada tenga lugar son: A) agresión actual e ilegítima; B) necesidad racional del medio empleado; y C) falta de provocación suficiente por parte del defensor.

A) Agresión actual e ilegítima:

Mir Puig[20] la define como un acometimiento físico contra la persona, mientras que Maurach sostiene que es la amenaza humana de lesión de un interés jurídicamente protegido. Es importante resaltar que la agresión no requiere estar basada en una intención de lesionar. Resulta suficiente que la conducta represente objetivamente una agresión inminente, sin importar si ello era buscado o solo previsible para el agresor.

Por otra parte, si bien supone una cierta actividad del autor, un “no hacer algo” también puede llegar a representar una agresión cuando el sujeto que omite actuar está sometido a una obligación de desempeñar determinada actividad.

Sin embargo, debe ser necesario que la fuente de peligro se encuentre dentro del campo de responsabilidad jurídica del sujeto omitente. Justamente por este motivo es que no puede alegarse legítima defensa respecto de cosas inanimadas o animales (a excepción de que sean usados como instrumento del hombre, supuesto en que sí se considera que habrá agresión en los términos requeridos por la legítima defensa).

En esa dirección, Roxin[21] refiere que una agresión es la amenaza de un bien jurídico por una conducta humana, excluyendo los comportamientos de los animales y de las personas jurídicas porque no pueden actuar en el sentido del derecho penal. Debe destacarse además que basta el intento idóneo de una lesión para que exista una agresión, no siendo necesaria la consumación de la primera.

Implica la creación de una lesión, riesgo, peligro o daño de un bien jurídico, es decir, una conducta humana. Es que sólo las acciones humanas pueden ser objeto de regulación jurídica, por lo que deben descartarse las agresiones o riesgos provenientes de los animales (toda vez que no pueden ser tachados de legítimos o ilegítimos, debiendo ser analizados bajo otra causal de justificación: el estado de necesidad justificante) y los casos en que no hay conducta por falta de acción (fuerza física irresistible, inconsciencia o actos reflejos).

La agresión debe ser ilegítima, lo que equivale a decir agresión antijurídica[22]. Soler[23]la definió como la acción emprendida sin derecho.

Sostiene Maurach que una agresión es antijurídica si representa un ilícito de conducta y hace temer la realización de un ilícito de resultado. El autor distingue a Jescheck, quien atiende expresamente a la inminente producción del ilícito, de Bockelman, que destaca que es suficiente con que la agresión realice o amenace a realizar el ilícito del resultado. Concluye que la posición más adecuada es la que sostiene que la antijuricidad de la agresión exige tanto un ilícito de acción como uno de resultado inminente o ya ocurrido, y que la agresión antijurídica no existe si falta el ilícito de acción (con esta afirmación la agresión ha de ser dolosa o atentar contra un deber objetivo de cuidado).

Varios son los autores que determinan la antijuridicidad de la agresión partiendo sólo del resultado, es decir, entendiendo que la agresión antijurídica será toda lesión de un bien que amenace producirse por una conducta humana y que no esté amparada por un derecho de intromisión[24].

En contraposición, pueden citarse otros autores que crean para la legítima defensa un concepto propio de antijuridicidad. En tal sentido, Krause solo admite la legítima defensa ante una agresión culpable. Por su parte, Mayer exige que la agresión sea culpable y dolosa y, según Schmidhäuser, hasta debe ser dolosa y con conciencia de que no está permitida[25]. Jakobs[26] solamente la excluye ante agresiones "evidentemente" inculpables, para no cargar el riesgo de error sobre el agredido. Sostiene que sólo una agresión antijurídica posibilita la legítima defensa, excluyendo concretamente los casos en que la agresión se mantiene dentro del riesgo permitido, o los supuestos en que, aquél que amenaza producir una lesión, realiza un comportamiento sin peligro en sí, y que solamente amenaza con convertirse en lesión de un bien porque la víctima a su vez se sitúa imputablemente en el ámbito de efectividad del comportamiento.

Pero ¿Qué norma determina lo que es legítimo y lo que no? Hay autores que afirman que la cuestión debe zanjarse en el instante en que la acción afecta el interés de un tercero, y debe ser analizada en ese mismo contexto, concluyendo que el valor positivo se extrae del interés de que quien no haya provocado el ataque mantenga ileso un derecho amenazado. Sostiene Núñez[27] que la agresión es ilegítima si el agresor obró sin derecho, por lo que la regla es la ilegitimidad de la agresión y la excepción concurre cuando el agresor está autorizado por significar el ejercicio de un cargo público o de autoridad (por ejemplo, disciplinaria) o de su derecho (derecho de retención).

Por su parte, Pessoa[28] sintetiza que es el orden jurídico a través de sus normas —mediante la totalidad del sistema normativo y no solamente por las prohibiciones penales— el que determina la licitud o ilicitud de las conductas.

De este modo, una conducta no será ilícita, a pesar de estar prohibida por una norma, cuando en el caso concreto: esté autorizada o permitida por el orden jurídico para realizarla, o esté obligada o impuesta por el mismo orden jurídico. Puede citarse como ejemplo del primer supuesto la ley civil que reconoce el derecho de retención y faculta a realizar una conducta que afecta bienes jurídicos, y para el segundo caso cuando un juez ordena a la policía detener formalmente a una persona.

Otros autores sostienen que la antijuricidad de la acción desaparece en ciertos casos, como por ejemplo cuando el accionar es realizado con medios totalmente inidóneos, que no suponen daño alguno a un bien jurídico (tentativa inidónea que representa un ilícito de conducta, pero no acarrea peligro para el bien jurídico) porque falta el ilícito de resultado.

Maurach[29] sostiene que igual suerte correrá toda acción que se ejercite conforme a obligaciones especiales o derechos de actuación (situación de necesidad, poder estatal ejercido reglamentariamente), siempre y cuando no haya un abuso de esa situación, dado que si, por ejemplo, el acto ejecutivo estatal es ilícito, también es antijurídico. Sin embargo, la antijuricidad de la agresión no desaparece por el hecho de que el agresor haya obrado en una situación de emergencia excluyente de la responsabilidad, o por estar beneficiado por una causal de exculpabilidad, jugando un papel importante el requisito exigido de necesidad en estos casos.

En cuanto a la actualidad de la agresión, resulta unánime la doctrina en exigir este requisito para que exista legítima defensa. Se entiende por actual una agresión que aún perdura, es decir, que ya ha comenzado y no ha concluido; una lesión inminente o persistente de bienes jurídicos, pudiendo determinarse el instante inicial y final de la agresión[30].

Jakobs[31] afirma que el ataque es actual: A) cuando se materializa la pérdida de un bien; B) cuando éste es inminente; C) cuando es posible interrumpirlo; o D) cuando acaba de tener lugar de un modo reversible. El único requerimiento es que las acciones del agredido supongan reacciones inmediatas a la acción de lesión del bien.

De tal suerte, es necesario que exista todavía posibilidad de defensa, que sea factible evitar la lesión del bien jurídico amenazado, exigiéndose entonces que la agresión suponga un peligro próximo y que dicho peligro no haya desaparecido. Dicho de otro modo, que el peligro de la agresión sea suficientemente próximo como para que el agente se vea obligado a actuar para neutralizarla.

La agresión debe estar en curso o ser, al menos, inminente. Asimismo, puede tratarse de la que aún persiste, conocida también como la agresión continuada[32].

Muir Puig[33] señala que no es actual una agresión cuando la víctima ya ha sido objeto de la lesión perseguida y es tarde para evitarla, puesto que solamente la primera se permite al particular; el castigo se halla reservado al Estado. El autor afirma que aún cabe la legítima defensa frente a un ladrón que huye con el botín, pues aún existe posibilidad de defender los bienes arrebatados.

La ley exige que la agresión suponga un peligro próximo, y que éste no haya desparecido al convertirse en lesión consumada y agotada, dado que no se legitima con este instituto el ejercicio de actitudes vengativas.

