JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Los Jueces
Autor:Sarmiento García, Jorge H.
País:
Argentina
Publicación:Revista del Foro - Número 191
Fecha:20-08-2021 Cita:IJ-I-DCCCVIII-133
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Delimitación del juicio judicial
Requisitos para la licitud del juicio
La designación de los jueces
Idoneidad y responsabilidad
Soportes de su independencia e imparcialidad
El derecho de defensa implica la independencia del Poder Judicial
Obligación de las provincias
El principio de solidaridad
Los malos jueces
La prudencia jurídica
La magnanimidad
La fortaleza
La astucia y la avaricia
El juicio como concreción del orden de la ley
Si el juez ejerce poder político
El arbitraje
El juicio por jurados
El juez frente a la ley injusta
El juez, creador de derecho, y la ideología de la seguridad jurídica
Los jueces y la «epiqueya»
Los jueces y el «nullum crimen sine lege»
El «in dubio pro reo» y su fundamento en el orden natural
Certeza y sentencia
Sentencia y fundamentos

Los Jueces

Por Jorge H. Sarmiento García

Las circunstancias por las que atraviesan los Poderes Judiciales de la Nación y de las Provincias, nos obligan a reiterar en esta suma –sin borrar con el codo lo escrito con la mano– el producto de cuarenta y un años de ejercicio de la Magistratura y de lo que nos es dable observar en la actualidad, lo que creemos sirve también de homenaje a tantos magistrados, federales y locales, que desde el nacimiento de la Patria han sabido honrar su profesión, en las más diversas circunstancias.

Delimitación del juicio judicial [arriba] 

Nos hemos de ocupar ahora del juicio en tanto que acto del juez como tal («actum iudicis inquantum est iudex»), o sea, de la determinación que aquél, como autoridad pública, hace del derecho; ergo, excluímos de nuestro objeto:

a) El juicio en el sentido de lo que es recto en cualquier materia, tanto especulativa como práctica; aquí nos preocupa sólo el fallo sobre lo que es derecho, dado por autoridad judicial.

b) El juicio privado, es decir, el emanado de persona particular en tanto que tal, pues el judicial es actuación de una virtud arquitectónica desde que, emanado de autoridad pública en ejercicio del poder político, manda y prescribe lo que es justo («virtus architectonica quasi imperans et praecipiens quod iustum est»); y esto está ausente en el juicio privado.

c) El juicio de autoridad pública que no actúa como juez, ya que si bien la práctica del acto justo es obligación y función del Estado en todas sus actividades, el juicio judicial implica necesariamente: a) desconocimiento de lo justo (conflicto o falta de certeza); b) procedi miento o trámite que asegure la audiencia o intervención de los interesados para ser oídos y probar sus pretensiones; y c) sentencia propiamente dicha, esto es, decisión final que dirime el conflicto o da certeza a la situación ambigua, emanada de un órgano estatal independiente e imparcial.

Cuando, entonces, el decidente en un conflicto, es independiente (lo que significa que no está sujeto a órdenes en el cumplimiento de aquella específica actividad) e imparcial (es decir, no sacrifica la justicia a ninguna otra consideración, por lo que pospone en el ejercicio de su función toda mira personal, sus amistades, odios o intereses propios y, mucho más, sus pasiones políticas) y su juicio es final (o sea, susceptible de adquirir fuerza de cosa juzgada en sentido estricto, en virtud de la cual la decisión no es ya impugnable por recurso o acción alguna y no puede ser modificada por otro órgano) el juicio es judicial.

Dándose los extremos mentados en el párrafo anterior estaremos frente a un juicio judicial en un plano filosófico, cualesquiera sean los sistemas institucionales concretos, consagren éstos o no la llamada división de poderes y pronuncien o no la decisión tribunales u órganos que, en la tríada clásica, integran el denominado poder judicial. Mas modernamente, con el objeto de asegurar en la mejor forma posible – con técnicas objetivas– la independencia e imparcialidad mentadas, se trata que los juicios finales correspondan a agentes del estado que, por su nombramiento e inamovilidad, estén sobre todo preservados de las influencias y vaivenes de la política, los que se agrupan en el mal llamado «poder» judicial. No obstante, debe señalarse que en estos sistemas la concentración puede no ser absoluta, por lo que órganos que no integran el referido «poder» pronuncian (o pueden y deben pronunciar) auténticos juicios judiciales, como el Consejo de Estado en Francia o los tribunales militares cuando ejercen la denominada «jurisdicción penal militar».

Pero insistimos: la independencia e imparcialidad de los jueces es un tema esencial para el cumplimiento del cometido existencial del Estado de «afianzar la justicia» que consigna el Preámbulo impar, desde que no puede hablarse de justicia si aquéllas fallan.

La independencia significa que el juez no está sujeto a órdenes en el cumplimiento de su actividad específica; y la imparcialidad, que no sacrifica la voluntad de justicia a ninguna otra consideración, por lo que pospone en el ejercicio de su función judicial toda mira personal, sus amistades, odios o intereses propios y sus pasiones políticas.

Al prescribirse en normas constitucionales la inamovilidad de los jueces mientras dure su buena conducta, y la retribución que no puede disminuirse en manera alguna mientras permanezcan en sus funciones, se tiende a impedir todo favoritismo y toda gravitación susceptible de alterar el buen desempeño de la administración de justicia.

En cuanto a respecto de quiénes deben ser independientes los jueces, lo es fundamentalmente con relación a los otros poderes públicos (incluidos los denominados «tribunales superiores»), no sólo en el cumplimiento de su función primordial (de administrar justicia), sino también en el ejercicio de las actividades administrativas de apoyo necesarias para el cumplimiento de aquélla.

Ahora bien, sin duda que entre nosotros es inconstitucional (en principio, pues cabría por ejemplo la excepción de los fallos plenarios) exigir de un juez que falle de acuerdo a la interpretación del derecho que hace un tribunal superior, desde que como alguna vez ha dicho la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la facultad de interpretación de los jueces y tribunales inferiores no tiene más limitación que la que resulta de su propia conciencia de magistrados, y en tal concepto pueden y deben poner en ejercicio todas sus aptitudes y medios de investigación legal, científica o de otro orden, para interpretar la ley, si la jurisprudencia violenta sus propias convicciones; y la inconstitucionalidad deriva de que viola las cualidades propias del juez y que hacen a la esencia de nuestro sistema institucional, que por ser republicano e instaurar la denominada «división de poderes», consagra la independencia e imparcialidad de todos y cada uno de los órganos judiciales, cuyo desconocimiento sí perturba el esquema institucional judiciario.

Ergo, no puede discutirse que el juez en el ejercicio de sus funciones no está supeditado a instrucción alguna, cualquiera fuere el órgano de quien emane; su independencia funcional es inconciliable con semejantes mandatos y hasta las más simples insinuaciones sobre la interpretación de las leyes, en los casos sometidos a su decisión, afecta profundamente su investidura y pone en graves riesgos la majestad de la justicia; mas ello, sin perjuicio de:

a) Las atribuciones de superintendencia, pero que se vinculan exclusivamente con la función administrativa de los órganos judiciales, y que no pueden –reiteramos– menoscabar irrazonablemente el ejercicio de su función jurisdiccional, ni por lo mismo la independencia e imparcialidad con que los jueces, en tanto que propiamente tales, deben actuar.

b) El principio recogido en una frase que la Corte Suprema de Justicia de la Nación repite usualmente, según la cual tanto las partes como los tribunales inferiores deben leal acatamiento a los fallos emanados de tribunal superior, refiriéndose con ello a la obligatoriedad de las reglas jurídicas individuales sentadas en la decisión de un caso concreto respecto de las partes involucradas en aquél y de los tribunales inferiores intervinientes en dicho caso. Es que así como los órganos que integran el Poder Legislativo se vinculan por procedimientos en los que no media subordinación, igual cosa ocurre con los órganos del Poder Judicial, a cuyo respecto si bien no puede hablarse de «subordinación», si de «coordinación», la que justifica aquel acatamiento, aunque siempre destacando que la revisión en proceso es un examen técnico completa mente ajeno a una primacía de naturaleza jerárquica: simplemente es una garantía de justicia.

