JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:El Faro Institucional
Autor:Astarloa, Gabriel M.
País:
Argentina
Publicación:Revista Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires
Fecha:15-12-2003 Cita:IJ-XXX-409
Índice Voces Citados Ultimos Artículos
I. El homenaje y un interrogante
II. Apelación a Cicerón
III. La respuesta a modo de conclusión

El Faro Institucional*


Por Gabriel M. Astarloa


"... maestra de la vida, llave del presente, luz de los tiempos..."

Cicerón


Tal como ocurre en las vidas individuales, la llegada de un aniversario constituye a menudo una ocasión propicia para realizar un balance sobre la existencia. Cuando se trata además de celebrar una cantidad de años significativa y de valor simbólico, la evocación se toma como algo casi ineludible. Y si a ellos agregamos, como en el caso, que se trata de recordar un acontecimiento de carácter fundacional referido a la organización de la Nación Argentina, entonces la reflexión y el homenaje se convierten en actos no sólo plenamente justificados sino también necesarios.

De esta manera, el concurso propuesto por el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires resultaba una invitación insoslayable que no podía dejarse pasar por alto.


I. El homenaje y un interrogante [arriba] 

Se cumple el sesquicentenario de la sanción de la Constitución Nacional 1853-60, nuestra Ley Fundamental. Se trata de uno de los textos más antiguos entre los que aún se mantienen vigentes, superado sólo por la de los Estados Unidos, Noruega, Bélgica y Dinamarca.

Nuestra Constitución fue el instrumento principal para la organización del país y la consolidación de la Nación. Bajo su amparo, durante toda la segunda mitad del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX se llevó a cabo el proyecto que soñaron los constituyentes de hacer un país abierto al mundo, que asegurase los beneficios de la libertad a todos quienes llegaran para habitarlo. La Argentina llegó a ser un país reconocido internacionalmente por su formidable trayectoria histórica.

Pero luego sobrevinieron las crisis políticas y económicas, la nociva influencia de las corrientes totalitarias, y ese proyecto pareció truncarse y detenerse el crecimiento. A partir de 1930 los argentinos dimos comienzo a un proceso ostensible de empobrecimiento, atraso y apartamiento de la misma Constitución que nos había lanzado a la vida como nación organizada. Cuando estuvimos al borde del abismo volvimos hacia ella, pero en las últimas dos décadas nuestra relación ya no parece ser la misma; es como si tantas infidelidades hubieran finalmente afectado en lo más íntimo la convicción de nuestra adhesión a la Ley Fundamental.

La celebración de este aniversario coincide en momentos en que el país se encuentra atravesando uno de los períodos más complicados de su historia. Apenas ingresados en el nuevo siglo, estarnos navegando en medio de las más duras tormentas que hayamos alguna vez padecido.

En la evocación, cabe formularse entonces un interrogante agudo e inquietante: ¿podrá la Carta Magna de 1853-60, con su siglo y medio a cuestas, servir para alumbrar el futuro y sacarnos del estado de emergencia en que nos hallamos? ¿No deberíamos hacerle un homenaje, "darle las gracias" en forma elegante por los servicios prestados, y asumir que la presente situación, y los cambios y desafíos cada vez más acelerados -que son la nota distintiva del mundo en que vivimos- nos impondrán, más tarde o más temprano, la necesidad de contar en el siglo XXI con un nuevo y más moderno instrumento para guiamos y descifrar la ruta que deberemos transitar?

Tenemos, pues, que realizar un homenaje y, al propio tiempo, intentar dar respuesta al cuestionamiento planteado.


II. Apelación a Cicerón [arriba] 

Como decíamos, la celebración coincide con la República viviendo una de sus horas más cruciales: crisis institucional, "default" del Estado, incumplimiento generalizado de las obligaciones, necesidades básicas insatisfechas de sectores cada vez más numerosos, etc. Todo ello bajo un profundo y prolongado estado de anomia, donde las normas y hasta las pautas morales parecen haber perdido su vigor. Están en jaque la República y el Estado de Derecho, y esta dramática conjunción nos trae a la mente la figura de Cicerón.

Desde su juventud ardoroso defensor de las instituciones republicanas de la antigua Roma, Cicerón fue no sólo un pensador sino también un hombre de acción que transitó el "cursus honorum" de las magistraturas; de espíritu moderado fue un jurista brillante que realizó un significativo aporte al ius naturalismo.

