JURÍDICO ARGENTINA
Jurisprudencia
Autos:Marbury William vs. Madison James (1803)
País:
Estados Unidos
Tribunal:Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos
Fecha:15-02-1803
Cita:IJ-XXXVII-170
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Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos

Período: Febrero de 1803.-

Durante el período de diciembre de 1801, William Marbury, Dennis Ramsay, Robert Townsend Hooe y William Harper, solicitaron, a través de sus letrados, una orden para que James Madison, Secretario de Estado de los Estados Unidos, manifestara las causas por las cuales no debería emitirse una orden judicial extraordinaria obligándolo a entregarles las varias confirmaciones de los cargos de jueces de paz en el distrito de Columbia.

La moción fue respaldada por declaraciones juradas sobre los siguientes hechos: que la notificación de la presente moción fue cursada al Sr. Madison; que el Sr. Adams, el presidente anterior de los Estados Unidos, había recomendado a los demandantes en el Senado por su consejo y consentimiento para ser nombrados jueces de paz del distrito de Columbia; que el Senado consintió a los nombramientos; que las confirmaciones de los cargos fueron firmadas en debida forma por el Presidente anteriormente mencionado, nombrándolos jueces de paz y que el sello de los Estados Unidos fue estampado en debida forma en dichas confirmaciones por el Secretario de Estado; que los demandantes le habían solicitado al Sr. Madison que les entregara las confirmaciones de sus cargos y que éste no cumplió con dicha solicitud; que dichas confirmaciones de los cargos no les fueron entregadas; que los demandantes habían solicitado al Sr. Madison, como Secretario de Estado de los Estados Unidos, en su oficina, información acerca de si las confirmaciones de los cargos habían sido firmadas y selladas como se mencionó anteriormente; que no se les brindó información explícita ni satisfactoria en respuesta a su solicitud, ni por parte del Secretario de Estado ni por ningún funcionario del Departamento de Estado; que se ha presentado una solicitud al Secretario del Senado para que emitiera un certificado de los nombramientos de los demandantes y del consentimiento del Senado, la cual fue rechazada; en consecuencia, una orden fue emitida para demostrar las causas del caso al cuarto día del presente período. Al ser debidamente cursada esta orden, el Sr. Jacob Wagner y el Sr. Daniel Brent, quienes habían sido citados al tribunal y a quienes se les solicitó que brindaran pruebas, se negaron a declarar bajo juramento, alegando que ellos eran empleados en el Departamento de Estado y no estaban obligados a divulgar ningún hecho relacionado con los negocios y transacciones ocurridas en dicha oficina.

El tribunal ordenó que los testigos declararan bajo juramento y que sus respuestas fueran documentadas por escrito; pero les informó que en el momento en que las preguntas fueran realizadas, ellos tendrían el derecho de declarar sus objeciones, si tuviesen alguna, a responder a cada pregunta en particular.

El Sr. Lincoln, quien había sido el Secretario de Estado en ejercicio cuando los hechos descriptos en las declaraciones juradas ocurrieron, fue citado a dar testimonio. Se negó a responder. Sin embargo, las preguntas se documentaron por escrito.

El tribunal aclaró que no se había solicitado la divulgación de ninguna información confidencial. Si ese hubiera sido el caso, él no estaría obligado a responder a las preguntas; y si pensaba que alguna información le había sido comunicada de forma confidencial, no estaba obligado a divulgarla y tampoco estaba obligado a comunicar ninguna información con la que pudiese incriminarse a si mismo.

Las cuestiones discutidas por los letrados para los relatores fueron: 1. si la Corte Suprema podía dictar una orden judicial extraordinaria de cumplimiento de deberes en cualquier caso. 2. Si ésta recaería sobre un Secretario de Estado cualquiera fuese el caso. 3. Si en el presente caso el tribunal podría dictar una orden judicial extraordinaria contra James Madison, Secretario de Estado.

El Sr. Presidente de la Corte Suprema de Justicia, juez MARSHALL comunicó la decisión del tribunal.

En el último período, en las declaraciones entonces leídas y presentadas ante el secretario del tribunal, se dictó una orden en este caso, solicitándole al Secretario de Estado que manifestara las causas por las cuales no debería dictarse una orden judicial extraordinaria obligándolo a entregarle a William Marbury su confirmación al cargo de juez de paz del condado de Washington, distrito de Columbia.

No hubo justificación alguna y la presente moción se presenta solicitando la orden judicial extraordinaria. La delicadeza peculiar de este caso, la novedad de algunas de sus circunstancias y la verdadera dificultad de ocuparse de los puntos que ocurren en él, requieren una exposición de los principios sobre los cuales se basa la decisión que la Corte presentará.

Estos principios han sido, de la parte del demandante, muy hábilmente discutidos en el tribunal. Al presentar la decisión de la Corte, habrá algunas desviaciones, de forma pero no en lo esencial, de los puntos establecidos en dicha discusión.

En el orden en el que la Corte ha revisado este tema, los siguientes interrogantes han sido considerados y decididos.

1. ¿Tiene el demandante el derecho de recibir la confirmación del cargo que solicita?

2. Si tiene un derecho y si dicho derecho ha sido violado, ¿le corresponde un remedio en virtud de la legislación de este país?

3. Si le corresponde un remedio, ¿es éste una orden judicial extraordinaria dictada por esta Corte?

El primer objeto de investigación es:

1. ¿Tiene el demandante el derecho de recibir la confirmación del cargo que solicita?

Su derecho se origina en una ley promulgada por el Congreso en febrero de 1801, concerniente al distrito de Columbia.

Luego de dividir el Distrito en dos condados, el artículo once de la mencionada ley establece que “deberán nombrarse jueces de paz en cada uno de dichos condados, al número de personas prudentes que el Presidente de los Estados Unidos, cada cierto tiempo, considere necesario, y continuarán en su cargo por cinco años”.

Surge de las declaraciones juradas que, en cumplimiento de dicha ley, John Adams, Presidente de los Estados Unidos en ese momento, firmó una confirmación del cargo de juez de paz para el condado de Washington para William Marbury; luego de la firma, dicha confirmación fue sellada con el sello de los Estados Unidos, pero nunca la recibió la persona para la cual había sido emitida.

Con el propósito de determinar si tiene el derecho de recibir dicha confirmación del cargo, es necesario investigar si había sido nombrado a dicho cargo. Ya que si efectivamente había sido nombrado, la ley establece que continúe en ejercicio de sus funciones por cinco años y que tiene derecho a poseer la prueba de la confirmación del cargo, la cual, estando completa, se convierte en su propiedad.

El artículo dos de la segunda sección de la Constitución declara: “el presidente propondrá y, con consejo y consentimiento del Senado, nombrará embajadores, otros ministros públicos y cónsules, y todos los demás funcionarios de los Estados Unidos cuya designación no provea este documento en otra forma”.

El Artículo Tercero establece que “deberá designar a todos los funcionarios de los Estados Unidos”.

Una ley del Congreso establece que el Secretario de Estado debe guardar el sello de los Estados Unidos “para extender, registrar y estampar dicho sello en todas las confirmaciones de los cargos de los funcionarios de los Estados Unidos a ser designados por el Presidente con el consentimiento del Senado o por el Presidente solamente; no obstante, dicho sello no podrá estamparse en ninguna confirmación de cargo con anterioridad a que haya sido firmada por el Presidente de los Estados Unidos".

