Ibarlucía, Emilio A. 01-12-2005 - Reflexiones sobre el control abstracto de constitucionalidad en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires 17-02-2006 - Sobre el seguimiento de los fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación 14-07-2006 - Acerca de los nuevos escrutinios de control de constitucionalidad 17-08-2007 - La precisión de la regla de la real malicia 20-05-2009 - La "doctrina consolidada" y la obligatoriedad del seguimiento de los fallos de la Corte
El Estado Constitucional de Derecho se basa en los dos grandes principios enunciados en el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789, como requisitos para que pueda hablarse de que existe una Constitución: los derechos del hombre (hoy decimos derechos fundamentales) y la división de poderes (limitación del poder). Muchos países de distintos continentes se organizaron institucionalmente en torno a ellos; sin embargo, históricamente han diferido en cuanto a lo que parece lo sustancial de todo Estado de Derecho: el control de la supremacía constitucional. Sabemos que la declamada supremacía de la Constitución es meramente lírica sin un eficaz sistema de control para que ello sea efectivamente así. Todo parecería indicar que, al menos en esta cuestión, los países que pueden englobarse en tal caracterización deberían tener el mismo sistema de control.
No ha sido así desde los nacimientos del constitucionalismo (entendiendo por tal el movimiento que nace con las tres grandes revoluciones: la inglesa de 1688, la norteamericana de 1776 y la francesa de 1789). Las diferencias en esta materia han sido durante largo tiempo abismales. Ello ha obedecido a procesos históricos muy diferentes y a la influencia de concepciones filosófico-políticas también diferentes. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX paulatinamente los sistemas se han ido acercando, y sobre todo en las últimas dos o tres décadas como producto de profundas transformaciones del derecho constitucional tanto en el continente americano como europeo.
La República Argentina desde su organización institucional, a diferencia de otros países de Sudamérica, claramente, en cuanto a sistemas de control de constitucionalidad se refiere adscribió a uno de ellos - el norteamericano o sistema judicial difuso -, pero nunca dejó de inspirarse en los modelos europeos para la atención de diversas cuestiones institucionales [2]. No es de extrañar entonces que recurrentemente se sugiera que nuestro país debería crear un Tribunal Constitucional con la jurisdicción y el alcance de sus decisiones propias de los tribunales de ese nombre del viejo continente.
Adelanto desde ya que discrepo totalmente con tales propuestas, tanto por considerarlo innecesario como inconveniente, pero sobre todo porque se ignora que, como dije, los dos grandes sistemas predominantes en los últimos tiempos han limado sus diferencias, con una mayor aproximación del sistema europeo al norteamericano, como producto de una revalorización de este último. A demostrar ello apuntan estas líneas.
II. Los sistemas históricos de control de constitucionalidad [arriba]
1.- El sistema del control político.
Está fuera de discusión que la Revolución Francesa fue una de las parteras principales del constitucionalismo, y estamos acostumbrados a que nos parezca evidente que, siendo el principio de división de poderes uno de sus ingredientes esenciales, el mismo conduzca inexorablemente a que el Poder Judicial controle los actos de los otros poderes del Estado. Sin embargo, en Francia desde los albores de la Revolución no se lo entendió así. Muy por el contrario, siempre se consideró que los jueces debían ser meros aplicadores de la ley y que en ningún caso debían dejar de hacerlo bajo el pretexto de su invalidez.
Esto obedeció fundamentalmente a dos razones. Durante el anciene regime los parlamentos judiciales – órganos que administraban justicia en varias regiones de Francia [3] - se atribuyeron la facultad de no publicar determinados edictos de los reyes - sobre todo en materia impositiva -, lo que generó conflictos, al punto de que los monarcas se vieron impelidos mediante “lits de justice” a registrarlos. A partir de 1750 los parlamentos judiciales bloquearon las reformas fiscales intentadas por el poder real tendientes a una mejor equidad tributaria. Ello se debió a que los jueces eran de origen noble y sus cargos eran hereditarios, además de que podían ser comprados y vendidos - de ahí que se hablara de la nobleza de la toga –. Luis XV intentó limitar sus facultades; en 1771 se suprimió la venta y herencia de los oficios de magistrados, los que pasaron a ser nombrados por el rey y retribuidos por el Estado, lo que generó una gran resistencia de parte de los mismos, al punto de que en 1774 Luis XVI dio marcha atrás con la reforma y repuso a los antiguos magistrados, que pasaron a ejercer una gran presión sobre el poder real.
Por estas razones, al producirse la Revolución Francesa los jueces eran vistos como una casta privilegiada y lo primero que hizo la Asamblea Nacional de 1790 fue suprimir los parlamentos judiciales y crear tribunales con jueces nombrados por el rey. La desconfianza hacia los jueces era tal que Robespierre llegó a decir en dicha asamblea que la palabra “jurisprudencia” debía ser borrada del idioma francés [4]. Años más tarde el art. 5 del Código Civil francés (sancionado en 1804) prohibió expresamente a los jueces ejercer funciones legislativas.
Esta desconfianza motivada en concretos hechos históricos se aunó con las concepciones filosófico-políticas predominantes de la Revolución; en particular de los tres grandes pensadores que ejercieron mayor influencia. Por un lado, el padre de la teoría de la división de poderes, el barón de Montesquieu, quien sostenía que de los tres poderes el de juzgar era, en cierto modo, nulo. “Los jueces de la Nación no son, como hemos dicho, más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes” (“El espíritu de las leyes”).