Tomaremos prestadas, pues, las palabras del epígrafe con las que el célebre romano exaltaba el valor de la historia para intentar referirnos con ellas, de modo analógico, al significado y valor de la Constitución Nacional en este aniversario.

1. "Maestra de la vida"

La Constitución Nacional sancionada en la ciudad de Santa Fe el 1° de mayo de 1853 no fue fruto de la imposición o el voluntarismo de los convencionales, sino resultado de nuestra historia, y de la sapiencia y pragmatismo de sus protagonistas.

* Nuestra Carta Magna es maestra porque fue resultado de un largo devenir histórico; fue fruto de una tarea de síntesis, a través de la multiplicidad de sus fuentes, la experiencia del pasado y el esfuerzo por detectar indicadores comunes para construir hacia el futuro.

La Constitución, tener una constitución, fue un anhelo tan antiguo como el país mismo. Nació en 1810 en el ideal de varios de los hombres de Mayo, y tras varios intentos frustrados y una alta cuota de sangre derramada entre compatriotas, se hizo realidad recién casi medio siglo después de la instalación del primer gobierno patrio. Fue el resultado de complejas y conflictivas décadas de búsqueda de la organización definitiva, que sólo culminarían en 1860 con la reforma producida como consecuencia de la incorporación de la provincia de Buenos Aires.

Nuestra Ley Fundamental contiene el programa revolucionario de Mayo de 1810 y la influencia de precedentes institucionales como los decretos de 1811, la obra de la Asamblea de 1813, el Estatuto de 1815, el Reglamento de 1817, las constituciones de 1819 y 1826, y la fuerza instrumentadora de los pactos interprovinciales, entre los que se destacan el Pacto Federal de 1831, y el Acuerdo de San Nicolás de 1852. Está también allí la lucha fraticida entre unitarios y federales, el pensamiento de la generación de 1837, el genio intelectual de Juan Bautista Alberdi, y la decisión política visionaria de Justo José de Urquiza.

Aunque su texto refleja el modelo político de la Constitución norteamericana, es una obra genuinamente argentina, con una tipología constitucional mixta entre racional-normativa e histórico-tradicional, fruto de la transacción entre visiones ideológicas liberales, tradicionalistas y democráticas.

Dice con acierto Linares Quintana que nuestra Constitución "... no es el resultado de una lucubración genial de sus autores, sino el fruto laboriosamente gestado en largos años de lucha y sacrificio. Cada uno de sus artículos, cada una de sus cláusulas, cada una de sus palabras, tienen profundas raíces en el pasado histórico de la Nación, que se confunden con el origen mismo de la nacionalidad ..."(1)

Ninguna expresión, en rigor, más acabada que la de Juan María Gutiérrez, uno de los más influyentes convencionales constituyentes de 1853, cuando señalaba que la Constitución era el pueblo, la Nación Argentina hecha ley.

* Es maestra por su pragmatismo político y social, y por su sabia estructura normativa.

Muchos acontecimientos y hombres del pensamiento tuvieron influencia en la gestación del texto, pero tal vez ninguno destaque de un modo tan directo como Juan Bautista Alberdi. Su contribución intelectual desde el exilio fue la columna vertebral sobre la que se estructuraría esta obra monumental. El ilustre tucumano creía necesario garantizar la independencia, pero sin descuidar las causas del progreso económico como el comercio y los ferrocarriles. Sugería proclamar la república y luego elevar al pueblo al nivel del sistema elegido, mediante la educación y la acción civilizadora de la inmigración europea. En cuanto a la forma de gobierno, había que buscar una mixtura que atendiese a nuestros antecedentes: autonomías de las provincias con un gobierno central vigoroso; división de poderes, pero con un presidente fuerte; libertad de cultos, pero preservando ciertos privilegios al catolicismo. La Constitución debía suscitar veneración, y el principal medio para obtener el respeto sería evitar sus reformas, por lo que su texto debía estar reducido a lo fundamental.

Los constituyentes de Santa Fe, donde destacaron las plumas de Gorostiaga y Gutiérrez, redactaron con sapiencia un texto avanzado para su época, aplicando técnicas modernas de formulación constitucional que perseguían la perdurabilidad de las normas. No se limitaron a transcribir ni cayeron en la tentación de hacer lugar a declaraciones ampulosas y promesas vanas; sus sobrias y muchas veces ricas disposiciones (repárese, por ejemplo, en la letra del artículo 19) fueron fruto del sentido común, la conciliación de posiciones, y también, por cierto, de la amarga experiencia de los fracasos previos.

