¿Estado Constitucional de Derecho o Juez Robot?
Jorge Luis Bastons
I. Introducción [arriba]
En el presente estudio extraemos algunas conclusiones sobre “el Estado Constitucional de Derecho y el Juez Robot”, a partir de la observación de algunas similitudes y diferencias entre la doctrina de los actos propios, el instituto de la confianza legítima y el principio de buena fe.
Tal como hemos hecho en otros papers de nuestra autoría, llegamos aquí a unas conclusiones que no estaban previstas al momento de comenzar su desarrollo. Vale decir, que más allá de las muchas o pocas virtudes que pueda presentar este breve estudio, su resultado es ni más ni menos que la conclusión de las premisas que previamente lo han compuesto.
¿Tiene sentido hacer este preludio? Pues obvio que sí, dado que esta “forma” de escribir doctrina jurídica, que debería ser la habitual en cualquier trabajo con pretensiones científicas, sigue estando lejos de ser la norma.
II. Algunas noticias acerca de la doctrina de los actos propios [arriba]
En pocas palabras la doctrina de los actos propios consiste en que una de las partes de una relación jurídica preestablecida bajo ciertas normas jurídicas y/o criterios acordados libremente, decide apartarse de aquellos. Ante tal situación puede darse el caso de que la contraparte acepte de manera expresa o tácita dicho cambio, o bien que expresamente lo rechace.
Los elementos configurativos para la aplicación de la doctrina de los actos propios pueden sintetizarse en: a) que exista una conducta previa y una pretensión posterior emanadas de la misma persona y que se hayan producido ambas frente a la misma contraparte y dentro del marco de la misma relación o situación jurídica. Es decir, que existan identidad de partes y unidad de situación jurídica; b) que la conducta previa sea válida; c) que tal conducta y tal pretensión sean contradictorias y por tanto incompatibles entre sí (Mairal, Héctor A., La doctrina de los propios actos y la Administración Pública, Bs. As., 1994).
III. Algunas noticias acerca del instituto de la confianza legítima [arriba]
Sobre este tema sería ideal que lo comente quien más lo estudió y desarrolló en nuestro país, el Dr. Pedro Coviello y no quien suscribe, pero bueno, más allá del escaso tratamiento que aquí haré del instituto, al menos los colegas ya saben ahora qué autor consultar para conocer más y mejor de tan apasionante tema.
La sintonía gruesa de los antecedentes del instituto nos lleva a mediados del siglo pasado, cuando una viuda alemana se encuentra de pronto con que no puede percibir la pensión de su marido, porque a este le faltó un día de trabajo para acceder al beneficio jubilatorio.
Llevado el caso a la Justicia, esta resolvió que, a pesar del acto administrativo denegatorio del derecho de la viuda, correspondía hacerle lugar a la petición de la parte actora, tanto en razón de la buena fe de la misma, como, más específicamente, de las razonables expectativas y de la confianza legítima de la viuda a percibir la pensión de su marido.
Nótese que hablamos de confianza, de fe en el sentido católico del término (es decir, no en el sentido de una mera esperanza, sino de una convicción plena e indubitable), de expectativas razonables, esperables, legítimas (y en principio “no legales”), porque en concreto lo que el instituto en cuestión va a hacer es ir contra la estabilidad de un acto jurídico.
Es decir, que éste es un instituto que cuestiona la concepción decimonónica del Derecho, en la cual el imperio a rajatabla del principio de legalidad lo era todo. Y así va a abrir una brecha, una ventana, para que entre un poco de aire y oxigene a unos ordenamientos jurídicos europeos que por ese entonces eran muy rígidos.
El instituto de la confianza legítima ha sido receptado exitosamente por la jurisprudencia patria desde principios de la década del 90´. Uno de los fallos más antiguos y relevantes al respecto fue el sentenciado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación in re “Maderera Lanín”.
IV. La interacción del principio de buena fe, la doctrina de los actos propios y el instituto de la confianza legítima [arriba]
En palabras muy sencillas, y por tanto sin pretender acabar la cuestión, ni mucho menos definirla académicamente, podemos decir que la buena fe es un principio general del derecho que da cuenta de un estado mental de honradez, decencia y convicción respecto de la veracidad o exactitud de ciertas circunstancias de hecho y de derecho.
Esas circunstancias pueden ser de lo más variadas, por lo que pueden ir desde la certeza sobre la rectitud de una conducta, de un asunto, de una escritura pública, de una opinión, etc.
En tanto principio general del Derecho, el principio de buena fe devendrá transversal y común a todo el ordenamiento jurídico positivo que reconozca a aquellos principios generales como parte integrante de las normas jurídicas que lo componen.
En lo que a nosotros respecta, el principio de buena fe ilumina la totalidad del ordenamiento jurídico argentino, expresamente, desde su artículo 9 del Código Civil y Comercial de la Nación, así como desde la propia Constitución Nacional en tanto norma jurídica suprema destinada a regir los destinos de todos quienes gusten habitar nuestro suelo.
Como rasgo distintivo el principio de buena fe no solo presupone pensar bien y obrar bien, sino que para que ello efectivamente prospere es menester que siempre se obre diligentemente. Es decir, que no puede haber buena fe si no se obró conforme el deber de diligencia que razonablemente debe primar adecuándose en cada caso o circunstancia de hecho y de derecho.