La agresión ilegítima puede o no consistir en un acto instantáneo, y crear, en cambio, un estado durable de peligro[34], en el cual, si bien el acto agresivo inicial pudo haber concluido, no puede negarse que la agresión es presente y que subsiste mientras esté presente el peligro para el bien jurídico defendido.

En relación a este punto, es complejo determinar el comienzo y el fin de la actualidad, por lo que existen varias posturas al respecto.

Por un lado, Jakobs la equipara con el comienzo de la tentativa. Otros autores, entre los que encontramos a Schmidhäuser, sostienen que una agresión es inminente cuando con posterioridad ya no se la podrá repeler, o solo sería posible hacerlo en condiciones más graves.

Por su parte, Roxin[35] adopta una postura intermedia, dentro del concepto de agresión actual sólo se la puede equiparar a la tentativa en la estrecha fase final de los actos preparatorios que es inmediatamente previa a la fase de tentativa. Así, en el ámbito de los actos preparatorios próximos a la tentativa que ya fundamentan legítima defensa es donde articula también el “disponerse inmediatamente a la agresión o el comienzo inmediato de la agresión”. Con esta postura, una agresión que solo ha sido planeada, o que se encuentre en fase de preparación mas no próxima a la tentativa, nunca puede fundamentar legítima defensa.

Zaffaroni entiende que la legítima defensa es posible desde que el agresor manifiesta su voluntad de agredir y tiene a su disposición los medios idóneos para hacerlo, o sea que puede hacerlo en cualquier momento, provocando así un peligro inmediato para los bienes[36].

Indica además el autor que los límites temporales de la acción defensiva se extienden desde que surge una amenaza inmediata al bien jurídico hasta que ha cesado la actividad lesiva o la posibilidad de retrotraer o neutralizar sus efectos, es decir mientras exista una situación de defensa[37].

Como puede verse, cabe actuar también en legítima defensa cuando estamos en presencia de un delito permanente, dado que en estos casos la agresión está formalmente consumada, aún no está materialmente agotada o terminada, y seguirá siendo actual mientras dure ese estado antijurídico. Igual suerte corren los casos en que el ataque se repite, los “estados durables de peligro”[38], puesto que se requiere el peligro para justificar la defensa.

Teniendo en cuenta que la legítima defensa no está dirigida a evitar hechos punibles sino a proteger bienes jurídicos, Maurach[39]sostiene que, si se establece que es actual una lesión inminente o persistente de bienes jurídicos, se puede determinar así el instante inicial y final de la agresión. Indica que la agresión no puede encontrarse a una distancia temporal previa mayor, ni tampoco puede estar agotada con la lesión del bien jurídico defendido. Por ello, es decisivo el instante de la situación de amenaza creado por la agresión inminente, dado que es necesario que se exteriorice la voluntad de lesionar el bien jurídico.

La agresión ya ha concluido y agota la posibilidad de legítima defensa cuando no puede restablecerse de inmediato el bien agredido. La legítima defensa se extingue, entonces, al consumarse la agresión, con el resultado dañoso, ya que el peligro que justifica legalmente la defensa ya no existe en el caso concreto.

B) Necesidad racional del medio empleado:

Este segundo requisito supone que se actúe en contra del agresor o, lo que es lo mismo, reconociendo la acción de defensa propiamente dicha, exigiendo así la voluntad defensiva por parte del agredido.

El concepto de defensa solamente se da cuando la conducta del agredido es subjetivamente una reacción frente al accionar del agresor, es decir, constituye un elemento subjetivo de justificación que no requiere establecer el motivo. La reacción debe ser dirigida contra el agresor.

Jakobs[40] señala que el agredido solamente está justificado cuando elige de entre los medios apropiados para la defensa, el que comporta la pérdida mínima para el agresor, dependiendo de la fortaleza del autor y de la víctima, de las perspectivas de resultado y de los medios defensivos disponibles al momento de la agresión.

Cuando el Código Penal utiliza la frase “necesidad racional del medio empleado” y caracteriza la acción de defensa, se pueden desprender dos pautas más: A) que se haya creado una situación de necesidad para el que se defiende; y B) que el medio empleado sea racionalmente adecuado para evitar el peligro debiéndose tomar en cuenta todas las circunstancias del caso concreto[41].

Por tal motivo, deben considerarse todas las circunstancias específicas de cada caso concreto, analizando con el criterio común a las personas en condición semejante a la del atacado.

La defensa necesaria se puede determinar según el conjunto de los acontecimientos del caso particular bajo los cuales se desenvuelven la agresión y la defensa, teniendo en consideración también la fuerza y peligrosidad del agresor, los medios de ataque utilizados y la posibilidad de defensa del afectado[42].

En efecto, para evaluar los contornos de este requisito, deben tomarse en cuenta las circunstancias concretas de cada caso, desde el punto de vista de un "agredido razonable" en el momento de la agresión, y no con la objetividad que puede consentir la reflexión ulterior.

En la legítima defensa no debe existir proporcionalidad de bienes, pero sí proporcionalidad de medios. De esta manera, el medio utilizado para evitar o repeler la agresión ha de ser proporcional con respecto al medio utilizado para tal agresión[43].

La justificación se produce solamente si la acción en la legítima defensa es “necesaria” para el rechazo de la agresión, por lo que no resulta vital cuando se dispone de otros medios menos gravosos.

En esa dirección, el agredido debe escoger aquél medio y aquella clase de defensa que, en el caso concreto, cause el menor daño. Algunos autores sostienen incluso que deben delimitarse a una amenaza, pudiendo recurrir, en todo caso, a aquellos medios que obliguen al agresor a abandonar su agresión[44].

Roxin[45] entiende que es necesaria toda defensa idónea que sea la más benigna de las posibilidades de defensa elegibles, y que no esté unida al riesgo inmediato de sufrir un daño, debiendo elegir la que cause el más mínimo daño al agresor, sin necesidad de exigirle aceptar la posibilidad de daños a su propiedad o lesiones en su propio cuerpo.

Con esto se pretende afirmar que el agredido no tiene por qué correr ningún tipo de riesgo, pudiendo utilizar todos los medios eficaces para eliminar el peligro. Coincide Jakobs[46] y aclara que el agredido no está obligado a escoger entre varios medios disponibles el que sea más leve cuando éste le representa frente a otros un esfuerzo o costo mayor, afirmando incluso que el defendido no tiene por qué aceptar ni siquiera efectos parciales de la agresión, es decir, que no está obligado a esquivar el ataque que sufre.

Por su parte, Pessoa[47] considera que una conducta es necesaria cuando es el único camino eficaz para neutralizar la agresión antijurídica, por lo que si no existe alternativa, el medio elegido es necesario y si hay otra opción debe escogerse la menos lesiva. Dice el autor que la agresión sufrida debe generar una situación de inevitabilidad de la conducta, y el medio utilizado debe ser eficaz para que sea necesario.

En este sentido, se entiende como eficaz no solo el acto que es eficiente para neutralizar el ataque, sino también el acto que no expone a riesgo de lesiones de bienes jurídicos. Ello no implica que tenga que soportar daños a bienes propios, ni tampoco limitarse medios menos peligrosos o inseguros. Si no existe alternativa, el medio elegido será el necesario.

Righi[48] concluye que deben darse algunos requisitos al momento de analizar la necesidad de la agresión: A) la defensa debe ser idónea, adecuada para impedir o repeler la agresión; B) el agredido debe usar el medio menos lesivo posible, del catálogo de posibilidades que tiene para repeler el ataque, debe escoger el que menos daños produzca; C) se debe utilizar la alternativa menos lesiva pero ello siempre relativizado en función de que el agredido no tiene por qué correr ningún riesgo; y D) no debe confundir el requisito de que la defensa sea necesaria, con la exigencia de que resulte racional el medio empleado por el agredido.

La necesidad supone entonces oportunidad del empleo de la defensa, la imposibilidad de usar otros medios menos radicales, la inevitabilidad del peligro por otros recursos. Pero todo ello está en relación directa al peligro que amenaza, a la entidad del bien jurídico amenazado y a la figura típica que surge de la reacción.