* Es maestra porque tuvo desde su sanción un claro sesgo pedagógico de inculcar la cultura política a una población que se iba ampliando.

La Constitución, lejos de querer reflejar como un espejo la realidad circundante, se elevó pretendiendo mostrar el camino a transitar. Tuvo un sentido docente: con realismo tuvo en cuenta lo existente, pero intentando modificarlo.

La Constitución debía defenderse y completarse, además, con la difusión de la educación, empresa que acometieron con visión estratégica los hombres de la generación del ochenta. Dicha tarea cobraba, sin duda, mayor necesidad cuando, a partir de la vigencia de la ley Sáenz Peña, la participación popular se vio incrementada, pero desafortunadamente no estuvimos aquí a la altura de las necesidades. Por el contrario, la educación y la cultura cívica fueron desatendidas, con los resultados conocidos, y los argentinos adeudamos todavía rendir varias materias atrasadas en la carrera de instruirnos y concientizamos sobre el valor y el sentido de las cláusulas constitucionales. El lema sarmientino de "educar al soberano" no ha sido aún completado.

* La Constitución es maestra también porque con el tiempo se erigió en un símbolo, en referencia obligada en nuestra continua tarea de aprendizaje y de construcción de la Nación.

En los momentos más difíciles, la Constitución ha emergido siempre como una suerte de tabla de salvación frente a la devastación; cuando las divergencias se ahondaron peligrosamente, terminó siendo prenda y arca de unión de los argentinos. Más allá de las procedencias, los orígenes étnicos o religiosos, las preferencias políticas o las opciones personales de vida, ella ha cobijado a todos respetando las diferencias, siempre integrando a partir de compartir ciertos valores básicos.

Como maestra, el mejor homenaje que podemos brindar a la Constitución es seguir aprendiendo de ella, conocerla y respetarla.

2. "Llave del presente"

Ya lo hemos señalado, y huelga en rigor abundar sobre ello, que la República atraviesa en la actualidad por una grave crisis. Una fugaz y no advertida lectura del título propuesto podría llevar a suponer que la razón de nuestras desdichas debe encontrarse en la Constitución, o que su ya dilatada existencia resulta ser la causa que explica los males que nos aquejan.

Nada más opuesto, en rigor, de la verdad. Nuestras desgracias obedecen, precisamente, a que durante las últimas décadas hemos vivido durante muchos períodos en flagrante contradicción con los preceptos constitucionales. Es más, hasta podría sostenerse sin caer en exageración alguna, que la propia Constitución emerge hoy como una verdadera fuente de categorías axiológicas, pudiendo considerársela como un patrón de referencia obligado para evaluar nuestra trayectoria; el nivel de acatamiento a la Constitución definiría así la calidad moral de cada etapa histórica.

Si aceptando estas premisas realizáramos un rápido repaso sobre nuestro pasado, advertiremos que fue merced a la sanción de la Constitución y a la visión de los hombres que la gestaron que después de décadas de enfrentamientos fraticidas se alcanzó la organización nacional. A partir de allí, durante los gobiernos que se fueron sucediendo hasta el año 1930 mientras rigió la Constitución, la Argentina llegó a convertirse en uno de los países más progresistas y adelantados del mundo. Durante los siguientes cincuenta años hasta 1983 vivimos bajo la regla de la anormalidad institucional. Los gobiernos de facto restringieron el ejercicio de los derechos políticos, pero también durante muchos gobiernos electos por el voto popular se cercenaron derechos y garantías establecidos en la Constitución. Pagamos por ello un alto precio: un sensible deterioro de los valores constitucionales y el relegamiento de la educación y maduración cívica del pueblo, sumado ello, claro está, a la decadencia económica.

A partir de las últimas dos décadas, hemos recuperado felizmente el funcionamiento estable de las instituciones democráticas, reestableciéndose la vigencia de la Constitución formal. Pero no debemos engañarnos. En nuestra sociedad puede apreciarse que predomina en general y desde hace tiempo una adhesión constitucional de algún modo insincera. Cuando redescubrimos nuestra Carta Magna en las postrimerías del último régimen de facto, nos abrazamos a ella, y hasta nos emocionamos recitando su preámbulo cual si fuera un rezo laico, pero como todo entusiasmo no suficientemente enraizado, muy pronto se fue diluyendo.