Mas también deben los jueces ser independientes de la opinión pública, particularmente de la influencia cada vez mayor de los medios de comunicación social, lo que requiere por cierto tener siempre presente:

a) que en principio los jueces sólo hablan, en tanto que tales, a través de sus decisiones jurisdiccionales, y

b) que deben poseer y practicar una particular «firmitas animi», especialmente frente a los juicios paralelos que suelen llevarse por los modernos medios de comunicación social, en orden a que sus resoluciones no sean torcidas por la variedad de psicologías populares que –consciente o inconscientemente– determinan aquellos medios.

Y, por último, no hay que confundir pérdida de independencia e imparcialidad del juez con ignorancia del mismo, aunque el resultado a que pueda llegarse pueda ser idéntico. «Yo suelo decir –escribe con gracia González Navarro– que me preocupa más un juez ignorante que un juez corrupto, porque éste aplicará indebidamente el derecho unas cuantas veces al año, pero el juez ignorante lo estará aplicando mal setenta veces siete al día, como el justo del Evangelio ... La ´auctoritas` del juez radica en su saber, en su preparación jurídica. Aquí estriba uno de los pilares de su independencia. Y ese saber ha de ser también garantizado y fomentado ...».

Requisitos para la licitud del juicio [arriba] 

Sabido es que ha habido quienes han planteado la cuestión de si es lícito juzgar, esgrimiendo principalmente el conocido texto de San Mateo:

«Nolite iudicare, et non iudicemini» (no juzguéis y no seréis juzgados), extendiéndola tanto al juicio privado como al judicial o público.

De tal cuestión se ocupó Santo Tomás, estableciendo la verdadera interpretación de aquella sentencia, que alude a los juicios temerarios, arbitrarios, usurpados, etc., y opinión respecto del prójimo en desmedro de la caridad, que es la verdadera llave del edificio entero de las virtudes. Mas el juicio privado o público, pronunciado en las debidas circunstan cias, es lícito, lo que se encuentra corroborado por textos terminantes de la Sagrada Escritura (Deut. XVI, 1828; Jn. VII, 24; Mt. XVI, 19; XVIII, 18; Rom. XIII,4; Cor. V, 3 ss).

En suma, tan lícito es el auténtico juicio que de lo contrario no podría afirmarse –como corresponde– que todo hombre, por derecho natural, tiene la facultad de recurrir al juez para defender lo que estima su derecho.

La designación de los jueces [arriba] 

Existen variadas soluciones con respecto al nombramiento de los jueces, como la designación por el recurso electoral, el nombramiento por el concurso de los denominados «poderes políticos» –sistema ilustrado por la Constitución norteamericana y la nuestra–, la intervención decisiva del cuerpo judicial en su propia composición, etc..

Todos estos sistemas tienen sus riesgos y no se encuentran libres de impugnaciones, en tanto se entiendan como técnicas objetivas orientadas a que no se afecte la acción específica de los jueces; mas no nos ocuparemos aquí de ellos, pues nuestro objeto en este aspecto es explicitar una verdad de la que deben tener plena conciencia quienes eligen o designan a los que deben «afianzar la justicia» –en la expresión del Preámbulo de nuestra ley suprema– pues como bien se ha dicho lo fundamental es el acierto en la designación y no la prerrogativa de hacerla.

Hay que convencerse de que la designación de los jueces constituye un problema capital, desde que son «la figura central del derecho», en expresión de Francesco Carnelutti. Si bien el juez está en principio prisionero de la ley, es indudable que al aplicarla le imprime la huella de su carácter, traduciendo en sus fallos la sensibilidad, humanidad, cultura e imparcialidad de que esté dotado, a la vez que realizando con aquellas resoluciones efectivamente el orden jurídico. Por tanto fundamental es el juez en la realidad práctica del derecho en una comunidad, por lo que va de suyo que en su elección o designación deben primar absolutamente la idoneidad técnica y moral. No sin fundamento ha podido decir el mismo Carnelutti que «Es bastante más preferible para un pueblo el tener malas leyes con buenos jueces que no malos jueces con buenas leyes».

Creemos que el cuerpo judicial, integrado por juristas con auténtica vocación (sin desmedro para los que prefieren actuar, en las afueras de los despachos judiciales, con tesón e idoneidad en «el duro oficio de pedir justicia»), debe constituir una elite colocada bien alto, de difícil acceso y severa acogida, que ennoblezca al hombre del pueblo que se eleva hasta ella y, por su sola irradiación, a la masa popular entera. Por amor al pueblo y a las mejores posibilidades que duermen en él, debe establecerse, conservarse y recrearse un cuerpo judicial ciertamente independiente e imparcial, capaz de proteger incansablemente la justicia, contribuir al encausamiento de la vida social e iluminar y fecundar las reservas comunitarias positivas.

Idoneidad y responsabilidad [arriba] 

Se debe encomendar el oficio de administrar justicia a personas sabias e íntegras, que estén convenientemente retribuidas, sean inamovibles, juzguen según las leyes y sean responsables de sus actos.

Si las personas a quienes se encomienda el cargo de juez no conocen las ciencias jurídicas, necesariamente han de dar muchos fallos equivocados en sus juicios, con daño de los interesados. Y si no son íntegras, con frecuencia se dejarán sobornar por los litigantes y darán sus sentencias contra derecho.

Luego, para evitar ambos inconvenientes, se debe procurar que las tales personas tengan las cualidades sobredichas.

Por otra parte, si los jueces no son responsables de sus actos, están expuestos a proceder por arbitrariedad en sus decisiones y a cometer en sus juicios muchas injusticias sin temor de ser castigados.

Ergo, para coadyuvar a que sean íntegros y justos, deben estar obligados a responder de sus decisiones, debiendo ser sancionados por el mal desempeño de su cargo.

Soportes de su independencia e imparcialidad [arriba] 

Haremos ahora referencia a cuestiones que actualmente son objeto de amplio debate, especialmente en los medios: la independencia de los jueces y la posibilidad de revisar la inamovilidad y la intangibilidad de las remuneraciones de los mismos, polémica motivada por la muy difícil situación socio– económica por la que atravesamos.

Se nota que, en rigor, primero se ha discutido la intangibilidad de marras aduciéndose razones de solidaridad (a veces, es verdad, ante sueldos desproporcionados), pasándose luego al tema de la estabilidad, aunque frecuentemente con desconocimiento de los principios que informan estas materias, por lo que se impone aclarar, en primer lugar, el sentido de la independencia e imparcialidad de los jueces.

La independencia significa que el juez no está sujeto a órdenes en el cumplimiento de su actividad específica; y la imparcialidad, que no debe sacrificar la voluntad de justicia a ninguna otra consideración, por lo que ha de posponer en el ejercicio de su función judicial toda mira personal, sus amistades, odios o intereses propios y sus pasiones políticas.

Al prescribirse en normas constitucionales la inamovilidad de los jueces mientras dure su buena conducta, y la retribución que no puede disminuirse en manera alguna mientras permanezcan en sus funciones, se tiende a impedir todo favoritismo y toda gravitación susceptible de alterar su buen desempeño en la administración de justicia.

El derecho de defensa implica la independencia del Poder Judicial [arriba] 

Según la Constitución Nacional, tanto la garantía de intangibilidad de las remuneraciones como la de inamovilidad, constituyen los sustentos de la independencia del Poder Judicial; y la intangibilidad de las remuneraciones de los jueces preserva al Poder Judicial (no a sus integrantes en forma individual) y, en definitiva, a todos los ciudadanos en general, a quienes se posibilita el acceso a un Poder Judicial independiente, teniendo los justiciables el derecho a jueces con tranquilidad económica, la que coadyuva a que sean garantía de independencia e imparcialidad en el juzgamiento.

Debe quedar claro que el Poder Judicial es el único poder profesional con dedicación exclusiva, no sujeto al principio de periodicidad de las funciones públicas y prescindente en materia política.

Seamos realistas: si las personas destinadas a juzgar en los tribunales, tanto civiles como criminales, no están bien retribuidas, fácilmente se pueden dejar sobornar con dinero u otro género de bienes materiales, conviniendo entonces tengan una remuneración conveniente a su estado, para que no se tienten de recurrir a beneficios ajenos.

Por otra parte, y con el mismo realismo, la inamovilidad en el cargo es sobremanera conveniente para que los jueces puedan juzgar con libertad. Si los magistrados no están seguros de que por su sentencia no serán removidos de su cargo, puede que falten a la justicia por dejar contentos a los que mandan, sean los gobernantes formales o los reales…

Luego, si para que no sean corrompidos con dádivas deben estar suficientemente retribuidos, para que no sufran coacción por parte de los que tiene poder han de ser inamovibles en su cargo.