Estos son los artículos de la Constitución y las leyes de los Estados Unidos que afectan a esta parte del caso. Parecen contemplar tres operaciones distintas:

1. La postulación. Este es solamente un acto del Presidente y es completamente voluntario.

2. La designación. Este también es un acto del Presidente y es un acto voluntario, sin embargo, sólo puede realizarse con el consejo y consentimiento del Senado.

3. La confirmación del cargo. La confirmación del cargo de una persona designada podría considerarse un deber impuesto por la Constitución. “Deberá”, dice dicho instrumento, “confirmar el cargo de todos los funcionarios de los Estados Unidos”.

Los actos de designación de cargos y de la confirmación de la persona designada en el cargo pueden rara vez ser considerados como un solo acto, ya que el poder de realizarlos se establece en dos artículos distintos y separados de la Constitución. La diferencia entre la designación y la confirmación del cargo será más evidente mediante el anuncio de esa estipulación en el artículo segundo de la segunda sección de la Constitución, que autoriza al Congreso a “conferir mediante una ley el poder de designar a dichos funcionarios inferiores, según lo crea necesario, solo al Presidente, a los tribunales de justicia o a las autoridades de los departamentos”, contemplando, por lo tanto, los casos en los que la ley puede ordenarle al Presidente confirmar el cargo de un funcionario designado por los tribunales o por las autoridades de los departamentos. En dicho caso, la emisión de una confirmación de cargo sería aparentemente un deber distinto de la designación, cuya realización, tal vez, podría no ser legalmente rechazada.

A pesar de que dicho artículo de la Constitución que requiere que el Presidente confirme el cargo de todos los funcionarios de los Estados Unidos nunca se haya podido aplicar a los funcionarios designados de otra forma distinta a la confirmación por parte del mismo Presidente, aún así sería difícil negarle al poder legislativo el poder de aplicarla a dichos casos. En consecuencia, la diferencia constitucional entre la designación a un cargo y la confirmación de un funcionario en un cargo para el cual ha sido designado sigue siendo la misma como si en la práctica, el Presidente hubiese confirmado en su cargo funcionarios designados por una autoridad distinta de la de éste.

De la existencia de dicha distinción, también surge que si una designación tuviera que ser evidenciada por algún acto público distinto de la confirmación del cargo, la realización de dicho acto público designaría al funcionario y, si éste no pudiese ser separado de su cargo a discreción del Presidente, le daría un derecho a su confirmación en el cargo o lo habilitaría para realizar sus tareas sin ella.

Estas observaciones sólo tienen el propósito de hacer más inteligibles aquellas que se aplican más directamente al caso particular que aquí se considera. En este caso se trata de una designación realizada por el Presidente, con el consentimiento del Senado y no se encuentra respaldado por ningún acto más que por la confirmación del cargo en sí misma. Por lo tanto, en dicho caso, la confirmación del cargo y la designación parecen inseparables, siendo casi imposible mostrar una designación si no es probando la existencia de una confirmación del cargo: aún así, la confirmación del cargo no es necesariamente la designación, aunque sí, prueba concluyente de ésta.

Pero, ¿en qué etapa equivale ésta a una prueba concluyente?

La respuesta a esta pregunta parece ser obvia. La designación, al ser un acto exclusivo del Presidente, debe estar completamente probada cuando se demuestra que éste ha realizado todo lo que debía realizar.

Si la confirmación del cargo, en lugar de ser prueba de una designación, fuera incluso considerada como constitutiva de la designación misma, aún sería realizada cuando se hubiera finalizado el último acto a ser ejecutado por el Presidente o, como máximo, cuando dicha confirmación del cargo hubiera sido completada.

El último acto que el Presidente debería realizar es la firma de la confirmación del cargo. Él ha actuado entonces con el consejo y consentimiento del Senado a su propia postulación. El tiempo para la deliberación ha entonces pasado. Él ha decidido. Su decisión, sobre el consejo y consentimiento del Senado que coincidía con su postulación, ha sido tomada y el funcionario es designado. Esta designación está probada por un acto abierto e inequívoco, y siendo el último acto requerido de la persona que lo realiza, excluye necesariamente la idea de que es, en lo que respecta a la designación, una transacción incompleta y rudimentaria.

Algún punto en el tiempo debe ser tomado cuando el poder del Ejecutivo sobre un funcionario, que no puede ser separado de su cargo a su discreción, debe cesar. Dicho punto en el tiempo debe ser cuando el poder constitucional de la designación ha sido ejercido. Y este poder ha sido ejercido en el momento en el que se ha realizado el último acto requerido de la persona que posee dicho poder. El último acto es la firma de la confirmación del cargo. La idea parece haber prevalecido con el Poder Legislativo, cuando se promulgó la ley que convertía al Departamento de Relaciones Exteriores en el Departamento de Estado. Mediante dicha ley se establece que el Secretario de Estado deberá guardar el sello de los Estados Unidos y “deberá extender, registrar y estampar dicho sello en todas las confirmaciones de cargos de los funcionarios civiles de los Estados Unidos a ser designados por el Presidente:” “no obstante, dicho sello no podrá ser estampado en ninguna confirmación de cargo con anterioridad a que fuese firmada por el Presidente de los Estados Unidos, ni en ningún otro instrumento o acto, sin la garantía especial del presidente para aquella.”

La firma es una garantía para estampar el sello de los Estados Unidos en la confirmación del cargo, y dicho sello sólo podrá estamparse en un instrumento completo. Certifica, mediante un acto que supone tener conocimiento público, la veracidad de la firma presidencial.

No debe estamparse hasta que la confirmación del cargo esté firmada, dado que la firma, que le da validez a la confirmación del cargo, es prueba concluyente de que la designación ha sido realizada.

Luego de la firma de la confirmación del cargo, el siguiente deber del Secretario de Estado se encuentra establecido por ley y no puede ser guiado por la voluntad del Presidente. Éste debe estampar el sello de los Estados Unidos en la confirmación del cargo y registrarla.

Este no es un procedimiento que puede ser modificado si el Ejecutivo sugiere uno mejor. Por el contrario, es un proceso que se encuentra establecido por la ley en forma precisa y que debe seguirse estrictamente. Es deber del Secretario de Estado cumplir con la ley y en este sentido él es un funcionario de los Estados Unidos obligado a obedecer las leyes. El Secretario de Estado actúa, en cuanto a esto, como se ha establecido debidamente en el tribunal, en virtud de la autoridad de la ley y no por instrucciones del Presidente. Es un acto ministerial que la ley le impone a un funcionario en particular, por un propósito particular.

Se debe suponer que la solemnidad del sellado obsta necesariamente no sólo a la validez de la confirmación, sino también a la finalización de una designación, ya que cuando se estampa el sello, la designación se realiza y la confirmación del cargo es válida. Por ley, no se requiere ninguna otra solemnidad; no debe realizarse ningún otro acto de parte del Gobierno. Todo lo que el Ejecutivo pueda hacer para investir a una persona con un cargo está hecho; y salvo que luego se realice la designación, el Ejecutivo no puede realizarla sin la cooperación de otros.

Luego de buscar ansiosamente los principios sobre los que podría basarse una opinión contraria, no se ha encontrado ninguno que tenga suficiente fuerza como para apoyar dicha doctrina contraria.

