JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Responsabilidad del Estado por femicidio causado con arma policial reglamentaria fuera del tiempo de servicio
Autor:Bellotti San Martín, Lucas
País:
Argentina
Publicación:Revista Argentina de Violencia Familiar y de Género - Número 1 - Diciembre 2018
Fecha:12-12-2018 Cita:IJ-DXLII-721
Índice Voces Citados Relacionados Ultimos Artículos
I. Introducción
II. El caso
III. En búsqueda de un factor de atribución acorde
IV. Los límites impuestos por la causalidad
V. Consideraciones finales
Referencias
Notas

Responsabilidad del Estado por femicidio causado con arma policial reglamentaria fuera del tiempo de servicio

Un concepto de falta de servicio con perspectiva de género y uno de causalidad razonable y equitativo [1]

Por Lucas Bellotti San Martín [2]

“… y así arrebatando cobres
del pobre contribuyente
hace caridad robriente el estado liberal,
gasta mucho y gasta mal:
veja al pobre y mata gente”
[3]

I. Introducción [arriba] 

De la larga lista de dolores que la Argentina del hoy levanta, tenemos uno muy punzante que es el de las muertes de mujeres en condiciones de inusitada violencia. El Derecho intenta hacerse cargo de esa realidad mediante distintas respuestas, entre la cual la resarcitoria ocupa y debe ocupar un lugar de privilegio.

Cuando la responsabilidad del Estado se encuentra involucrada en hechos del tenor descripto, entran en juego otras variables. Entre ellas, la especificidad de la responsabilidad estatal por los daños causados por el incumplimiento de sus deberes y la pretensión de las agencias públicas de desligarse de su deber de reparar con recurso a remanidas doctrinas y estrategias muchas veces difíciles de compatibilizar con las ideas de superioridad ética del Estado y moralidad en la administración.

No se trata de que el sector público tenga que responder por todas las agresiones que se dan hacia el interior de la comunidad que regula. Una afirmación así solo podría sustentarse en una visión demasiado optimista −y algo pueril− de las garantías que puede ofrecer para la seguridad común el Estado contemporáneo sin caer en pretensiones totalizantes. Así lo ha señalado la Corte Suprema de Justicia de la Nación cuando recordó que “sería irrazonable que el Estado sea obligado a que ningún habitante sufra daños de ningún tipo, porque ello requeriría una previsión extrema que sería no sólo insoportablemente costosa para la comunidad, sino que haría que se lesionaran severamente las libertades de los mismos ciudadanos a proteger” (Fallos: 330:563).

Incluso los tribunales más tuitivos en la materia que aquí nos ocupan se han inscripto en esta línea de razonamiento. Así, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el sonado caso “Campo Algodonero” consideró que la responsabilidad del Estado en casos de femicidio no surge in re ipsasino que resulta necesaria la existencia de un riesgo concreto para una mujer, del cual Estado haya tomado conocimiento o debido hacerlo y que tal riesgo sea razonablemente evitable (1).

Importa hacer estos señalamientos porque cuando comienzan las preguntas en torno a las responsabilidades estatales por daños surgidos de nuestras realidades contemporáneas emergen preocupaciones de inspiración fiscalista, que advierten sobre los riesgos y el error de convertir al erario público en una fuente inagotable de recursos a la que puede ir a abrevar cualquier víctima en búsqueda de reparación. No cabe esa lectura en Derecho, al menos en nuestro Derecho, y lejos estamos de auspiciarla.

En las líneas que siguen analizaremos el fallo de segunda instancia cuyos describiremos seguidamente. Nos interesa reflexionar sobre la responsabilidad del Estado en casos como este, particularmente con relación a dos tópicos que generan discusiones tanto en el Derecho Civil como Administrativo actuales.

Nos referimos al factor de atribución y a la causalidad en aquellos casos en la responsabilidad estatal por actividad ilícita no surge con toda claridad sino que requiere para su establecimiento de un meditado análisis.

En aquel análisis entran a jugar cuestiones de cierta sofisticación técnica, como también la ponderación de ciertos principios como el de equidad o estricta justicia. Pero junto a ellos emerge la cuestión de género, a saber, si impactan en las categorías jurídicas con las que nos manejamos la situación de descarnada violencia que sufren muchas mujeres y que hemos referido al principio de esta introducción.