En lugar del arduo sendero, hemos adoptado por costumbre transitar una y otra vez los "atajos" que lucen más fáciles y convenientes. Nos acostumbramos a vivir bajo la precariedad en forma permanente. Como muestra por su trascendencia de esta falta de sincero apego a la letra y espíritu de la Constitución, nos basta mencionar tan sólo tres situaciones que cualitativamente implican graves desequilibrios que afectan y distorsionan las propias bases del edificio institucional, esto es la esencia de nuestra forma de gobierno representativa, republicana y federal.

* La apelación constante y recurrente a los poderes de emergencia por parte del Poder Ejecutivo amenaza gravemente el principio de la división de poderes, pilar básico del sistema republicano.

Nuestra historia registra antecedentes sobre el ejercicio de facultades legislativas de excepción por parte del Presidente, pero desde 1983 esa práctica se ha visto notoriamente incrementada, especialmente en los últimos quince años. El célebre fallo Peralta, dictado por la Corte Suprema en 1990, estableció pautas que terminaron más por convalidar los excesos que por imponerles límites. La reforma constitucional de 1994 receptó estos remedios de excepción, y sólo permitió su utilización dentro de un esquema de requisitos y controles que debían impedir su uso abusivo. El control estaría a cargo del propio Poder Legislativo, que lo ejercería mediante una comisión bicameral permanente a ser creada por una ley que debería regular también el trámite y los alcances de la intervención del Congreso. Transcurridos nueve años desde la reforma constitucional, la ley reglamentaria no ha sido dictada aún, y este tipo de normas (como ocurre en la economía con las "cuasi-monedas") siguen utilizándose con demasiada frecuencia y nocividad institucional. Ocurre que muchas veces estos decretos dictados por el Poder Ejecutivo no son ni necesarios ni urgentes, sino una manera de esquivar al Poder Legislativo. No terminamos de entender que toda situación de excepción tiene un límite y que la perduración de la propia democracia se pone en riesgo cuando desde el Estado se revocan permanentemente las normas de convivencia y se altera la estabilidad de las reglas de juego en nombre de una emergencia que no termina de resolverse.

* El actual sistema de coparticipación federal de impuestos demuestra que el federalismo que los constituyentes concibieron hace siglo y medio ha sido reemplazado por un régimen unitario, que gasta en exceso y con poca eficiencia. Dos realidades alcanzan para demostrarlo: hoy más del 60 por ciento del gasto público de las provincias depende del financiamiento nacional; el "default" en las cuentas públicas y la crónica deficiencia en la prestación de los servicios básicos estatales son patentes. Es urgente la celebración de un nuevo contrato fiscal federal que tienda a volver al principio de que cada provincia debe primordialmente sufragar sus gastos con los impuestos que ella recaude, permitiendo a los ciudadanos controlar con su voto la utilización de los recursos públicos. De acuerdo con lo establecido en la reforma de la Constitución de 1994, un nuevo régimen de coparticipación debía aprobarse antes del año 1997, mandato que hasta la fecha tampoco ha sido respetado.

* En los últimos años se ha acrecentado el descrédito de la ciudadanía hacia la clase política, lo que pone en crisis la propia existencia de nuestro sistema representativo. El pueblo parece haber perdido la confianza en sus representantes, reclamándoles a éstos una mayor cuota de credibilidad y transparencia.

No es del caso particularizar el tema desde un punto de vista normativo señalando cuántas y cuáles son las desviaciones y manipulaciones del sistema electoral, y cuáles serían las reformas que deben introducirse para contar con un sistema de representación política que se ajuste en letra y espíritu a nuestra Constitución. Pero está claro que la "reforma política" viene siendo desde hace tiempo anunciada y nunca concretada. La transformación estructural de la política es una de las prioridades más urgentes que la sociedad argentina debe asumir, para dejar atrás la sospecha generalizada de que quienes se dedican a la política anteponen y privilegian sus intereses personales al bien general de la población. Puede pensarse que este reclamo no guarda relación directa con el tema constitucional, pero, a nuestro juicio, viene a ser algo así como la madre de las numerosas violaciones, deslealtades e interpretaciones antojadizas de la letra y espíritu de nuestra Ley Fundamental, que evidencian y hasta profundizan el escaso apego hacia ella que como sociedad nos caracteriza.