Como la imaginación de la Corte podría sugerir, han sido muy examinados, y luego de brindarles todo el peso que fuera posible adjudicarles, no debilitan la opinión formada.

Al considerar esta cuestión, se ha deducido que la confirmación del cargo podría ser asimilada a una escritura, en la cual, la entrega es esencial para su validez.

Esta idea se basa en la suposición de que la confirmación del cargo no es meramente la prueba de una designación, si no que es en sí la designación real; una suposición que no puede ser cuestionada de ninguna manera. Pero con el propósito de examinar esta objeción en forma justa, concedamos que el principio, reclamado para su apoyo, se encuentra establecido.

La designación, según la Constitución, debe ser realizada por el Presidente personalmente. Asimismo, la entrega de la escritura de la designación, si fuera necesario para su finalización, también debe realizarla el Presidente. No es necesario que la tradición sea realizada personalmente al destinatario del cargo. Nunca se realiza de este modo. Parecería que la ley contemplase que ésta debería realizarse al Secretario de Estado, ya que le ordena al Secretario de Estado que estampe el sello en la confirmación del cargo luego de que es firmada por el Presidente. Si entonces el acto de tradición fuera necesario para darle validez a la confirmación del cargo, dicha entrega se encontraría realizada una vez firmada y entregada al Secretario de Estado con el propósito de ser sellada, registrada y entregada a la parte destinataria.

Pero en todos los casos de las Patentes Reales, la ley requiere ciertas solemnidades que son prueba de la validez del instrumento. Una entrega formal a la persona destinataria no se encuentra entre ellos. En los casos de confirmaciones de cargos, la firma de puño y letra del Presidente y el sello de los Estados Unidos constituyen dichas solemnidades. Esta objeción, por lo tanto, no afecta al caso.

También ocurrió como posible, y apenas posible, que la entrega de la confirmación del cargo y su aceptación, pudieran considerarse necesarias para completar el derecho de la demandante.

La entrega de la confirmación de cargo es una práctica realizada por conveniencia, no establecida por ley. No puede entonces ser necesaria para constituir la designación que debe precederle y que es el simple acto del Presidente. Si el Ejecutivo solicitara que toda persona designada a un cargo debiera realizar las gestiones para recibir su confirmación del cargo por sí misma, no por eso la designación sería menos válida. La designación es un acto propio del Presidente; la entrega de la confirmación del cargo es un acto propio del funcionario al cual dicho deber ha sido asignado y puede ser acelerado o retardado por circunstancias que no pueden influenciar en la designación. Una confirmación del cargo se entrega a una persona que ya ha sido designada, no a una persona que podría ser designada o no, ya que la carta que contiene la confirmación del cargo podría llegar a la oficina de correos y ser entregada sin problemas o no llegar nunca a sus manos.

Podría tener una tendencia a dilucidar este punto, el preguntarse si la posesión de la confirmación original del cargo es absolutamente necesaria para autorizar a una persona designada a un cargo a realizar los deberes de dicho cargo. Si fuera necesario, entonces la pérdida de la confirmación del cargo significaría la pérdida del cargo. No solo la negligencia, sino también un accidente, fraude, incendio o robo, podrían privar a un individuo de su cargo. En dicho caso, asumo que sin lugar a dudas, una copia del registro del cargo guardado en la Secretaría de Estado sería, para todo propósito, igual que el original. El Congreso lo ha establecido expresamente. Para otorgarle validez a dicha copia no sería necesario demostrar que el original fue entregado y luego perdido. La copia sería prueba suficiente de que el original existió y de que la designación había sido realizada, pero no de que el original había sido entregado. Si, en todo caso, pasara que el original se hubiese perdido en el Departamento de Estado, dicha circunstancia no afectaría la validez de la copia. Una vez que han sido cumplidos todos los requisitos que autorizan al funcionario encargado del registro a registrar cualquier instrumento y que la orden para ese propósito ha sido dada, el instrumento se considera, por ley, registrado, a pesar de que la labor manual de insertarlo en un libro para dicho propósito no haya sido realizada.

En el caso de las confirmaciones de cargo, la ley establece que el Secretario de Estado debe registrarlas. Entonces, cuando son firmadas y selladas, se da la orden de su registro e, independientemente de que sean o no incluidas en el libro, se encuentran, para la ley, registradas.

Una copia de este registro tiene la misma validez que el original y las sumas que deba pagar una persona que solicita dicha copia son establecidas por ley. ¿Puede un encargado del registro borrar de éste una confirmación del cargo que ya ha sido registrada? O ¿puede rehusarse a entregar una copia de ésta a la persona que la solicita de acuerdo con lo establecido por la ley?

Dicha copia, al igual que el original, autorizaría al juez de paz a proceder en la realización de sus deberes, ya que, al igual que el original, certificaría su designación como tal.

Si la transmisión de la confirmación del cargo no es considerada necesaria para darle validez a la designación, mucho menos su aceptación. La designación es el acto propio del Presidente, la aceptación es el acto propio del funcionario y es, por estricto sentido común, posterior a la designación. Al igual que puede renunciar, también puede rehusarse a aceptar. Pero ni uno ni el otro es capaz de convertir a la designación en un acto insignificante.

Aquella es la interpretación del Gobierno, la cual se torna aparente debido al tenor de su conducta.

La confirmación del cargo contiene la fecha, y el salario del funcionario comienza a regir desde la designación, no desde la entrega o aceptación de su confirmación del cargo. En el momento en que una persona designada a un cargo se rehúsa a aceptar dicho cargo, se postula al sucesor en el lugar de la persona que ha rechazado la aceptación y no en el lugar de la persona que había estado anteriormente en ese cargo y que originalmente había dejado la vacante.

Es, entonces, la opinión decisiva de la Corte que cuando una confirmación del cargo ha sido firmada por el Presidente, se realiza la designación y que la confirmación del cargo se completa cuando el sello de los Estados Unidos es estampado en ella por el Secretario de Estado.

Cuando el funcionario puede ser separado de su cargo a voluntad del Ejecutivo, la circunstancia que finaliza su designación no es de ninguna importancia ya que el acto es revocable en cualquier momento y la confirmación del cargo puede ser detenida si todavía está en la Secretaría de Estado. Pero cuando el funcionario no puede ser separado de su cargo a voluntad del Ejecutivo, la designación no es revocable y no puede ser anulada. Ésta ha conferido derechos legales que no pueden ser quitados.

La discreción del Ejecutivo debe ser ejercida hasta que la designación haya sido realizada. No obstante, una vez realizada la designación, su poder sobre el funcionario finaliza en todos los casos en los que el funcionario no puede ser separado del cargo por éste. El derecho a un cargo yace entonces en la persona designada y ésta tiene el poder absoluto e incondicional de aceptarlo o rechazarlo.

Por lo tanto, el Sr. Marbury, ya que su confirmación del cargo fue firmada por el Presidente y sellada por el Secretario de Estado, fue designado; y como la ley que crea el cargo le da al funcionario el derecho de quedarse en él por cinco años independiente del Ejecutivo, la designación no era revocable y le confirió al funcionario derechos que se encuentran protegidos por la legislación de su país.

La retención de la confirmación del cargo, por lo tanto, es un acto considerado por la Corte como uno no garantizado por ley y que viola un derecho adquirido.