Obligación de las provincias [arriba] 

Además, siendo que la inamovilidad de los jueces es «conditio sine qua non» para su independencia y, por tanto, requisito esencial del principio de la «división de los poderes», carácter fundamental de la forma republicana de gobierno, las provincias al dictar sus constituciones están obligadas a garantizar la independencia del Poder Judicial mediante la inamovilidad mientras dure la buena conducta, razonamiento constitucional al que corresponde agregar:

–la invocación del artículo 18 constitucional, que prohíbe las comisiones especiales, como serían los tribunales con jueces carentes de inamovilidad, y

–la cita del artículo 16 que, al establecer la igualdad de todos los habitantes ante la ley, prohíbe que unos habitantes gocen del derecho de ser juzgados por jueces inamovibles y por consiguiente independientes, y otros, en cambio, puedan estar expuestos al fallo de togados movibles, faltos de la debida garantía de independencia.

El principio de solidaridad [arriba] 

Ahora bien, sin duda que paralelamente al principio de subsidiariedad, debe el Estado intervenir según el principio de solidaridad, conforme al cual los individuos, cuanto más indefensos están en la sociedad, tanto más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, en particular, la intervención de la autoridad pública.

La solidaridad, que tiene su verdadera raíz en la caridad, debe expresar una determinación firme de la voluntad de venerar la imagen de Dios que hay en cada hombre –por su inteligencia, su libertad, su alma inmortal y su destino de Gloria eterna–, procurando que también él la contemple para que sepa dirigirse a su fin último, y posibilitando –en lo que de cada uno depende– que pueda hacerlo.

Pero el Estado, en rigor, debe responder por la solidaridad no en tanto virtud moral de carácter personal sino como resultado social, promoviendo estructuras que faciliten el ejercicio de aquélla como virtud y, eventualmente, asumiendo «per se» el logro de los resultados incumplidos que en cada momento se estimen irrenunciables, mas sin atentar contra pilares de la forma de Estado adoptada, cuando no son violatorios del orden natural sino que, por el contrario, tienden a «afianzar la justicia», cometido consagrado en el Preámbulo impar, por cuanto sólo en el respeto debido a las condiciones para el ejercicio de la función judicial, que son garantías de naturaleza social que emanan de la Constitución nacional y deben ser respetadas por los Estados federados, puede darse una verdadera «administración de justicia».

No debe jamás perderse de vista lo que dijera la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso «Compañía Azucarera Tucumana c/ Provincia de Tucumán», fallado en 1927: «La Constitución es un estatuto para regular y garantir las relaciones y los derechos de los hombres que viven en la República, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, y sus previsiones no podrían suspenderse en ninguna de las grandes emergencias de carácter financiero o de otro orden en que los gobiernos pudieran encontrarse».

Los malos jueces [arriba] 

No podemos dejar de reconocer que existen jueces sin el requisito de la idoneidad, técnica o moral, con lo que aquí tampoco está ausente el que «de todo hay en la viña del Señor».

Para intentar luchar contra tal «horror», es menester no sólo ajustar los mecanismos para la designación de aquéllos, sino fundamentalmente crear conciencia en los que tienen la competencia para hacerlo de la importancia del acto, el que harto compromete su responsabilidad, inclusive por cierto la más trascendente: la moral.

Por otra parte, es necesario se pongan en funcionamiento efectivo los procedimientos para remover a los jueces indignos, debiendo también los que tienen autoridad para ello, tomar consciencia de la tremenda responsabilidad que asumen, tanto si permiten la continuidad de un juez que debe cesar como tal, como si desplazan al que no se ha demostrado carezca de las condiciones para permanecer en su cargo: los miembros de los órganos con atribuciones para remover a los jueces, cuando las ejercen son también jueces, con todas sus consecuencias... .

La prudencia jurídica [arriba] 

En otro orden de ideas, reiteramos lo que hemos escrito en anteriores oportunidades, en el sentido que la prudencia es una potenciación de la inteligencia y de la voluntad del hombre que le pone precisamente en situación de tomar decisiones acertadas; incluye en su concepto la osadía del que debe lanzarse desde el mundo del conocimiento al de la acción para introducir en la existencia aquello que aún no es.

Para que, ante un caso singular, el juez adopte una decisión acertada, una resolución prudencial, es menester que conozca:

a) Los principios que gobiernan toda la extensión del orden ético.

b) El orden normativopositivo, objeto primordial de las ciencias dogmáticas.

c) Las condiciones y circunstancias concretas que componen el caso singular.

Pero el sólo conocimiento es impotente para conducir a la solución normativa adecuada, siendo menester además un acto de voluntad recta: la prudencia es una de las virtudes cardinales y sólo cuando es constante y perpetua la voluntad de dar a cada uno lo suyo, ésta moverá a la razón para que dicte una solución conforme a la verdad (dice Santo Tomás que, en general, la justicia es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada cual su derecho, agregando que no basta para ser justos que alguno quiera observar esta virtud esporádicamente en algún determinado negocio, porque prácticamente no existe quien quiera obrar en todos injustamente, sino que es menester que el hombre tenga la firme voluntad de conservarla siempre y en todas las cosas).

Dentro del marco de posibilidades que siempre se ofrece al creador de derecho positivo, la razón descubrirá con seguridad la resolución justa y acertada si la voluntad aspira a los verdaderos principios de justicia.

La magnanimidad [arriba] 

Aprovechamos aquí para resaltar que una de las virtudes que debe poseer el gobernante en general es la magnanimidad.

Sobre ella ha escrito Santiago Ramírez: «La magnanimidad, (es) para que (el gobernante) no se contente con pequeñeces ni mediocridades, indignas de un Estado y de un estadista, sino que debe aspirar continuamente a engrandecer la nación con cosas y empresas verdaderamente dignas y honrosas ... por amor de la verdad y del bien común... Culto de la verdadera grandeza del Estado, no megalomanía ni aventuras fantásticas; mucho menos cobardía y pusilanimidad en acometer las reformas necesarias para conseguir siempre y en todo lo más grande y perfecto posible. Lleva la distinción y el estilo de nobleza a todas sus actividades ... el magnánimo es un espíritu amplio, generoso, no mezquino ni negativo ... mira cara a cara los problemas de las cosas y de los hombres, acometiendo su resolución a pecho descubierto y con energía indomable para la mayor grandeza de la comunidad. No le importan ni conmueven los decires de los hombres de dentro ni de fuera del Estado, porque no busca el aplauso, sino el bien de todos . Por eso el estadista verdaderamente magnánimo conduce a su meta la nave del Estado, en medio de los más agitados temporales, con pulso firme y sereno. Nada le turba, es siempre dueño de sí mismo, se crece ante las dificultades, arrostra intrépido la impopularidad si es necesario, sabe oír y perdonar, triunfa de sus adversarios, no por la fuerza, sino por la razón y por la grandeza de su alma y de su estilo... Todas las virtudes, privadas y públicas, se agigantan en manos del magnánimo».

Bien se ha dicho que hay por ello un parentesco que une a la prudencia con la magnanimidad, que hace tender, como conviene, hacia grandes cosas, aunque sea necesario atravesar todas las pruebas y todas las humillaciones; que el magnánimo sólo busca grandes cosas dignas de honor, pero estima que los honores mismos no son prácticamente nada; que no teme el desprecio si hay que soportarlo por una gran causa. El éxito no le exalta, y la falta de éxito no puede abatirle. Para él, los bienes externos son poca cosa. No se entristece en el caso de perderlos. El magnánimo da con largueza a todos lo que puede dar. Es verdadero y no hace ningún caso de la opinión desde el momento en que ésta se opone a la verdad por más formidable que pueda llegar a ser. Está dispuesto a morir por la verdad.

Los vicios opuestos a la magnanimidad son la pusilanimidad, o pequeñez de espíritu, por el que no se intenta lo que se puede por excesivo temor al fracaso; la presunción, que mueve a acometer empresas superiores a nuestras fuerzas (por ejemplo, buscar un cargo para el que no se está capacitado); la ambición, que lleva a procurarse honores indebidos al propio estado y merecimientos; la vanagloria, que busca fama y honor en forma desordenada; la mezquindad, que tiende a actuar quedando muy lejos de lo razonable y conveniente; y el despilfarro, que lleva más allá de lo que es prudente.

