JURÍDICO ARGENTINA
Doctrina
Título:Capítulo XII. La autoridad del juez en el proceso
Autor:Gozaíni, Osvaldo A.
País:
Argentina
Publicación:Colección Doctrina - Editorial Jusbaires - Tratado de Derecho Procesal Civil - Tomo I
Fecha:09-07-2020 Cita:IJ-I-DCCXLIV-563
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102. Las Partidas de Alfonso el Sabio
103. Los primeros ordenamientos procesales
104. La ideología dominante en las reformas
Notas

Capítulo XII

La autoridad del juez en el proceso

Osvaldo Alfredo Gozaíni

102. Las Partidas de Alfonso el Sabio [arriba] 

En el siglo XIII surgen las Partidas de Alfonso el Sabio; la III, especialmente, se dedicó al Derecho Procesal. En ella se advierte el influjo del proceso romano y la recepción del ius commune. En los hechos era una aplicación del sistema.

Se dice que Jacobo de las Leyes fue el autor de la Partida III, hombre cercano a Alfonso X que, como le ocurría al soberano, no conseguía el aprecio de los súbditos, quienes continuaban resolviendo sus conflictos con usos y costumbres, más allá de las reglamentaciones particulares que tuvo España con el Ordenamiento de Alcalá (1348) y las Leyes de Toro (1505).

La Partida III comprende 633 disposiciones en forma de leyes; demasiado casuista, denso y farragoso, que tenía la particularidad de ser una obra de lectura (un dogma no obligatorio) que solo trascenderá en los siglos venideros, con la acumulación de una nutrida legislación que la complementó sin derogarla en momento alguno.

Ideológicamente presentaba al conflicto entre partes como una cuestión particular, controlado por un tercero imparcial que actuaba solo a instancia de los “señores del Pleyto”.

A partir de ahí, explica Montero:

El solemnis ordo iudiciarius respondía a la concepción de que las partes tenían que disponer con toda amplitud de los medios de ataque y de defensa que consideraran oportunos, planteando sin limitaciones el litigio que las separaba, porque se trataba de acabar para siempre con dicho litigio, de modo que la sentencia que se dictara tenía que producir los efectos de cosa juzgada material, no siendo posible otro proceso posterior. Lo anterior iba unido a la creencia de que ese proceso necesitaba un procedimiento complicado, lento y formalista y, por tanto, originador de un elevado coste, pues se trataba de ofrecer a las partes las mayores posibilidades para su defensa.477

Consagró la escritura como modelo de expresión de los actos procesales, así como para conocer y resolver sobre ellos. Couture critica objetivamente a las Partidas, comparándolas con el Fuero Real que también había preparado Alfonso X.

En tal sentido dice que

Hoy, a tanta distancia como va corrida, con perspectiva histórica suficiente, podemos decir que el derecho de la Partida III, desde el punto de vista práctico, no supera al Fuero Real, que fue la legislación de su tiempo […] Desde el punto de vista político, es decir, en su fondo mismo de justicia, el Derecho Procesal de las Partidas no supera aquel equilibrio maravilloso de libertad y autoridad característico del Fuero Juzgo.478

En este tiempo también el Derecho Canónico va a tener dos expresiones trascendentes. Clemente V dicta la Saepe contingit (1306) y la Dispendiosam (1311), destinadas a reglamentar procesos civiles y de naturaleza comercial, los que se implementaban con menores formalidades y dando al juez de la causa mayores poderes de control sobre el proceso. La serie consecutiva de actuaciones fue suprimida permitiendo un intercambio menos ritual, de manera que al estar el debate centrado en una amplia discusión se limitaron los recursos y se estrecharon los plazos procesales aplicando, para ello, el principio de concentración.

Por otro lado, significó un avance manifiesto de la oralidad por sobre la actuación escrita.

103. Los primeros ordenamientos procesales [arriba] 

La Revolución francesa trajo un significativo cambio en la función de los jueces; durante más de un siglo se va a discutir sobre quién será el custodio de la Norma Fundamental, partiendo de la base que no podían ser los jueces del Antiguo Régimen.

Por esos tiempos hay una sociedad dividida social, económica e ideológicamente. La burguesía tiene en miras anular totalmente la aristocracia del sistema que revocó generando un debate que aún persiste, radicado en sostener que todo ataque a la Constitución es un medio que pretende subvertir el sistema político. En la idea subyace el pensamiento que los jueces habían sido parte de ese grupo al que se quiere desautorizar.

La historia la hemos señalado en otras oportunidades479 y solo se recuerda para advertir que la diferencia entre “confiar” y “no confiar” no se puede tomar como una anécdota del destino, porque trasciende y caracteriza a la función jurisdiccional.

En efecto, la Revolución francesa persiguió la defensa de la legalidad, evitando que los magistrados ejercieran el poder de crear a través del derecho judicial (jurisprudencia) una norma distinta a la que el pueblo a través de sus representantes dictaba. El juez sólo era “la boca de la ley”, en la ya clásica expresión de Montesquieu, lo que era lógico si consideraba que los jueces no tenían elección democrática y, por tanto, no contaban con el favor del pueblo (Rousseau). Conceptualmente se sostenía una protección política clara y concreta, como lo expuso la primer Constitución de Francia y fue el patrón que adoptaron algunos países americanos (Chile, Uruguay y Perú) hasta sus reformas en las décadas iniciales del siglo XX. Entre otras proyecciones que tuvo la decisión de impedir a los jueces el poder de interpretación, estuvo el problema de la prueba, porque evidentemente la apreciación de los hechos era insoslayable de la función judicial. Aparecen así los primeros grandes estudios sobre la teoría general de la prueba, que no se llevaron a cabo por “procesalistas” sino a través de “civilistas”, “historiadores del derecho”, o juristas de la filosofía que dieron explicaciones puntuales al porque el poder probatorio no era una potestad de interpretación sino una lógica de la discrecionalidad judicial. En suma, un poder de los jueces, nunca de las partes (obviamente, referimos a la valoración o apreciación de la prueba).

En realidad, tras el fondo de una revolución en las ideas, era un retorno a los dogmas del sistema romano canónico que se había gestado en la Italia medieval, con la notoria influencia de la iglesia y de los escolásticos.

En el continente americano la cuestión era diferente desde que su historia política institucional era absolutamente nueva. Por eso el origen es reciente en términos históricos. El modelo constitucional proveniente de Estados Unidos, ha sido llamado “de la confianza en los jueces”, y con la sentencia del juez Marshall en “Marbury vs. Madison” (1803) se consolida el criterio que faculta a los tribunales a declarar la invalidez de una norma.

De este modo, la judicial review admite que los jueces puedan revisar los actos de los demás poderes e instaura en las potestades de la jurisdicción tres funciones básicas: a) resolver los conflictos intersubjetivos; b) controlar la constitucionalidad de las leyes, y c) fiscalizar la legalidad de los actos del poder de gestión político.

Entre estos dos modelos, tradicionalmente llamados: político y jurisdiccional transitó el siglo XIX. Los ordenamientos procesales de entonces sufrieron el impacto de la discusión, el que va a perdurar hasta la era siguiente.