Esto nos lleva al segundo interrogante, que es:

2. Si tiene un derecho y si dicho derecho ha sido violado, ¿le corresponde un remedio en virtud de la legislación de este país? La esencia de la libertad civil definitivamente consiste en el derecho de cada individuo a reclamar la protección de la ley cuando es lesionado en sus derechos. Uno de los primeros deberes del Gobierno es brindar dicha protección. En Gran Bretaña el Rey mismo es demandado mediante la forma respetuosa de una petición y nunca deja de cumplir con la sentencia de su Corte.

En el tercer volumen de su libro Commentaries, página 23, Blackstone presenta dos casos en los que un remedio es adquirido de pleno derecho.

“En todos los demás casos”, dice, “es una regla general e indiscutible, que donde existe un derecho, hay también un remedio legal mediante un juicio o una acción legal, siempre que dicho derecho es invadido".

Y luego, en la página 109 del mismo volumen, dice: “soy propenso a considerar dichas lesiones ya que son susceptibles de ser tratadas por los tribunales del Common Law. Y haré aquí solo un comentario: que todas las lesiones posibles, que no fueron incluidas dentro de la exclusiva competencia de los tribunales eclesiásticos, militares o marítimos se encuentran, por esa misma razón, dentro de la esfera de los tribunales de justicia del Common Law, ya que hay un principio establecido e invariable en la legislación de Inglaterra que establece que cualquier derecho, cuando es negado, debe tener un remedio y cualquier lesión, su debida reparación.”

El Gobierno de los Estados Unidos ha sido enfáticamente calificado como un gobierno de leyes, no de hombres. Ciertamente, no se merecerá en adelante esta alta calificación si no proporciona remedios ante la violación de un derecho adquirido legalmente.

Si esta calumnia debe ser arrojada a la doctrina de nuestro país, debe surgir del carácter peculiar del caso.

Nos lleva entonces a preguntarnos si existe en su composición algún ingrediente que pueda estar exento de investigación legal o que pueda excluir a la parte lesionada de reparación legal. Al buscar esta decisión, la primera pregunta que se presenta por sí sola es si esto puede arreglarse con aquella clase de casos que vienen con la descripción de damnum absque injuria, una pérdida sin una lesión.

Esta descripción de casos nunca ha sido considerada y se cree que nunca podrá ser considerada como que comprende cargos de confianza, honor o ganancia. El cargo de juez de paz en el distrito de Columbia es uno de esos cargos, es, por lo tanto, digno de recibir la atención y tutela de las leyes. Ha recibido dicha atención y tutela. Ha sido creado por una ley especial del Congreso y ha sido garantizado, hasta tanto las leyes pueden garantizarle a una persona designada a ocupar el cargo, por cinco años. No es, por lo tanto, debido a la insignificancia del objeto que se persigue, que la parte lesionada puede quedarse sin el otorgamiento de un remedio.

¿Está en la naturaleza de la transacción? ¿Puede el acto de la entrega o la retención de una confirmación de cargo ser considerado como un simple acto político que le corresponde al departamento ejecutivo solamente, para la realización del cual se le otorga en nuestra Constitución entera confianza al Ejecutivo Supremo y que con respecto a cualquier mala conducta de éste el lesionado no tiene remedio alguno?

No puede cuestionarse que existen casos como esos; pero no puede admitirse que cada deber a ser realizado en cualquiera de los departamentos de gobierno constituya dicho caso.

Mediante la ley relativa a los minusválidos, promulgada en junio de 1794, el Secretario en guerra está obligado a incluir en la lista de pensiones a todas las personas cuyos nombres estén en un informe realizado previamente por él ante el Congreso. Si se rehusara a cumplir con este deber, ¿quedarían los veteranos heridos sin remedio alguno? ¿Debemos argüir entonces, que donde la ley obliga con términos precisos la realización de un acto en el que un individuo es el interesado, la ley es incapaz de garantizar la obediencia de su mandato? ¿Se debe al carácter de la persona contra quien la demanda se realiza? ¿Debe sostenerse que las autoridades de los departamentos no son responsables ante las leyes de su país?

Cualquiera sea la práctica en las ocasiones particulares, la teoría de este principio ciertamente nunca será conservada. Ningún acto de la legislatura confiere un privilegio tan extraordinario, ni puede derivar la aprobación de las doctrinas del Common Law. Luego de establecer que la lesión personal del Rey a un sujeto se presume imposible, Blackstone, Vol. III, pág. 255, dice: “pero las lesiones a los derechos de propiedad raramente pueden ser cometidos por la Corona sin la intervención de sus funcionarios, de los cuales, en cuestiones de derechos, no contemplan respeto o delicadeza, pero proporcionan varios métodos de detección de errores y mala conducta de aquellos agentes por los cuales el Rey ha sido engañado e inducido a cometer una injusticia temporaria.”

Mediante la ley promulgada en 1796 que autoriza la venta de tierras sobre la desembocadura del río Kentucky, el comprador, al pagar el monto debido por su compra, tiene completo derecho a la propiedad comprada y mediante la entrega del recibo del tesorero al Secretario de Estado sobre un certificado requerido por ley, el Presidente de los Estados Unidos se encuentra autorizado a otorgarle al comprador una patente. Asimismo, la legislación establece que todas las patentes deberán ser firmadas por el Secretario de Estado certificando su autenticidad y registradas en su oficina. En el caso de que el Secretario de Estado decidiera retener dicha patente o, si la patente se perdiera, se rehusara a entregar una copia de ella, ¿se puede imaginar que la ley no le proporcione a la persona lesionada ningún remedio?

No se cree que persona alguna pudiera intentar mantener dicha proposición.

Por lo tanto, el interrogante de si la legalidad de un acto de las autoridades de un departamento puede examinarse en un tribunal de justicia o no, siempre deberá depender de la naturaleza del acto.

Si algunos actos pueden examinarse y otros no, debe haber alguna regla para guiar al tribunal en el ejercicio de su competencia.

En algunas instancias puede haber dificultad en la aplicación de la regla a casos particulares, pero no puede haber, creemos, mucha dificultad en el establecimiento de la regla.

La Constitución de los Estados Unidos establece que el Presidente se encuentra investido con ciertos poderes políticos, en el ejercicio de los cuales éste debe hacer uso de su propia discreción y es responsable sólo frente a su país en su carácter político y ante su propia conciencia. Para ayudarlo en la realización de estos deberes, está autorizado a designar a ciertos funcionarios, quienes actúan bajo su autoridad y de conformidad con sus órdenes.

En dichos casos, sus actos son los actos del Presidente, y cualquier opinión debe considerarse de la manera en la que la discreción del Ejecutivo puede ser utilizada, pero aún no existe, y no puede existir, poder que controle dicha discreción. Los sujetos son políticos. Ellos respetan la nación, no los derechos individuales; y al ser encomendados al Ejecutivo, la decisión del Ejecutivo es decisiva. La aplicación de este comentario será percibida mediante la advertencia a la ley del Congreso por el establecimiento del Departamento de Relaciones Exteriores. Este funcionario, al ser sus deberes establecidos por dicha ley, deberá ajustarse precisamente a la voluntad del Presidente. Él es el mero órgano por el cual esa voluntad se comunica. Los actos de dicho funcionario, como tal, no pueden nunca ser examinados por los tribunales.