3. "Luz de los tiempos"

La Constitución Nacional 1853-60, en sus ya ciento cincuenta años de vigencia, sigue evidenciando una proverbial lozanía que la proyecta con toda enjundia como instrumento eficaz para dar respuesta a los desafíos que puedan presentarse en esta centuria recién estrenada.

No posee el carácter de inmortal propio del mundo espiritual, ni podemos referirnos a su perennidad como si se tratare de alguna hoja perteneciente al reino vegetal; es una creación humana y, por tanto, finita y limitada. Pero no está desactualizada ni pasada de moda, sino en permanente sintonía con la frecuencia de nuestras necesidades como sociedad. Antes que pensar, pues, en rendirle homenaje sólo por sus contribuciones en el pasado, nos urge hoy además redescubrir su riqueza y actualidad, adentrándonos todavía más en su conocimiento y en el compromiso vital de acatarla y de realizar el proyecto que nos propone.

Esta fórmula de la Constitución que le permite adecuarse y responder constantemente a las vicisitudes de los tiempos se compone de varios elementos que, aunque están en rigor interrelacionados, podrían desagregarse en tres: a) la amplitud de sus cláusulas; .b) los valores del preámbulo; y c) la interpretación judicial. A ellos deberíamos agregar también la posibilidad de su reforma.

* En primer término, el genio y la visión de sus redactores, quienes fueron conscientes de que la Constitución debía tener una amplitud de miras capaz de albergar las aspiraciones de sucesivas generaciones. Nuestra Ley Fundamental sobresale por su admirable elasticidad que le ha permitido adaptarse, sin envejecer, a las distintas condiciones y exigencias de los tiempos. Esto porque los constituyentes supieron limitarse a consagrar los valores básicos, no mediante latosas descripciones, sino en principios genéricos y flexibles. Así lo ha reconocido la propia Corte Suprema en el célebre caso Bressani; también el maestro Linares Quintana ha resaltado, con singular énfasis, este atributo de la Constitución:

"A su amparo, ningún ideal superior es irrealizable, ninguna idea noble deja de tener cabida, ningún propósito de bien queda sin protección. Toda institución o medida que se oriente al bienestar del individuo y de la sociedad, respetando la libertad y la dignidad del hombre, tiene lugar en nuestra Ley Fundamental, aun cuando su articulado no la contemple expresamente."(2)

Si algún derecho hubiera quedado sin contemplar, o pudiera surgir como fruto de una nueva circunstancia o evolución, el mismo quedaría cobijado en la sabia previsión del artículo 33, cuya fuente histórica se encuentra en la Enmienda IX al texto constitucional de Filadelfia. La "cláusula de progreso" contenida en el entonces artículo 64, inciso 18 (hoy artículo 75, inciso 18) supuso también una novedad para el constitucionalismo de su época y un mandato y modelo abierto para la definición de políticas arquitectónicas.

* En segundo lugar, el preámbulo de la Constitución explicita de algún modo los fines que la inspiran que, lejos de haberse alcanzado o agotado, siguen siendo una realidad viva en la conciencia de los argentinos como bienes a alcanzar. Cada uno de estos fines posee un contenido distinto en cada época, por lo que siempre serán valores a cuya realización se dirigirán la política y el derecho. Por ello se ha dicho con razón que "... interpretar la Constitución conforme al preámbulo de ninguna manera puede conducir a resultados conservadores; lejos de ello, y en tanto el contenido del texto preambular no es estático, tampoco cierra el paso a una interpretación progresista o evolutiva de la Carta Magna sino que es un elemento en pro del dinamismo del sistema y no de su petrificación ..."(3)

Así, por ejemplo, constituir la unión nacional fue una directriz que tuvo en mira una meta histórica concreta, como lo fue reunir a las provincias preexistentes para organizar la Nación, pero en rigor es un objetivo permanente vinculado a nuestra supervivencia como comunidad.

Afianzar la justicia, hoy más que nunca, tiene un sentido imperativo en cuanto a garantizar la independencia del poder judicial, la prestación eficiente y oportuna del servicio de justicia, y el acceso a la jurisdicción a todos los habitantes.