La fortaleza [arriba] 

Enseña Francisco Fernández Carvajal que la fortaleza es la virtud que hace al hombre intrépido frente a cualquier peligro y prueba de la vida, que desafía sin miedo y al que se enfrenta con valor. La fortaleza se hace presente en dos actos fundamentales: atacar y resistir. Unas veces hay que atacar para la defensa del bien, reprimiendo o exterminando a los individuos, y otras será necesario resistir con firmeza sus asaltos para no retroceder un solo paso en el bien conquistado; y señala Santo Tomás que, de estos dos actos, el más propio de la virtud en trato es el de resistir, siendo también el más difícil.

Agrega Fernández Carvajal que la virtud de la fortaleza se halla en el medio justo entre la cobardía, o temor desordenado, que inclina a la fuga ante el dolor y los peligros, y la temeridad, que sale al encuentro del peligro o se lanza ciegamente a empresas difíciles, por soberbia, vanagloria, presunción o necedad. Con el temor o cobardía se relacionan estrechamente los llamados respetos humanos que, por miedo al «qué dirán», llevan a abstenerse del cumplimiento del deber o de practicar con valentía y, cuando es necesario, públicamente la virtud. Relacionada con la temeridad está también la impasibilidad o indiferencia, que no teme los peligros, aunque sean de muerte, pudiendo y debiendo temerlos.

En relación al segundo acto fundamental de la virtud de la fortaleza (sostener, resistir, aguantar), se exigen paciencia y longanimidad, que sostienen al hombre contra la tristeza en medio de los peligros que combate, y la perseverancia y constancia, que inclinan al hombre a luchar hasta el fin, sin ceder al cansancio ni al desánimo, y que lo llevan a levantarse después de una derrota.

Ahora bien, el juez siempre debe juzgar de acuerdo con la ley, pero si bien, en principio, es «prisionero» de esa ley, al aplicarla le imprime el sello de su propia personalidad, de su sensibilidad humana, de su cultura e imparcialidad. Y de las numerosas calidades que deben adornar la figura del juez, merece ser resaltada la «firmitas animi», es decir, la fortaleza, de donde toda la vida profesional del juez debe ser un continuo ejercicio de esta difícil virtud.

Tal vida, de hecho, es una larga fatiga física y espiritual: exige paciencia consigo mismo y con los demás en las más variadas circunstancias; impone perseverancia en la voluntad de justicia; necesita valor para la defensa de los principios y derechos; exige humildad e impone un sentido de mesura en el ejercicio del poder.

Donde hay jueces auténticos, la expresión «voluntad de justicia» tiene para todos sentido positivo y concreto y valor de universalidad ... Y el auténtico juez debe crecer ante los obstáculos, juzgando como debe, sin miramientos ni vacilaciones, sin detenerse hasta ascender la cuesta del cumplimiento del deber, con espíritu de sacrificio y no de exhibición, sirviendo fidelísimamente a la justicia aún a costa de la hacienda, de la honra y de la vida.

La astucia y la avaricia [arriba] 

Por cierto que por ahí pueden verse jueces astutos; pero se ha enseñado con razón que la «astutia» es la más típica forma de falsa prudencia, aludiendo el término a esa especie de sentido simulador e interesado al que no atrae más valor que el «táctico» de las cosas y que es distintivo del intrigante, hombre incapaz de mirar ni de obrar rectamente.

La simulación, el escondrijo, el ardid y la deslealtad representan los recursos del astuto, espíritu mezquino y pequeño de ánimo. Y la astucia guarda esencial parentesco con la avaricia, entendida como el desmesurado afán de poseer cuantos «bienes» estime el hombre que puedan asegurar su grandeza y su dignidad («altitudo, sublimitas»).

Pues bien, jamás puede darse en un juez la virtud de la prudencia sin una constante preparación para la autorrenuncia, sin la libertad y la calma serena de la humildad y la objetividad verdaderas para conocer y reconocer la verdad de las cosas reales, actuando con valerosa confianza y prodigalidad de sí mismo, desatendiendo las reservas formuladas por el angustiado instinto de conservación y olvidando todo interés egoísta por la propia seguridad.

Necesitamos, en suma, jueces prudentes, magnánimos, sin avaricia, esto es, con auténticas virtudes humanas; se requieren –parafraseando a Maritain–, para la afirmación hasta el fin y la aplicación sin miedo de los terribles poderes de la justicia, hombres verdaderamente resueltos a sufrir cualquier cosa por la justicia y que verdaderamente comprendan el papel que les toca desempeñar al Estado como juez, hombres verdaderamente ciertos de conservar, dentro de sí mismos, en medio de los azotes del Apocalipsis, una llama de amor más fuerte que la muerte...

El juicio como concreción del orden de la ley [arriba] 

La ley «lato sensu» (en el sentido de norma general y abstracta, cualquiera sea el órgano del cual emane y el procedimiento seguido para su establecimiento) positiva, «puesta» por los hombres en el área de la historia, es una exigencia de la ley –derecho u orden– natural, «dada» a los hombres, en tanto ésta reclama concreción y determinación, así como aquélla exige principios inmutables que le den validez y fuerza moral.

La ley positiva recoge los principios inmutables de la natural, los explicita, los aplica a la realidad social, establece derechos y obligaciones en todo el campo que la generalidad o el silencio del derecho natural le atribuyen.

El derecho –natural y positivo– manda y prescribe un orden; pero este orden no siempre se realiza de modo pacífico y fácil: surgen constantemente trances en que es preciso discernir la norma aplicable, dirimir intereses contrapuestos, reparar las perturbaciones determina das por un acto injusto. Y la actualización «hic et nunc» del orden del derecho corresponde, en definitiva, al juez.

Por otra parte, el derecho –conjuntamente con el poder político y el gobierno– es una exigencia del orden político, causa formal del estado. Esto significa que el orden jurídico –que el juez, en su caso, actualiza– es necesario para mantener ordenada la convivencia en la «polis».

La actuación del juez, entonces, determinando lo justo o el derecho en el caso concreto, coadyuva al orden político, destacando que la sentencia judicial constituye una norma jurídica –individual– que integra, como toda norma, el ordenamiento jurídico positivo.

Si el juez ejerce poder político [arriba] 

Reiteradamente hemos sostenido que el poder político es la capacidad, la energía del estado de establecer normas de conducta y de obrar para el cumplimiento de su fin, que es el bien común temporal.

Ese poder es ejercido por los órganos del Estado, o autoridades públicas, que integran el gobierno. Y los jueces, autoridades públicas, al sentenciar establecen una norma de conducta; en consecuencia, ejercen el poder político para la promoción del bien común.

Esto estaba claro en el pensamiento de Santo Tomás, quien reiteradamente hizo referencia al punto con expresiones tales como:

«... el juicio que implica la determinación de lo justo pertenece a la justicia, en cuanto reside de un modo principal en el que rige la comunidad»; «... el juzgar corresponde al juez en cuanto ejerce pública autoridad»; el juez ejerce la potestad de la república («... reipublicae, cuius potestate fungitur»; etc.).

Pero es más, pensamos que los jueces no sólo ejercen poder político, sino que además ejercen o pueden ejercer «atribuciones políticas».

El poder político, en tanto que capacidad, implica atribuciones, esto es, derechos y deberes; así, el Estado tiene el derecho y el deber –la atribución– de realizar la guerra para la defensa.

Entre las atribuciones del poder (siempre ejercidas por órganos del estado), se distinguen las denominadas políticas, caracterizadas por ser:

Autónomas

Por ser incondicionadas por el derecho positivo o limitadas exclusivamente, a veces, por el orden jurídico constitucional.

Creadoras

Porque se ejercen para establecer normas o realizar actos relativos a una materia hasta entonces desatendida.

De dirección e iniciativa

Porque reflejan el poder político en toda su plenitud, mientras que el ejercicio de las atribuciones no políticas supone solamente un empleo derivado, subordinado y secundario del mismo poder; las decisiones que concretan las atribuciones políticas constituyen, para las otras actividades estatales, el impulso, la iniciativa, la dirección, la coordinación.

Pues bien, ejercen los jueces atribuciones política si, por ejemplo, receptan –o no– la teoría de las cuestiones políticas no invalidables judicialmente y afirman que tal o cual acto es político y, por tanto, no anulable o revocable por el «poder judicial; también, en ciertos casos de jurisprudencia decisiva y directiva: como recuerda Faustino J. Legón,

«La obra jurisprudencial, por ejemplo, de la Corte de Casación y del Consejo de Estado promovió y renovó el derecho privado y público francés con tanta o mayor fuerza que la acción legislativa, y por modos y vías no identificables con ésta».