Esta concepción se completó con las ideas de Juan Jacobo Rousseau, que giraron en torno a tres ejes: a) la caracterización de la soberanía como indelegable; b) la superioridad de la ley como expresión de la voluntad general, y c) la consideración de la separación de poderes como un dispositivo meramente técnico de división de funciones [5]. Es decir, una concepción radical de la ley; era la expresión genuina de la soberanía popular, lo que conducía, no al equilibrio de poderes, sino a la superioridad del legislador sobre los otros, y también a que no se concibiera la jerarquía de la Constitución sobre la ley ordinaria.
El tercer pensador que tuvo influencia decisiva fue el abate Emmanuel Sieyes, con el ensayo “¿Qué es el Tercer Estado?”, quien desarrolló la teoría de la soberanía del parlamento. Distinguió el poder constituyente del poder constituido, pero dejó en claro que el objeto de la Constitución era la organización del poder y el de las leyes la tutela de los derechos. No obstante, al padre de la teoría del poder constituyente – quien tuvo participación en las convenciones constituyentes de de 1791 y 1795 - no se le podía escapar que la misma se desvanecía si no existía un órgano que velara por la supremacía de la Constitución. Como la filosofía política de la revolución impedía adjudicar ese rol a un tribunal judicial, propuso que lo ejerciera un órgano especial distinto, y así surgió la idea de jury constitucional, lo que fue rechazado, pero luego la idea se plasmó en la Constitución del año VIII (1799) con la adjudicación de esa función al Senado Conservador. Con el advenimiento del imperio napoleónico y el posterior retorno a la monarquía, el tema no tuvo solución y tampoco con la Tercera República, dado que no hubo en ese período una Constitución codificada sino Leyes Constitucionales (1875). [6]
Fieles a esta desconfianza hacia los jueces, con la sanción del Código Civil francés surgió la teoría de la exégesis sobre interpretación de la ley, cuya finalidad principal fue imponer a los jueces la sujeción a la ley, al punto de sostenerse que la ley no debía interpretarse sino sólo aplicarse, y la elaboración de máximas como la de Baudry Lacantinerie en cuanto a que si la solución del caso era injusta el juez podía dormir tranquilo porque la responsabilidad recaía en el legislador y no en él. [7]
En Francia siguieron fieles a la idea de no reconocerles la misión de control de constitucionalidad a los jueces, y con la Cuarta República (1946) se la adjudicaron a un Comité Constitucional, que sería el antecedente del Consejo Constitucional creado en 1958.
El Consejo Constitucional es un órgano político, sus integrantes no necesariamente son abogados, son designados por el Presidente de la República y los Presidentes de las Cámaras, y lo componen también los ex Presidentes de la República. Pero lo que caracteriza el sistema como control político es que ejerce el control antes de la promulgación de la ley, es decir, en forma preventiva y en abstracto. En el caso de las leyes orgánicas pasan directamente al Consejo y en el caso de las demás leyes sólo a impulso de determinados funcionarios (el Presidente de la República, el Primer Ministro y los Presidentes de ambas Cámaras). En 1974 se abrió la legitimación permitiendo que fuera a pedido de una minoría de legisladores.
Fue recién en 2009 que Francia introdujo una variante que admite el abordaje de la constitucionalidad en un “caso”: la “cuestión prioritaria de constitucionalidad”, que llega al Consejo por vía de elevación de los tribunales superiores, alternativa esta tomada de otros países europeos, que, como veremos, desde 1920 habían creado un nuevo sistema, al que luego me voy a referir.
En el resto de Europa y hasta la década de 1920 del siglo XX, los sistemas de los distintos países fueron similares. Ello porque pasaron alternativamente por sistemas de monarquías absolutas a monarquías constitucionales o repúblicas, sin que en los breves períodos en que esto último ocurría llegara a arbitrarse un sistema de control de constitucionalidad por medio de órganos independientes.
2.- El sistema del control judicial.
Del otro lado del Atlántico, la historia fue muy distinta. Antes de la independencia de 1976, las colonias gozaron de una relativa autonomía y tuvieron muy presente las sentencias del juez sir Edward Coke dictadas en el siglo XVII en Inglaterra, por las cuales declaró inválidas leyes del Parlamento por ser contrarias al common law, que son indudablemente el antecedente del judicial review. Cuando surgieron las primeras rebeliones contra la imposición de impuestos desde la metrópoli (Stamp Act de 1765), un tribunal de Virginia declaró que eran carentes de toda fuerza vinculante en una suerte de declaración de inconstitucionalidad [8]. Hubo dos casos más en épocas de la colonia y otros dos después pero antes de Marbury vs. Madison. [9]
Luego de la independencia, la previsión de que el Poder Judicial pudiera controlar a los otros poderes se encuentra en escritos de John Adams (checks and balances), y fue insinuada en algunas de las Constituciones que se dictaron en los nuevos Estados. [10]
Cuando se sancionó la Constitución de Filadelfia no se consagró expresamente que el Poder Judicial tendría esa facultad. Sin embargo, puede decirse que estaba implícita en el art. III sec. 2, al establecer que el Poder Judicial se extendía a todo caso que en derecho y equidad surgiera de esta Constitución, de las leyes y de los tratados. Asimismo, en 1789 se dictó la Ley de Judiciary Act, que habilitó el recurso extraordinario federal ante la Corte Suprema, entre otras razones, cuando se hubiera puesto en tela de juicio la validez de una ley por ser contraria a la Constitución.