Con la polémica que entablaron Kelsen y Schmitt la cuestión va a cambiar.480 Ambos presentan la necesidad de resguardar los principios superiores que declara una Norma Fundamental, pero difieren en los mecanismos necesarios para ello. Es decir, quedó planteado el debate acerca de cuáles son los mejores sistemas que aseguran la supremacía de una carta constitucional, si las instituciones políticas en la que no participan jueces sino todos los representantes de una sociedad compleja, o bien solo tribunales especiales que, a estos fines, se debían establecer.

Kelsen propuso (y logró que se llevara a cabo desde 1920) la creación de Tribunales Constitucionales porque consideraba que la Norma Fundamental de un Estado no era solamente una regla de procedimientos, sino un conjunto de dogmas que nutrían la esencia del Estado. Por ello, las garantías declaradas debían permitir anular todos los actos que le fueran contrarios, pero jamás autoriza a que esa acción estuviera en manos del mismo órgano que aprobaba las leyes contradictorias.

La posición contraria creía que era darle demasiados poderes a un órgano de naturaleza indefinida (porque estaría situado fuera de los tres poderes clásicos) que portaba el temor de convertirse en un legislador negativo y en un mecanismo de permanente conflicto con las competencias entre espacios de poder.

La diversidad constitucional se puede mostrar también en otras áreas del derecho. Obsérvese que en el derecho penal también se pudo asistir a esta controversia.481 El Código Penal austriaco de 1803 en tiempos de Francisco II (1790-1835) determinó buena partes de las instituciones italianas, las que después llegaron a Latinoamérica.

Por ejemplo, Carlos Tejedor, el codificador argentino, se basa en los códigos de Austria y de Francia, especialmente el primero; pese a que ideológicamente se coincide en las fuentes adoptadas del derecho español. Vale decir, las diferencias entre penas para delitos públicos y privados; o la forma de resolver cuando es crimen y cuando delito; o bien, el estudio de las conductas humanas, tuvieron distancias significativas según el interés principal fuera el hombre o el Estado. La prevención o la pena; la sanción dura o la ejemplaridad de las conductas, entre muchas otras, han sido fuentes de la actual discusión entre “garantistas” del proceso penal, y publicistas de “mano dura”.

Con este estado de cosas, las que conviene advertir, comienza la etapa codificadora en materia procesal.

103.1 Francia

En efecto, el siglo XIX es el tiempo de la codificación. En materia procesal civil, el primero que aparece es el Code de procédure civile francés de 1806 (en vigencia desde el 1º de enero de 1807), de 1042 artículos que reproduce, en mucho, la Ordenanza de 1667 de Luis XIV.

Dice Cipriani que este Código:

… establecía un proceso en el que, mientras las partes gozaban de una gran autonomía, la intervención del juez estaba reducida al mínimo; por un lado, respondía a la concepción liberal y garantista de las relaciones jurídicas, y por el otro, estaba en línea con el objeto, las finalidades y la naturaleza del proceso civil: desde el momento que tal proceso estaba subordinado a la iniciativa y al impulso de parte y tiene por objeto la tutela de los derechos de los particulares, parece obvio que también su marcha esté, en línea de principio, confiada a las partes y que el legislador se limite a disciplinar, con la ley o a través del juez, el diálogo entre las partes, de tal forma que se asegure que cada una, en el respeto del derecho de defensa de la otra, pueda defenderse plenamente.482

El sistema estaba en armonía con el Código Civil que había puesto en primera línea de atención al derecho de propiedad. El derecho subjetivo dominó buena parte del mecanismo de admisión para litigar, y en común, estos parámetros de individualismo forjaron una construcción singular que centró el interés de las partes sobre cualquier otro.

Con esta construcción también el juez era “la boca de la ley”; vale decir, el que aplicaba el derecho objetivo que las partes en conflicto habían planteado como propio, y que le daban derecho a la sentencia favorable. No obstante, contenía también facultades instructorias muy importantes, como la selección de la prueba (no la valoración, sino la producción). El Código de procedimientos francés reconoce la influencia de la mencionada ordenanza del siglo XVII, lo que significó alterar algunas reglas habituales en la tradición de la litis contestatio romana.483 Por ejemplo, se redujo sensiblemente lo que hoy llamaríamos “sustanciación”, eliminando dúplicas y la continuidad de réplicas que quedaron en apenas dos actos. Se afianzó la serie consecuencial de actos, de modo que habiéndose cumplido una etapa se pasaba a la siguiente sin posibilidad de regreso; y quizás lo más trascendente haya sido el rol central que se dio a la prueba documental como medio –no exclusivo, pero sí preferente– de verificación. Sin perjuicio, claro está, que muchas cuestiones de esta naturaleza también se regulaban en el Código Civil.

De todos modos el principio de la neutralidad judicial quedó impreso como una de las garantías fundamentales de la organización; con ello se estableció que el juez no podía intervenir de manera activa en la marcha del proceso: la conducción de la instancia, la investigación de las pruebas, la iniciativa de las medidas de instrucción depende de los litigantes y solo de ellos.484

103.2 Italia

De su lado, Italia había recibido la influencia francesa merced a la ocupación habida en los Estados autonómicos, Principados y Ducados; pero después de la Restauración, las leyes de aquella raigambre fueron abrogadas, no obstante lo cual, continuaron proyectándose en las nuevas regulaciones.

En 1861 se proclama la unidad de Italia y en 1865 se sanciona el código que comenzó a regir el 1º de enero de 1866. Este no logró superar los inconvenientes de sus precedentes, sobre todo, las cuestiones probatorias que seguían repartidas entre el código civil y las nuevas instituciones procesales.485

En la práctica fue muy resistido, quizás por el exceso de formalidades y por el establecimiento de un régimen preclusivo (tomado del código francés) que instaló en los plazos y términos un verdadero problema. La preferencia por el juicio sumario –que contenía el sistema– se tornó frecuente, al punto de casi anular el juicio formal. Pero también este mecanismo era demasiado complejo porque, si bien fue pensado para las causas más simples, con la elección del trámite por el actor, se permitió que cualquier tipo de proceso tramitara por esta vía, de manera que aquello que se diseñó para quedar resuelto en pocos actos o audiencias, en los hechos prolongó inusitadamente el trámite, tornándolo en un “procedimiento de las sorpresas”.486

Lodovico Mortara, la figura dominante de fines del siglo XIX en nuestra ciencia (junto a Luigi Mattirolo), pergeñó algunos cambios importantes en el régimen, los que se pusieron en práctica a partir de 1901. Las modificaciones acentuaron el rol del juez dentro de las audiencias, a cuyo fin se procuró la oralidad y la inmediación, y dentro de ellas, la actividad conciliatoria. Sin embargo, pese al beneplácito habido por la orientación, por entonces aparecía en el firmamento de las reformas un cambio radical surgido en Austria con la Ordenanza procesal creada por Franz Klein en 1895.