Consolidar la paz interior también tuvo un significado concreto al momento de la sanción de la Constitución. Apenas algo más de tres décadas atrás, sufrimos como sociedad la instalación de la violencia como modo de dirimir las disputas políticas. Este riesgo reapareció en el último tiempo, y si a ello sumamos la necesidad de recuperar la tranquilidad pública frente al auge del delito, este objetivo resulta vital en la reconstrucción de una sociedad que quiere vivir y resolver las controversias de modo pacífico y civilizado.

Proveer a la defensa común tiene también un contenido cambiante según sean los tiempos y la inserción internacional del país. El mundo globalizado parece imponer agendas comunes, y los desafíos con los países vecinos no parecen estar ya tanto en la protección de las fronteras como sí en la integración de los mercados.

La promoción del bienestar general, siempre emparentada a la noción de bien común, posee en los tiempos que corren una marcada dirección en orden a procurar que el desarrollo pleno alcance a todos los sectores y a la satisfacción de todas las necesidades básicas (salud, vivienda, educación, etc.).

Los beneficios de la libertad tienen que ver de modo directo con la persona humana y con su dignidad. Han constituido, y seguirán siéndolo por siempre, uno de los valores supremos que todo orden político debe asegurar y preservar.

Sin pretender agotar la discusión más técnica acerca de si el preámbulo se encuentra o no incluido en la Constitución a la que precede, lo cierto es que, a nuestro juicio, el mismo constituye una trascendental pauta de interpretación del texto constitucional, en todo cuanto el mismo expresa, y en la integración de sus vacíos normativos. El contenido cambiante de dichos valores garantiza de este modo a la Constitución una eterna juventud.

* Como tercer elemento, es sabido que en nuestro sistema constitucional los tribunales inferiores, pero en especial la Corte Suprema, juegan un rol relevante en su misión de interpretación de las normas. El fallo del juez Marshall de los Estados Unidos en el famoso caso Marbury vs. Madison del año 1803 admitió el control de constitucionalidad como criterio para definir la validez o legalidad de todo el sistema normativo. Hizo algo más que dejar en manos del poder judicial la tarea de interpretar las leyes: brindó a los jueces la facultad y el poder de actualizar la legislación de modo constante y permanente, siempre y cuando un caso o controversia haya sido sometido a su consideración.

La Corte Suprema posee acaso la más trascendente y delicada misión dentro del edificio institucional de la República: ser guardián de la Constitución, manteniendo a rajatabla su atributo de ley suprema de la Nación. Dicha tarea incluye por cieno la de interpretar en forma dinámica y progresista las cláusulas constitucionales, habilitando nuevos fines tal vez no previstos por la voluntad histórica del constituyente, pero que no deben contrariar aquellos que originalmente fueron contemplados.

Podríamos también decir con Wilson que nuestro más Alto Tribunal -probablemente en menor medida- es también una convención constituyente en sesión permanente, que contribuye, en terminología aristotélica, a mantener vivas y actuales las potencias del texto constitucional. Agreguemos la interpretación sistemática, y así tenemos, por ejemplo, la creación jurisprudencial de la acción de amparo a través de los casos Sin (4) y Kot (5) ; también el reconocimiento de la preeminencia de los tratados, adelantándose a la reforma de 1994.(6)

Nada asegura que las decisiones de la Corte se encuentren exentas de yerros propios de la condición humana, como cuando, por ejemplo, convalidó con frecuencia en los últimos años excesos en la apelación a los poderes de emergencia(7), pero debemos confiar en su infalibilidad, al decir del juez Jackson, por su condición de intérprete final de la Constitución. Debemos saludar entonces con alborozo un sano activismo y energía jurisdiccional, pero evitar caer en el peligroso extremo del "gobierno de los jueces".

* Finalmente, si del propio texto constitucional, o mediante su interpretación, no pudieran hallarse las soluciones necesarias para enfrentar las nuevas situaciones o desafíos, cabría plantear entonces en teoría la posibilidad de una reforma o modificación a la Constitución. Tendría que ser, claramente, el último recurso, al que sólo debiera apelarse cuando se hubiera agotado la búsqueda de soluciones a través de la interpretación dinámica. Nada mejor aquí que recordar la clarividente advertencia alberdiana:

"El principal medio de afianzar el respeto de la Constitución es evitar en todo lo posible sus reformas. Ellas pueden ser necesarias a veces, pero constituyen siempre una crisis más o menos grave. Ellas son lo que las amputaciones al cuerpo humano; necesarias a veces, pero terribles siempre. Deben evitarse todo lo posible o retardarse lo más. La verdadera sanción de las leyes reside en su duración. Remediemos sus defectos, no por la abrogación, sino por la interpretación... Conservar la Constitución es el secreto de tener Constitución. ¿Tiene defectos, es incompleta? No la reemplacéis por otra nueva. La novedad de la ley es una falta que no se compensa por ninguna perfección; porque la novedad excluye el respeto y la costumbre y una ley sin estas bases es un pedazo de papel, un trozo literario. La interpretación, el comentario, la jurisprudencia, es el gran medio de remediar los defectos de las leyes."