Asimismo, en “El Federalista”, libro en el que se recopilaron los artículos escritos por los convencionales Hamilton, Madison y Jay para convencer a los Estados que ratificaran la Constitución, en el n° 78 Hamilton, luego de argumentar las razones por las cuales el legislador debía ajustarse a la Constitución, dijo que los tribunales habían sido concebidos como un “cuerpo intermedio” entre el pueblo y la legislatura con la finalidad de mantener a esta dentro de los límites asignados a su autoridad. Si ocurriese – dijo – que entre la Constitución y la ley hay una discrepancia debe preferirse aquella que tiene fuerza obligatoria y validez superior.
Estos antecedentes, no obstante, no fueron citados por Marshall en la célebre sentencia “Marbury vs. Madison”; desarrolló una impecable argumentación, conocida como “el silogismo de Marshall” para justificar por qué en caso de que una ley contradijera la Constitución, los jueces debían optar por esta última y no aplicar aquella. La sentencia contiene los elementos fundamentales de lo que se denomina control difuso de constitucionalidad. Comienza preguntándose si los accionantes tienen un derecho subjetivo o interés para acudir a los tribunales. Con ello deja en claro que es necesario que exista “standing” o legitimación activa, lo que da lugar a que exista un caso o una causa, sin lo cual no es posible pronunciarse dado que los tribunales no deben hacerlo en abstracto. Esto se vincula con la vía por la cual se ejerce el control: la vía incidental, indirecta o de excepción. Es decir, el objeto del juicio no es la declaración de inconstitucionalidad, sino que surge en forma incidental o indirecta para remover un obstáculo a la pretensión o a la defensa articulada por algunas de las partes.
En toda la argumentación Marshall habla del dilema con que los jueces se encuentran frente a una ley que contraría la Constitución, problema que puede presentársele a cualquier juez y no sólo a la Corte Suprema. Como dice Vanossi, el control judicial difuso nace del poder de interpretación, o sea de la necesidad de interpretar las normas aplicables al caso concreto a resolver [11]. El requisito del caso determina, a su vez, los efectos que la sentencia va a tener: van a ser sólo respecto de las partes de la causa.
A partir del fallo Marbury, el Poder Judicial se erigió como verdadero poder el Estado, dado que quedó claramente establecido que podía dejar de aplicar leyes dictadas por el poder representativo del pueblo, y que por ende no sería una mera administración de justicia, como se lo concebía en Francia. Pero ese tremendo poder desde el vamos quedó acotado ya que las sentencias no tendrían efectos “erga omnes” sino sólo para las partes del caso, aun cuando emanaran de la Corte Suprema. Desde el mismo fallo Marbury se insinuó lo que luego se conocería como el “self retraint”: que determinado tipo de actos privativos de los poderes políticos no iban a ser objeto de control por el Poder Judicial. Asimismo, se elaboraron una serie de técnicas de autorrestricción: además del “standing” ya señalado, que el interés (perjuicio) del peticionante tenía que estar maduro (“ripeness”) para ser atendido por los jueces, y que además debía subsistir al momento de decidir, o sea que no se hubiera convertido en abstracto (“mootness”).
El sistema del control judicial difuso de constitucionalidad fue, sin lugar a dudas, uno de los aportes más importantes al constitucionalismo que hizo EE.UU., pero no debe perderse de vista que durante los primeros cincuenta años desde el fallo Marbury se ejerció para declarar inconstitucionales leyes estaduales, es decir para fortalecer los poderes de la Unión Federal, y recién volvió a declarar la Corte inconstitucional una ley federal en el fallo “Dred Scott vs. Stanford” de 1857, que es seguramente el fallo más nefasto de la historia de EE.UU. y quizás del mundo, dado que, luego de desconocer legitimación a un hombre negro diciendo que no era ciudadano de EE.UU., declaró inconstitucional la ley del Compromiso Missouri que había establecido que quienes nacieran al norte de determinado paralelo (“Línea Missouri”) eran hombres libres.
Posteriormente, haciendo una interpretación maleable y elástica de la Enmienda XIV declaró la inconstitucionalidad de varias leyes laborales y sociales con el pretexto de que eran contrarias a la cláusula de la libertad de comercio, siendo su exponente emblemático el falo “Lochner vs. Nueva York” de 1903 (en 1925 se declararon inconstitucionales veintidós leyes estaduales de ese tipo). Esto hizo que, azorado, un escritor francés, Edouard Lambert, escribiera en 1921 un famoso ensayo donde habló del “gobierno de los jueces” o “judiciocracia”. [12]
3.- El sistema de control judicial concentrado y los sistemas mixtos.