103.3 Austria

Austria formaba parte del Imperio austro-húngaro, el cual no tuvo ni aceptó influencias extrañas para sus sistemas procesales (civil y penal). Las controversias privadas eran resueltas con el Reglamento Judicial de José II de 1871, para muchos caratulado como un auténtico “monumento del despotismo ilustrado del siglo XVII”.487

El reglamento se basó en un sistema escrito y secreto. La demanda se presentaba ante el juez, y sólo este podía ordenar que tuviera trámite. La contestación concedía escritos de réplica y dúplica; las verificaciones quedaban subordinadas al mecanismo de la prueba legal; y estaba absolutamente prohibido alterar o modificar las pretensiones. El poder judicial de dirección era absoluto, procesal y material.

Este régimen estuvo vigente hasta la reforma impulsada por Franz Klein en 1895.

En los hechos fue una reacción contra el liberalismo europeo del siglo XIX. Tal como afirma Bordalí Salamanca:

En el proceso liberal napoleónico las partes eran dueñas del proceso. Las partes controlaban los tiempos y disponían plenamente del proceso. El juez era absolutamente pasivo tanto en cuestiones procesales como materiales. Frente al juez las partes se encontraban en una situación de igualdad formal. Pues a ese laissez faire procesal intentó oponerse Klein en la Ordenanza.488

103.4 España

El modelo de proceso de conocimiento pleno que había pergeñado las Partidas, tiene especial repercusión en España. Es cierto que la absorción absoluta del esquema sufrió el tamiz de varias legislaciones intermedias que, sin alterar la fisonomía, fueron agregando particularidades; las que, una a una, suscitaron la necesidad de reunirlas en un solo ordenamiento.

Aparecieron así, escalonadamente, el Ordenamiento de Díaz de Montalvo, de 1484, el Libro de Bulas y Pragmáticas de Ramírez, de 1505, y la Nueva Recopilación, de 1567, que reprodujeron el viejo sistema formal y complejo. El agrupamiento culmina con la Novísima Recopilación de 1805, cuyo Libro XI tiene especial importancia por estar dedicado a los procedimientos.

Con la Constitución de 1812 comienza la renovación institucional, que no deja sin atender otras disposiciones paralelas, hasta llegar a la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855. La norma recibió la suma de numerosos precedentes legales entre los que cabe destacar a la Ley de Enjuiciamiento sobre los negocios y causas de comercio (1830) y el Reglamento Provisional para la Administración de Justicia (1835).

Todo este fárrago legislativo unido a la multitud de fueros y jurisdicciones, ocasionaron una legislación dispersa y ensimismada, con superposición de formalismos, complejidad de trámites, multiplicación de incidentes; y, cuando no, la alternativa de soluciones, que obviamente no era deseable que ocurriera.

Con esta situación se dicta la Instrucción del Procedimiento Civil con respecto a la Real Jurisdicción ordinaria (1853), que pese a sus esfuerzos no consigue instalarse al tener una fuerte oposición en el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.

No llegó a regir un año, el 18 de setiembre de 1854 fue derogada, y el 13 de mayo de 1855 se aprobó una Ley de Bases que rápidamente culminó en la Ley de Enjuiciamiento Civil.

La reglamentación pretendió “restablecer en toda su fuerza las reglas cardinales de los juicios consignadas en nuestras antiguas leyes”, con lo cual, de comienzo advirtió que no habría innovaciones, sino fortalecimiento de las tradiciones del enjuiciamiento aplicando reformas en dos órdenes, uno para asegurar el desarrollo escrito en trámites concentrados (principio de economía procesal), y otro, pensando en el deber de resolver en el menor tiempo y siguiendo precedentes uniformes y constantes.

Las reformas y ajustes tuvieron en cuenta lo siguiente:

a. Evitar las demoras en los trámites y las dilaciones inútiles e innecesarias;

b. Asegurar la mayor economía procesal;

c. […] “Que la prueba sea pública para los litigantes, que tendrán el derecho de presentar contra interrogatorios”;489

d. Fundamentación de las sentencias;

e. Doble instancia;

f. Severidad con las nulidades en el proceso;

g. Uniformidad de la jurisprudencia.

Tengamos en cuenta el tiempo y las condiciones imperantes en Europa y América para comprender las razones por las cuales, esta ley de enjuiciamiento formalizada sobre bases tan arcaicas, llega a impactar en la legislación latinoamericana de manera tan impresionante.490 No es época de facilidad en las comunicaciones; hay urgencia en legislar las excolonias independizadas; era mejor seguir una tradición probada que hacer un reglamento sin raíces; los abogados estaban formados en la cultura universitaria ibérica sin mayor conocimiento de otras fuentes que no fueran de su propio idioma, etcétera.

De todos modos, la LEC de 1855 va a tener poca vida. En 1881, merced a la derogación sucedida años atrás (1868) del fuero comercial y generado la ley de unificación, se vio la necesidad de modificar, otra vez, el enjuiciamiento civil.

Sin embargo la oportunidad no fue aprovechada. Se insistió con el modelo anterior, aunque proliferaron los juicios especiales que aumentaron considerablemente las formas de los procedimientos. También se tomaron algunas –pocas– reformas que la doctrina reclamaba, agregando entonces cuestiones de publicidad en los procesos; control sobre la prueba y eficacia de la etapa recursiva.491

Esta ley fue el parámetro legislativo de más de un siglo, hasta que España reforma absolutamente la norma con la Ley N° 1/2000 que comienza una nueva etapa aún discutida respecto a la ideología imperante en orden a la autoridad del juez en el proceso y su incidencia respecto a los poderes y deberes de instrucción.492

103.5 Alemania

El Derecho Procesal alemán tiene raíces en el Derecho Romano –canónico en cuanto refiere a las formas– y en el sistema propio que trae el germanismo relacionado con el rol jurisdiccional.

En la Edad Media se desarrolló en la Alta Italia el proceso guiado por los estatutos de las ciudades, la legislación papal y los usos y costumbres. Por la recepción llega a Alemania en 1495 el llamado “proceso ordinario” que rigió solo subsidiariamente por la preferencia de las ordenanzas procesales territoriales; no obstante significó un ascendiente notable.

Dice Stefan Leible que: “Sus características esenciales fueron el principio de eventualidad y la vigencia de pruebas fijas”.493

Disuelta la Federación alemana y organizada la Constitución de la Federación del Norte, las uniones alemanas se consolidan y van armonizando la idea de un Estado común.

Cada uno se dicta sus reglamentos en materia procesal: Baviera el 8 de noviembre de 1850, Prusia en 1864, Hannover en 1870, entre otros, algunos de ellos con fuerte influencia del Código francés (publicidad, oralidad, impulso de las partes, patrocinio letrado obligatorio).

La multiplicación de códigos, normas orgánicas de tribunales y legislación complementaria en cada Estado federal alcanzó su máxima expresión a mediados del siglo XIX. Con semejante cantidad y multiplicidad de normas resultaba prioritario intentar una unificación como paso previo a la constitución de un Estado alemán. Dos proyectos tuvieron especial importancia, por su influencia, para la codificación de las normas procesales civiles: primero el Bundesstaten-Entwurff de 1866, y luego el Norddeutschen Entwurff de 1870. Ambos tuvieron en cuenta la codificación francesa: oralidad, inmediatez, publicidad y un eficiente proceso ejecutivo.494

Con estos precedentes nace la Ordenanza Procesal Civil de 1877 (Schönke lo llama el “Código Procesal Civil del Reich”),495 que no se sanciona en soledad, sino simultáneamente con la Ordenanza Procesal Penal, la Ordenanza Concursal y las respectivas leyes de introducción. Todas cobraron vigencia a partir del 1º de octubre de 1879.