El arbitraje [arriba] 

Debemos considerar aquí el problema del arbitraje, por su vinculación con el tema del ejercicio del poder político.

Conocido en Roma, alcanzó durante la Edad media su mayor desenvolvimiento y ocupó igualmente la institución en trato la atención de Santo Tomás, quien escribió sobre ella: «En los asuntos humanos, unas personas por su propia voluntad pueden someterse al juicio de otras, aunque éstas no sean sus superiores, como acontece en los que se comprometen a la decisión de árbitros; y de ahí se deriva la necesidad de que el arbitraje sea robustecido por la pena, puesto que los árbitros que no son los superiores, no tienen por sí plena potestad coercitiva».

Los árbitros no ejercen poder político en tanto no son órganos estatales; por ello carecen de lo que suele llamarse «imperium»; y desde tiempo inmemorial, cuando ordenan o disponen una actividad que es resistida y desconocida, debe acudirse al juez competente a los efectos que éste preste el auxilio correspondiente, como destacara el Santo.

Por otra parte, pensamos que el último fundamento del arbitraje – viable dentro de ciertos límites y supuestos, que no es el caso analizar aquí– en encuentra en el «principio de subsidiariedad».

El juicio por jurados [arriba] 

Sigue propiciándose por algunos el juicio por jurados –especialmente en materia penal– compuesto por individuos que ni conocen las leyes, ni están obligados a responder de sus actos, tratándose por ende de una manera muy imperfecta de administrar justicia.

Cierto es que los miembros del jurado, a quienes no se exige – reiteramos– ni conocimiento del derecho ni responsabilidad de sus acciones, no juzgan sino sobre el «hecho», dejando la cuestión de «derecho» para el magistrado que debe entender en ella; mas esto no desvirtúa la precedente aseveración, por las siguientes razones:

Porque lo que es propiamente difícil en las causas criminales, es ventilar la cuestión del hecho, sobre si el tal individuo cometió tal delito o no, sobre si obró como verdadero homicida o ejecutó una acción de otra especie, etc.; y esta cuestión es la que se deja precisamente al juicio de las personas del pueblo.

Porque este juicio lo deben dar sin responsabilidad alguna, lo cual se presta a abusos enormes.

Porque la opinión de los medios y del público que asiste a los debates, fácilmente puede inclinar a la absolución del culpable o a que se de por libres a los malhechores y viva apestada de ellos la sociedad.

El juez frente a la ley injusta [arriba] 

Respecto de la ley injusta, anota José Corts Grau que los principios fundamentales son los siguientes:

1) No debe obedecerse a la potestad civil cuando ordena algo contrario a la «legem divinam».

2) Cuando las leyes son injustas, no obligan en el fuero de la conciencia, pues más bien son violencia que ley.

3) Aunque las leyes injustas no obligan en el fuero de la conciencia, pueden haber trances, cuando son simplemente contrarias al bien humano, en que «per accidens», a fin de evitar escándalo o perturbación, haya que someterse a ellas.

Se distingue, entonces, entre leyes que prescriben algo pecaminoso en sí y leyes cuya injusticia estriba en el abuso del poder; en cuanto a las primeras no es lícito obedecerlas, mientras que respecto de las segundas, cabe una sumisión para evitar mayores males y entonces, mas que una imposición, es una dispensa que se otorga.

Añade Corts Grau que para negar obediencia a una ley no basta cualquier duda, sino una injusticia notoria de esa ley, importando discernir escrupulosamente entre ley injusta y ley molesta, conceptos que la pasión humana tiende a involucrar.

Así las cosas, habiendo declarado S. S. Pio XII que el juez no puede, en ningún caso, reconocer y aprobar expresamente la ley injusta, en el ejercicio de la magistratura, en tratándose de casos de divorcio vincular hemos dicho reiteradamente: «Obedeciendo a un imperativo de conciencia, dejo a salvo mi posición respecto de una sentencia que, por aplicación de una norma general positiva, decreta un divorcio vincular. Sin perjuicio de distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de persona, es menester reafirmar que, ciertamente, el divorcio vincular atenta contra el derecho natural secundario, el cual exige la familia monogámica y estable, de donde la ley que lo admite es injusta, no obligando por ende en el fuero de la conciencia. Mas como la injusticia de tal ley estriba en que el poder civil no reconozca la verdadera naturaleza del matrimonio, sociedad en la que los cónyuges se unen con un vínculo único e indisoluble, media una dispensa que permite se limite el órgano jurisdiccional a la mera aplicación material de aquélla».

Y no podemos concluir este tópico sin incluir la opinión de Tomás D. Casares: «Hay un propósito general y esencial de la Constitución que está expresado en la frase del Preámbulo según la cual uno de los fines de ella es ´afianzar la justicia`. Esto no significa sólo afianzar el Poder Judicial, constituyéndolo según las exigencias de la colectividad en que debe actuar, y consagrando su indispensable independencia. Una magistratura judicial sabiamente organizada, obligada a aplicar sin recurso alguno leyes inicuas no afianza la justicia sino la iniquidad. El art. 59 del Código de Procedimientos que prohíbe a los jueces juzgar de la equidad o valor intrínseco de la ley, cede ante el precepto constitucional a que me he referido. No le es permitido al Juez juzgar de la perfección de la ley, de su conveniencia o inconveniencia circunstanciales, de su mayor o menor bondad, teniendo en cuenta el fin que se propone; pero de la justicia, cuyos principios están por encima de toda consideración circunstancial y de todo criterio subjetivo porque provienen de la naturaleza de las cosas, de la justicia de la ley, no sólo puede, sino que debe juzgar porque va en ello un problema de conciencia que al Juez no le es lícito resolver remitiéndose desaprensivamente al texto de la ley para consagrar la iniquidad, y porque la Constitución, que debe ser aplicada antes que las leyes (art. 31) manda que la justicia sea afianzada.

¿Cómo? Sancionando el Estado leyes justas, aplicándolas los jueces estrictamente cuando son justas, y negándose éstos mismos a aplicarlas, por respeto a la justicia, que es, en esto, respeto a la Constitución, cuando violan los principios esenciales del orden justo que no es el que establezca un Estado, por el hecho de que el Estado lo haya establecido, sino que está por sobre las constituciones de los Estados, los cuales le deben acatamiento, porque es justo».

En suma, el principio es el del respeto por el juez a la legalidad: debe conocer la causa y dar la sentencia conformándose estrictamente a las leyes («... necesse est quod iudicium fiat secundum legis scripturam: alioquin iudicium deficeret vel a iusto naturalim vel a iusto positivo»). Pero – y por mandato del orden natural recogido, como hemos visto, en nuestro derecho positivo–, en tratándose de leyes injustas «no debe juzgarse según ellas» («secundum eas non est iudicandum»).

La citas de Santo Tomás contenidas en el párrafo anterior advierten como él señala y afirma, en sus justos límites, el hoy denominad «principio de legalidad», que suele exhibirse erróneamente como conquista del liberalismo individualista, con su gran desconfianza hacia los órganos de ejecución del Estado y una menor desconfianza hacia la ley, que sería la «auténtica expresión de la voluntad popular».

S. S. Pío XII, en el «Discurso en el I Congreso de la Unión de Juristas Católicos», del 6 de noviembre de 1949, escribía sobre este asunto:

Las insolubles contradicciones entre el alto concepto del hombre y del derecho según los principios cristianos... y el positivismo jurídico pueden ser en la vida profesional fuentes de íntima amargura. Nos sabemos muy bien ... cómo no raras veces en el ánimo del jurista católico, que quiere guardar fidelidad a la concepción cristiana del derecho, surgen conflictos de conciencia, particularmente cuando se encuentra en la situación de tener que aplicar una ley que la conciencia misma condena como injusta ... en realidad, desde el fin del siglo XVIII se han multiplicado –especialmente e regiones donde arreciaba la persecución contra la Iglesia– los casos en que los magistrados católicos han venido a encontrarse ante el angustioso problema de la aplicación de leyes injustas. Por esto aprovechamos la ocasión ... para iluminar la conciencia de los juristas católicos mediante la enunciación de algunas normas fundamentales. Para toda sentencia vale el principio de que el juez no puede pura y simplemente apartar de sí la responsabilidad de su decisión para hacerla recaer toda sobre la ley y sus autores. Ciertamente son éstos los principales responsables de los efectos de la ley misma. Pero el juez, que con su sentencia la aplica a cada caso particular, es concausa y, por consiguiente, responsable solidario de sus efectos. El juez no puede nunca con su decisión obligar a nadie a un acto intrínsecamente inmoral... El juez no puede en ningún caso reconocer y aprobar expresamente la ley injusta (la cual, por lo demás, no constituiría jamás el fundamento de un juicio válido en conciencia y ante Dios). Por esto no puede pronunciar una sentencia penal que equivalga a semejante aprobación. Su responsabilidad sería todavía más grave si su sentencia causara escándalo público. Sin embargo, no toda aplicación de una ley injusta equivale a su reconocimiento o a su aprobación. En este caso, el juez puede –a veces incluso debe– dejar seguir su curso a la ley injusta, siempre que éste sea el único medio de impedir un mal mayor. Puede infligir una pena por la transgresión de una ley inicua si ésta es de tal naturaleza que aquel que resulte condenado está razonablemente dispuesto a sufrirla para evitar aquel daño o para asegurar un bien de mucha mayor importancia, y si el juez sabe o puede prudentemente suponer que tal sanción será para el transgresor, por motivos superiores, voluntariamente aceptada. En los tiempos de persecución, frecuentemente sacerdotes y seglares se han dejado condenar, sin oponer resistencia, incluso por magistrados católicos, a multas o a privación de la libertad personal por infracción de leyes injustas, cuando de este modo era posible conservar para el pueblo una magistratura honesta y apartar de la Iglesia y de los fieles calamidades mucho más terribles. Naturalmente, cuanto más cargada de consecuencias está la sentencia judicial, tanto más importante y general debe ser también el bien que ha de protegerse o el daño que ha de evitarse...

El juez, creador de derecho, y la ideología de la seguridad jurídica [arriba] 

Bien enseña la teoría egológica del derecho que los jueces no actúan como una máquina de subsunciones, que no es posible presentarlos como autómatas silogísticos de los preceptos legales.

Hoy, prácticamente está fuera de discusión que los tribunales de justicia realizan una actividad creadora, en un doble sentido:

a) Porque al aplicar una norma general y abstracta a un caso concreto, crean otra norma –la sentencia– que, aunque individual, es tan norma jurídica como la que aplican, pues presentan ambas los mismos caracteres.

b) Porque la sentencia –norma individual– siempre contiene algo nuevo.

En la decisión judicial converge en definitiva la totalidad del ordenamiento jurídico, así como –y parafraseando a Carlos Cossio– todo el peso de una esfera recae sobre el punto en que aquélla hace contacto con una superficie plana.

Por ello es que ha podido sostenerse que el derecho a aplicar siempre ofrece al Juez un «marco de posibilidades», cuya interpretación permite dos o más soluciones, todas igualmente correctas desde el punto de vista lógico; puede, entonces, el juez optar entre las varias soluciones posible dentro del marco limitado por la normativa a aplicar, aunque debiendo hacerlo por la más justa para la singularidad concreta con su incomunicable individualidad.

Como también enseña Casares:

El juez es el legislador del caso que le está sometido. Por más que ese acto suyo, innegablemente normativo, está subordinado a la ley que ha de aplicar, la aplicación no puede consistir sólo en remitirse a ella, pues la singularidad de cada caso es absoluta. Y como en esa singularidad está aquello sobre lo cual tiene que recaer concretamente el acto de justicia, hay un extremo de la decisión del juz que debe comunicar no ya con el texto de la ley, en cuya generalidad no está la particularidad juzgada, ni sólo con la intención del legislador en el caso especial de la ley aplicable, sino con esa superior intención o finalidad de justicia, con ese propósito genérico de afianzar la preeminencia del bien común que es la más honda vertiente de donde proviene la autoridad de las leyes. Pues ley del caso va a ser la sentencia, y de lo que hay en ella de regulación singularísima será instranferiblemente responsable el juez y no la ley que aplique.

La ideología de la seguridad jurídica, expandida por la revolución francesa –burguesa e individualista– y por el éxito de las armas imperiales («pour droit de nature et pour droit de conquéte») fue construída en torno de la primacía absoluta de la ley –con una autoridad fundamentada en el mito de la voluntad de la nación formulada por los representantes del pueblo– y del contrato, y, complementariamente, de la idea del juez (respecto de los cuales pensaba Montesquieu que debían actuar como simple boca muerta que pronuncia las palabras de la ley) como autómata silogístico de los preceptos legales o convencionales.

La identificación de la ley (especialmente el Código Napoleón) con el derecho, llevó a Bugnet a escribir que no conocía el derecho civil («Je ne connais pas le droit civil»), que sólo conocía el Código prementado; y Demolombe, al comenzar su Tratado, realiza esta profesión de fe:

«Les textes avant tout. Je publié un traité de Code Napoleón».

Por otra parte, la autonomía de la voluntad se desdoblaba en la independencia del individuo y en su autodependencia en la esfera de su soberanía a través del contrato.

Finalmente, el juez debía limitarse a actuar silogísticamente, con un razonamiento deductivo compuesto de tres proposiciones, la tercera de las cuales (conclusión o sentencia) era la consecuencia única de las dos primeras (premisa mayor: ley o contrato, y menor: el caso concreto).

Pero tal ideología no ha podido prevalecer sobre la realidad, pese a los siempre renovados esfuerzos de los ideólogos, quienes incluso llevaron a que en Francia (y en otros países, imitadores) se tomaran medidas antijudiciales inspiradas en la desconfianza hacia los jueces; pero como la realidad concluye siempre imponiéndose, tales medidas en definitiva terminan produciendo nuevos judicialismos disfrazados; y así:

a) el establecimiento de un tribunal de casación, que garantizaría la legalidad y unidad en la aplicación de las normas, viene a ser una nueva y superior instancia jurisdiccional;

b) la creación de un consejo de Estado lleva a que sea un superior tribunal de derecho público; y

c) la configuración de un tribunal constitucional –concebido por Kelsen– conduce a una jurisdicción constitucional encargada de interpretar la constitución y proteger los derechos constitucionales, convirtiéndose sus miembros en nuevos jueces superiores (frecuentemente controlados por los legisladores cuyos actos deberían controlar).

La verdad es que debe reinar aquí la doctrina de la prudencia no obstante la ideología de la seguridad jurídica; y como dijo el Tribunal Constitucional Federal alemán en el caso «Kloppenburg v. Finanzamt Leer», de 1984, «en Europa el juez nunca fue meramente ´la bouche qui pronounce les paroles de la loi`», apelando para objetivar tal aseveración a los ejemplos del derecho romano, del «Common Law», del «Gemeines Recht» alemán y del derecho administrativo francés producido por el Consejo de Estado.

Es que la decisión judicial es un acto formalmente de la razón, transido de voluntariedad; implica una determinación racional de lo que es justo, pero no sólo una determinación sino también una valoración y un mandato, actos que no pueden realizarse sin el concurso de la voluntad, que quiere aquello que la razón le presenta como recto.

Por cierto que –como hemos señalado también en anteriores oportunidades– compartimos la preocupación por la actual «huída de la justicia», aunque pensamos que la solución no pasa por el dogma de la suficiencia de la ley y el contrato y la ilusión de los jueces como meros aplicadores de sus disposiciones, sino por la idoneidad técnica y moral, la imparcialidad e independencia de los mismos.

Entiéndase bien: no negamos la importancia de la predicción de soluciones a posibles controversias; mas pensamos que en definitiva lo más valioso es la solución final de las mismas, a cargo en última instancia de los jueces.

No se dude de que postulamos y favorecemos la seguridad jurídica, que es sin duda un principio de derecho natural y que implica –como bien se ha dicho– que el hombre pueda organizar su vida sobre la fe en el orden jurídico existente, con dos elementos básicos: a) previsibilidad de las conductas propias y ajenas y de sus efectos; b) protección frente a la arbitrariedad y a las violaciones del orden jurídico; mas en modo alguno podemos aceptar «la ideología» de la seguridad jurídica.

Nos permitimos remarcar que, para esta última, todos los caracteres propios de los objetos de la razón práctica (como variabilidad de las circunstancias, mutabilidad de las situaciones, complejidad extrema, etc.) aparecen como elementos que deben ser eliminados en homenaje a la claridad, la distinción y la simplicidad de las construcciones de la razón (como de algún modo lo son la ley y el contrato), reduciéndose la labor del juez a pura lógica deductiva, mediante la cual se explicita para el caso singular la única solución posible en aplicación de la pertinente norma (general o individual), excluyendo cualquier consideración histórica, sociológica o axiológica.