En los parágrafos precedente hemos visto cómo se delimitaron dos sistemas diametralmente opuestos. En 1920 nació en Europa un tercer sistema, llamado de “jurisdicción constitucional concentrada”. Su mentor fue Hans Kelsen cuando se le encomendó la redacción de la Constitución austríaca, pero debe tenerse en cuenta que, en realidad, la jurisdicción concentrada, entendida como aquella por la cual se atribuye a un tribunal superior la competencia exclusiva para dirimir determinado tipo de cuestiones tenía su antecedente en el nacimiento de los Estados de organización federal, como Alemania y Suiza, en 1871 y 1874, ya que debía existir un alto tribunal que resolviera los conflictos que se plantearan entre el Estado central y los Estados locales. [13]
Tanta era la desconfianza hacia los jueces que existía en Europa que, en realidad el Tribunal Constitucional ideado por Kelsen fue pensado como un “privilegio de la ley”. Es decir, no cualquier juez podía declarar la invalidez de una ley sino sólo un tribunal de alto rango, especializado, compuesto por los juristas y hombres públicos más importantes del país. Este tribunal debía ejercer un control abstracto – o sea, no con motivo de la resolución de un caso judicial -, por el cual sólo determinados órganos políticos estaban legitimados para impugnar la validez de la ley. La idea era brindar un tratamiento especial a la ley acorde con su dignidad democrática. Luego en 1929 se introdujo en Austria la variante del control concreto o cuestión de constitucionalidad, que los tribunales de grado elevaban al TC.
El sistema – conocido como “modelo europeo” - fue seguido por Checoslovaquia en 1920 y por la República Española en 1931, pero luego se expandieron en Europa los regímenes totalitarios, que, por supuesto, hicieron añicos toda posibilidad de control de constitucionalidad de las normas. Las violaciones masivas de los derechos humanos que ello implicó hizo que todos los países, especialmente los que habían sufrido esos regímenes, luego de la guerra dictaran constituciones con declaraciones de derechos fundamentales y sobre todo con especiales mecanismos de control para que no quedaran en la letra muerta, todo lo cual se procuró mediante el fortalecimiento de la jurisdicción concentrada. Se completó el cuadro con la incorporación en algunas constituciones de la cláusula del contenido esencial de los derechos (art. 19.2 de la Ley Federal de Bonn, y luego en el art. 53.1 de la Const. española de 1978), y con la previsión del recurso de amparo incluso contra leyes (Alemania) o contra sentencias (España).
Puede hablarse de tres “oleadas”: la primera signada por las constituciones de Austria (1945), Alemania (1949) e Italia (1947). La segunda corresponde a la década de 1970 (Portugal, 1976; España, 1978), y la tercera a las que se dictaron en Europa central luego de la caída del muro de Berlín. El modelo tiene sus variantes según cada país. En algunos casos coexisten la acción directa de inconstitucionalidad (con limitación de los legitimados para promoverla, sobre todo la encaminada a dirimir conflictos entre el Estado federal y los Estados, o en el Estado central o las regiones), la cuestión de constitucionalidad y los recursos de amparo.
En otros países, el sistema del control concentrado rige en forma paralela – con distintas variantes procesales - al sistema difuso (Grecia, Chipre, Malta, Perú, Brasil, Colombia [14]) y de ahí que se hable de sistemas mixtos.
4.- Breve referencia al sistema argentino.
La Argentina, como todos sabemos, al seguir las aguas del modelo norteamericano por ser el único país de la época representativo, republicano y federal, adoptó desde un inicio el sistema del control judicial difuso. Ello se puso de manifiesto con la ley 27 de 1862 que en su artículo 2 estableció que los tribunales federales nunca procedían de oficio sino sólo en los casos contenciosos en que eran requeridos a instancia de parte, y en el art. 3 donde se habilitó expresamente a los jueces a prescindir al decidir las causas de toda disposición de cualquiera de los otros poderes nacionales que estuvieran en oposición con la Constitución. El cuadro se completó al año siguiente, al sancionarse la ley 48 – inspirada en la Ley de Judiciary Act -, donde al regularse el recurso extraordinario federal se contempló que uno de los supuestos de procedencia fuese que en el pleito se hubiese puesto en tela de juicio la validez de una ley por ser contraria a la Constitución Nacional (art. 14 incs. 1 y 2).
Fue así como, con toda naturalidad la Corte Suprema en un primer fallo de 1863 [15] dijo que un decreto de la época de Urquiza era inconstitucional por otorgarle facultades judiciales al capitán del puerto de Rosario, y en otro de 1865 [16] declaró inconstitucional una ley de la Provincia de San Luis que había establecido una aduana interior en violación del art. 9 de la C.N. Dos décadas después en dos fallos emblemáticos hizo una explicitación más fundada del control judicial de constitucionalidad. Primero en el fallo “Sojo” (1887) [17], y luego en “Municipalidad de la Capital c. Elortondo” (1888) [18]. En este fallo dijo “Es elemental en nuestra en nuestra organización constitucional, la atribución que tienen y el deber en que se hallan los tribunales de justicia de examinar las leyes en los casos concretos que se traen a su decisión, comparándolos con el texto de la Const para ver si guardan conformidad con esta…”
Adviértase que la Corte dijo “es elemental”, o sea lo que en Europa de esos tiempos era considerado una aberración, en nuestro joven país era elemental
El derecho público provincial ofrece variantes de control de constitucionalidad (del derecho interno respecto de la Constitución provincial) tomadas del sistema europeo (por ejemplo acciones directas de inconstitucionalidad ante el superior tribunal [19]). Muchas constituciones provinciales prevén que las declaraciones de inconstitucionalidad por el tribunal superior hace perder vigencia a la norma, su derogación o su caducidad según la fórmula que se utilice [20]. En algunos casos, como el de la C.A.B.A., se contempla el control abstracto de constitucionalidad en determinadas condiciones [21], y Tucumán tiene la peculiaridad de prever en Constitución, además de la Suprema Corte, un Tribunal Constitucional [22]. Pero siempre estas variantes coexisten con el control judicial difuso de constitucionalidad de las normas, tanto en relación a la C.N. como la provincial, por lo cual puede decirse que se trata de sistemas mixtos.