La ley procesal fue modificada varias veces. La primera en 1898 en paralelo con las modificaciones del Código Civil; luego en 1909, que se introduce el impulso de oficio en los procesos de primera instancia, aumentando notoriamente las facultades de dirección del juez. El gran cambio fue la Ley sobre procedimiento en cuestiones civiles del 13 de febrero de 1924:

… que intentó destacar con mayor vigor en la ordenación del proceso, el interés de la comunidad frente al de los particulares, siendo el primer gran paso para un proceso civil de alcance social. Fortaleció las facultades del juez en cuanto a la marcha del procedimiento, estableció medidas contra el alargamiento y la dilación del mismo […], la supresión del dominio de las partes sobre los términos; la introducción del principio de concentración; la resolución según el estado de autos; la obligación de motivar la apelación; además de la creación del procedimiento conciliatorio.496

En 1933 el Código se rehace, esta vez con la incorporación del deber de veracidad; la concentración de actos procesales; se sustituye al juramento de las partes como medio de prueba por el libre interrogatorio entre ellas; entre otras novedades agregadas.

Es evidente en la ZPO la influencia de Klein. Inclusive se reconoce ello en la Orden del Ministerio de Justicia del 11 de noviembre de 1935 referida a dar mayor rapidez e inmediación a los procedimientos.

Con la segunda guerra mundial se alteran y modifican los procedimientos, sin embargo, dice Schönke que

… ha servido de modelo para el desenvolvimiento ulterior del Derecho Procesal civil, y especialmente para las reformas parciales realizadas hasta ahora, el código procesal austriaco de 1895. En él se plasmaron los pensamientos fundamentales de Klein antes expuestos; el éxito de esta obra legislativa ha mostrado como aquellos pensamientos son idóneos para crear un proceso civil rápido y popular. Por ello debería acometerse la reforma de conjunto del proceso civil sobre la base del austriaco.497

103.6 El Código italiano de 1940

El Código italiano de 1940 es producto del trabajo en comisión de Piero Calamandrei, Francesco Carnelutti y Enrico Redenti, con quienes colaboró Leopoldo Conforti.498

El propio Calamandrei admite que

… entre todos los caracteres del nuevo proceso, aquel sobre el cual se ha insistido más en los trabajos preparatorios y más se insiste en los primeros comentarios, es el del reforzamiento de los poderes del juez: tendencia inspiradora de toda la reforma, que, presentada por Chiovenda en su proyecto de 1919 como exigencia de orden técnico, se ha afirmado en los últimos años sobre todo como exigencia de orden político, como expresión en el proceso, del principio de autoridad que tiene puesto de honor en el ordenamiento constitucional del Estado.499

Probablemente, la cuestión polémica se vincula con la ascendencia que tiene el Reglamento de Klein en Italia, y la importancia que este asume en el código publicista creado. Era por todos sabido que el proyecto Chiovenda fue recipiendario de este ordenamiento, y a su vez, que el profesor de Roma era un ferviente devoto del guardasellos austriaco. Por ello, suele establecerse una suerte de enlace entre ambos ordenamientos teniendo presente lo que Chiovenda significó para el procesalismo italiano.

Sin embargo, también era conocida la admiración de Mussolini hacia Napoleón y, por consiguiente, su deseo de legar a la posteridad, como él, un conjunto de códigos vinculados a su nombre. Con esta lectura se puede compartir que

… si el nuevo código procesal civil puede, con entera justicia, por lo que hace al tiempo y a la iniciativa, ser designado como mussoliniano, nada autoriza en cambio a presentarlo como fascista, ni por los adeptos ni por los enemigos de este credo o desvarío, político. Tan no es fascista el código, que podrá sin la menor dificultad seguir rigiendo en una Italia democrática y liberal, y trasplantarse o influir en países refractarios por completo al totalitarismo. Cierto que el código refuerza, en comparación con el de 1865, los poderes del juez como director del proceso, pero aparte de que a la vez los ha debilitado con respecto al Proyecto Solmi, si esa orientación bastase para etiquetar de fascista en los dominios procesales, íbamos a tener, por ejemplo, que colgarle el sanbenito nada menos que a Klein y Chiovenda, pese a que la legislación por el primero fabricada para Austria y la mayor y la mejor parte de la obra del segundo son anteriores al advenimiento del fascismo.500 501

La reforma trabajó en distintos niveles de interés. No fue solamente el problema técnico el dilema a superar, sino epígonos trascendentes como evitar la actuación contraria a la buena fe; acentuar el carácter público del proceso sin perder de vista el carácter privado de la relación controvertida; la introducción de la oralidad que en realidad es un proceso sustanciado por audiencias; la puesta en práctica del principio de preclusión elástica de las deducciones, que no significó evitar la actuación del principio de eventualidad; entre otras cuestiones reglamentadas.

Pero donde mayores réplicas se encontraron fue en el poder de disposición. Allí explicó Calamandrei que

En realidad, el nuevo código ha reducido notablemente, en el curso ulterior del proceso, el ámbito dejado al impulso de la parte, y ha aumentado igualmente el impulso oficial; pero no hasta el punto de sustituir enteramente este a aquél (véase Relación de Grande, 28). También aquí se ha debido dejar en vigor el sistema del impulso de parte, siempre que el mismo podía aparecer como una consecuencia del poder de disposición de las partes sobre la relación sustancial.502

Esta mención tomada como ejemplo, más otras que muestran cómo actúa el interés personal e individual (v. gr. conciliación, transacción, suspensión, etc.), señalan el error de confundir el publicismo con una escalada inquisitiva.

Es más, hasta incurre en una confusión terminológica pues el empleo de la expresión “inquisitorio” se presta a simulaciones no queridas, como sostener que un proceso que avanza a instancias del impulso oficial es inquisitivo como lo fue en el espíritu de la Santa Inquisición.503

Calamandrei, explicando el sistema, decía que el sistema previsto para el impulso procesal era un intermedio entre el que tiene la parte y el que el juez estimula; porque, en definitiva, los litigantes son quienes conservan el poder de disponer de la causa, pero la dirección del proceso debe ser dejada en manos del juez.504

Pese al largo tiempo transcurrido desde que estas líneas se escribieran, y que el debate pareciera acabado por la perfecta alineación de las reformas procesales del mundo del civil law al llamado proceso “publicístico”, por el cual el juez es director del proceso; una vez más se retorna a argumentos superados para encontrar en esos poderes de la jurisdicción un abuso de autoridad que pone el proceso en clara situación de autoritarismo procesal.505

No queremos decir con ello que la mayoría obtenga razón por consenso, sino que quizás, el debate esté mal planteado,506 pues la impronta de la reforma no fue perseguir la sustitución del interés privado por el del Estado en el proceso, sino, en todo caso, observar al litigio desde la perspectiva jurisdiccional.