El término “racional” utilizado no hace referencia a la eficiencia de la acción defensiva, sino a la proporcionalidad entre la acción defensiva y la agresión ilegítima[49].

El medio empleado por el agredido es racional siempre que sea proporcional a la potencialidad defensiva desplegada por el agresor, debe ser el más adecuado para impedir o repeler el ataque. Racionalidad significa proporcionalidad[50], y racionalidad del acto defensivo es la cualidad que consiste en cierta correspondencia axiológica jurídica entre el mal evitado y el mal causado por dicho acto: ponderación de bienes.

La legítima defensa no exige, como sí lo hace el estado de necesidad, que el mal que se evita sea mayor que el causado, sino más bien cierta correspondencia entre los males dado que el agresor es quien ha generado con su conducta la situación de necesidad. Debe considerarse entonces que el medio empleado por el agredido ha sido racional, siempre que haya sido proporcional a la potencialidad defensiva desplegada por el agresor. Cuando el autor de la agresión ha usado medios de escasa entidad ofensiva, se exige que el agredido utilice procedimientos similares en su defensa[51].

Sin embargo, no puede dejar de señalarse que lo necesario para la defensa debe juzgarse según escalas objetivas, que deben estar determinadas ex ante por un tercero observador del caso concreto.

Resta indicar, entonces, que quedan comprendidos dentro de lo necesario los efectos no deseados de una acción defensiva cuando sean la consecuencia típica y adecuada de una acción necesaria para la defensa. Ello debe medirse según la agresión sufrida y la reacción desde el punto de vista del sujeto que quiere repeler el ataque.

C) Falta de provocación suficiente por parte del defensor:

Es preciso que la persona que actúa bajo esta causal de justificación no haya provocado la agresión de la que pretende defenderse. En efecto, conforme se desprende del apartado c) del inc. 6° del Art. 34 del Código Penal, la ley específicamente niega el permiso para defenderse legítimamente a quien hubiese provocado suficientemente la agresión.

Puede definirse el término “provocar” como irritar, estimular a otro de palabra o de obra, al extremo que lo incline a adoptar una posición agresiva. Es dable poner de resalto además que la provocación debe tener entidad suficiente como para suscitar normalmente una reacción, es decir que debe tener “cierta gravedad”.

En esa dirección, no puede ampararse en legítima defensa quien con una conducta antijurídica incita a otro a cometer una agresión con intención de dañarlo, dado que no cumple con los fundamentos principales de esta causal de justificación. Por un lado, se considera que no necesita protección frente a la auto puesta en peligro dolosa que él mismo ha creado con su conducta antijurídica; por otro, no hace prevalecer el derecho cuando como provocador antijurídico únicamente está poniendo en escena una agresión con fines dañinos.

En punto a lo expuesto, Roxin[52] postula que lo correcto entonces será exigir, para que una conducta previa restrinja la legítima defensa, que perjudique de modo antijurídico un bien del lesionado. Que se le deberá exigir también que la conducta previa antijurídica guarde una estrecha conexión temporal y una adecuada proporción con la agresión que provoca.

Corresponde señalar que el fundamento dado por algunos autores se encuentra en la versari in re illicita y por ello hacen responsable al sujeto objetivamente de las consecuencias de su actuación ilícita originaria.

Mir Puig[53] sostiene que el sentido de la versari in re illicita es atribuirle al sujeto las consecuencias imprevisibles de su actuación ilícita, de modo que el requisito analizado solamente respondería a este principio en cuanto permitiera castigar lesiones imprevisibles para el defensor, lo que no es posible ni en el momento de defensa ni en el momento de la provocación si se comprendía contar con la reacción agresiva del provocado.

Por su parte, Núñez[54], citando un texto de Carrara, entiende que resulta necesario que la provocación sea suficiente, esto es, que su conducta, sin llegar a constituir una agresión que legitime la agresión del provocado, sea un motivo suficiente para causarla.

Zaffaroni[55]señala que la provocación debe ser siempre una conducta anterior a la agresión sufrida y que no puede configurar una agresión, dado que en ese caso la reacción será una defensa. Además, exige que se den dos condiciones dentro de este requisito: la conducta debe ser provocadora y suficiente. La primera, implica que la conducta debe operar como motivo concluyente para la conducta agresiva antijurídica, siendo que, si el agresor ignoraba la primera provocación del agredido, éste permanecería en el ámbito de la legítima defensa, dado que no habrá provocado la agresión ilegítima. Dice el autor que para que la conducta sea suficiente es necesario que se cumplan dos caracteres, uno positivo (la posibilidad de prever que la conducta se convierta en motivadora de la agresión en forma determinante) y uno negativo, derivado de su propio fundamento, existe un derecho a repeler lo injusto para afirmar la libertad.

Finalmente, es dable señalar que para determinar si existió o no provocación suficiente, es necesario analizar la actitud del imputado y no la forma en que vivió los hechos la víctima, dado que lo que importa es investigar la conducta del primero.

En cuanto al aspecto subjetivo de la legítima defensa, resulta necesario que el agredido haya obrado conociendo las circunstancias de la agresión ilegítima de la que era objeto y con intención de defenderse del agresor.

El aspecto subjetivo de los permisos se confirma con que una persona actúe sabiendo que no está obligada a soportar lo injusto, aunque ignore que existe una causa de justificar en su accionar.

En ese sentido, Mir Puig[56] sostiene que, como toda causal de justificación, la legítima defensa requiere el elemento subjetivo de justificación que consiste en el conocer y querer los presupuestos objetivos de la situación: “el sujeto debe saber que se defiende de una agresión ilegítima”.

Por su parte, Roxin[57] refiere que, para pueda darse una causal de justificación, es suficiente que el sujeto actúe objetivamente en el marco de lo justificado, y subjetivamente con conocimiento de esa situación justificante, obrando con dolo de hacer conforme a Derecho, lo cual elimina el desvalor de la acción y del injusto.

Por tal motivo, entiende el autor que no es necesario que el sujeto obre además como consecuencia de la finalidad de justificación. No se requiere que la misma sea el único motivo del sujeto. Indica además que para que el defensor esté justificado debe de actuar con conocimiento de la situación de legítima defensa, pero que no es necesaria una ulterior voluntad de defensa en el sentido de que el sujeto tenga que estar motivado por su interés en la defensa.

Por su parte, Maurach[58] exige para la aplicación de una causal de justificación no solamente la presencia de los elementos objetivos, sino también que concurran como elementos subjetivos de justificación que el autor haya reconocido la situación justificante objetivamente existente y actuado de conformidad con ella.

Por otro lado, Jakobs[59] considera que debe exigirse dolo de justificación, pero no intención de justificación.

Pessoa refiere que en el momento de la conducta defensiva es necesario que el autor tenga “voluntad de defensa”, explicando que ésta se da cuando posee el conocimiento de los presupuestos objetivos de justificación.

Contrariamente, Zaffaroni[60]entiende que no es necesario el elemento subjetivo en las causas de justificación. Comparte con Nino la idea de que el elemento subjetivo es incompatible con un derecho penal liberal dado que no puede tener en cuenta motivos, intenciones o creencias del autor.

La mayoría de los autores exigen que concurran tanto los presupuestos objetivos como los subjetivos de la justificación, contrario a la doctrina clásica que entendía que al efecto de excluir la antijuridicidad de comportamiento era suficiente con la concurrencia de los presupuestos objetivos, sin necesidad de que el autor tuviera conocimiento de la situación.

Con el finalismo como postura dominante en la teoría del delito, resulta necesario exigir el aspecto subjetivo de la conducta desplegada para que se pueda configurar legítima defensa.

Capítulo III. La legítima defensa de terceros [arriba] 

El citado Art. 34 prevé en su séptimo inciso la impunidad del que obrare en defensa de personas o derechos de otro, siempre que se den los requisitos anteriormente enunciados: de agresión ilegítima y necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla.

Se extiende la justificante a la persona o derechos de terceros, sin limitaciones de género, especie, ni importancia.