Pero cuando el Congreso procede a imponer a dicho funcionario otros deberes, cuando éste es obligado perentoriamente a realizar ciertos actos, cuando los derechos de los individuos dependen de la realización de dichos actos, se convierte en funcionario de la ley, susceptible de responsabilidad ante la ley por su conducta y no puede, a su voluntad, desconocer los derechos personales de los demás.

La conclusión de este razonamiento es que cuando las autoridades de los departamentos son agentes políticos o de confianza del Ejecutivo simplemente para ejecutar la voluntad del Presidente o simplemente para actuar en los casos en los que el Ejecutivo posee discreción constitucional o legal, nada puede ser más claro, sus actos sólo pueden examinarse desde el punto de vista político. Pero cuando un deber específico es asignado por ley y los derechos de los individuos dependen de la realización de dicho deber, parece igualmente claro que el individuo que se considere lesionado tiene el derecho de recurrir a la legislación de su país en busca de un remedio.

Si esta fuera la regla, preguntémonos entonces cómo se aplica al caso que la Corte está considerando. El poder de postular al Senado y el poder de designar a la persona postulada son poderes políticos que deben ser ejercidos por el Presidente de acuerdo con su propia discreción. Cuando éste ha realizado una designación, ejercita su poder en su totalidad y su discreción ha sido aplicada completamente al caso. Si, por ley, el funcionario fuera separado de su cargo a voluntad del Presidente, entonces podría realizarse inmediatamente una nueva designación y los derechos del funcionario finalizarían. Pero, como hecho que ha existido no puede nunca hacerse como que nunca ha existido, la designación no puede ser cancelada, y en consecuencia, si el funcionario no puede, por ley, ser separado de su cargo a voluntad del Presidente, los derechos que éste ha adquirido se encuentran protegidos por ley y no pueden ser anulados por el Presidente. No pueden ser extinguidos por la autoridad del Ejecutivo y éste tiene el privilegio de hacerlos valer como si hubieran sido derivados desde cualquier otra fuente.

La pregunta de si un derecho ha sido adquirido o no, es por su naturaleza, judicial, y debe ser respondida por la autoridad judicial. Si, por ejemplo, el Sr. Marbury hubiese prestado el juramento de un magistrado y procedido a actuar como uno, en consecuencia de lo cual un juicio hubiese sido entablado contra él y en el que su defensa hubiera dependido de su carácter de magistrado, la validez de su designación debería haber sido determinada por autoridad judicial.

Por lo tanto, si él considera que en virtud de su designación tiene un derecho, ya sea a obtener la confirmación del cargo, la cual ha sido emitida para él, o a una copia de ésta, es igualmente una cuestión que debe examinarse en un tribunal y la decisión del tribunal dependerá de la opinión que se tenga sobre su designación.

Dicha cuestión ha sido discutida y la decisión es que el último punto en el tiempo que puede tomarse como aquel en el cual se completó y probó la designación fue cuando, luego de la firma del Presidente, el sello de los Estados Unidos se estampó en la confirmación del cargo.

Por lo tanto, la decisión de la Corte es:

1. Que mediante la firma de la confirmación del cargo del Sr. Marbury, el Presidente de los Estados Unidos lo designó como juez de paz en el condado de Washington, distrito de Columbia; que el sello de los Estados Unidos, estampado en dicha confirmación por el Secretario de Estado, constituye testimonio sobre la autenticidad de la firma y de que la designación había sido completada; y que la designación le confirió al Sr. Marbury el derecho de ocupar su cargo por un período de cinco años.

2. Que, al tener derecho legal al cargo, tiene como consecuencia un derecho a la confirmación de dicho cargo. La negativa a entregársela es una violación evidente de dicho derecho, por la cual la legislación de este país le confiere un remedio.

Sin embargo, todavía se debe analizar si:

3. Él tiene derecho al remedio que solicita. Esto depende de:

1. La naturaleza de la orden judicial solicitada. Y,

2. del poder de esta Corte.

1. La naturaleza de la orden judicial.

Blackstone, en el tercer volumen de Commentaries, página 110, define a la orden judicial extraordinaria como “una orden emitida en nombre del Rey por el Tribunal Supremo del Rey (Tribunal Supremo del sistema del Common Law) y dirigida a cualquier persona, empresa o tribunal inferior de justicia dentro de los dominios del Rey, solicitándoles la realización de algo en particular especificado que se relacione con su cargo y deber y la cual ha sido determinada con anterioridad por el Tribunal Supremo del Rey, o al menos supone, estar en consonancia con los derechos y la justicia.”

Lord Mansfield, en 3 Burrows, 1266, en el caso The King c/Baker et. al. describe con mucha precisión y claridad los casos en los que esta orden judicial puede ser utilizada.

“En cualquier caso en el que”, dice aquel juez tan capaz, “existe un derecho de desempeñar un cargo, brindar un servicio o ejercer un privilegio (más específicamente si es en materia de interés público o de prestación por una ganancia) y en el que se tiene a una persona sin la posesión o desposeída de dicho derecho y no tiene otro remedio legal específico, este tribunal debe asistir mediante orden judicial extraordinaria, por razones de la justicia, como lo expresa la orden, y por razones de políticas públicas, para preservar la paz, el orden y el buen gobierno.”En el mismo caso dice: “esta orden debe ser utilizada en todas las ocasiones en las que la ley no ha establecido un remedio específico y en las que por la justicia y el buen gobierno debe haber uno”.

Además de las autoridades en particular citadas, se ha confiado en muchos otros en el tribunal, esto muestra hasta dónde la práctica se ha ajustado a las doctrinas generales que han sido recientemente citadas.

La orden, si se otorgara, debería dirigirse a un funcionario del gobierno, y su mandato a éste sería, utilizando las palabras de Blackstone, “realizar algo en particular especificado en ella, que se relacione con su cargo y deber, y que ha sido determinado con anterioridad por el tribunal o al menos supone estar en consonancia con los derechos y la justicia.”O, en las palabras de Lord Mansfield, el demandante en este caso, tiene un derecho a desempeñar un cargo de interés público y se lo tiene desposeído de ese derecho.

Estas circunstancias ciertamente coinciden en este caso.

Aún, para darle a la orden judicial extraordinaria un remedio apropiado, el funcionario al que debe dirigirse debe ser aquel al que, en principios legales, dicha orden pueda ser dirigida y la persona que la solicita no debe tener ningún otro remedio legal y específico.

1. Con respecto al funcionario al que debe dirigirse. La relación política íntima que subsiste entre el Presidente de los Estados Unidos y las autoridades de los departamentos convierte necesariamente cualquier investigación legal sobre los actos de uno de esos altos funcionarios en una investigación particularmente irritante, así como también delicada y provoca vacilación con respecto a si es adecuado comenzar dicha investigación. Las impresiones generalmente se reciben sin mucha reflexión o examen, y no es nada maravilloso que en un caso como este, la afirmación, por parte de un individuo, de estos reclamos legales en un tribunal de justicia, el cual tiene el deber de tratar dichos reclamos, debería a primera vista ser considerada por algunos como un intento de inmiscuirse en el gabinete y de entrometerse con las prerrogativas del Ejecutivo.

Prácticamente no es necesario para el tribunal renunciar a todas las pretensiones de una competencia como esa. Una extravagancia, tan absurda y excesiva, no puede haber sido contemplada en ningún momento. La competencia del tribunal es, únicamente, decidir sobre los derechos de los individuos, no cuestionar cómo el Ejecutivo, o los funcionarios del Ejecutivo, realizan los deberes sobre los que tienen discreción. Preguntas, en su naturaleza, políticas, o que son, por la Constitución y las leyes, sometidas al Ejecutivo, no pueden hacerse nunca en esta Corte.