104. La ideología dominante en las reformas [arriba] 

En el inicio de este tomo se introdujo el problema ideológico que importa considerar cada uno de los principios procesales. Observamos cómo se desplaza la corriente garantista poniendo de relieve el tiempo y las circunstancias de cada reforma para emplazar al Código italiano de 1940 como un auténtico código fascista;507 y cuáles son los argumentos que ofrecemos como contracara de ese pensamiento, sin negar el tiempo histórico ni privar al intérprete de otras lecturas.

De algún modo son las idas y vueltas que tiene la historia del mundo en la consideración de un mismo problema. A grandes trazos vemos que la Ordenanza de Luis XIV, es la obra procesal de quien está consagrado a la monarquía. No es tan preciso el aislamiento del juez que señala parte de la doctrina, sino todo lo contrario. De algún modo esto recién se consigue con las variaciones que introduce el Código francés en 1806. Lo mismo está representado en la legislación prusiana del siglo XVIII, que iniciada bajo el reino de Federico el Grande, culmina con el Corpus Juris Fridericiarum de 1781 donde el juez tiene verdadera actuación inquisitiva (que fue el germen de la Ordenanza General para los Estados prusianos de 1793), aunque el poder jurisdiccional fue neutro porque se trató de instituir un sistema administrativo de justicia civil, en la cual la función propia del abogado fue sustituida con los oficiales judiciales que ocuparon ese lugar.508

Por eso el cambio trascendente comienza a partir de las codificaciones de la Revolución francesa. El siglo XIX no quería un juez activo; le acotó el marco de actividad a la aplicación de la ley. El principio dispositivo se explica desde la perspectiva del particular sin hacer mención al rol que tiene y ocupa el juez en el proceso. Como antes era fácil advertir la influencia del Estado en los intereses subyacentes en cualquier proceso, el reducto de ellos se limitó a los derechos individuales, es decir, a la “cosa entre partes”.

Este modelo es el que recibe América al tiempo de su independencia y organización institucional. La curiosidad está en que la impronta para sus procedimientos lo toma mayoritariamente de la Ley de Enjuiciamiento Civil española de 1855, pero la estructura constitucional referida a la custodia del principio de la supremacía, corresponde por adopción al diseño de Estados Unidos de América (confianza en los jueces).

Con Klein se vuelve a replantear la cuestión del interés jurídico relevante y la influencia que tiene el proceso en las actividades públicas.

El individualismo se pone en discusión tras afirmar que el Estado se sirve del proceso para la realización de sus fines.

Ahora bien, en el análisis no se pueden eludir las contingencias propias por las que atravesaba cada continente. La Europa del siglo XIX fue muy diferente en su estado de cosas después de la Primera Guerra Mundial.

Hasta que ello ocurre, la democracia quería consolidarse, para lo cual fue preciso dar reglas a la participación. En materia judicial el individualismo reinante en los procesos provocaba resentimiento en las bases de esa democracia, de allí que se instara al cambio en las reglas y estructuras. La insistencia con la oralidad, antes que la preferencia por una técnica, fue una cuestión de política procesal.

Así lo muestran, entre otros testimonios, el proyecto Orlando (“Nuevas disposiciones en torno al orden y a la forma de los juicios”) que seguía las ideas de Mortara y que nunca pudo debatirse al quedar disuelto el Parlamento. El siguiente ministro de justicia fue Vittorio Scialoja, que impulsó una reforma absoluta basada totalmente en la aplicación de la oralidad en los procesos.

Fue también la oralidad el pensamiento aplicado como estrategia para resolver los conflictos asentados en las demoras judiciales; en el comportamiento de las partes en el proceso; en el control sobre las alegaciones y la producción probatoria, entre otras.

En cambio en América, una a otra, cada nación constituida se fue organizando con legislación de las colonias y propia que adoptaron, también, usos y costumbres. En materia procesal ha sido notoria la influencia de la Ley de Enjuiciamiento civil española, antes indicado. Para fines del siglo XIX muchos contaban ya con códigos adjetivos, todos ellos seguían ideas individualistas, propias de un tiempo donde la voluntad y la libertad humana eran el objeto central de las preocupaciones sociales.

Señala Couture, al respecto, que

Toda la codificación americana parece tener como coloración característica el respeto de la autonomía de la voluntad: la parte omnipotente frente al juez atado por los intereses de los particulares […] Puedo, sin embargo, afirmar que aquellas primitivas fórmulas tan diáfanas del siglo VII se han desnaturalizado y han perdido sentido. Comienza ahora, a través de una reelaboración, impuesta por el aumento de los juicios y su siempre creciente complejidad, el culto de las formas. Pero de unas formas tan especiales y tan características que, a pesar de estar alimentadas por la voluntad individual, parecería que se van devorando al individuo. Nace un nuevo ritualismo de la justicia, imperioso, dominador y dueño de los hombres y de los actos.509

Aquel individualismo, que caracterizó prácticamente todas las cuestiones que deben plantearse en una controversia, fue al menos alterado con el impacto de la conflagración mundial. Forman parte de una controversia quienes ostentan un derecho subjetivo, quienes aportan los hechos y plantean pretensiones. El juez no puede alterar lo pedido y menos aun incorporar hechos que no fueran dados por escrito y expresamente; la prueba es una tarea, carga del que afirma; la sentencia solo tiene utilidad para quien resulta vencedor –solamente este puede impulsar la ejecución forzosa, etc.–.

El Pacto de Versalles que instaló la sociedad de las naciones mudó los intereses de los pueblos hacia la agrupación de ellos. La mutua interacción; la cooperación, la protección colectiva antes que el resguardo singular. En fin, esta suma de valores fue cambiando los ideales. El impacto del industrialismo aumentó la fuerza para impulsar los derechos colectivos y la funcionalidad de los jueces para articular estos cambios y novedades; se regresó a la plataforma científica de Wach y Von Bülow, que tan bien lo había consagrado en la legislación Franz Von Klein.

Pero llegó la Segunda Guerra Mundial, y el planteo ideológico que estaba sembrado entre Kelsen (presenta la defensa de sus ideas en 1928 con el libro La garantía jurisdiccional de la Constitución) y Schmitt (ideólogo del nazismo, que replica en 1931 con su obra El custodio de la Constitución), que había conseguido decisiones trascendentes como la creación de Tribunales Constitucionales en Checoslovaquia y Austria, queda obstruido y difuso. Recién después de 1948 recobrará interés y, esencialmente, la toma de decisiones en otros países.510

En plena beligerancia, Italia resuelve ordenar su sistema procesal civil (en 1937 el fascismo presenta la Relación del proyecto preliminar del ministro Solmi); también entre 1935 y 1939 existe una abundante doctrina alemana que quiere expresar en un código las bases del ideario nacionalsocialista;511 lo mismo sucede en Polonia (1932, abolido con la ocupación alemana en 1933); o en Suecia y Portugal.