En los casos en que haya precedido provocación suficiente por parte del agredido, se exige también que el tercero defensor no haya participado en ella. En otras palabras, se autoriza la ejecución del acto defensivo, aunque hubiere mediado provocación suficiente por parte del agredido, siempre y cuando en ésta no hubiese intervenido el tercero que defiende[61].

En efecto, el que interviene debe ser ajeno a la provocación, no puede ser coautor, cómplice o instigador de la provocación. Quien ha provocado suficientemente a su agresor, no puede invocar legítima defensa para impedir o repeler la agresión, y su proceder es antijurídico si así lo hiciera. En cambio, un tercero que pudo conocer la provocación de la víctima, sí se encuentra habilitado para actuar en defensa del damnificado.

Cuando sólo el agredido provocó, pero no es él quien se defiende, ni siquiera hay de su parte acción que justificar.

El artículo analizado requiere, para excluir la legitimidad de la defensa, que el tercero defensor haya participado en la provocación; participación es intervención de hecho, por lo que, tal como postulan Soler y Núñez, el conocimiento de que ha mediado provocación no es participar en ella[62].

Zaffaroni[63] agrega que, en tanto el provocador que se defiende incurre en un injusto, el tercero ajeno a la provocación que lo defiende actúa conforme a derecho, ya que el único que puede actuar justificadamente es el tercero.

Por su parte, Pessoa[64] resume correctamente este punto al indicar que se advierte claramente que un mismo resultado es disvalioso si es obra de un sujeto, pero jurídicamente valioso si es producido por otro sujeto. La misma conducta es ilícita o licita según el sujeto que la realiza.

Asimismo, Roxin[65] sostiene que el derecho a la defensa de un tercero sólo es aplicable en la medida en que el agredido quiera ser defendido, lo que se deriva del principio de protección individual, el cual es necesario no solo con el objeto de limitar las facultades de uso de la fuerza por parte del particular, sino también para permitir solucionar político socialmente de manera adecuada los conflictos personales.

De ello se deriva que, si no hay un bien jurídico individual necesitado de protección, el ciudadano no tiene derecho de defensa.

Es dable poner de resalto a su vez la postura de Jakobs[66], quien precisa que cuando se afirma que está excluida la justificación contra la voluntad del agredido, hay que diferenciar distintas situaciones. Por un lado, ocurre que cuando el agredido no considera correcto solucionar el conflicto a costa del agresor no cabe legítima defensa si se trata de bienes disponibles. Otra opción es que si el agresor considera inapropiada la defensa por motivos que no afectan la distribución de costes, continúa justificada la legítima defensa de terceros en caso de bienes disponibles. Finalmente, la legítima defensa de terceros siempre será admisible cuando el agredido tenga voluntad real de dejarse ayudar.

Pessoa[67]propone diferenciar dos tipos de supuestos: A) debe justificarse el acto cuando el defensor del tercero desconoce cuál es la voluntad del agredido y realiza el acto de defensa, y B) si la persona agredida expresa su voluntad de exclusión de ayuda del tercero, y este último, conociendo la voluntad del primero, igualmente lo defiende, entonces sí se puede pensar en ilicitud de la conducta.

Por último, me parece importante destacar que nuestro ordenamiento no limita el tipo de personas físicas a las que se puede defender.

Capítulo IV. Estados de necesidad [arriba] 

El sujeto amparado en un estado de necesidad también estará exento de responsabilidad criminal. En ese sentido, Mir Puig define esta causa de justificación como el “estado de peligro actual para legítimos intereses que únicamente puede conjurarse mediante la lesión de intereses legítimos ajenos y que no da lugar a legítima defensa ni al ejercicio de un deber”[68].

Supone una situación de peligro creada por un hecho típico, existiendo un permiso para lesionar intereses de un individuo que no efectuó una agresión ilegítima. La diferencia sustancial con la legítima defensa es que, en este supuesto, no aparece un injusto agresor, como fuera precedentemente expuesto, sino que entran en conflicto sujetos en igual posición frente a la ley. Se trata de comparar los bienes jurídicos que se confrontan.

Deben respetarse los principios de necesidad y de proporcionalidad, puesto que el mal causado debe ser menor que el que se amenaza. Lo que decide el conflicto es la relevancia de los bienes jurídicos puestos en juego, en un contexto en el que los sujetos están igualmente legitimados para actuar. El mal causado por la acción realizada en estado de necesidad necesariamente debe ser mayor que la lesión del bien típico que supone. De ello se sigue que la igualdad entre los bienes en conflicto no bastará para que se dé la igualdad de males requerida por ley.

Existe una colisión de deberes, pero el agente está facultado a efectuar la lesión de un bien jurídico. No tiene la obligación de hacerlo, sino que se trata de un permiso para actuar u omitir.

Una fundamentación de esta eximente parte de la idea de que la acción realizada en estado de necesidad no debe castigarse por razones de equidad, por la coacción psicológica en que actúa inmerso el sujeto. Por su parte, la teoría de la colisión prioriza el mayor valor objetivo del interés salvado por sobre el resignado. Finalmente, la teoría de la diferenciación distingue dos situaciones: el estado de necesidad justificante en el cual se lesiona un bien jurídico inferior al que se salva, es decir, bienes de distinto valor en el que resulta justificada la salvación del bien superior; y el estado de necesidad disculpante que no considera objetivamente justificada la conducta, ya que el interés lesionado es igual o superior al que se prioriza, disculpándose al sujeto al que no podía serle exigido actuar de otro modo. En este último supuesto existe una exclusión de la culpabilidad del que acciona sin sacrificar el interés amenazado.

Los requisitos que deben darse para que la causa de justificación analizada tenga lugar son: A) peligro de un mal propio o ajeno; B) necesidad de lesionar un bien jurídico de otra persona o de infringir un deber; y C) que el sujeto actúe en el estado de necesidad —elemento subjetivo—.

A) Peligro de un mal propio o ajeno:

Es la base para hablar de un estado de necesidad. La probabilidad inminente de un mal propio o ajeno debe ser actual. Se debe enjuiciar la situación al momento en que actuó el agente, según un “hombre medio”.

Cuando el mal que amenaza es ajeno, aparece la figura del auxilio necesario que se da cuando un tercero ayuda a un necesitado, y se plantea la posibilidad de la colisión de deberes. En esta última, existe deber de evitar un mal, y para ello sólo cabe infringir otro deber.

B) Necesidad de lesionar un bien jurídico de otra persona o de infringir un deber:

No debe existir un modo que sea menos lesivo de evitar el mal amenazado. Tiene carácter absoluto, en ese sentido, la exigencia de que la infracción sea la vía menos dañina para evitar el mal amenazante. Se entiende que ni los bienes jurídicos que pueden lesionarse ni los deberes a infringir están limitados. Además, se permite la aplicación a los casos de infracción de deberes de omitir.

Mir Puig[69] realiza una distinción entre necesidad abstracta y concreta. En esa dirección, explica que la primera faltará en tanto y en cuanto no exista necesidad de ninguna acción salvadora; mientras que ello ocurrirá en el segundo caso cuando exista dicha necesidad, pero pudiese haberse empleado un medio menos lesivo. Afirma el autor que la estimación de la eximente incompleta no tendrá lugar si falta la necesidad abstracta, pero deberá considerarse si sólo falta la necesidad concreta.

C) Elemento subjetivo:

El elemento subjetivo de justificación es necesario para que desaparezca el desvalor del hecho típico; de modo que se exige el conocimiento del estado de necesidad.

Por otro lado, es importante poner de resalto que no es preciso que el estado de necesidad constituya el único motivo del hecho, sino que puede coexistir con otras motivaciones, y tampoco se exige que suponga un conflicto psicológico que prive al autor de una decisión fría.

Mir Puig sostiene que “no bastará la superioridad del bien típico salvado, salvo que sea lo suficientemente amplia como para compensar el plus representado por la perturbación que supone el hecho realidad en estado de necesidad”[70].

Es necesario que la situación de necesidad no haya sido provocada intencionalmente por el sujeto, es decir, que no haya causado el peligro que amenaza; y también que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse o de soportar ciertos riesgos. No se trata de un deber genérico de sacrificio, sino de un deber basado en normas jurídicas. Además, este deber de sacrificio tiene sus límites de acuerdo a lo exigible para cada función.