Si luego de la introducción de la cuestión constitucional en Francia, consideramos que existen básicamente dos modelos de control de constitucionalidad (el judicial difuso y el judicial concentrado) y analizamos sus ventajas y desventajas, vemos en primer lugar que el sistema del control difuso acarrea inseguridad jurídica, dado que distintos tribunales del país, de diferentes instancias y jurisdicciones pueden emitir pronunciamientos contradictorios acerca de la constitucionalidad de una ley, y pasan varios años hasta que la cuestión es resuelta por la C.S. luego de agotarse las instancias recursivas. Y aún cuando se pronuncia, en principio, los efectos de la decisión son para el caso concreto, sin efectos fuera del caso. El sistema del control concentrado, en cambio, favorece la seguridad jurídica, toda vez que es un único tribunal el que con carácter exclusivo se pronuncia sobre la constitucionalidad y sus sentencias tienen efectos “erga omnes”, con lo que queda despejada la incertidumbre definitivamente.
Por mi parte concuerdo con Vanossi (trabajo citado) que, pese a la inseguridad que genera, el control difuso de constitucionalidad es más valioso, dado que “democratiza” el control. Es decir, al ser posible que un juez de primera instancia declare una inconstitucionalidad es más factible que las partes lo planteen si lo estiman conveniente. Por otro lado, se compadece mejor con el respeto a la conciencia del juez, quien no se ve obligado a aplicar una ley que estima contraria a la Constitución o manifiestamente irrazonable. Téngase en cuenta que la elevación al T.C. de la cuestión constitucional que contempla el sistema europeo normalmente están habilitados a hacerla los tribunales de última instancia, y además no es un trámite rápido ni mucho menos sencillo.
Ahora bien, vimos que los sistemas de control que hemos analizado fueron en su origen diametralmente opuestos porque cada uno respondía a un proceso histórico peculiar y a concepciones filosófico políticas distintas.
El modelo europeo ha sido llamado por constitucionalistas europeos como el de la “Constitución política” y el norteamericano como el de la “Constitución normativa” [23]. Ambos términos parecen tautológicos, porque toda Constitución es política y está formada por normas, pero con la distinción se quiere decir que la primera es fundamentalmente un instrumento de organización de los poderes políticos y las declaraciones de derechos son sólo eso, meras declaraciones, dado que todo lo relativo a su desarrollo o “configuración” queda librado al legislador. Se trata de un modelo por el cual se confía en el legislador, como representante de la voluntad popular. De ahí lo de la “soberanía de la ley”, lo cual no quiere decir que se desconozca el principio de supremacía constitucional sino que es el legislador el que está en mejores condiciones de decidir sobre la mejor forma de ejercicio de los derechos.
El modelo norteamericano, en cambio, parte de la desconfianza al legislador. Estima que mayorías circunstanciales pueden avasallar los derechos de las minorías y que por ello es necesario que un tribunal independiente controle que ello no suceda (justificación del carácter contramayoritario) [24]. No obstante, como vimos, desde el mismo fallo Marbury, la C.S. y demás tribunales se preocuparon de dejar sentado que ejercerían ese poder sólo para resolver casos concretos con efectos “inter partes”, de forma tal que no pudiera entenderse que se invadían facultades de los otros poderes del Estado.
IV. Aproximación de los sistemas de control de constitucionalidad [arriba]
Sin embargo, podemos decir que, paulatinamente desde la segunda guerra mundial y en especial en las últimas décadas años, ambos sistemas se han ido acercando, al punto de limar sus diferencias sustanciales.
Desde el lado del sistema norteamericano porque por varias razones puede decirse que no siempre las sentencias tienen efectos sólo en el caso concreto decidido.
En primer lugar porque es la propia C.S. - por ejemplo en la Argentina -, la que se ha pronunciado en cuestiones abstractas con la explicación de que era necesario hacerlo para dejar sentada la interpretación correcta de la Constitución hacia el futuro. Por ejemplo: en el caso “Rios” de 1987 [25], en el cual, pese a que ya habían pasado las elecciones, dejó establecido – antes de la reforma de 1994 – que no era inconstitucional el monopolio de las candidaturas por parte de los partidos políticos; en el caso “Bahamondez” de 2006 [26], donde, pese a que el hombre ya estaba fuera de peligro de vida, se pronunció sobre el alcance de la autonomía personal del art. 19 de la C.N.; en el caso “F., A. L.” de 2012 [27], se expidió en relación a la interpretación del art. 86 inc. 2 del C.Penal conforme a la Constitución, a pesar de que el aborto ya se había producido
En segundo lugar, la admisión de las acciones colectivas o de clase hace que necesariamente las sentencias que se dicten tengan efectos expansivos más allá de quienes las promovieran. La ampliación de la legitimación activa ha hecho que más de una vez se dicten sentencias con efectos prácticamente derogatorios de las leyes cuestionadas. Ello ha ocurrido con la llamada “ley espía” en el fallo “Halabi” de 2005 [28], y con la ley de reforma del Consejo de la Magistratura con el fallo “Rizzo” de 2013. Asimismo, aunque dictado en un caso concreto, el fallo “Fayt” [29] prácticamente ha dejado sin vigencia nada menos que una claúsula introducida por la reforma constitucional de 1994.