El común denominador es la “oralidad” y las reglas de la producción probatoria. En este esquema es preciso un juez que dirija y controle el debate, a cuyo fin se toma el modelo que había implementado en Austria Franz Klein, característica que Cappelletti ha llamado como “tendencia evolutiva de todos los ordenamientos procesales modernos”.512 513

Fue una decisión arriesgada por la transformación absoluta del sistema; pero, a su vez, tenía el apoyo de la doctrina y pocas resistencias al cambio. Quizás, el arrebato más fuerte fuera el proyecto Solmi, y por tanto su debacle y la búsqueda de un consenso y prestigio asegurado. Es tiempo del fascismo, sí, por qué negarlo, pero ¿cuánto de fascista tiene el código?

Si queremos precisar el sentido que tiene apoyar a la “autoridad del juez en el proceso” como un principio, es necesario adoptar una posición clara y concreta que se puede simplificar en dos cuestiones optativas, o:

a) se prefiere que el proceso sea una cuestión estricta de las partes, donde tanto la introducción de la instancia, el desarrollo de la misma, el aporte de los hechos, la verificación o confirmación de lo alegado y afirmado, y la carga probatoria queden solamente como una cuestión entre particulares, esperando que la actividad realizada persuada o convenza al juez sobre las razones y el derecho a una sentencia favorable; o b) admitimos que el juez tiene la dirección formal del proceso, lo que significa otorgarle el poder de decidir el modo, el impulso y la selección de los medios que las partes hayan propuesto para demostrar a verdad de sus dichos.

En nuestra opinión, la finalidad del proceso civil no se puede tomar desde una confrontación entre “intereses individuales” y “necesidades del Estado”. Si este se valiese del proceso judicial para la obtención de sus fines, mudaría el espíritu romano de la justicia, conceptuada idealmente a través de los siglos como la esperanza y confianza del hombre en las respuestas judiciales. Si, en cambio, fuese el hombre el conductor del litigio, el individualismo que también supone egoísmo, gozaría de tutela y preeminencia desplazando toda finalidad social.

Esta aparente antítesis entre sistemas distintos tiene, no obstante, una armonía implícita en los poderes que ostenta la jurisdicción, y aquellos que tienen las partes en su lucha por el derecho. Poderes, en el sentido de posibilidades del juez para llevar a buen puerto su magisterio. También, interpretados como facultades de control hacia las partes y hacia el Estado (sea mediante los correctivos de conducta, sea por las posibilidades concretas de declarar la inconstitucionalidad de las leyes o la ilegitimidad de una resolución administrativa).

En el justiciable, hablamos de poderes para consagrar la trascendencia del principio dispositivo, es decir, en confiarle a su exclusiva decisión tanto el estímulo de la función jurisdiccional, la afirmación auténtica de los antecedentes de hecho, como la aportación de los materiales de prueba sobre los cuales, en definitiva, ha de recaer la sentencia.514 Ambas situaciones determinan una decisión política a conformar.

Así, bien puede implicar el principio la formulación de un hecho que se quiere obtener en base a la colaboración; bien puede también ser nada más que una expresión de deseos.

La igualdad procesal debe estar en la base del sistema, esto es, en la acción y en la contradicción, para que desde allí el proceso se sustancie en situaciones de equidistancia, sin ventajas o privilegios indebidos. No se trata solamente de esbozar un conjunto ético de principios y políticas deseables, sino de observar el fenómeno del desarrollo a través de un proceso justo que asegure el debido proceso constitucional. Es indudable que los poderes sopesan y equilibran sus posibilidades con los deberes y cargas que impone el litigio. Tanto el juez como las partes reciben del ordenamiento esas pautas de peso y contrapeso para obtener la igualdad sin preferencias. Por ello, el problema del equilibrio procesal, tanto del juez frente al Estado, como de las partes frente al juez, no se logra invistiendo a unos de mayores facultades que a otros, sino a través de la moderación y la prudencia propia en toda situación balanceada.

De otro modo, nuestro problema ya no sería el avance del Estado sobre los otros poderes de gobierno, o del juez sobre las potestades de las partes, para centrarlo sino, en la encrucijada que genera el magistrado dentro del esquema trazado. Es decir, todo redunda en una cuestión de equilibrio indispensable.

Decía Wyness Millar que

El acrecentamiento de las facultades del juez, en cuanto a la dirección del proceso, es un hecho visible de la reforma en el Continente. Bajo los viejos sistemas continentales los principios como aquel que permite a las partes el adherirse o no a un estado determinado de la causa, el utilizar o no cualquier material útil para la decisión, el proseguir o dilatar el progreso de la acción, hacer de la corte un instrumento pasivo que aguarda lo que se deposite ante ella, transformándola en una “máquina de juicios” [expresión de Sperl] prevalecieron rigurosamente, a diferencia de lo ocurrido en nuestro sistema. Los nuevos procedimientos sin descartar totalmente estos principios se han alejado de ellos en muchos aspectos y han conferido a los tribunales un mayor ámbito de autoridad, de ningún modo dependiente de la iniciativa de las partes. No solamente este incremento del poder se relaciona con la dirección del proceso, sino también concierne a la adecuada búsqueda de la verdad.515

Entonces, si el primer paso está en reconocer cuáles son los roles del juez y de las partes, prontamente se advierte que en la historia del debate hay una coincidencia: el control de los presupuestos procesales, que fue una innovación sobre el modelo individualista, le corresponde al juez.

Esto no se discute, pese a los actuales contrafrentes que tiene la admisión del principio de moralidad (la buena fe en el proceso) como veremos en su lugar.

El segundo momento es la variación del aporte de los hechos sobre el que se desprenden contradicciones cuando se interpreta que la iniciativa probatoria del juez afecta el principio dispositivo. Este es el punto máximo de conflicto.

En este aspecto, las afirmaciones que hacen las partes no pueden estar amparadas por la persecución de ficciones que escondan la verdad. Hay una obligación de decir la verdad en el proceso pese a las dificultades técnicas y teóricas que para ello pueden hallarse. Con este objetivo, la disponibilidad de las pruebas agudiza la pertenencia de ellas.

Según Cappelletti:

La abolición, aun total, del poder monopolístico de las partes respecto de las pruebas, es un aspecto de la sustracción del poder de dirección formal del proceso. Este ya no es cosa de partes, como era típicamente el lento proceso común y el proceso liberal del siglo XIX. Les queda a las partes (normalmente) privadas, el poder exclusivo de elegir entre pedir o no la tutela jurisdiccional de un derecho suyo, les queda a ellas el poder exclusivo de determinar los límites esenciales de la acción –límites subjetivos (personae), objetivos (petitum), causales (causa petendi)– y por consiguiente los límites esenciales de la decisión y del fallo. El juez no puede ni obrar de oficio, ni sobrepasar aquellos límites queridos y determinados por las partes privadas […] Pero sobre este núcleo, dejado a la exclusiva disposición del sujeto (normalmente) privado, se construye una “cáscara”, una envoltura –un proceder– que está en cambio sustraído a aquella potencia de disposición; una vez instaurado un proceso civil, el modo, ritmo, el impulso del proceso mismo son separados de la disponibilidad, inmediata o mediata de las partes, y por consiguiente, también de las maniobras dilatorias retardatarias de alguna de las partes, y regulados en cambio por la ley misma con normas absolutas, bien –y más a menudo– por el juez con poderes discrecionales, en el ejercicio de los cuáles él podrá y deberá tener en cuenta las concretas exigencias del caso, en un espíritu no de vejación, sino de activa colaboración de las partes.516

Este sería el justo medio de las potestades, la dirección formal del proceso en manos del juez; los márgenes de la alegación y excepciones, radicados en las partes, y la prueba en el marco de una solidaridad o colaboración de todos para lograr la verdad. No se tratará, entonces, de confrontar quién tiene más poderes, o si alguien pierde facultades, u otro obtiene ventajas, porque, en definitiva, el verdadero equilibrio estará en el papel que el juez ocupe en el proceso, más que en los principios que enuncie el ordenamiento.