En punto a la causa de justificación desarrollada, me parece interesante mencionar lo expuesto por Luis Chiesa[71] al analizar el caso “La Mignonette”. El autor planteó que el “Queen´s Bench” afirmó que, si un hombre en peligro de muerte solamente puede salvarse matando a un inocente, el miedo que le tiene a la muerte no lo absolverá de responsabilidad por asesinato pues debería primero sacrificar su propia vida antes de matar a un inocente. De modo que en este caso se concluyó que el estado de necesidad no podía justificar la comisión de un asesinato, aun cuando se trate de una situación de autopreservación.

El estado de necesidad justificante no permite que las vidas humanas puedan compensarse entre sí. La integridad física de una persona no puede instrumentalizarse —y por ende privarle de su derecho fundamental a la dignidad humana— en lo absoluto, ni siquiera como medio para salvar la vida de otro individuo.

En esa dirección, Chiesa[72] se inclina por concluir que la sociedad no está equipada para contestar determinadas preguntas, sin que ello implique abrir una “caja de Pandora” que preferentemente debe permanecer cerrada; por lo que, cuanto menos como regla general, el Estado debe abstenerse de imprimir su sello de aprobación a cursos de acción que necesariamente impliquen efectuar un juicio de valor sobre vidas humanas en pugna.

Capítulo V. Modelos de imputación [arriba] 

Habiendo efectuado un marco teórico, me parece interesante plantear el siguiente escenario: ¿Qué pasaría si la vida de un menor injustamente puesta en jaque puede ser salvada por un agente estatal, mediante la obtención de la información necesaria a partir del propio artífice del mal inicial?

Este supuesto, según lo veo, apela a los sentimientos del observador, casi como podría buscarse en una representación cinematográfica[73]. Se trata de una suerte de “dilema moral” que atraviesa el derecho en su totalidad.

¿Permitiríamos la tortura en un caso excepcional para salvar la vida de un inocente si esta práctica aberrante fuese la única alternativa viable para lograr ese objetivo? Entiendo que el eventual torturador aparece a simple vista, prácticamente en términos heroicos, como un salvador al que –emocionalmente— es difícil aceptar que deba castigarse.

En palabras de Greco[74], la prohibición absoluta de la tortura, en sí humanitaria, puede resultar dolorosa en situaciones de necesidad.

El planteo sería entonces evaluar si, luego de analizar la finalidad perseguida por el agente que tortura y dadas las características de cada caso en particular, corresponde dirigir una imputación; o si ese obrar puede estar justificado de algún modo frente a una situación de necesidad.

Lo invitación al debate, tiene que ver con la posibilidad o no de autorizar en casos excepcionales, la utilización de la tortura estatal como medio de obtención de información para salvar o evitar la afectación de un bien jurídico y, en su caso, cómo y bajo qué parámetros.

En otras palabras: ¿Cabe en algún caso la autorización de la tortura estatal? ¿Es posible a partir de alguna de las causas de justificación tradicionales considerar justificado el obrar policial de estas características? En su caso, ¿Qué causa de justificación podría ser de aplicación? ¿Es preferible una autorización legislativa genérica para determinados supuestos concretos, previamente establecidos y correctamente delimitados? Y si concluimos que no cabe justificar la tortura en ningún caso ¿Puede de algún modo exculparse a los autores?

En ocasiones, se plantea también el interrogante de la eximente del estado de necesidad justificante (Art. 34 inc. 3° del C.P.), que, en mi opinión, debe descartarse de inicio, en la medida en que quien soporte el mal sea el propio agresor, responsable por sus actos, y no un tercero ajeno, a quien pueda exigírsele solidaridad alguna. Ello, claro está, sin perjuicio de que esta causal de justificación importa, por definición, un juicio de proporcionalidad entre lo que se sacrifica y lo que se salva, para lo cual deberíamos admitir, en términos utilitaristas, que el interés por el potencial salvamento de la vida de la víctima resulta considerablemente más importante que la observancia de la prohibición de la tortura y la afectación a la dignidad humana, lo cual tampoco parece acertado.

Debería pensarse entonces, a la hora de evaluar modelos posibles de imputación, una alternativa de legítima defensa. Distinguiendo entre una y otra causa de justificación, Mir Puig[75]señala que en la legítima defensa, se enfrentan dos sujetos que se encuentran en diferente situación frente al derecho: mientras que el agresor infringe el derecho, el defensor se halla en una situación legítima respecto de su agresor. En cambio, en el estado de necesidad, entran en conflicto sujetos que se hallan en la misma posición frente al derecho: ninguno de ellos es un injusto agresor.

En el estado de necesidad justificante, el fundamento de la exención es la salvación del interés objetivamente más importante; se lesiona un interés esencialmente inferior al que se salva. Asimismo, se requiere que exista una situación de necesidad —situación de peligro actual y real para un bien jurídico propio o ajeno que debe evitarse— y que el autor actúe con conocimiento de ella, es decir, con voluntad de salvamento. Por otra parte, es demandado que la situación de necesidad no haya sido causada intencionalmente por el sujeto (que no haya existido una creación dolosa de la situación de necesidad). Finalmente, debe verificarse que el necesitado no tenga obligación de sacrificarse por su oficio o cargo.

En cuanto a la naturaleza jurídica, puede decirse que habrá estado de necesidad como causa de justificación cuando el mal que se desea evitar sea esencialmente de mayor valor que el causado por la conducta típica de salvamento. En cambio, si los intereses en conflicto poseen el mismo valor, se podrá invocar en el plano de la culpabilidad el estado de necesidad disculpante, como una causa de exculpación.

Puede explicarse el estado de necesidad a través del principio del interés preponderante. Tanto la legítima defensa como el estado de necesidad tienen en común la existencia de situaciones de peligro para bienes jurídicos del agredido o del necesitado. Pero la diferencia está dada por la forma de resolver la situación de conflicto que, como fue previamente expresado, en el estado de necesidad es a costa de sacrificar un bien jurídico de un sujeto que no es el agresor.

Algunos autores consideran que la legítima defensa solo ampara a los ciudadanos y no a funcionarios policiales, a quienes les cabría, en su caso, la justificación por cumplimiento de un deber o legítimo ejercicio de un derecho, autoridad o cargo (Art. 34 inc. 4° del C.P.).

Mir Puig[76] sostiene que el presupuesto básico de la modalidad de la eximente del “cumplimiento de un deber” es que concurra un deber específico de lesionar el bien jurídico vulnerado, y en principio la ley sólo establece dichos deberes para quienes ejercen determinados cargos públicos. Sin embargo, para poder afirmar un supuesto de estas características, deberíamos consentir que los agentes policiales tienen un deber de torturar y, más extremo aun, que debe responsabilizarse en comisión por omisión por la muerte de la persona que podría haberse salvado[77]. El hecho de que no tengan responsabilidad en estos casos va de la mano con que no puedan actuar amparados por el cumplimiento de un deber cuando agredan a un tercero para defender la vida o integridad de otro previamente atacado.

Podría considerarse como una opción viable, aplicar la causa de justificación consistente en el ejercicio del cargo. Sería legítimo torturar entonces siempre que existiese una agresión actual, no hubiera otro medio menos lesivo para conseguir el fin buscado, y no concurriera ningún límite ético-social. El punto sería, nuevamente, la proporcionalidad entre lo que se sacrifica y lo que se intenta salvar.

Ahora bien, si se apreciara una agresión actual, traducida por ejemplo en la privación de la libertad de una persona, con efectos en curso que importaran la colocación en una situación que llevaría a una muerte segura, que no hubiese sido previamente provocada, y que fuese necesario repeler, ¿podría evaluarse el emplear la tortura como medio racional y justificado? La respuesta, en cualquier caso, debe ser negativa. Existen argumentos de diversa índole para rechazar en términos absolutos, la posible justificación de un accionar como el descripto.