Ergo, el principio de buena fe no es el gracioso resultado de una visión naif de la vida y el derecho, sino que se arraiga en la vieja idea del pacta sum servanda (los pactos deben ser cumplidos). Por lo expuesto, el principio jurídico de la buena fe se ancla en el compromiso y el alto valor moral de la palabra empeñada. Pero no de cualquier palabra empeñada, no de cualquier promesa dicha o hecha azarosamente, no en cualquier papelito firmado, sino en aquellos compromisos tomados, plasmados y desenvueltos conforme a derecho.
Pero prestemos mucha atención, porque cuando hablamos de “aquellos compromisos tomados, plasmados y desenvueltos conforme a derecho”, eso no quiere decir que necesariamente debamos estar ante actos jurídicos solemnes y perfectos, porque además de esos casos, la buena fe jurídica también puede estar presente ante situaciones previstas por el propio ordenamiento jurídico para auto-corregirse, para purificarse, para sacarse de encima (o al para menos morigerar) las nefastas consecuencias a que daría lugar un régimen jurídico ultra-positivista lleno de excesos formales manifiestos.
Por eso, si miramos las figuras bajo somero análisis más en profundidad, veremos que tanto la doctrina de los actos propios como la confianza legítima, vienen a contradecir al principio de buena fe. Y en alguna medida lo contradicen porque ambas figuras atacan, van (o suelen ir) contra un contrato o un acto jurídico a priori válido, legítimo, legal, eficiente y eficaz a que la propia existencia de los mismos daría lugar a presumir (conforme el principio de la buena fe).
Y, además, porque tanto en uno como en otro instituto, una de las partes está esperando que la otra se ajuste a lo razonablemente esperado, a tenor de la existencia de un estado de situación previo, que le hacía presumir cierto tipo de comportamiento de la contraparte y no otro.
V. Primeras conclusiones [arriba]
En síntesis, es sumamente importante que los actos jurídicos realizados se ajusten a las diversas requisitorias que el ordenamiento jurídico establece para la preservación de los derechos y obligaciones de las partes, para la estabilidad de los derechos y de los compromisos asumidos, de los derechos adquiridos y por adquirir, así como que el propio ordenamiento jurídico prevea abrir un par de ventanas y oxigene y flexibilice su propia estructura con figuras tales como: la lesión, el abuso de derecho, la confianza legítima y la doctrina de los actos propios, consolidando así la idea de un Derecho dúctil, que sin renegar del principio de legalidad, también establezca razonables límites a los excesos a que pudiera dar lugar toda vez que deje de satisfacer el valor justicia en el caso dado.
En definitiva, de lo que estamos hablando es de un principio de armonía jurídica que articule necesaria y razonablemente la seguridad jurídica, con la certeza y velocidad apropiada para el mejor tránsito de bienes y cosas a través de los más diversos institutos jurídicos, sin sacrificar la justicia por el camino.
En tal contexto y bajo dichas coordenadas, la buena fe es la demostración más cabal de la confianza de la sociedad en el cumplimiento del Derecho.
Y para que eso suceda, para que esa armonía exista, también es preciso que ese tráfico jurídico se mantenga alejado de aquellos extremos perjudiciales que son la irresponsabilidad, el descuido, la inconsulta, la torpeza. Así como de la retracción de los vínculos y operaciones jurídicas por el temor, la desconfianza, la inquina o el recelo frente a cualquier otra persona física o jurídica. O incluso ante el propio ordenamiento jurídico cuando no nos brinda las garantías y seguridades legales que la ciudadanía necesita para su diario vivir.
Situaciones todas que invitan a obrar con inteligencia, tanto en la Judicatura, entre los actores jurídicos, como en el grueso de la ciudadanía, so pena de caer a la larga en un estruendoso fracaso colectivo.
Todo lo cual nos lleva a concluir que necesitamos más y mejor educación jurídica: más instrucción cívica para la población, más y mejor preparación de los estudiantes de Ciencias Jurídicas, más y mejor formación de los letrados en funciones (lo implicaría que los Colegios de Abogados hagan una fuerte inversión de tiempo, inteligencia y recursos en función de ello).
Y lo mismo pasa con el Poder Judicial, es preciso contar con una mayor ductilidad conceptual en la magistratura, que no solo se ha vuelto necesaria para la concreción real y cierta del valor justicia en sus fallos, sino que así debe ser en función de la propia supervivencia de los jueces.
Porque si los magistrados no hicieran verdadera justicia y solo se limitarán a la mera aplicación lineal y automática de las leyes a los hechos por mera subsunción, sin atender a nada más ¿Pues entonces qué los distinguiría de un Juez Robot?
Entonces, para darle un corte definitivo a estos breves párrafos, cerramos con algo bien propio de estos tiempos de lecturas de ciento veinte caracteres, fotos en Instagram y videítos del plato del día de cada quien…
Nos despedimos con un simple pero muy elocuente slogan:
¡Estado Constitucional de Derecho, sí! ¡Juez Robot, no!
Pero prestemos mucha atención, porque si a los jueces de carne y hueso se les ocurriera obrar cual autómatas, en dicho caso no duden que todo el mundo preferirá a los robots: ya que al menos estos no cobrarían cuantiosos sueldos ni se tomarían vacaciones de cuarenta y cinco días al año.
En resumen, es el factor humano el llamado a hacer la diferencia. Por lo tanto, por favor, hagámosla antes de que sea demasiado tarde.
¡Muchas gracias!
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