 

 

Notas [arriba] #

477. Montero Aroca, Juan, La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil espaúola y la oralidad, Texto base de la conferencia pronunciada en las XVII Jornadas Iberoamericanas de Derecho Procesal, celebradas en San José, Costa Rica, los días 18 a 20 de octubre de 2000.
478. Couture, Eduardo, “Trayectoria y destino del Derecho Procesal civil en Hispanoamérica”, en Estudios de Derecho Procesal civil, Montevideo, La Ley Uruguay, T. I, p. 213.
479. Gozaíni, Osvaldo, La justicia constitucional, Buenos Aires, Depalma, 1997. También en Derecho Procesal Civil, Buenos Aires, Ediar, T. I, V.1, 1992; Derecho Procesal Constitucional, Buenos Aires, Universidad de Belgrano, 1999. Cfr. Introducción al Derecho Procesal Constitucional, Buenos Aires/Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2006, entre otros.
480. Kelsen sostenía que la función del Tribunal Constitucional no es una función política, sino judicial, como la de cualquier otro tribunal, aunque tiene matices que los distingue. Desde el punto de vista teórico, la diferencia entre un tribunal constitucional y uno ordinario (civil, penal o administrativo) consiste en que si bien ambos producen y aplican derecho, el segundo produce sólo actos individuales, mientras que el primero, al aplicar la Constitución a un acto de producción legislativa y al proceder a la anulación de la norma constitucional, no produce, sino que anula una norma general, realiza un acto contrario a la producción jurídica, es decir que actúa como un legislador negativo. Schmitt apoyaba su posición negativa contra los Tribunales Constitucionales aduciendo que solamente el Presidente del Reich puede ejercer la función de guardián de la Constitución, en razón de que es el único que ejerce un poder neutral, intermediario o regulador, tal como lo había propuesto Benjamin Constant con motivo de la lucha sostenida por la burguesía francesa para lograr una Constitución liberal frente al bonapartismo y a la Constitución monárquica.
Las divergencias de opinión y diferencias entre los titulares de los derechos políticos de carácter decisivo o influyente no pueden resolverse, generalmente, en forma judicial, salvo en el caso de que se trate de castigar transgresiones manifiestas de la Constitución. Dichas divergencias o bien son zanjadas por un tercero, situado por encima de los litigantes y revestido de un poder político más excelso –y entonces, ya no se trata del defensor de la Constitución, sino del soberano del Estado–; o bien son dirimidas o resueltas por un organismo que no es superior, sino coordinado, es decir, por un tercero neutral –y, entonces, nos hallamos ante un poder neutral, un pouvoir neutre et intermédiaire, que no se halla situado por encima, sino al mismo nivel de los restantes poderes constitucionales, aunque revestido de especiales atribuciones y provisto de ciertas posibilidades de intervención–. Si lo que interesa no es un efecto accesorio ejercido por otras actividades políticas, sino, más bien, organizar una institución, una instancia especial que tenga por objeto garantizar el funcionamiento constitucional de los diversos poderes y la Constitución misma, parece oportuno, en un Estado de derecho que diferencia los poderes, no confiar la misión a uno de los poderes existentes, porque en tal caso podría tener un predominio sobre los demás y sustraerse a su vez a todo control, convirtiéndose como consecuencia en árbitro de la Constitución. Por esta causa es necesario –concluía Schmitt– estatuir un poder neutral específico junto a los demás poderes, enlazarlo y equilibrarlo con ellos mediante atribuciones especiales.
481. Los tiempos históricos se pueden fraccionar en períodos o épocas. Punto de partida es el ius civile, difundido en el mundo antiguo por el poderío de Roma. Luego surge el utrumque ius –civil y canónico– difundido desde las universidades por los juristas en Europa y en Hispanoamérica. Finalmente está la codificación y el derecho nacional codificado, cuyos focos principales son Austria en el área penal y Francia en el civil. […] Sostiene Bravo Lira que es sabido que el movimiento codificador comienza precisamente por el derecho criminal, con una lucha por desterrar el rigor de las penas y los abusos de los procedimientos. Se critica las leyes y se rechaza el arbitrio judicial, esto es, la práctica, generalizada de no aplicar las penas legales, a menudo de origen medieval y muy cruel. Pero esta lucha por un derecho más de acuerdo con los ideales de la Ilustración, se libra no solo en el campo penal ni solo en Austria y Francia. Se extiende asimismo a otras ramas del derecho, como el civil, el comercial, procesal y, en cierto modo, también al político, con las constituciones escritas que aparecen a fines del siglo XVIII. También se extiende a otros focos que surgen en Europa continental –principalmente en los Estados italianos, ibéricos y alemanes– y en América hispana, desde México hasta Brasil. Bravo Lira, Bernardo, “Bicentenario del Código Penal de Austria”, en Revista de Estudios Históricos, N° 26, Valparaíso, 2004, p. 115 y ss.
482. Cipriani, Franco, Batallas por la justicia civil, op. cit., pp. 37-38.
483. “En el derecho romano, cuando las partes se presentaban ante el magistrado en el día señalado en el vadimonium, el demandante reclamaba el nombramiento del juez; si el demandado se oponía, concedía el juez el magistrado de viva voz, determinando los puntos litigiosos que debía examinar y sentenciar. En este momento invocaban las partes el testimonio de las personas presentes, que debían declarar ante el juez sobre las palabras pronunciadas por el magistrado, relativas a la misión de aquel: este testimonio le invocaban diciendo: testes estote. Y de aquí tomo el nombre de litis contestatio o contestatio, este último acto de procedimiento ante el pretor. La litis contestatio determinaba la misión del juez y fijaba eventualmente la salida del proceso…”. Vicente y Caravantes, José de, op. cit., T. I, p. 38.
484. Couture, Eduardo y Perrot, Roger, “El principio de neutralidad del juez en los derechos francés y uruguayo”, en Revista de Derecho Procesal, Buenos Aires, Ediar, año XIII, 1955, T. I, p. 213.
485. Piero Calamandrei afirma que “El Código de 1865 tenía, como presupuesto, una economía y una técnica muy distantes del nivel que la civilización nacional ha alcanzado en casi un siglo de evolución. El proceso civil tiene como materia suya, la vida de los negocios y debe adaptarse a su ritmo; el Código de 1865, adaptado a las posibilidades técnicas y económicas de la Italia apenas salida de la unificación, se encontró, en breve, superado por los tiempos y alejado de la realidad social de la nación que progresaba cada vez con paso más acelerado, hacia horizontes siempre vastos […] Si se considera cuáles eran las condiciones sociales en aquella Italia de 1865 que se manifestaba a través de las mallas del viejo Código de procedimiento civil, parece sorprendente que haya podido permanecer en vigencia hasta 1940 este instrumento procesal de otro siglo, creado mucho antes de que las conquistas de la técnica del siglo nuevo y el incremento internacional de los comercios y la expansión de las colonias, hubiera transformado de un modo profundo la vida civil y económica de nuestra nación…” (Instituciones de Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, pp. 84-85).