En rigor, la seguridad jurídica requiere soluciones probables, no necesarias como las de los saberes teóricos; y el juez debe concretar prudentemente lo justo en el caso traído a su conocimiento y decisión con el instrumento de la ley o del contrato, emitiendo un juicio práctico acerca de cuál es la solución concreta que en mayor medida contempla las razones de bien particular y de bien común en el caso singular.

Claro está, entonces, que la norma jurídica (general o individual) se distingue esencialmente de la ley física y su fórmula matemática que conceptualiza relaciones necesarias entre fenómenos, propia de las ciencias exactas y experimentales de la naturaleza, conceptualizando la primera conducta humana en su libertad.

La ley física se aplica indiferentemente a todos los casos particulares una vez que se han uniformado las condiciones experimentales («el calor dilata los metales»). Aquí todas las leyes son impersonales, anónimas o indiferentes, se cumplen exactamente igual en las mismas circunstancias.

Pero la norma jurídica no es similar a la ley física ni el derecho una técnica social análoga a la técnica físicomatemática ni un hacer fundado en el cálculo y en el experimento, sino regulación de la conducta humana construida en base a la prudencia, la que presupone el conocimiento de los principios, que existen y subsisten, quiéranlo o no algunos doctrinarios.

Y reiteramos que en las resoluciones o actos de imperio de la prudencia, esencialmente referidos a lo concreto, falto por sí de necesidad y no existente aún, no encontraremos la seguridad que se hospeda en la conclusión de un raciocinio teorético. El prudente no espera certeza donde y cuando no la hay, ni se deja tampoco embaucar por falsas certezas.

Los jueces y la «epiqueya» [arriba] 

Insistimos en el respeto al principio de legalidad: los jueces deben sujetarse a las normas que corresponde sean aplicadas –las que, reiteramos, siempre encierran una indeterminación, pues llevan insita una esfera más o menos dilatada de libertad– por lo que no deben dejar de lado aquellas que determinan y limitan sus posibilidades, que son conocidas por todos los componentes de la comunidad y que le obligan incontestablemente y en conciencia en tanto no sean incompatibles con el orden natural.

Y a esta altura debemos dedicar dos palabras a la «epiqueya», la «iuris legitimi enmendatio», que permitiría corregir la dureza del texto legal cuando, siendo aquél en sí justo, en su aplicación a un caso particular resulta injusto.

En el derecho antiguo, estrecho y formalista, la epiqueya era admitida y de frecuente uso. Recordamos que en Roma, al lado del «ius strictum», se reconocía el «ius aequum», el cual evitaba los rigores del primero sobre todo con la extensión del Imperio y la aplicación de su derecho a países extraños.

Santo Tomás concedía al juez, con el derecho romano, la epiqueya, mas –a nuestro juicio– en función de las instituciones medievales, sin fijar un principio de valor absoluto y universal. Por ello y en consecuencia, estimamos que la cuestión debe considerarse con especial referencia al derecho positivo vigente.

En nuestro ordenamiento jurídico, por ejemplo, que en general no aspira a un perfeccionamiento inhumano e irrealizable en la formulación de las leyes, sino que confía su concretización, en gran medida, a la discrecionalidad del juez (y también del administrador) orientada conforme a ka ley– tiene un papel capital la seguridad jurídica, a la que nos hemos referido antes.

Pues bien, pensamos que, si en el caso concreto no existe una válvula (como los institutos del abuso del derecho, de la lesión, de la imprevisión, etc.) que permita eliminar templar y ablandar en él , la rigidez y la firmeza de la ley, el juez debe sentenciar según la ley aunque estime que en la especie resulta injusta.

A la eventual injusticia en el caso, entonces, se antepone el interés de la seguridad jurídica; pero precisamente por ello la sentencia no deja de ser justa –y, por tanto, de obligar en conciencia como determinación concreta de la ley general en sí justa respecto al conjunto del ordenamiento en el que la seguridad jurídica –ingrediente de la justicia– desempeña un papel fundamental, permitiendo que cada miembro de la comunidad organice y desarrolle su vida sobre la confianza en el derecho positivo existente.

Los jueces y el «nullum crimen sine lege» [arriba] 

También con la seguridad se vincula el «nullum crimen sine lege», que limita a los jueces con competencia penal, con lo que de antemano quedan sustraídas a ésa buen número de acciones que en sí acaso sean injustas.

En cuanto al origen del «nullum crimen», se ha disputado acerca de su primera formulación, pero lo cierto es que, en la actualidad –pese a haber recibido el ataque del positivismo y de las ideologías totalitarias– se encuentra consagrado en numerosas constituciones y en la mayoría de los sistemas penales del mundo.

Esta fórmula –según la cual nadie puede ser condenado, llevado a juicio plenario o puesto en causa penal si una ley vigente en el momento del hecho no lo califica objetivamente a éste como delito y a tal título lo sanciona– representa una protección contra la arbitrariedad del juez y garantiza un orden seguro de derecho penal, aún exponiéndose al peligro de que uno u otro malhechor pueda escapar al brazo de la justicia.

La restricción puede entonces, en algún caso, afectar a la justicia material; pero en general y al obligar al juez del crimen a no anteponer a la ley su juicio de conciencia, sino a entenderlo sólo en dependencia de la ley, decidiendo –conforme a criterios que conocía el justiciable y controlables socialmente– sobre la punibilidad y la especie y graduación de la pena, coadyuva al orden justo global, eliminando en los integrantes de la comunidad la inquietud de recibir sorpresivamente castigos no previstos o previstos de diferente manera.

El «in dubio pro reo» y su fundamento en el orden natural [arriba] 

La regla según la cual sólo puede condenarse cuando, según los datos generales de las leyes y la información que conste de las piezas del proceso, el juez haya alcanzado la certeza acerca de la culpabilidad del acusado y que se expresa en el aforismo «in dubio pro reo», tiene aplicación secular en la legislación y en la jurisprudencia; no obstante, es bueno meditar brevemente sobre sus fundamentos en el orden natural o de la justicia.

Santo Tomás, en la «edad obscura», se ocupa con «lucidez» del problema. Afirma, en primer lugar, que quien «tenga mala opinión de otro sin causa suficiente, le injuria y le desprecia», agregando que

«mientras no aparezcan manifiestos indicios de la malicia de alguno, debemos tenerle por bueno, interpretando en el mejor sentido lo que sea dudoso».

Por otra parte, el Aquinate se anticipó en siglos a la afirmación en el sentido de que «es preferible absolver a cien culpables antes que condenar a un inocente», cuando expresó: «Puede suceder que el que interpreta en el mejor sentido se engañe más frecuentemente; pero es mejor que alguien se engañe muchas veces teniendo buen concepto de un hombre malo que el que se engañe raras veces pensando mal de un hombre bueno, pues en este caso se hace injuria a otro, lo que no ocurre en el primero».

Añadía el Doctor Angélico que el juzgado es tenido por honorable cuando se le juzga bueno, en tanto que por despreciable si se le juzga malo, por lo que debemos tender más bien a juzgar bueno al hombre, a no ser que haya una razón manifiesta para lo contrario.

En definitiva:

«In iudicium autem personarum, ut in melius».

Ahora bien, en la fórmula que nos ocupa se ve, por lo general, una garantía individual, lo que constituye una verdad a medias.

Las garantías son seguridades jurídicoinstitucionales que la propia ley señala para posibilitar la vigencia de los derechos y libertades reconocidos u otorgados; el derecho a la fama –derecho natural– está, en este orden de ideas, garantizado por el «in dubio pro reo».

Pero si el aforismo fuese nada más que una garantía, podría estar ausente del orden jurídico positivo, como ha ocurrido en ciertos tiempos y lugares con el «nullum crimen», de aparición tardía en el desarrollo histórico de las ideas penales, que no constituye una pauta de conducta que la razón conciba como universal y eterna (recuérdese que, en la concepción de Dorado Montero, el juez debería ser una especie de médico social, no imponiendo penas, sino medidas protectoras de los delincuentes y de la sociedad, por lo que no sería necesaria la garantía del «nullum crimen», también, que Ferri atacó la fórmula con presupuestos ideológicos diferentes a los de las reformas legislativas totalitarias).