La doctrina lo ha explicado con limitaciones de tipo legales, deontológicas y utilitaristas[78].Así, desde un enfoque estrictamente legal o positivista, el Art. 2.2 de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes prevé que en ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la tortura. Asimismo, puede mencionarse el Art. 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos que establece que nadie puede ser sometido a tortura ni a tratos crueles, inhumanos o degradantes, así como nuestra Constitución Nacional declara en el Art. 18: “abolidos para siempre (…) toda especie de tormento y los azotes”.

Desde un punto de vista filosófico, también se evoca la afectación de la dignidad humana, producto de la tortura, que impide intentar una justificación desde la legítima defensa.

Como señala Roxin[79], la tortura inflige al torturado, suplicios corporales para obtener por la fuerza una declaración, por tanto, no se contenta con la defensa corporal, propia de la legítima defensa, sino que convierte cuerpo y alma del afectado en objeto sin voluntad de acción coactiva. En esta instrumentalización de la personalidad del torturado reside la infracción contra la dignidad humana, que va más allá de una mera defensa frente al ataque y que justifica la prohibición categórica de la tortura.

Por su parte, si bien se refiere a los denominados casos de bombas de relojería, Greco[80] se opone a la posible justificación de la tortura por el accionar reprochable previo del sujeto torturado, señalando que, de admitirse la tortura aun a modo excepcional, la dignidad humana sería algo disponible que podría irse perdiendo según qué tipo de vida anterior se hubiera llevado a cabo o, qué tipo de hecho se hubiese realizado previamente. Señala el autor que la dignidad humana no sería en virtud de su naturaleza humana inherente per se a cualquier hombre, sino que se entendería como algo exterior que se añade a esa naturaleza, y que también podría sujetarse a una condición resolutoria cuya verificación convertiría al afectado en un individuo de segunda categoría.

En general, los argumentos de esta clase, que parten de la imposibilidad de aceptar la vulneración de uno de los bienes jurídicos de mayor importancia, núcleo de los derechos fundamentales, como es la dignidad humana, reposan en el argumento kantiano que sostiene que resulta moralmente reprochable utilizar a un ser humano como medio para obtener un fin, independientemente de cuan loable sea ese objetivo que se pretende conseguir[81].

Los argumentos de tipo utilitaristas se refieren a la dimensión del daño esperable por la autorización de una práctica de estas características. Toman como punto de partida el argumento de la “ruptura del dique” o “pendiente resbaladiza”: optar por la tortura comporta mayores males que los que se tratan de evitar[82].

Sin dejar de lado argumentos positivistas y filosóficos, el argumento de mayor peso es, desde mi punto de vista, el relativo a la peligrosidad de la institucionalización de la tortura, a partir de autorizaciones particulares. Piénsese por un momento en las consecuencias que podría acarrear a futuro, el reconocimiento “heroico” del agente estatal que “salvó” la vida de por ejemplo un niño (y por el cual la sociedad festejaría) gracias a la tortura previa. En términos comunicacionales, el mensaje a futuro resultaría sumamente peligroso: ¿Qué comportamiento cabría esperar del próximo efectivo policial encargado de la investigación de un secuestro?

Entiendo que nunca podría encontrarse justificado en los términos del Art. 34 inc. 7° del Código Penal, torturar a una persona, y este mismo argumento me lleva a considerar inviable una posible autorización legislativa para casos determinados. Desde que el Estado se organiza para torturar a particulares, por la razón que fuere, sería mucho más lo que se pierde que lo que se gane.

Tampoco debería disculparse el accionar policial de estas características. En el estado de necesidad disculpante, el interés que se lesiona no es esencialmente inferior al que se salva —como ocurría en el estado de necesidad justificante—, o incluso es igual o superior. Se le disculpa al sujeto la conducta lesiva, no con arreglo al criterio de colisión, sino por considerarse que actúa bajo una situación de conflicto en la que no debe exigírsele que sacrifique el interés amenazado. Así ocurre cuando peligran bienes personalísimos como la vida contra vida, supuestos en los que no puede exigirse ese sacrificio porque el Derecho dirige al ciudadano medio y no a héroes.

En estos casos, no existe justificación alguna porque no se está salvando un interés superior, sino que solamente se excluye la culpabilidad o imputación personal. Sin embargo, es evidente que si se trata de agentes policiales es palpable el convencimiento de la ilicitud de su accionar; si se toma una decisión de “obtener la información de cualquier modo”, no cabe entonces hablar de ninguna clase de error.

Tampoco considero viable sostener la justificación de la práctica de la tortura bajo la eximente del miedo insuperable[83]. Y por fuera de las causas legales preestablecidas, no creo tampoco factible exculpar la conducta sobre la base de un estado de necesidad “supralegal” disculpante. Como señala Roxin al analizar el famoso caso del vicepresidente de la policía de Frankfurt precedentemente mencionado, la ley tiene que ser dura e inflexible en la determinación de lo justo y lo injusto cuando se trata de una norma fundamental como la prohibición de la tortura[84]. En la cuestión de si tiene que ser castigado en casos ético-sociales extremos tampoco es necesario que la justicia sea impiadosa, sino que pueda ser indulgente, como hace en otras situaciones extremas y de conflicto.

Tampoco puede tolerarse, ni justificarse, la amenaza de tortura por parte del Estado. En el marco de una eventual regulación, la amenaza de infligir tormento debería pensarse —en términos de un protocolo de actuación— como el primer eslabón en la tarea de obtener la información, como paso previo a la efectiva concreción del sufrimiento, en caso de ser necesario, para el mismo fin. Pero en una visión como la que aquí sostengo, en la que no resulta admisible en ninguna de sus formas, la eventual sola amenaza resulta repudiable.

La mera intimidación con ser torturado desplegaría sobre una persona la presión psíquica que afectaría la autonomía de la personalidad y, con ello, la dignidad humana, lo cual, como vengo sosteniendo, no puede permitirse legitimar en un Estado de Derecho. Independientemente de la invalidez procesal de la confesión obtenida de ese modo, la amenaza de tortura es entonces pasible del mismo reproche, en virtud de la afectación psíquica que conlleva.

En esa dirección, tal como fuera oportunamente resaltado, el Art. 1° de la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes establece una definición amplia del concepto de tortura, ya que abarca tanto los sufrimientos físicos, como también los padecimientos psicológicos. Y el propio inciso 3° del Art. 144 tercero del Código Penal establece que por tortura se entenderá no solamente los tormentos físicos, sino también la imposición de sufrimientos psíquicos, cuando éstos tengan gravedad suficiente.

De cualquier modo, sostener la prohibición de tortura, pero permitir que se amenace con ello, como señala Roxin[85], no tendría sentido. Si el posible torturado sabe que la amenaza no puede ser llevada a cabo, no se dejará influir por ella, de modo que no surtiría efecto.

Desplegando aún más el abanico de posibilidades, es interesante también evaluar como alternativa, la ausencia de una orden concreta de torturar. Imaginemos entonces que un superior jerárquico no ordena a su inferior realizar dicha práctica, sin perjuicio de lo cual, el subordinado cree conveniente torturar en vez de interrogar, por ejemplo. En este caso, no podría alegarse obediencia debida (Art. 34 inc. 5° del C.P.) por tratarse de una orden manifiestamente antijurídica, y solo pueden ejecutarse conductas que no sean punibles ni constituyan una contravención ni vulneren la dignidad humana[86].

Por contrario, si la orden efectivamente hubiese tenido lugar, habría que analizar, según el Art. 144 del C.P., si el superior jerárquico tendría capacidad de evitación por tortura en comisión por omisión. Entiendo que la posición jerárquica lo colocaría en posición de garante respecto de la integridad del detenido y su accionar encuadraría en la omisión impropia prevista en el Art. 144 quater del código punitivo. Al tomar conocimiento de la situación, por su rol jerárquico tiene la capacidad de realizar la acción para evitar la tortura. La posición de garante surge del propio rango jerárquico, y el deber de control se fundamenta en la importante función de tutela de tan elevados bienes jurídicos, que el Estado ha puesto en manos del funcionario.