Sólo con este criterio restrictivo cabe admitir las reformas. Y sólo cuando ellas se asientan sobre un piso sólido de razonabilidad y consenso, las mismas quedan legitimadas y contribuyen también a mantener actuales y vigentes los cimientos del edificio institucional.

Si repasamos nuestra historia sobre las modificaciones que se introdujeron a nuestra Constitución (y sobre aquellas que quedaron sólo en proyecto), descubriremos que no siempre hemos transitado la ruta de la cordura.

Aceptamos que la de 1860 fue una modificación que completó la sanción original permitiendo la incorporación de Buenos Aires, la hermana mayor, por lo que resulta apropiado considerarla parte de la norma originaria. A partir de allí las reformas de 1866 y 1898 fueron tan sólo ajustes al texto histórico que en modo alguno alteraron su vigencia; la modificación introducida en 1957, si bien con defectos formales, receptó sobriamente el llamado "constitucionalismo social", que enriquece y complementa las ideas liberales que inspiraron el texto originario. Con relación a la última reforma de 1994, cuestionada con razón en su génesis por ser más un fruto de conveniencias personales y tácticas electorales, entendemos que la misma ha explicitado sin provocar daños los nuevos derechos y garantías, introducido modificaciones en el funcionamiento de los órganos de gobierno cuyos beneficios están todavía por verse, y receptado los tratados internacionales como fuente de derecho. Aunque quizás temprano todavía para un juicio definitivo, y pese a que buena parte de sus agregados consagraron lo que estimamos pudo alcanzarse a través de la interpretación dinámica, la reforma de 1994 parece encaminarse hacia su reconocimiento y legitimidad.

Todas estas modificaciones pueden leerse como hilvanadas o relacionadas con el texto histórico, dinamizándolo y actualizando sus contenidos. No podemos decir lo mismo de la reforma de 1949, de corta vigencia, que constituyó todo un muestrario de lo que no debemos repetir, ni tampoco de la modificación de facto introducida en 1972 que apenas rigió para las elecciones del año siguiente.


III. La respuesta a modo de conclusión [arriba] 

Como maestra de la vida, la Constitución Nacional 1853-60 recogió al momento de su sanción las tradiciones y vicisitudes de cuatro décadas de vida en común, reuniéndolas con las ideas más avanzadas y progresistas en una formidable mezcla de sapiencia, sentido común, y capacidad prospectiva. En este sentido, bien podría decirse que nos acompaña a los argentinos en nuestra marcha como nación desde el inicio mismo de nuestra vida independiente.

La Constitución tuvo un claro sentido fundacional, y sirvió para organizar y construir el país de acuerdo a la visión y la tarea de varias generaciones que coincidieron en un proyecto. Con la crisis económica mundial de 1929 y la irrupción de los totalitarismos iniciamos un largo y penoso período de apartamiento de la Constitución, que es la llave para entender las desventuras y el desasosiego que sufrimos desde hace décadas.

Hemos aprendido con dolor, como lo señaló la propia Corte Suprema, que fuera de la Constitución sólo se encuentran la anarquía y la tiranía. A partir de las últimas dos décadas hemos vuelto formalmente bajo su regazo, pero en la vida real seguimos en rigor despreocupados del reinado de la justicia y el derecho. Hace falta "constitucionalizar" el país, retomar una actitud de sincero acatamiento integral a los principios constitucionales, asumir como una responsabilidad la vigencia sociológica de sus valores.

La Constitución sigue siendo nuestra Ley Fundamental, prenda de unión y símbolo de la nacionalidad, instrumento apto de gobierno que conserva pleno vigor como herramienta idónea para asegurar el progreso y la libertad en el siglo XXI recién comenzado.