En nuestro país pese a que ninguna norma constitucional establece que la doctrina que emana de los fallos de la C.S. sea de obligatorio seguimiento por el resto de los tribunales inferiores del país, desde que la Corte descalificara por arbitrariedad sentencias que no han decidido de esa manera y se elaborara la doctrina del “sometimiento condicionado” [30], está claro que los fallos de la C.S. tienen efectos expansivos fuera del caso concreto. Lo mismo puede decirse del sistema del “stare decisis” norteamericano. [31]
En Europa, en los últimos tiempos, tanto entre los iusfilósofos como entre los constitucionalistas, se ha impuesto la corriente que se denomina neoconstitucionalismo. Se llama así precisamente porque es nueva (neo) en relación a la concepción de la “Constitución política”, por la cual la Constitución, como dijimos, se limitaba a la organización de los poderes del Estado y lo relativo a los derechos quedaba librado a la voluntad del legislador. El neoconstitucionalismo implica, en cambio, la “constitucionalización del ordenamiento jurídico”, entendido como el proceso de transformación al término del cual todo el ordenamiento jurídico resulta “impregnado” por la Constitución. Se caracteriza por una “Constitución invasora”, “entrometida”, capaz de condicionar no solo la legislación sino también la jurisprudencia, la doctrina, la acción de los políticos y las relaciones sociales.
El autor italiano Ricardo Guastini define siete condiciones para que el ordenamiento jurídico quede impregnado por la Constitución, la mayoría de las cuales han estado siempre presentes en el modelo norteamericano de control de constitucionalidad (existencia de una Constitución rigída, la garantía jurisdiccional de la Constituicón, su fuerza vinculante, la aplicación directa de la Constitución, la interpretación conforme de las leyes, la influencia de la Constitución en las relaciones políticas) [32]; de ahí que autores como Manuel Medina Guerrero [33] y Alfonso García Figueroa [34], en tesis que comparto, digan que en EEUU no puede hablarse de neoconstitucionalismo. Y por mi parte agrego: tampoco en la Argentina.
Pero hay un elemento del neoconstitucionalismo señalado por Guastini que tiene particular importancia: lo que llama la sobreinterpretación constitucional. Se parte de la premisa de que toda Constitución es un texto “finito”, completo o limitado, y que por ende contiene lagunas. Ante ello se puede optar por una interpretación restrictiva, lo cual deja un amplio campo librado a la acción del legislador, o puede optarse por una interpretación extensiva, lo cual conduce a la sobreinterpretación del texto constitucional. Esto es, que se extraigan de ella todas las normas jurídicas, idóneas para regular cualquier aspecto de la vida social y política de un país. No quedan espacios vacíos, todo está previamente regulado por la Constitución, se achica el ámbito de discrecionalidad legislativa, y por ende no existen leyes que escapen al control de constitucionalidad.
Las otras notas distintivas, cuando se extrema su aplicación, conducen también a sobredimensionar el rol del juez en detrimento del legislador, dado que si se acentúa la aplicación directa por el juez (o sea, sin intermediarios), si se exagera con la interpretación conforme [35], la consecuencia necesaria es que el juez – cualquier juez – tendrá argumentos suficientes para dejar de aplicar la ley, pese a su letra expresa, invocando que aplica directamente la Constitución, aún cuando no declare a aquella inconstitucional. Por ello, autores como Luigi Ferrajoli dicen que el juez tiene que “denunciar” la ley cuando la estime inconstitucional [36]. Los teóricos del neoconstitucionalismo (Alfonso García Figueroa [37], Gustavo Zagrebelsky [38], entre otros) hablan de que toda esta concepción potencia el rol del Poder Judicial (no solo del T.C,) en detrimento del legislador.
Si a ello se suman corrientes interpretativas europeas que propician el “uso alternativo del derecho” [39]; o sea, la adaptación de las normas a las inclinaciones políticas del intérprete, propiciándose que así deben actuar los jueces, está claro que el juez ordinario tiene un gran bagaje teórico iusfilosófico que lo habilita a no aplicar la ley, invocando la aplicación directa de la Constitución, aún cuando no la declare formalmente inconstitucional.
¿No es acaso esto similar a la prescindencia de nuestro art. 3 de la ley 27? Recordemos que en los sistema de control difuso de constitucionalidad tanto se ejerce esa función por medio de la declaración formal de inconstitucionalidad como por medio de su prescindencia con iguales resultados. [40]
Finalmente, el sometimiento de los distintos Estados a un tribunal de derechos humanos supranacional o regional (v.g: la Corte Interamericana o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos) contribuye a que el control en cada país se acerque al sistema judicial difuso. En efecto, estos máximos tribunales internacionales tienden a imponer que la doctrina que emana de sus fallos sea seguida por los los órganos jurisdiccionales y administrativos de todos los países miembros del sistema. En el caso de la C.I.D.H. a partir del fallo “Almonacid Arellano vs. Chile” de 2006 estableció que cuando un Estado había ratificado un tratado internacional como la Convención, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también estaban sometidos al mismo, lo que los obligaba a velar para que los efectos de las disposiciones de la Convención no se vieran mermados por la aplicación de leyes contrarias a su objeto. Impuso así el denominado control de convencionalidad, por el que deben los jueces tener en cuenta no sólo el tratado sino la interpretación hecha por el tribunal interamericano, intérprete final de la Convención. Posteriormente fue más lejos, y dijo que dicho control debía ser ejercido ex oficio por los jueces [41]. Si bien aclaró que debía ejercerse “de acuerdo a los supuestos formales y materiales de admisibilidad y procedencia de ese tipo de acciones”, es evidente que la intención es imponer un sistema de control difuso, ya que lo quiere la C.I.D.H. es que su doctrina sea directamente operativa, sin que su aplicación se vea retaceada por el ordenamiento normativo de cada país.