Hasta aquí entonces, no cabría excluir la responsabilidad de los actores mencionados. Sin embargo, la situación podría variar si éstos ya no representan los intereses del Estado, sino que se trata de particulares.

El fundamento de la postura que aquí sostengo es, en gran medida, aunque no exclusivamente, la peligrosidad de una autorización al personal representante del Estado, por la posible institucionalización de la tortura que podría ocasionar. Es el órgano estatal el que debe permanecer ajeno a este tipo de prácticas. El Estado no puede jugar con estas herramientas, pero al particular no puede exigírsele pasividad frente a quien podría develar la información para salvar, por ejemplo, a un hijo de una muerte segura. En este caso sí considero viable una justificación en los términos del Art. 34 inciso 7° del C.P.

En esa dirección, Llobet Anglí[87] hace referencia a que debería ser equivalente funcionarios y no funcionarios si el argumento es la dignidad, pero en rigor de verdad, la tortura solo puede predicarse del Estado, no de los particulares. Es que la definición del Art. 1 de la aludida Convención incluye el castigo estatal, con el objeto de obtener la confesión. Si fuese un particular, no estaríamos hablando de un caso de tortura y no existiría la amenaza de la posible institucionalización de las prácticas. De todos modos, difícilmente un particular se enfrente a situaciones de esas características.

Por otra parte, es importante poner de resalto que, si bien el tipo penal del Art. 144 ter del C.P. contempla en su último párrafo del primer apartado, la responsabilidad penal por hechos de tortura de los particulares que la impusieran debe aclararse que esta ampliación no implica que se trate de un delito común, sino que debe existir necesariamente una conexión de ese particular con la actividad funcional. En otras palabras, para que pueda imputarse a un particular la imposición de tormentos, debe identificarse una conexión con la autoridad, ya sea porque obró bajo su dirección, con su consentimiento, o porque haya posibilitado o facilitado las condiciones para la materialización de las torturas.

Es que la norma responsabiliza a los particulares cuando “ejecutaren los hechos descriptos”, y no cuando su comportamiento corresponda con otro despliegue conductual. Asimismo, el particular solo puede infligir torturas a quien pueda ser víctima del delito según lo que establece el primer párrafo de dicha norma, es decir, en tanto el damnificado se encuentre privado de su libertad por un funcionario público legal o ilegalmente.

Por último, llevando aún más al extremo la racionalidad de los argumentos, es interesante pensar si lo hasta aquí sostenido variaría en caso de que el bien jurídico que se interese proteger fuese mayor. Es decir, si podría justificarse la tortura si a través de esta práctica se evitara no solamente perder la vida, por ejemplo, de una persona, sino de muchas.

Indudablemente, a medida que los costos de una decisión como la analizada sean mayores, cada vez se hará más difícil sostener —con honestidad, más allá de reflexiones meramente académicas—, la prohibición absoluta de torturar y la imposibilidad de afectación a la dignidad humana.

Pensemos, por ejemplo, en una bomba con capacidad para acabar con la población mundial y la posibilidad de obtener mediante tortura a quien la activó la información necesaria para desactivarla; o, por qué no, en el secuestro de no uno, ni diez, sino cien o más niños inocentes que con seguridad van a morir. ¿Podríamos seguir planteándonos la prohibición absoluta? Seguramente, los casos límites forzaran la imposición de argumentos de tipo consecuencialistas para justificar de manera excepcional la tortura.

Pese a ello, como dijera anteriormente, parafraseando a Roxin[88], en casos límites, llevados al extremo, quizás la razón de ser de la no imposición de pena deba encontrarse en otros institutos, como el indulto y dejar al derecho penal otro tipo de definiciones de carácter más general, para las cuales pueda revestir mayor utilidad, sin necesidad de cuestionarse sus principios rectores.

Conclusión [arriba] 

Al inicio se planteó el interrogante de si podía justificarse legalmente la práctica de la tortura para salvar, por ejemplo, la vida de un menor. A partir del análisis efectuado, puede concluirse que no existe eximente alguna del Derecho Penal que legitime la tortura. Concretamente, la legítima defensa de terceros no justifica esta práctica ya que no hay supuesto que habilite a postergar un bien jurídico fundamental como lo es la dignidad humana.

Existen tres tipos de limitaciones a la posibilidad de justificar la tortura. En primer lugar, límites legales que derivan fundamentalmente de nuestra Carta Magna y de los Convenios Internacionales incorporados, que prohíben la tortura en todos sus formatos. Por otra parte, límites deontológicos basados en la dignidad humana como frontera infranqueable; y finalmente, límites utilitaristas que toman como punto de partida el argumento de la “ruptura del dique” para afirmar que optar por la tortura comporta mayores males que los que se trata de evitar.

Resulta inaceptable en un Estado de Derecho permitir —aunque más no sea de manera excepcional— un tormento en la sociedad. Los comportamientos típicos descriptos y previstos por nuestro Código Penal, en modo alguno encontraron aval en una causa de justificación que les hiciera perder su fuerza expresiva y, por ende, desaparecer su ilicitud.

El carácter emotivo que probablemente tienen ciertos supuestos permite generar el estado de duda respecto de su solución práctica. Sin embargo, podemos concluir entonces en que, si hablamos de un Estado de Derecho, en derecho penal, el fin no justifica los medios.

 

 

Notas [arriba] 