Creemos que el fallo brinda interesantes respuestas a esas cuestiones y nos proponemos presentarlas a continuación. Cabe aclarar que aunque en la sentencia comentada se aplicaron las disposiciones del Código Civil de Vélez (dada la época en la que ocurrió el hecho) nuestro estudio se orientará por la legislación actualmente vigente para dotarlo de actualidad. De todos modos, y más allá de algunas diferencias relevantes, los debates ya existían durante la vida del código anterior y se mantienen a la fecha.

II. El caso [arriba] 

Alberto Darío Medina y Graciela Moar mantenían una relación de pareja. El primero era agente de la Policía Federal y estaba casado con otra mujer. Moar tomó la decisión de poner en conocimiento de la esposa de Medina la relación extramatrimonial que ambos mantenían, lo que motivó que se desatara una violenta discusión. En el marco de la reyerta el policía dio muerte a su amante mediante cuatro disparos emanados de su arma reglamentaria.

Los padres de la víctima accionaron por daños y perjuicios contra el condenado por homicidio agravado y también contra el Estado Nacional, en el entendimiento de que se encontraba involucrada su responsabilidad dado el contexto en el que se produjeron los hechos.

La primera instancia hizo lugar a la acción y condenó al elenco pasivo de la litis a indemnizar a los peticionantes. Apelada la sentencia, esta fue confirmada por la Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil y Comercial en lo principal, al tiempo que aumentó las sumas reconocidas en concepto de indemnización a los actores.

III. En búsqueda de un factor de atribución acorde [arriba] 

Determinar quién debe reparar qué daños es, en definitiva, la primera pregunta de todo sistema de responsabilidad. El derecho de daños es para nosotros y ante todo una técnica jurídica de imputación en ciertos patrimonios de las consecuencias jurídicamente reparables de un obrar lesivo.

Se encuentra por fuera del marco de esta colaboración hacer un repaso histórico que dé cuenta de la evolución de los sistemas de reparación desde aquellos centrados en la culpa hacia los que orbitan en torno a la responsabilidad objetiva. Bastará decir que este derrotero se explica a consecuencia de la emergencia moderna de ciertos daños que ocurren a consecuencia de determinadas conductas que no necesariamente son culposas o dolosas. El deber de reparar pasa a explicarse así no solo por la actuación reprochable del dañador sino por otras causales como el riesgo – provecho, el deber de garantía o la equidad.

A ello no es ajena la responsabilidad del Estado. Este último despliega funciones cada vez más importantes y complejas, para lo que cuenta con una cantidad ingente de recursos materiales, humanos y de información. Y frente a la existencia de nuevas y más grandes amenazas los ciudadanos hemos ido exigiéndole que desarrolle servicios eficaces con miras a conjurar tales peligros. La existencia de unos funcionarios que pueden poner en marcha con su sola decisión mecanismos de violencia legítima es una de las más cabales expresiones de esa decisión colectiva.

Y tanto más lo es que se establezca para esos funcionarios que su carácter de tales es permanente, en virtud de lo cual siempre deben estar al servicio de los bienes cuya custodia se les confía, aun cuando no se encuentren en horario laboral.

Si hemos tomado como conjunto social todas esas decisiones para sentirnos más seguros, ninguna duda cabe que frente a las consecuencias dañosas de dicha opción todos debemos responder. Caso contrario estaríamos frente a un pacto social auténticamente leonino, en el que unos se favorecen por el servicio policial permanente mientras que los que padecen las consecuencias derivadas de su funcionamiento son remitidos a su propia suerte o a la del reclamo que puedan hacer valer contra los generalmente magros patrimonios de los integrantes de las fuerzas de seguridad.

Este es el razonamiento que auspicia, también, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que sostenido que “si la protección pública genera riesgos, lo más justo es que esos riesgos sean soportados por quienes se benefician con ella” (fallos 317:1006).

Lo dicho puede llevar a alguna confusión en cuanto al factor de imputación de la responsabilidad civil en casos como el que nos ocupa. Y nos interesa dilucidar este asunto porque varias pueden ser las razones jurídicas en virtud de las cuales el Estado puede estar llamado a responder de daños como los aquí estudiados. Pero algunas tienen mayor fortaleza técnica que otras, al tiempo que engarzan mejor con los deberes públicos frente a la violación de derechos fundamentales de las mujeres sobre la que hemos hablado.