No obstante, si esta no fuera una de tales preguntas; si lejos de ser una intromisión en los secretos del gabinete, respetara un papel, el cual, según la ley, se encuentra registrado, y por el cual la ley da el derecho a una copia de éste con el pago de diez centavos; si no hubiera entrometimiento con ningún sujeto, sobre el cual el Ejecutivo puede ser considerado como que ha ejercido algún control; ¿qué puede haber en la exaltada estación del funcionario, que le pueda prohibir a un ciudadano hacer valer, en un tribunal de justicia, sus derechos adquiridos por ley, o que pueda prohibir a un tribunal tratar el reclamo o emitir una orden judicial extraordinaria que ordene la realización de un deber, sin depender de la discreción del Ejecutivo, pero sí de algunas leyes del Congreso en particular y en los principios generales del derecho?

Si una de las autoridades de los departamentos comete algún acto ilegal, en cumplimiento de sus funciones, por el cual un individuo es lesionado, no puede pretenderse que su cargo lo exima de ser enjuiciado del modo ordinario del proceso y de ser obligado a obedecer la sentencia de la ley. ¿Cómo entonces puede su cargo eximirlo de este modo de decisión particular sobre la legalidad de su conducta si el caso es tal que cualquier otra persona de la cual se quejan, pudiese autorizar el proceso?

No es por el cargo de la persona a la que va dirigida la orden, sino por la naturaleza de la cosa a realizarse, que lo correcto o incorrecto de la emisión de una orden judicial extraordinaria debe determinarse. Si la autoridad de un departamento actúa en un caso en el que debe ejercerse la discreción del Ejecutivo, en el que dicha autoridad es el mero órgano de la voluntad del Ejecutivo, nuevamente repetimos que, cualquier pedido a un tribunal para controlar, en cualquier aspecto, su conducta, sería rechazado sin vacilación.

No obstante, cuando el funcionario es obligado por ley a realizar cierto acto que afecta a los derechos absolutos de los individuos, en la realización del cual no se encuentra bajo la particular discreción del Presidente y cuya realización el Presidente no puede prohibir legalmente y, por lo tanto, nunca se presume que lo ha prohibido, como por ejemplo el registro de una confirmación de cargo o un título de dominio de inmueble que ha recibido todas las solemnidades de la ley, o de entregar una copia de dicho registro; en dichos casos, no se percibe por qué motivo los tribunales del país se encontrarían excusados de su deber de dictar sentencia, concediéndole el derecho a un individuo lesionado al igual que si los mismos servicios debieran ser realizados por una persona que no es autoridad de un departamento.

Al parecer no es la primera vez que esta opinión se ve en este país.

Debemos recordar bien que en una ley promulgada en 1792 que obliga al Secretario en guerra a incluir en la lista de pensiones a los funcionarios y soldados minusválidos, según se lo informaran los tribunales de primera instancia, ley que, hasta donde dicho deber fue impuesto a los tribunales, fue considerada inconstitucional. No obstante, algunos jueces, pensando que podrían hacer cumplir la ley en carácter de comisarios, procedieron a actuar e informar en dicho carácter.

La ley, al considerarse inconstitucional en los tribunales de primera instancia, fue derogada y se estableció un sistema diferente. Pero la pregunta sobre si aquellas personas que habían sido incluidas en los informes de los jueces, al actuar como comisarios, tenían derecho, debido a dicho informe, a ser incluidos en la lista de pensiones, era una cuestión legal que podía ser determinada correctamente por los tribunales a pesar de que el acto de incluir a dichas personas en la lista debiera ser realizado por la autoridad de un departamento.

Para que esta cuestión fuera resuelta adecuadamente, el Congreso promulgó una ley en febrero de 1793 estableciendo que era deber del Secretario de Guerra, en conjunto con el Jefe del Departamento de Justicia, tomar las medidas necesarias para obtener una sentencia de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos sobre la validez de cualquiera de dichos derechos, reclamados en virtud de la ley anteriormente mencionada.

Luego de la promulgación de esta ley, se solicitó una orden judicial extraordinaria dirigida al Secretario en guerra, ordenándole incluir en la lista de pensiones a una persona que alegaba estar en el informe de los jueces.

Existe entonces razón de sobra para creer que este modo de tratar el derecho adquirido del demandante fue considerado por la autoridad de un departamento, y por el más alto funcionario judicial de los Estados Unidos, el más propicio que podía elegirse para dicho propósito.

Cuando se presentó al sujeto ante la Corte, la decisión fue, no que una orden judicial extraordinaria no recaería sobre la autoridad de un departamento obligándolo a realizar un acto, impuesto por ley, en la realización del cual un individuo tenía un derecho adquirido, sino que una orden judicial extraordinaria no debería emitirse en ese caso, la decisión que necesariamente se debía tomar si el informe de los comisarios no confería al demandante un derecho.

La sentencia de ese caso se entiende como que ha resuelto los fundamentos de todos los reclamos similares, y las personas en el informe de los comisarios vieron necesaria la búsqueda del modelo prescripto por la ley subsiguiente a la que había sido considerada inconstitucional, con el propósito de que se los incluyera en la lista de pensiones.

La jurisprudencia, por lo tanto, ahora avanzada, no es de ninguna manera una novedad.

Es verdad que la orden judicial extraordinaria que se solicita no es para la realización de un acto impuesto expresamente por ley.

Es para la entrega de una confirmación de cargo, cuestión en la que el Congreso no se ha manifestado. No se considera que esta diferencia afecte al caso. Ya se ha establecido que el demandante tiene un derecho adquirido a dicha confirmación del cargo, de la cual el Ejecutivo no puede privarlo. Él ha sido designado a un cargo, del cual no puede ser separado a voluntad del Ejecutivo; y al ser designado, tiene derecho a recibir la confirmación del cargo que el Secretario ha recibido del Presidente para su utilización. La ley no ordena efectivamente al Secretario de Estado a enviarle la confirmación del cargo, pero se le entrega dicha confirmación para que le llegue a la persona con derecho a ella. No puede ser retenida legalmente ni por el Secretario ni por ninguna otra persona.

Al principio se dudaba sobre si la acción de reivindicación era o no un remedio legal específico para la confirmación del cargo que le ha sido retenida al Sr. Marbury, en cuyo caso, una orden judicial extraordinaria sería impropia. Pero esta duda ha llevado a la consideración de que la sentencia sobre la reivindicación es por la cosa misma o por su valor. El valor de un cargo público que no puede venderse no puede ser establecido y el demandante tiene derecho al cargo en sí mismo o a nada. Él conseguirá el cargo mediante la obtención de la confirmación del cargo o de una copia del registro de ésta.

Este, por lo tanto, es un simple caso de orden judicial extraordinaria, ya sea para que se entregue la confirmación del cargo o una copia de su registro.

Sólo nos queda considerar: Si puede ser emitida por esta Corte.

La ley que establece los tribunales judiciales de los Estados Unidos autoriza a la Corte Suprema “a emitir órdenes judiciales extraordinarias en los casos garantizados por los principios y usos de la ley, a cualquier tribunal designado o personas que ocupen cargos en virtud de la autoridad de los Estados Unidos”.