[1] DONNA, Edgardo Alberto, Derecho Penal, Parte Especial, t. I, Rubinzal— Culzoni Editores, Buenos Aires, 1999, pág. 185 y ss.
[2] DONNA, op cit. pág. 194.
[3] Citado por LLOBET ANGLI, Mariona en ¿Es posible torturar en legítima defensa de terceros?, publicado en In Dret revista para el análisis del derecho, Barcelona, 2010, pág. 11.
[4]RAFECAS, Daniel Eduardo, Delitos contra la libertad cometidos por funcionarios públicos, publicado en Niño, Luis F. y Martínez, Stella M. (compiladores), Delitos contra la libertad, primera edición, Editorial Ad—Hoc, Buenos Aires, 2003.
[5]C. Nac. Casación Penal, Sala 1ª, “Fulquín”, 1996.
[6] CREUS, Carlos, Derecho Penal. Parte general, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1992, pág. 330.
[7] D´ALESSIO, Andrés José, Código Penal de la Nación comentado y anotado, tomo II, La Ley, Buenos Aires, 2014, pág. 438.
[8] CREUS, op. cit. pág. 332.
[9] NUÑEZ, Ricardo C., Manual de Derecho Penal. Parte General, Editorial Marcos Lerner. Editora Córdoba, 1999, pág. 57.
[10] SOLER, op. cit. pág. 56.
[11] DONNA, op. cit. pág. 198.
[12] D´ALESSIO, op. cit. pág. 440.
[13] DONNA, op. cit. pág. 203.
[14] ZAFFARONI, Eugenio Raúl; ALAGIA Alejandro y SLOKAR Alejandro, Derecho Penal. Parte General, Segunda edición, Editorial Ediar, Buenos Aires, 2002, pág. 557.
[15] SOLER, op. cit. pág. 61.
[16]D´ALESSIO, op. cit. pág. 453.
[17] SOLER, Sebastián, Derecho Penal Argentino, Editorial Tea, 4ta. edición actualizada por Guillermo Fierro, Buenos Aires, 1986, pág. 444.
[18] MAURACH, Reinhart y ZIPF, Heinz, Derecho Penal. Parte General, Tomo I, Editorial Astrea, 1994, pág. 440.
[19] RIGHI, Esteban y FERNÁNDEZ, Alberto, Derecho Penal. La ley. El delito. El proceso y la pena, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 2005, pág.187.
[20]MIR PUIG, Santiago, Derecho Penal. Parte General, Editorial Bdef, 9ª edición, segunda reimpresión, 2015, pág.436.
[21] ROXIN, Claus, Derecho Penal. Parte General, Tomo I, Editorial Civitas, Madrid, 1997, pág.611.
[22] MIR PUIG, op. cit. pág. 438.
[23] SOLER, op. cit. pág. 447.
[24] Entre estos autores encontramos a Hirsch, Stratenwerth, Schumann, entre otros, citados por ROXIN en op. cit. pág. 615.
[25] ROXIN, op. cit. pág. 616 y 617.
[26] JAKOBS, Günther, Derecho Penal. Parte General. Fundamentos y Teoría de la imputación, editorial Marcial Pons, Madrid, 1995, pág. 463.
[27] NUÑEZ, op. cit. pág.163.
[28] PESSOA, op. cit. pág. 102.
[29] MAURACH, op. cit. pág. 445 y 446.
[30] MAURACH, op. cit. pág. 447.
[31] JAKOBS, op.cit. pág. 468/469.
[32] CREUS, op. cit. pág. 330.
[33] MIR PUIG, op. cit, pág. 439.
[34] Definición propuesta por Soler, en op. cit. pág. 447.
[35] ROXIN, op. cit. pág. 619.
[36] Diferenciación realizada por D´ALESSIO, Andrés José, en Código Penal comentado y anotado, tomo I, La Ley, Buenos Aires, pág. 387, 2007.
[37] ZAFFARONI, ALAGIA y SLOKAR, op. cit. pág. 623.
[38] SOLER, Sebastián, Derecho Penal Argentino, tomo I, Editorial Tea, Buenos Aires, 1era. Reimpresión, 1951, pág. 407.
[39] MAURACH, op. cit. pág. 447.
[40] JAKOBS, op. cit. pág. 472.
[41] D´ALESSIO, op. cit. pág. 391 y ss.
[42] MAURACH, op. cit. pág. 450.
[43] DONNA, Edgardo A., Teoría del Delito y de la Pena, Editorial Astrea, tomo II, Buenos Aires, 2003, pág. 146 y ss.
[44] MAURACH, op. cit. pág. 451.
[45] ROXIN, op. cit. pág. 628.
[46] JAKOBS, op. cit. pág. 473 y 475.
[47] PESSOA, op. cit. pág. 124 y 125.
[48] RIGHI, Esteban, Antijuricidad y Justificación, Editorial Lumiere, Buenos Aires, 2002, pág. 96 y 97.
[49] NINO, op. cit. pág. 116.
[50] PESSOA, op. cit. pág. 131.
[51] RIGHI, op. cit. pág. 98.
[52] ROXIN, op. cit. pág.640 y 644.
[53] MIR PUIG, op. cit. pág. 445.
[54] NUÑEZ, op. cit. pág. 164.
[55] ZAFFARONI, op. cit. pág. 625.
[56] MIR PUIG, op. cit. pág. 444.
[57] ROXIN, op. cit. pág. 597.
[58] MAURACH, op. cit. pág.432.
[59] JAKOBS, op.cit. pág. 433.
[60] PESSOA, op.cit. pág. 195—196.
[61] RIGHI, op. cit. pág. 102 y 103.
[62] FONTAN BALESTRA, op. cit. pág. 293 y 294.
[63] ZAFFARONI, op. cit. pág. 628 y en ZAFARRONI, Eugenio Raúl, Manual de Derecho Penal. Parte General, Editorial Ediar, Buenos Aires, sexta edición, pág. 496.
[64] PESSOA, op. cit. pág. 244.
[65] ROXIN, op. cit. pág. 661.
[66] JAKOBS, op. cit. apartado 12, VIII, parágrafo 59/62.
[67] PESSOA, op. cit. pág. 248.
[68]MIR PUIG, op. cit. pág. 457.
[69]MIR PUIG, op. cit. pág. 473.
[70]MIR PUIG, op. cit. pág. 476.
[71]CHIESA, Luis E., Caso La Mignonette, publicado en Casos que hicieron doctrina en derecho penal, La Ley, 2ª edición, 2011, pág. 98.
[72]CHIESA, op. cit. pág. 104.
[73] LLOBET ANGLI, op. cit. pág. 25. En este sentido, la autora se refiere en modo genérico a casos como el de “Harry el sucio”, en alusión a la película protagonizada por Clint Eastwood, en la que un sujeto secuestra a una niña y la deja en un lugar en que morirá asfixiada si no es rescatada, de modo que cuando el oficial Harry encuentra al secuestrador y este le explica las circunstancias en que se encuentra la víctima, lo tortura para que le diga el paradero.
[74] GRECO, Luis, Las reglas detrás de la excepción. Reflexiones respecto de la tortura en los grupos de casos de las ticking time bombs, publicado en Revista InDret, Barcelona, 2007, pág. 5.
[75] MIR PUIG, op. cit. pág. 458.
[76] MIR PUIG, op. cit. pág. 487 y ss.
[77] En este sentido, LLOBET ANGLÍ, op. cit. pág. 26.
[78]LLOBET ANGLI, op. cit. pág. 37.
[79] ROXIN, op. cit. pág. 550.
[80] GRECO, op. cit. pág. 11.
[81] En este sentido, aunque con distintos alcances, por cuanto se analiza la posibilidad de sacrificar una vida inocente en estado de necesidad, CHIESA, op. cit. pág. 100. También HÖRNLE, Tatjana, en Matar para salvar muchas vidas, revista InDret, Barcelona, 2010, pág. 18, con cita del segundo imperativo categórico de KANT: “actúa de tal manera que utilices a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, en todo momento como fin y nunca meramente como instrumento”.
[82] LLOBET ANGLI, op. cit. pág. 37.
[83] En este punto, cabe destacar que si bien se trata de una eximente prevista en la legislación española (Art. 20.6 del C.P. español) y no en el ámbito local, recientemente la Sala 4 de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional se refirió a ella en el marco de la causa 35023/17/CA1, “R., V. s/ procesamiento” (Falso testimonio) en la que resolvió el 12 de octubre de 2017 la aplicación por analogía in bonampartem de la causal prevista en el artículo 34, inciso 2 del C.P. que exime de pena a quien obrare violentado por “amenazas de sufrir un mal grave o inminente”. Se entendió que a la imputada la afectó un estado de miedo insuperable que excluyó su culpabilidad por inexigibilidad penal individual, definiéndose que la exculpación por inexigibilidad individual reporta a supuestos en los que el sujeto está afectado por una enorme dificultad para determinarse o motivarse en la norma, al atravesar una situación particular en la que no puede ser demandada su actuación conforme al deber. Se citó a LUZÓN PEÑA, Diego Manuel, Exculpación por inexigibilidad penal individual, publicado en Libertas—Revista de la Fundación Internacional de Ciencias Penales, n°2, 2014, pág. 238, exponiéndose que: “…la norma jurídico penal fácticamente no puede motivar o determinar normalmente, sino con enormes dificultades, al sujeto en una determinada situación especial o anómala; hay que precisar que no es que no se pueda motivar al sujeto y éste haya perdido totalmente su libertad, es que resulta en esas circunstancias extremas muy difícil, sumamente difícil motivarle al comportamiento jurídico correcto y por ello no es adecuado ni posible exigírselo bajo amenaza de pena y con un reproche criminal, porque desde luego tiene su libertad y capacidad de determinación enormemente coartada; resumidamente: suma dificultad motivacional para la exigibilidad jurídica individual significa e implica la posibilidad de inexigibilidad penal individual. Y ocurre que normativamente la situación anormal que produce la gran dificultad motivacional (como miedo o similar) jurídica y socialmente se valora, si no positivamente, no de modo totalmente negativo y se considera humanamente entendible. Por eso se comprende, se explica y se disculpa al sujeto si infringe la norma en una situación así, aunque la conducta siga estando objetivamente desvalorada, reprobada y prohibida…”.
[84] ROXIN, op. cit. pág. 556.
[85]ROXIN, op. cit. pág. 550.
[86] ROXIN, op. cit. pág. 742. En el mismo sentido, MIR PUIG, op. cit. pág. 506, al referir: “Esto no significa que los casos más graves de la ilegalidad de una orden no suelan resultar evidentes…Así sucederá con las órdenes de cometer un homicidio o de infligir una tortura…”.
[87]LLOBET ANGLI, op. cit. pág. 27.
[88] ROXIN, op. cit. pág. 556.