Si se admite que el arma es una cosa riesgosa y que el Estado es su dueño, es una indudable tentación buscar el factor de imputación en el previsto actualmente por el art. 1757 del CCyC, sucedáneo del art. 1113 del Código de Vélez.

También podría afirmarse que estamos frente a un caso de responsabilidad del principal (Estado) por el hecho de su dependiente (agente de policía), lo cual hallaría basamento en el art. 1753 del código vigente y en el art. 1112 de la obra velezana. Doctrinaria y jurisprudencialmente este planteo tiene importantes defensores, particularmente a partir de una enérgica jurisprudencia proveniente de la Corte Suprema mendocina en tiempos de su integración por la Dra. Kemelmajer de Carlucci (2).

Desde lecturas subjetivistas se ha afirmado que se trata en verdad de una presunción absoluta de culpa del principal, refleja de la del dependiente que debe inexcusablemente probarse como presupuesto lógico (3).

Y también en lo que parece una afirmación en clave subjetiva la Corte Suprema ha afirmado que si el Estado se ha valido de funcionarios ineptos para llenar sus fines “las consecuencias de la mala elección, sea o no excusable, deben recaer sobre la entidad pública que la ha realizado” (Fallos 322:2002 y sus citas). Razonamiento este que remite en buena medida a las ideas de culpa in eligendoy culpa in vigilando.

La responsabilidad por el hecho de las cosas y actividades riesgosas, en primera lectura, tiene una alta capacidad explicativa para casos como el que aquí comentamos. El Estado es el dueño de una cosa con altísimo poder vulnerante como es el arma de fuego y no solo admite sino que obliga a un tercero a portarla. Pero contra esta lectura se han alzado quienes afirman que el arma utilizada para un fin distinto al reglamentariamente acordado es un claro supuesto de la eximente de responsabilidad que deja indemne al dueño de la cosa usada contra su voluntad[4].

No parece totalmente desatinado el argumento que postula que el Estado no confía las armas reglamentarias para que los oficiales de policía maten a otros civiles, sobre todo si se tiene en cuenta que el uso de aquellas está sometido a protocolos rigurosos. Por lo que creemos que la razón del deber de indemnizar debe buscarse por otros carriles.

Con relación a la atribución de responsabilidad al principal por el hecho del dependiente en casos como los que ahora estudiamos, cabe recordar que en sentido estricto el Estado no tiene dependientes sino órganos que expresan directamente su voluntad. Por lo que noresultaríaposible recurrir a la figura ahora recogida por el art. 1753 del CCyC. Hacerlo, además, conlleva el riesgo de reabrir discusiones superadas en punto a la necesidad de indagar respecto de la culpa del agente para que pueda surgir la del Estado de manera indirecta o refleja (3).

Es que toda reaparición de elementos subjetivizantesde la responsabilidad estatal no solo nos retrotrae a aquellos debates perimidos, sino que pone a las víctimas del daño en la tarea de probar el obrar público negligente. Tarea esta última que, más allá de ser en ciertos casos de una complejidad diabólica, ignora el verdadero basamento de la responsabilidad estatal, en el cual la culpa puede estar presente pero es superflua en el análisis del deber de responder.

Por otro lado, las teorías previamente apuntadas dejan un flanco de impugnación abierto que es su corte decididamente civilista. La cuestión no es irrelevante en un contexto donde parecen haber triunfado las tendencias administrativistas, que buscan relegar cada vez con mayor fuerza las normas del derecho común para el análisis de la responsabilidad estatal.

Los arts. 1764 a 1766 del CCyC excluyen expresamente las disposiciones del derecho civil para casos como el que nos ocupa, remiten al derecho administrativo para su tratamiento y dejan expresamente incluido en esa disciplina, también, el abordaje de la responsabilidad de los funcionarios y empleados públicos.

Aunque siempre queda disponible el recurso a la analogía, parece obligatorio revisar la legislación especial en la materia, que en este caso es la Ley N° 26.944 de responsabilidad estatal, por cierto no exenta de polémicas. Los arts. 1 a 3 de la norma consagran la responsabilidad directa y objetiva del Estado por su actividad ilícita, con base en el factor de atribución de la falta de servicio.

La doctrina civil ha mirado con tradicional desconfianza la captación administrativista del daño causado por el Estado con base en la falta de servicio. Y lo ha hecho bien por cuanto en esta antigua disputa referida a la esfera del Derecho en la que cabe ubicar la responsabilidad estatal, siempre ha sido más magra la respuesta resarcitoria propuesta desde la doctrina iuspublicista.