El Secretario de Estado, siendo una persona que ocupa un cargo en virtud de la autoridad de los Estados Unidos, se encuentra precisamente dentro de la descripción; y si esta Corte no está autorizada a emitir una orden judicial extraordinaria a dicho funcionario será porque la ley es inconstitucional y, por lo tanto, absolutamente incapaz de conferir la autoridad y de asignar los deberes que su letra pretende conferir y asignar.

La Constitución le confiere el absoluto poder judicial de los Estados Unidos a una Corte Suprema y a los tribunales inferiores que el Congreso, cuando considere necesario, ordene establecer. El poder se extiende expresamente a todos los casos que surjan en virtud de las leyes de los Estados Unidos y, en consecuencia, de alguna forma, puede ser ejercido en el presente caso ya que el derecho reclamado ha sido conferido por una ley de los Estados Unidos.

En la distribución de este poder, se declara que “la Corte Suprema tendrá jurisdicción originaria en todos los casos concernientes a embajadores, otros ministros públicos y cónsules y en aquellos en los que algún estado fuese parte. En todos los demás casos, la Corte Suprema ejercerá su jurisdicción por apelación.”

Se ha insistido en el tribunal que el otorgamiento de la jurisdicción a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores es general y la cláusula que le asigna la jurisdicción originaria a la Corte Suprema no contiene palabras negativas ni restrictivas. El poder de asignar jurisdicción originaria a dicha Corte en otros casos diferentes a los especificados en el artículo citado continúa siendo del Congreso, siempre que esos casos pertenezcan al poder judicial de los Estados Unidos.

Si se hubiera tenido la intención de dejarlo a discreción del Congreso, la adjudicación del poder judicial entre la Corte Suprema y los tribunales inferiores de acuerdo con la voluntad de dicho órgano, hubiera sido verdaderamente inútil haber procedido más allá de la definición del poder judicial y los tribunales a los que debiera ser otorgado. Si esa debiera ser la interpretación, la parte subsiguiente del artículo es irrelevante, y no tiene significado alguno. Si el Congreso tuviera la libertad de otorgarle jurisdicción por apelación a esta Corte en los casos en los que la Constitución ha establecido que su jurisdicción debía ser originaria y jurisdicción originaria en los casos en los que la Constitución ha establecido que fuera por apelación, la distribución de la jurisdicción establecida en la Constitución sería forma sin contenido.

Las palabras afirmativas son, generalmente, en la práctica, negativas de otros objetos distintos de los que se afirman, y en este caso, se les debe dar un sentido negativo o exclusivo, si no, no tendrían aplicación alguna.

No se puede suponer que se ha tenido la intención de que algún artículo de la Constitución no surta efecto y, por lo tanto, dicha interpretación es inadmisible, a menos que las palabras lo requieran. Si la preocupación de la Convención, con respecto a nuestra paz con los poderes extranjeros, provocó que se introdujera una cláusula estableciendo que la Corte Suprema tendría jurisdicción originaria en los casos en los que podría suponerse que los afecta, aún la cláusula no habría procedido más allá de la provisión para dichos casos, si no hubiera querido más restricción a los poderes del Congreso. Que tendrían jurisdicción por apelación en todos los demás casos, con las excepciones que el Congreso estableciere, no es una restricción, a menos que las palabras se consideren exclusivas de la jurisdicción originaria.

Cuando un instrumento que organiza fundamentalmente un sistema judicial lo divide en una Corte Suprema y en tantos tribunales inferiores como el Congreso quiera ordenar y establecer, luego enumera sus poderes y procede a distribuirlos, al definir la jurisdicción de la Corte Suprema describiendo los casos en los cuales tendrá jurisdicción originaria y declarando que en otros tendrá jurisdicción por apelación, el simple significado de las palabras parece ser que en una clase de casos, su jurisdicción es originaria y no por apelación, y en la otra es por apelación y no originaria. Si alguna otra interpretación dejara la cláusula sin efecto, esa es una razón adicional para rechazar dicha otra interpretación y para adherir al significado obvio.

Para permitirle a esta Corte emitir una orden judicial extraordinaria, debe demostrarse que está en ejercicio de su jurisdicción por apelación, o que sea necesario permitirle ejercer su jurisdicción por apelación.

Se ha establecido en el tribunal que la jurisdicción por apelación puede ejercerse de varias formas y que si la voluntad del Congreso es que una orden judicial extraordinaria sea utilizada para dicho propósito, esa voluntad debe obedecerse. Esto es verdad; sin embargo, la jurisdicción debe ser por apelación, no originaria.

Es el criterio esencial de la jurisdicción por apelación: que se deben revisar y corregir los procesos en una causa que ya ha sido instituida y no crear dicho caso. A pesar de que, entonces, una orden judicial extraordinaria pueda ser dirigida a los tribunales, al ser emitida a un funcionario para la entrega de un papel tiene el mismo efecto que incoar una acción originaria por dicho papel y, por lo tanto, parece no pertenecer a la jurisdicción por apelación sino a la originaria. Tampoco es necesario en un caso como este permitirle a la Corte ejercer su jurisdicción por apelación.

La autoridad, por lo tanto, dada a la Corte Suprema mediante la ley que establece los tribunales judiciales de los Estados Unidos para emitir órdenes judiciales extraordinarias a funcionarios públicos no parece estar garantizada por la Constitución. Entonces resulta necesario investigar si puede ejercerse alguna de las jurisdicciones conferidas.

La pregunta sobre si una ley, contraria a la Constitución, puede convertirse en ley del país, es una pregunta sumamente interesante para los Estados Unidos. Pero, afortunadamente, no de una complejidad de las dimensiones de su interés. Parece solo necesario reconocer ciertos principios, que se supone que han estado establecidos hace mucho tiempo, para decidirlo.

Que el pueblo tiene derecho a establecer, para su futuro gobierno, principios que, en su opinión, en su mayoría conduzcan a su propia felicidad es la base sobre la cual toda la estructura norteamericana ha sido erigida. El ejercicio de este derecho original es un gran esfuerzo que no puede y no debe repetirse frecuentemente. Los principios así establecidos, por lo tanto, se consideran fundamentales. Y como la autoridad de la que proceden es suprema y puede actuar raramente, están diseñados para ser permanentes.

Esta voluntad original y suprema organiza el gobierno y le asigna a diferentes departamentos sus respectivos poderes. Podría detenerse aquí o establecer ciertos límites que no puedan ser trascendidos por esos departamentos.

El Gobierno de los Estados Unidos es de la última descripción. Los poderes del Congreso están definidos y limitados; y para que esos límites no puedan estar errados ni puedan olvidarse, la Constitución está escrita. ¿Con qué propósito están los poderes limitados y con qué propósito ha sido dicha limitación puesta por escrito si estos límites pueden en cualquier momento ser pasados por alto por aquellos a quienes se pretende limitar? La distinción entre un gobierno con poderes limitados y otro con poderes ilimitados está abolida si esos límites no encierran a las personas sobre las que están impuestos, y si los actos prohibidos y los permitidos son de obligación por igual. Que la Constitución controla cualquier acto legislativo contrario a ella o que el Congreso puede modificar la Constitución mediante la promulgación de una ley ordinaria es una proposición demasiado simple como para ser impugnada.