Es símbolo vivo y entrañable de nuestras aspiraciones. Es más que un texto legal, es el país que fuimos y que deseamos volver a ser. Como luz de los tiempos sigue alumbrando el porvenir, pero somos los hombres quienes con nuestras acciones determinamos nuestra suerte. El futuro no es algo que nos aguarda pasivo, sino el resultado de nuestros propios actos, el fruto que nace de la siembra, la meta que corona nuestros emprendimientos.

Ortega y Gasset, ilustre visitante de nuestras tierras, concebía a una nación como un proyecto sugestivo de vida en común, donde convivimos no por estar juntos, sino para hacer algo juntos. Debemos volver a tener un proyecto, inspirado en los valores del preámbulo y asentado sobre nuestras mejores tradiciones republicanas. Cuando nos acercamos a la celebración del bicentenario de nuestra vida independiente, debemos disponemos con grandeza, en especial nuestra clase política, para construir el futuro contando con la invalorable guía y referencia de la sabia Constitución Nacional de 1853-60. Para ello no luce prioritario ni conveniente encender fuegos de artificio ni proferir cantos de sirena sobre la necesidad de introducir reformas a la Carta Magna. Lo que nos hace falta son hombres que, inspirados en los mismos ideales que animaron a los padres de nuestra Constitución, convoquen a sus conciudadanos a realizarlos en una empresa común, con la cuota necesaria de capacidad, patriotismo, honradez y coraje cívico.

En nuestras reflexiones iniciales sobre el tema, antes inclusive de volcarlas al papel, habíamos recurrido metafóricamente a imágenes vinculadas a la navegación. Vaya paradoja del destino: el pasado I° de mayo, cuando se cumplió exactamente la fecha del aniversario que conmemoramos, la ciudad de Santa Fe, cuna de la Constitución, se encontraba bajo las aguas a consecuencia de la más grave catástrofe natural que hubo conocido, que nos ha conmocionado a todos, y de la que anhelamos puedan pronto recuperarse, tanto la ciudad como sus habitantes.

Pero es toda la República, en rigor, la que está en emergencia, no a consecuencia de un desastre natural, sino de nuestros desatinos y desencuentros. Es preciso que, zafando de la varadura, emprendamos sin más demoras la navegación en las aguas desafiantes del nuevo siglo.

Contamos para ello con la Constitución Nacional 1853-60. Ella, nos parece, puede asimilarse al faro que permanece alumbrando la ruta; es también la carta que el avezado timonel debe seguir para garantizar el buen rumbo; los valores básicos de su preámbulo siguen siendo los fines a cuya realización debemos dirigirnos como puerto de destino. Nos quedamos con la imagen del faro, noble y erguido, que pese a los años y los avatares sufridos continúa iluminando nuestro destino. No nos faltará entonces la referencia segura en nuestra marcha; lo que requerimos son pilotos dispuestos a conducir la embarcación con espíritu de servicio hacia el bien común.

Hace también ciento cincuenta años, desde la humilde Catamarca y con singular elocuencia, Fray Mamerto Esquiú -el orador de la Constitución- instaba a su juramento. Su profética exhortación al acatamiento del texto constitucional nos sigue resonando todavía casi como una súplica que no podemos ya seguir desoyendo en el siglo XXI:

"... Obedeced, señores, sin sumisión no hay ley, sin leyes no hay patria, no hay verdadera libertad: existen sólo pasiones, desorden, anarquía, disolución, guerra y males de que Dios libre eternamente a la República Argentina..."

 

Notas:

* El Colegio organizó un concurso Público de Monografías sobre el tema "Proyección al Siglo XXI de la Constitución Nacional 1853-60". A continuación publicarnos el trabajo que obtuvo el Primer Premio.

1 Segundo V. Linares Quintana: "El espíritu de la Constitución", Linares Quintana, Badeni & Gagliardo Abogados, la, edición, octubre de 1993, pág. 55
2 Segundo V Linares Quintana, ob. cit., pág. 56.
3 Javier Tajadura Tejada, "El preámbulo constitucional", Granada, Comares, 1997, pág. 41.
4 Ver Fallos 239:459.
5 Ver Fallos 241:291.
6 Ver Fallos 315:1492.
7 No debemos dejar de mencionar en este sentido que en el inicio del siglo XXI, en especial a partir de los fallos Smith y Provincia de San Luis, el Alto Tribunal parece haber retomado la senda correcta en la materia.



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