Se ha dicho así que el basamento de la responsabilidad por daños causados por agentes del Estado en la falta de servicio tiende a acotar la responsabilidad pública y a excluir de su alcance los perjuicios causados “en ocasión” de las funciones estatales (4). Ese sería el caso que comentamos.

En efecto, las situaciones que encienden mayores discusiones no son aquellas en las que el órgano estatal ejerce sus funciones con marcado propósito de ilicitud, sino aquellas en las cuales las tareas oficiales del agente tienen alguna vinculación (más o menos próxima) con el resultado dañoso. Pero a nuestro modo de ver, esta no es una cuestión que se vincule con el factor de imputación sino con otro elemento de la responsabilidad que es la causalidad, al que nos referiremos más adelante.

La ley sigue, en definitiva, al desarrollo actual del Derecho Administrativo al consagrar la responsabilidad objetiva y directa del Estado, con base en la llamada falta de servicio. Y en esto no parece posible hacerle reproche alguno desde la perspectiva actual del derecho de daños, centrado en la víctima como se encuentra, sino más bien lo contrario. Ya dijimos que la responsabilidad estatal objetiva es la que se compadece adecuadamente con las tareas que el sector público cumple en nuestras sociedades modernas. Su carácter directo dispensa de la necesidad de buscar responsabilidades entre los agentes estatales y facilita el justo reclamo resarcitorio del dañado.

La cuestión se reduce a cuánta elasticidad estamos dispuestos a reconocerle al concepto de falta de servicio, auténtico eje sobre el que orbita la responsabilidad estatal sobre la que aquí reflexionemos. Más concretamente tendremos que llegar a un acuerdo respecto de hasta dónde cabe razonablemente afirmar que estamos en presencia de un daño generado en el contexto de un servicio público. Por fuera de dicho contexto nos encontramos en el marco de las faltas personales del agente que no son imputables al Estado.

Sobre el punto, Cassagne ha sostenido que “servicio público no se entiende el concepto estrictamente técnico que hace a una de las clasificaciones de las formas o modos de la actuación administrativa, sino una idea más amplia que comprende toda la actividad jurídica o material emanada de los poderes públicos que constituye la función administrativa” (5).

Así, el nacimiento de la responsabilidad estatal viene dado por el origen del daño en un funcionamiento irregular o anormal de la función pública, de conformidad con las normas que la rigen. Habrá que hacer un juicio comparativo entre la regulación de la actividad pública y la conducta dañosa desplegada para el órgano estatal: si existe una incompatibilidad entre ambas, el reclamo resarcitorio estará llamado a prosperar, siempre que se den los demás presupuestos de la responsabilidad.

En esto es bastante claro el voto del magistrado preopinante del fallo que comentamos. En el capítulo VIII de su propuesta al acuerdo repasa con claridad cuáles son los deberes inherentes al estado policial, condensado en los arts. 8 a 10 de la Ley N° 21.965 y que el magistrado resume con claridad: “el estado policial implica el deber de velar adecuadamente por la integridad física de los miembros de la sociedad y la preservación de sus bienes y dicho deber es –como lo indica la exposición de motivos– indivisible respecto de la personalidad del policía”.

Vemos entonces que el Estado autoriza a ciertos funcionarios a portar armas para el adecuado cumplimiento de sus funciones, que el estado policial de esos funcionarios es permanente y que conlleva el deber normativamente regulado de custodiar en cuanto de ellos dependa los bienes cuya custodia se les encarga.

Con ello a la vista, surge con bastante claridad que dar muerte a un civil inocente con el arma reglamentaria configura un claro apartamiento de la conducta legalmente impuesta a funcionarios que se encuentran en servicio permanente. Esa incompatibilidad entre la conducta normada y la realmente observada encaja adecuadamente con el concepto de falta de servicio que hemos reseñado y hará nacer el deber de responder.

Podríamos concluir allí el análisis. Pero cuando el hecho dañoso realizado por el órgano estatal constituye un femicidio la cuestión adquiere notas distintivas que –como anticipáramos– merecen nuestra atención.

En esa línea de razonamiento se encuentra la magistrada de segundo voto. La concurrencia de la Dra. Graciela Medina reflexiona sobre los varios aspectos con relevancia jurídica que entran a jugar en la materia.