Pues bien, hemos visto los distintos sistemas de control de constitucionalidad de los países que se inscriben dentro de lo que denominamos constitucionalismo. Vimos que obedecen a orígenes históricos y desarrollos distintos. Esas diferencias se han debido – y siguen debiéndose – a una diferente concepción acerca de cuál es el órgano con legitimidad suficiente como para tener el poder de no aplicar, o incluso invalidar, las decisiones normativas emanadas de los poderes representativos del pueblo. El problema de la legitimidad del controlante es la cuestión subyacente.
En EE.UU. tal dilema nació con el mismo control judicial de constitucionalidad, y de ahí nacieron en el mismo siglo XIX intentos por establecer reglas para resolver el problema (Cooley, 1868; Thayer, 1893), y luego en el siglo XX (las reglas de Brandeis (1936) [42], como asimismo todo tipo de teorías para justificar la legitimidad de los jueces para ejercer el control, tema permanente de debate en todas las universidades norteamericanas [43]. En la Argentina, el debate no ha sido tan intenso, dado que, frente a tantos gobiernos autoritarios la doctrina tuvo una tendencia a justificar y propiciar el control judicial de constitucionalidad, pero igualmente el debate se plantea ante cada caso de trascendencia política que se suscita y se visualiza en los votos de mayoría, en los concurrentes y en disidencia de los fallos de la C.S., donde siempre el problema gira en relación al alcance del control del Poder Judicial frente a las decisiones tomadas por los poderes políticos.
En Europa han procurado enfrentar el dilema por medio de la jurisdicción judicial concentrada que hemos visto. Al integrar los Tribunales Constitucionales con especialistas de derecho público provenientes no sólo de los ámbitos académicos sino también políticos, y establecer que duran en su función un tiempo limitado (10, 12 o 15 años según el caso), con renovación periódica (generalmente por tercios) [44] se procura que los cambios de humor o de preferencias ideológicas o políticas del electorado se reflejen en la composición del tribunal, cosa que, a su entender no se logra con el sistema norteamericano de jueces vitalicios.
Esto nos lleva a reflexionar sobre una cuestión que recurrentemente se plantea en nuestro país. Me refiero a la sugerencia de que se cree un Tribunal Constitucional con el sistema de control que el mismo ejerce en los países europeos. Felizmente el legislador preconstituyente de 1993 no lo aconsejó entre los temas habilitados de reforma de la Constitución, y bien que hizo, dado que es totalmente innecesario. Si se trata de crear un T.C. manteniendo la facultad de todos los jueces de ejercer control de constitucionalidad no tiene ningún sentido, dado que la C.S. es un T.C., salvo que se pretenda eliminar la C.S., lo que, además de impracticable, sería reemplazar un tribunal por otro con las mismas competencias. Cierto es que podrían restringirse algunas competencias de la C.S. (v.g. en materia de apelación ordinaria y de competencia originaria [45]), pero lo fundamental que da lugar al recurso extraordinario federal no podría dejarse de lado, dado que es esencialmente el ejercicio del control de constitucionalidad. Aunque quisiera eliminarse el recurso extraordinario por arbitrariedad de sentencia, necesariamente resurgiría porque, como todos sabemos, tiene fundamento constitucional y independientemente de que la ley lo contemple o no, sin perjuicio de que actualmente la C.S. lo restringe por medio del art. 280 del C.P.C.
Si la pretensión es crear un T.C. con jurisdicción constitucional exclusiva estimo que es totalmente impracticable. No se les puede decir a los jueces de un país después de 150 años de ejercer control de constitucionalidad que de ahora en más no podrán hacerlo. Tampoco, obviamente, se le puede decir ello a los litigantes, acostumbrados a plantear la cuestión de constitucionalidad ante los jueces de instancia para que la resuelvan al dictar las respectivas sentencias.
Finalmente, ¿qué sentido tiene adoptar el sistema de la jurisdicción constitucional concentrada cuando en el continente de origen poco a poco han ido dejando de lado su fundamento originario, y se propicia, en definitiva, que todos los jueces apliquen la Constitución desplazando a la ley si es necesario para arribar a una solución justa?
[1] Publicado en La Ley, Supl. de Der. Const, abril de 2013, n° 2.
[2] V.g.: los Consejos de la Magistratura para el nombramiento y remoción de jueces, adoptado por la ref. const. de 1994 y en varias constituciones provinciales. El derecho público provincial, a través de sus distintas etapas, en particular se ha inspirado en las instituciones europeas.
[3] El primero fue el Parlamento de París en el siglo XIII, y en el siglo XV se crean en distintas provincias.
[4] Jiménez Asensio, Rafael, “El constitucionalismo. Proceso de formación y fundamentos del Derecho Constitucional”, 2da. ed., Marcial Pons, Barcelona, 2005, p. 85.
[5] Jiménez Asensio, ob. cit., p. 70. También: Fioravanti, Mauricio, “Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones”, 6ta. ed., Trotta, Madrid, 2009.