Entre estas alternativas no hay punto medio. O la Constitución es una ley superior y primordial que no puede ser modificada por medios ordinarios o se encuentra en un mismo nivel con las leyes ordinarias y, como las otras leyes, puede ser modificada cuando al Congreso le plazca.

Si la primera alternativa fuera verdadera, entonces una ley contraria a la Constitución no es una ley. Si la segunda alternativa fuera verdadera, entonces las constituciones escritas son intentos absurdos de parte del pueblo para limitar un poder que es, por propia naturaleza, ilimitable.

Ciertamente, todos los que han elaborado constituciones escritas las contemplan como la ley fundamental y primordial de la nación, y en consecuencia, la teoría de todo gobierno de este tipo debe ser: que una ley del congreso contraria a la constitución es nula.

Esta teoría viene esencialmente en conjunto con una constitución escrita y será, por lo tanto, considerada por esta Corte como uno de los principios fundamentales de nuestra sociedad. Por ello no podemos perderla de vista en las consideraciones futuras de este tema.

Si una ley del Congreso, contraria a la Constitución, es nula, ¿obliga a los tribunales, a pesar de su invalidez, a darle efecto? O, en otras palabras, si bien no es una ley, ¿constituye una regla operativa como si fuera una ley? Esto sería derrocar de hecho lo que ya ha sido establecido en teoría y, parecería, a primera vista, un absurdo demasiado grueso como para insistir en él. Debe, sin embargo, recibir una consideración más atenta.

Es enfáticamente el terreno y el deber del poder judicial decir qué es la ley. Aquellos que aplican la regla en casos particulares deben necesariamente exponer e interpretar esa regla. Si dos leyes son contrarias, los tribunales deben decidir sobre la operatividad de cada una. Entonces, si una ley es opuesta a la Constitución: si tanto la ley como la Constitución se aplican a un caso en particular, entonces el tribunal debe decidir el caso ya sea de conformidad con la ley e ignorar la Constitución o conforme a la Constitución e ignorar la ley. El tribunal debe determinar cuál de estas reglas en conflicto rige en el caso. Esta es la esencia misma del deber judicial.

Si entonces los tribunales deben considerar la Constitución y si la Constitución es superior a cualquier ley ordinaria del Congreso, la Constitución entonces, y no dicha ley ordinaria, debe regir el caso en el cual ambas son aplicables.

Aquellos que entonces puedan oponerse al principio de que la Constitución debe tenerse en cuenta en los tribunales como una ley primordial quedan reducidos a la necesidad de sostener que los tribunales deben cerrar sus ojos ante la Constitución y ver sólo la ley.

Esta doctrina subvertiría el fundamento mismo de todas las constituciones escritas. Declararía que una ley, que de acuerdo con los principios y la teoría de nuestro gobierno es completamente nula, es sin embargo, en la práctica, completamente obligatoria. Declararía que si el Congreso hiciera lo que está expresamente prohibido, dicha ley, a pesar de la prohibición expresa, sería en realidad válida. Le daría al Congreso una omnipotencia práctica y real con el mismo aliento con el cual profesa la restricción de sus poderes dentro de límites reducidos. Estaría prescribiendo límites y declarando que esos límites pueden ser sobrepasados según se desee.

Que entonces reduce a nada lo que consideramos el avance más grande de las instituciones políticas, una constitución escrita, sería en sí misma suficiente, en Norteamérica, donde las constituciones escritas han sido vistas con tanta reverencia por rechazar la interpretación. Pero las expresiones peculiares de la Constitución de los Estados Unidos proporcionan argumentos adicionales a favor de su rechazo.

El poder judicial de los Estados Unidos se extiende a todos los casos que surjan en virtud de la Constitución. ¿Pudo haber sido la intención de los que le dieron este poder, decir que, al utilizarlo, la Constitución no debería ser tenida en cuenta? ¿Que un caso que surja en virtud de la Constitución debería decidirse sin examinar el instrumento en virtud del cual surge?

Esto es demasiado insólito como para sostenerse.

En algunos casos entonces, la Constitución debe ser examinada por los jueces. Y si es que pueden abrirla, ¿qué parte tienen prohibido leer u obedecer?

Hay muchas otras partes de la Constitución que sirven para ilustrar este tema.

Se establece que “no se podrán establecer impuestos ni contribuciones a los artículos exportados de ninguno de los estados". Supongamos que se establece un impuesto a las exportaciones de algodón, tabaco o harina y se inicia un juicio para recobrarlo. ¿Debe dictarse sentencia en dicho caso? ¿Deben los jueces cerrar los ojos a la Constitución y ver sólo la ley?

La Constitución establece que “no podrá promulgarse ningún decreto de extinción de derechos civiles o ley retroactiva".

Si, no obstante, se estableciera un decreto de este tipo y una persona fuera procesada en virtud de él, ¿debe el tribunal condenar a muerte a aquellas víctimas a las que la Constitución intenta proteger?

“Ninguna persona”, dice la Constitución, “podrá ser condenada por Traición a la Patria a menos que hubiese testimonio de dos testigos de dicho acto manifiesto o que se hubiese confesado abiertamente ante un tribunal”.

Aquí, la letra de la Constitución se dirige especialmente a los tribunales. Prescribe, directamente para ellos, una regla sobre la prueba de la que no pueden desviarse. Si el Congreso cambiara dicha regla y declarara que un solo testigo, o una confesión fuera del tribunal, serían suficientes para una condena ¿debe el principio constitucional ceder ante la ley?

De estas y muchas otras selecciones que pueden realizarse, es aparente que los autores de la Constitución contemplaron a dicho instrumento como una regla para regir a los tribunales, así como también al Congreso.

¿Por qué, si no, ordena a los jueces que presten juramento de obedecerla? Este juramento ciertamente se aplica, de una manera especial, a su conducta durante el ejercicio de sus funciones. ¡Cuán inmoral imponérsela si ellos fueran utilizados como instrumentos, instrumentos con conocimiento, para violar lo que juraron obedecer!

El juramento por el cargo, también impuesto por el Congreso, demuestra completamente la opinión del Congreso sobre este tema. Es en estas palabras: “Juro que administraré justicia sin importar a quien y reconoceré iguales derechos tanto a los pobres como a los ricos, y que realizaré todos los deberes que me correspondan de manera fiel e imparcial, de acuerdo con mi saber y entender, de conformidad con la Constitución y con las leyes de los Estados Unidos”.

¿Por qué un juez jura realizar todos sus deberes de conformidad con la Constitución de los Estados Unidos si dicha Constitución no rige para su gobierno, si se encuentra cerrada para él y no puede ser inspeccionada por él?

Si ese fuera el verdadero estado de las cosas, esto es peor que una burla solemne. El hecho de prescribir o de realizar este juramento se convierten en delitos por igual.

Asimismo, no es completamente indigno de observación el hecho de que al declarar cuál será la ley suprema del país la Constitución misma es mencionada en primer lugar y no las leyes de de los Estados Unidos en general. Pero sólo aquellas que sean promulgadas en cumplimiento de la Constitución tienen ese rango.

Por lo tanto, la terminología particular de la Constitución de los Estados Unidos confirma y refuerza el principio que se supone que es esencial para todas las constituciones escritas: que una ley contraria a la Constitución es nula, y que los tribunales, así como también otros departamentos, están obligados a obedecerla.

Por ello, se rechaza la petición del demandante.