Es para nosotros de particular importancia el repaso meduloso que se observa en el segundo voto sobre toda la normativa convencional y legal aplicable, por varias razones. La primera porque en épocas donde el valor de la legalidad parece frivolizarse, importa que el Poder Judicial recuerde a sus interlocutores (y en particular a las agencias políticas del Estado) que las leyes que sanciona no pueden ser meras declamaciones de principios o bellezas literarias.

Y la segunda razón, íntimamente ligada con la anterior, es porque aquellas normas definen estándares de conducta para las reparticiones estatales a las que estas deben necesariamente conformarse e integran ese estándar de comportamiento debido, cuya inobservancia permite afirmar la existencia de una falta de servicio.

En concreto, si el Estado ha suscripto dos pactos internacionales que abordan específicamente la situación de riesgo en que se encuentran las mujeres en ciertos ámbitos (CEDAW y Convención de Belem Do Pará) y dictado legislación en consecuencia (Ley N° 26.485) debe admitir que se ha comprometido a prestar sus servicios de conformidad con todas esas regulaciones.

Tal como aparece señalado con acerada precisión en el segundo voto, la Ley N° 26.485 dedica un apartado específico a la regulación de la temática de género en las políticas públicas de seguridad, que incluye la sensibilización y capacitación de las fuerzas policiales en la temática de violencia contra las mujeres en el marco del respecto de los derechos humanos (art. 11 ap. 5.2. d).

Ello lleva a la Dra. Medina a concluir que “debemos ser especialmente rigurosos con un Estado que por un lado autoriza a un dependiente a utilizar un arma y lo capacita para ello, pero por otro lado, no se asegura de darle una formación integral en derechos humanos y respecto a los derechos de las mujeres”.

La afirmación se traslada sin esfuerzo a las cuestiones sobre las que hemos reflexionado aquí y convence en el sentido de que en asuntos como este, el servicio policial correctamente prestado, legalmente exigido, es aquel que no solo no daña a los civiles inocentes sino que también incluye el desempeño y formación de sus agentes en un contexto de respeto al derecho de las mujeres a una vida libre de toda violencia.

La ausencia de ese comportamiento, si genera un daño, configura la falta de servicio de la que hemos hablado y permite la imputación del ilícito al Estado.

IV. Los límites impuestos por la causalidad [arriba] 

Tal como hemos dicho previamente, no todo femicidio involucra la responsabilidad estatal. Tampoco la mera condición de funcionario público del dañador supone que esa responsabilidad necesariamente exista.

Se trata de verificar si existe una vinculación material entre el daño y la irregular actividad estatal, esto es, si existe causalidad entre ambos. Y una vez hecho eso habrá que determinar si dicha causalidad, además, es adecuada.

El test de adecuación implica el estudio conforme a criterios de lógica, experiencia y probabilidad de la ligazón entre hecho y daño. En palabras de Trigo Represas diremos que la tarea consiste en juzgar si la causa que hemos hallado se presenta como idónea para producir por sí el resultado dañoso, si debía normal o regularmente producirlo (6).

Las líneas jurisprudenciales que han exhibido el criterio más amplio en la materia han afirmado que el hecho de que el funcionario policial se encuentre fuera del tiempo reglamentario es un dato superfluo. Esto se basa en el entendimiento de que lo relevante es que aquel haya tenido ocasión de producir el daño que se le reprocha en virtud de una exigencia impuesta por el Estado.

Lo que decide entonces es el hecho de que el dañador haya podido valerse de su condición de órgano estatal de manera diferenciada para provocar el resultado lesivo.

Quienes defienden esta aproximación a la causalidad para casos como el estudiado, aun basándose en otros factores de atribución, han afirmado con acierto que el aprovechamiento de las circunstancias espaciales y temporales que otorga la función pública, aunque no sea determinante e indispensable para cometer el ilícito, satisface el test de causalidad del que hemos hablado (4).

De allí que una alzada provincial haya afirmado que “no hay duda que el daño en su plena entidad no habría sido posible si no mediara las reglamentaciones policiales que obligan a estos servidores públicos a portarla en forma permanente creando paradójicamente al mismo tiempo seguridad y riesgo” (7).

El fallo no escapa a este debate y se enrola en la tesis que hemos desarrollado sin hesitaciones, al recalcar expresamente que la responsabilidad del Estado viene dada no solo por la posibilidad de que el arma esté en manos del demandado, sino también porque la alta capacidad de daño de este último se explica –sobre todo– por su condición de agente policial.