[6] Vanossi, Jorge, “Introducción a los sistemas de control de constitucionalidad”, L.L. 1980-A, 970.; Jiménez Asensio, ob. cit., p. 105 y ss. Es de señalar que el control de la administración en Francia se desarrolló a través de la jurisdicción contencioso-administrativa, conf. Bianchi, Alberto, “Control de constitucionalidad”, T. I, Abaco, 2da. ed., 2002,, p. 1008 y ss.
[7] Ver Llambías, Jorge J., “Derecho Civil. Parte General”, T. I, Perrot, Bs. As., 1961, p. 98 y ss.
[8] Jiménez Asensio, ob. cit., p. 51.
[9] Bianchi, ob. cit., p. 71.
[10] Jiménez Asensio, ob. cit., p. 53.
[11] Vanossi, ob. cit.
[12] “Le gouvernement des juges et la lutte contre la legislación sociale aux Etats Unis. L’experience américaine du controle judiciare de constitutionalité”, Girar, Paris, 1921.
[13] Jiménez Asensio, ob. cit., p. 149 y ss.
[14] Sobre variantes en Latinoamérica ver: Fix-Zamudio, Héctor y Ferrer Mac-Gregor, Eduardo, “Las sentencias de los tribunales constitucionales”, en “Tratado de Derecho Procesal Constitucional”, Director Pablo Luis Manili, La ley, Bs. As., 2010, T. III, p. 147.
[15] “Ríos, Ramón”, Fallos: 1:32.
[16] “Mendoza c. Prov. de San Luis”, Fallos: 3:131.
[17] Fallos: 32:120.
[18] Fallos: 33:162.
[19] V.g.: Art. 161 de la Const. Prov. de Buenos Aires; art. 165 de la Const. de Córdoba.
[20] V.g.: Const. de Sgo. del Estero (art. 175 inc. c), Chaco (art. 9), Río Negro (art. 208), Chubut (art. 108), Formosa (art. 128).
[21] Const. de la C.A.B.A., art. 113, y ley 402.
[22] Const. de Tucumán, arts. 133 y 134.
[23] Jiménez Asensio, ob. cit., p. 91 y ss.
[24] Como es bien sabido, así fue calificado por Alexander Bickel en “The least dangerous branch” de 1962.
[25] Fallos: 310:819.
[26] Fallos: 316;479
[27] Fallos: 335:197.
[28] Fallos: 332:111.
[29] Fallos: 322:1616 (1999).
[30] “Cerámica San Lorenzo”, Fallos: 307:1094 (1985) y “Balbuena”, Fallos: 303:1769 (1981).
[31] Ver Bianchi, Alberto, ob. cit., T. I, p. 349.
[32] “La constitucionalización del ordenamiento jurídico. El caso italiano”, en Carbonell, Miguel (Dir.). “Neoconstitucionalismo(s)”, 4ta. ed., Trotta-UNAM, Madrid, 2009, p. 49.
[33] “La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales”, Mc. Graw-Hill, Madrid, 1996, p. 1.
[34] “La teoría del derecho en tiempos de constitucioalismo”, en Carbonell, Miguel (Dir.), ob. cit., p. 162.
[35] La interpretación conforme deriva de una exigencia de los tribunales constitucionales europeos en cuanto a que, antes de elevar la cuestión constitucional a su conocimiento, los tribunales deben extremar la interpretación de la ley de forma tal que sea compatible con la Constitución. Como dicen Fix Zamudio y Ferrer Mac Gregor – con cita de García de Enterría – no es nada distinto al principio de presunción de constitucionalidad de las leyes y a que la declaración de inconstitucionalidad es la última ratio del orden jurídico (ob. cit., p. 161). El profesor italiano Alfonso Celotto, analizando esta exigencia de la Corte Constitucional de su país, sostiene que de esta forma ha contribuido a transformar el sistema de legitimidad constitucional en un sistema difuso, incluso en la parte aplicativa de la Constitución (“Las Cortes Constitucionales y la representación”, en “Tratado de Derecho Procesal Constitucional”, Director Manili, Pablo L., ob. cit., T. III, p. 1.
[36] “Pasado y futuro del Estado de Derecho”, en Carbonell, Miguel (Dir.), ob. cit., p. 18.
[37] “La teoría del derecho en tiempos de constitucionalismo”, en Carbonell, Miguel (Dir.), ob. cit., p. 162.
[38] “El derecho dúctil”, 5ta. ed., Trotta, Madrid, 2003.
[39] Ver: Ver: Sagüés, Néstor P., “La interpretación judicial de la Constitución”, Depalma, Bs. As., 1998, p. 85.
[40] En los leading case “Sojo” y “Municipalidad de la Capital c. Elortondo” no hubo declaraciones formales de inconstitucionalidad, como en muchos otros casos.
[41] “Trabajadores Cesados del Congreso vs. Perú” (2007), “Raxcacó Reyes vs. Guatemala” (2005), “Boyce vs. Barbados” (2007)
[42] Ver Bianchi, Alberto, ob. cit., p. 98 y ss.
[43] Ver García Mansilla, Manuel, “La judicial review y sus nuevos críticos”, en “Tratado de Derecho Procesal Constitucional”, Manili, Pablo L. (Dir.), cit., T. I, p. 262 y ss.
[44] Ver Rousseau, Dominique, “La Justicia Constitucional en Europa”, CPyC, Madrid, 2002.
[45] Mucho se ha hecho en esta materia a partir del fallo “Barreto” de la C.S. de 2006 (Fallos: 329:759), sin necesidad de reformar la Constitución.