Es que el axioma en trato es un imperativo insoslayable del orden natural, por lo que debe tener vigencia aún al margen o en contra de la legislación positiva. En efecto: es la justicia la que impone el deber de no juzgar mal de otro mientras no resulte con claridad su delito, pues de lo contrario se le injuria y desprecia, como ya hemos visto; y como el juez no puede dejar de juzgar, ha de resolver la duda –o la inexistencia de «manifiestos indicios» – en beneficio del acusado.

La violación de la fórmula, por tanto, constituye siempre una transgresión a lo justo natural. Ella importa, para el juez, un deber de conciencia, positivizado –en nuestro sistema en la legislación procesal y antes –lógicamente– en la norma fundamental jurídico positiva o Constitución, la cual sienta el principio de inocencia que, para la viabilidad de la condena, debe destruirse en el proceso (arts. 18 y 19, Const. Nac.).

Por otra parte, obvio es que se viola también la justicia y se compromete gravemente la responsabilidad moral y jurídica del juez, cuando el aforismo es utilizado para satisfacer intereses subalternos o evitar situaciones comprometedoras El orden de la justicia –útil es recordarlo– exige que los culpables sean castigados, pues de lo contrario se perjudica a la sociedad y a la persona a quien fue inferida la injuria.

Certeza y sentencia [arriba] 

Ha enseñado S. S. Pío XII, en el «Discurso a la Rota Romana», del 1 de octubre de 1942, luego de destacar que es necesaria la certeza moral sobre el estado de hecho de la causa que se ha de juzgar, para que el juez pueda proceder a pronunciar su sentencia:

Ahora bien, esta certeza, que se apoya sobre la constancia de las leyes y de los usos que gobiernan la vida humana, admite varios grados. Hay una certeza absoluta, en la cual toda posible duda sobre la verdad del hecho y la inexistencia del hecho contrario está totalmente excluida. Esta certeza absoluta no es necesaria sin embargo para dictar la sentencia. En muchos casos los hombres no pueden alcanzarla; exigirla equivaldría a pedir una cosa irracional al juez y a las partes; traería consigo el gravar la administración de la justicia más allá de una medida tolerable; incluso le estorbaría grandemente el camino. En oposición a este supremo grado de certeza, el lenguaje ordinario llama, no raras veces, cierto a un conocimiento que, estrictamente hablando, no merece tal calificativo, sino que debe considerarse como una mayor o menor probabilidad, porque no excluye toda duda razonable y deja en pie un fundado temor de errar. Esta probabilidad o cuasi certeza no ofrece una base suficiente para una sentencia judicial acerca de la objetiva verdad del hecho ... Entre la certeza absoluta y la cuasicerteza o probabilidad está, como entre dos extremos, aquella certeza moral ... caracterizada, en su lado positivo, por la exclusión de toda duda fundada o razonable y, así considerada, se distingue esencialmente de la mencionada cuasi certeza; por otra parte, del lado negativo, deja abierta la posibilidad absoluta de lo contrario, y con esto se diferencia de la certeza absoluta. La certeza de que ahora hablamos es necesaria y suficiente para pronunciar una sentencia, aunque en el caso particular fuese posible obtener por vía directa o indirecta una certeza absoluta. Sólo así se puede conseguir una regular y ordenada administración de justicia, que proceda sin retrasos inútiles y sin excesivo gravamen para el tribunal no menos que para las partes. Algunas veces la certeza moral no se obtiene sino con una suma de indicios y de pruebas que, tomados uno por uno, no sirven para fundar una certeza verdadera, y que solamente tomados en su conjunto impiden que en un hombre de sano juicio surja una duda razonable. De esta manera no hay, en modo alguno, un paso de la probabilidad a la certeza con una simple suma de probabilidades; paso que implicaría una ilegítima transición de una especie a otra esencialmente diversa… sino que se trata del reconocimiento de que la presencia simultánea de todos estos indicios y pruebas particulares tiene solamente un fundamento suficiente en la existencia de una fuente común o base, de la cual derivan; es decir, en la objetiva verdad o realidad. La certeza mana, por consiguiente, en este caso de la prudente aplicación de un principio de absoluta seguridad y de valor universal, es decir, del principio de razón suficiente. Si, pues, en la motivación de su sentencia el juez afirma que las prueba aducidas, consideradas separadamente, no pueden llamarse suficientes, pero, tomadas en conjunto y como abarcadas con una sola mirada, ofrecen los elementos necesarios para llegar a un seguro juicio definitivo, se debe reconocer que esta argumentación en sus líneas generales es justa y legítima. De todos modos, hay que entender esta certeza como certeza objetiva, es decir, basada en motivos objetivos; no como una certeza puramente subjetiva, que se funda en el sentimiento o en la opinión meramente subjetiva de este o aquel juez, acaso en su personal credulidad, inconsideración, inexperiencia. No se tiene una tal certeza moral objetivamente fundada si existen a favor de la realidad de lo contrario motivos que un sano, serio y competente juicio declara como, al menos de alguna manera, dignos de atención y que, consiguientemente, hacen que lo contrario deba calificarse no solamente como absolutamente posible, sino incluso también como de algún modo probable ... El juez debe ... decidir según su propia ciencia y conciencia si las pruebas aducidas y la investigación ordenada son o no son suficientes ... es decir, bastantes para la necesaria certeza moral acerca de la verdad y la realidad del caso que hay que juzgar ... Pero, puesto que la certeza moral admite ... varios grados, ¿qué grado puede o debe exigir el juez para estar en condiciones de proceder a dictar sentencia? Primeramente debe en todos los casos asegurarse si se tiene en realidad una certeza moral objetiva, es decir, si queda excluida toda duda razonable acerca de la verdad. Una vez asegurado esto, el juez, por lo regular, no debe pedir un más alto grado de certeza, sino cuando la ley, sobre todo por la importancia del caso, lo prescriba ... Podrá a veces la prudencia aconsejar que el juez, aunque no haya una expresa disposición en la ley, en causas de más grave importancia no se contente con un grado ínfimo de certeza. Pero si, después de una seria consideración y examen, se tiene una seguridad correspondiente a las prescripciones legales y a la importancia del caso, no se deberá insistir, con notable agravio de las partes, para que se aduzcan nuevas pruebas a fin de llegar a un grado más elevado. Exigir la mayor seguridad posible, no obstante la correspondiente certeza que ya existe, no tiene justa razón y hay que rechazarlo ...».

Sentencia y fundamentos [arriba] 

En estos tiempos informáticos que corren, es importante recordar que «la brevedad es el manjar de los jueces».

Escritos judiciales plagados de citas sin sentido, pero también sentencias con el mismo defecto, son pan de todos los días en la «praxis» judicial; y a veces encontramos resoluciones judiciales que son en verdad obras de doctrina, lo que implica confusión de roles y que, generalmente, atenta contra la celeridad de los procesos.

Resulta, por tanto, conveniente recordar viejos principios, a saber:

a) Que la doctrina (propia del iurisconsulto), si bien se integra con conocimientos prácticos dado que tiende a resolver problemas concretos, su grado de practicidad es distinto al de la jurisprudencia (propia del iurisperito): mientras ésta es inmediatamente práctica pues busca la solución directa a los casos reales, aquélla se mueve en un nivel de generalidad, en el sentido que estudia los derechos y las soluciones en sus rasgos comunes, haciendo abstracción de lo propio y particular de los casos concretos, los que sí son estudiados y resueltos en definitiva por los jueces; y de esto deviene lo que sigue.

b) Que la exigencia constitucional de que los fallos se motiven, no impone al juzgador desarrollos minuciosos, bastando que, mediante las proposiciones formuladas en torno a los hechos y el derecho del caso, la sentencia se sostenga por sí misma, como pronunciamiento razonable y objetivo, o lo que es lo mismo, no aparezca como pura afirmación caprichosa y subjetiva de la voluntad judicial.

c) Que no es necesario a tal efecto, que el tribunal se haga cargo de todas y cada una de las alegaciones de las partes, como tampoco que explícitamente se desechen argumentos baladíes.

d) Que la motivación suficiente exigida por las garantías constitucionales, no impone un cartabón de «quantum» sino de «calidad» de las argumentaciones que le sirven de sustento, lo cual supone correlación entre aquéllas y lo resuelto; es decir, no existe una medida en la fundamentación de una sentencia judicial, sino que bastará con que la misma contenga fundamentos razonables como condición de su validez.

e) Que la parquedad de una decisión judicial no importa falta de fundamentación, no debiendo confundirse fundamentación breve o sucinta con una insuficiente, incompatible con la garantía constitucional del debido proceso y con el principio de publicidad de los actos de gobierno.



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