Hay entonces una clara línea que une el resultado muerte con la función policial, legalmente reglada, y con ello se supera con creces el examen causal.

Y es que, como afirmara Holmes en sus tiempos en la Corte Suprema de Estados Unidos, el Derecho no solo es la lógica sino también la experiencia. Cada vez con mayor frecuencia nos encontramos con víctimas reclamando resarcimientos en razón de los daños que los agentes policiales generan con las armas que les confía la institución en la que revistan.

No parece razonable afirmar, en ese contexto, que no existe vinculación causal alguna entre la condición policial del dañador y el resultado que este produce. Casos de este tenor los hay cada vez más e impresiona algo ligera la opinión que decide ignorar todas estas relaciones sobre las que hemos reflexionado.

V. Consideraciones finales [arriba] 

El fallo que comentamos ostenta, a nuestra manera de ver, dos virtudes.

La primera, es que atribuye la responsabilidad estatal objetivamente, con basamento en la falta de servicio. Ello aporta no solo claridad técnica sino también que se consustancia con la peculiaridad de esta clase de detrimentos, las exigencias del principio de equidad y la perspectiva actual del derecho de daños, que pone el acento en la víctima y su reparación.

La otra es la captación de los presupuestos de la responsabilidad por daños desde la llamada perspectiva de género, entendida esta como la que se hace cargo de la peculiar situación de riesgo en que se encuentran grandes colectivos de mujeres en nuestra comunidad actual.

No se trata de crear categorías diferenciadas ni de generar estándares diferenciados de tutela como se ha planteado alguna doctrina (8), sino de aplicar dichas categorías −que son unitarias− de conformidad con el criterio de justicia que exige, desde antiguo, dispensar tratamiento desigual frente a situaciones desiguales. Es esta una derivación necesaria de la máxima que manda, desde Ulpiano, a dar a cada uno lo suyo.

 

Referencias [arriba] 

1. Medina, Graciela Responsabilidad del Estado por omisión. La obligación de indemnizar a las víctimas de violencia de género. LL, RDFyP, mayo 2018.

2. Galdós, Jorge M. La relación de dependencia y la responsabilidad del Estado, como principal, por el hecho del policía. La Ley online. [En línea] 1 de enero de 2007. AR/DOC/13886/2001.

3. Moisa, Benjamín. La responsabilidad por el hecho ajeno. 2010, LL, RCyS2010-XII, pág. 71.

4. Pizarro, Ramón D. Responsabilidad patrimonial del Estado por daños causados por agentes policiales con el arma reglamentaria. Con particular referencia a la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y del Tribunal Superior de Justicia de Córdoba. 2010, LLC, pág. 725.

5. Cassagne, Juan Carlos. “Curso de Derecho Administrativo”, 11va ed., Tº 1. Buenos Aires: La Ley, 2016.

6. Alterini, Jorge Horacio. Código Civil y Comercial comentado. Tratado exegético, 2a ed., Tº VIII. Buenos Aires: La Ley, 2016.

7. Chazarreta, Gustavo David c. Provincia de Río Negro s/ordinario: Cámara de Apelaciones en lo Civil, Comercial y Minería de Viedma, 4 de octubre de 2013.LL online, AR/JUR/3350/2013.

8. Pulvirienti, Orlando D. Deber de seguridad, violencia de género y responsabilidad estadual: ¿distintos estándares de tutela?, 2018, LL RCyS2018-IV, pág. 286.

 

 

Notas [arriba] 

[1] Esta colaboración se realiza en el marco del Proyecto UBACyT N º20020170200069BA, “Violencia de género y violencia familiar: responsabilidad por daños”, dirigido por la Dra. Graciela Medina.
[2] Abogado – Universidad de Buenos Aires. Maestrando en Magistratura y Derecho Judicial – Universidad Austral.
[3] Reversión de un conocido epigrama de Juan de Iriarte y Cisneros, hecha por autor anónimo y recordada por Atilio Álvarez en “Curso de perfeccionamiento sobre el nuevo Código civil y comercial”, dictado en la Universidad de Buenos Aires el 16 de marzo de 2015.
[4] El art. 1758 del CCyC establece “El dueño y el guardián no responden si prueban que la cosa fue usada en contra de su voluntad expresa o presunta”.