486. Cipriani, Franco, “Storie di processualisti e di oligarchi”, en La procedure civile nel Regno d’Italia (1866-1936), Milán, Giuffrè, 1991, p. 24.
487. Denti, Vittorio, La giustizia civile, Bolonia, Il Mulino, 1989, p. 15; Picardi, Nicola, “Codice di procedura civile”, en Digesto, Discipline privatistiche, Sez. Civ., II, Turín, 1988, p. 457 y ss.; Tarello, Giovanni, Storia della cultura giuridica moderna, I, Assolutismo e codificazione del diritto, Bolonia, 1976, p. 523; Taruffo, Michele, La giustizia civile in Italia dal’700 a oggi, Bolonia, Il Mulino, 1980, p. 38. Las citas corresponden a Cipriani, Franco, “En el centenario del Reglamento de Klein (El proceso civil entre autoridad y libertad)”, en Rivista di diritto processuale, 1995, pp. 968-1004.
488. Bordalí Salamanca, Andrés, “Los poderes del juez civil”, en De la Oliva Santos, Andrés y Palomo Vélez, Diego Iván (coords.), Proceso Civil. Hacia una nueva justicia civil, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 2007, p. 181.
489. Vicente y Caravantes, José de, op. cit., T. I, p. 97.
490. Una mirada atenta del suceso nos muestra tres líneas de inducción: en el área del proceso civil de trama civil law. Por un lado, el que reporta el código francés que siguen muchos países europeos (v. gr. Italia); el código de Klein (austriaco-alemán) con ramificaciones en Europa oriental; y el español, que es seguido por muchos países de América Latina (cfr. Taruffo, Michelle, “El proceso civil de ‘civil law’: Aspectos fundamentales”, en Revista Ius et praxis, Talca, V. 12, N° 1, 2006, p. 69 y ss.).
491. La LEC de 1881 rigió con pequeños cambios y reformas hasta la Ley N° 1/2000. Constaba de 2182 artículos incluida una disposición final. “Esta enorme extensión es debida, principalmente, a tres factores. En primer término, a la prolija regulación de los diversos tipos de procesos que la ley contempla. En segundo lugar, a la inclusión dentro de ella de gran parte del derecho concursal, que en otros países es objeto de leyes específicas (por lo demás, el Derecho Concursal español aún vigente se contiene en varios cuerpos legales siendo proverbial su fragmentación y dispersión). Por último, la LEC incluye, también, dedicándole su Libro Tercero, buena parte de las normas sobre la llamada ‘jurisdicción voluntaria’, que otros sistemas jurídicos no recogen en sus Códigos, Leyes u Ordenanzas procesales (no se trata de una actividad jurisdiccional propiamente dicha)” (cfr. De la Oliva, Andrés y Fernández, Miguel Ángel, Derecho Procesal Civil, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, T. I, 1994, pp. 269-270).
492. Exposición de Motivos: “… Esta nueva Ley de Enjuiciamiento Civil se inspira y se dirige en su totalidad al interés de los justiciables, lo que es tanto como decir al interés de todos los sujetos jurídicos y, por consiguiente, de la sociedad entera. Sin ignorar la experiencia, los puntos de vista y las propuestas de todos los profesionales protagonistas de la Justicia civil, esta Ley mira, sin embargo, ante todo y sobre todo, a quienes demandan o pueden demandar tutela jurisdiccional, en verdad efectiva, para sus derechos e intereses legítimos […].
Esta Ley de Enjuiciamiento Civil se ha elaborado rechazando, como método para el cambio, la importación e implantación inconexa de piezas aisladas, que inexorablemente conduce a la ausencia de modelo o de sistema coherente, mezclando perturbadoramente modelos opuestos o contradictorios. La Ley configura una Justicia civil nueva en la medida en que, a partir de nuestra actual realidad, dispone, no mediante palabras y preceptos aislados, sino con regulaciones plenamente articuladas y coherentes, las innovaciones y cambios sustanciales, antes aludidos, para la efectividad, con plenas garantías, de la tutela que se confía a la Jurisdicción […]
En la elaboración de una nueva Ley procesal civil y común, no cabe despreocuparse del acierto de las sentencias y resoluciones y afrontar la reforma con un rechazable reduccionismo cuantitativo y estadístico, solo preocupado de que los asuntos sean resueltos, y resueltos en el menor tiempo posible. Porque es necesaria una pronta tutela judicial en verdad efectiva y porque es posible lograrla sin merma de las garantías, esta Ley reduce drásticamente trámites y recursos, pero, como ya se ha dicho, no prescinde de cuanto es razonable prever como lógica y justificada manifestación de la contienda entre las partes y para que, a la vez, el momento procesal de dictar sentencia esté debidamente preparado […].
Con perspectiva histórica y cultural, se ha de reconocer el incalculable valor de la Ley de Enjuiciamiento Civil, de 1881. Pero con esa misma perspectiva, que incluye el sentido de la realidad, ha de reconocerse, no ya el agotamiento del método de las reformas parciales para mejorar la impartición de justicia en el orden jurisdiccional civil, sino la necesidad de una Ley nueva para procurar acoger y vertebrar, con radical innovación, los planteamientos expresados en los apartados anteriores […].
La experiencia jurídica de más de un siglo debe ser aprovechada, pero se necesita un Código procesal civil nuevo, que supere la situación originada por la prolija complejidad de la Ley antigua y sus innumerables retoques y disposiciones extravagantes. Es necesaria, sobre todo, una nueva Ley que afronte y dé respuesta a numerosos problemas de imposible o muy difícil resolución con la ley del siglo pasado. Pero, sobre todo, es necesaria una Ley de Enjuiciamiento Civil nueva, que, respetando principios, reglas y criterios de perenne valor, acogidos en las leyes procesales civiles de otros países de nuestra misma área cultural, exprese y materialice, con autenticidad, el profundo cambio de mentalidad que entraña el compromiso por la efectividad de la tutela judicial, también en órdenes jurisdiccionales distintos del civil, puesto que esta nueva Ley está llamada a ser ley procesal supletoria y común.
Las transformaciones sociales postulan y, a la vez, permiten una completa renovación procesal que desborda el contenido propio de una o varias reformas parciales. A lo largo de muchos años, la protección jurisdiccional de nuevos ámbitos jurídico-materiales ha suscitado, no siempre con plena justificación, reglas procesales especiales en las modernas leyes sustantivas. Pero la sociedad y los profesionales del Derecho reclaman un cambio y una simplificación de carácter general, que no se lleven a cabo de espaldas a la realidad, con frecuencia más compleja que antaño, sino que provean nuevos cauces para tratar adecuadamente esa complejidad. Testimonio autorizado del convencimiento acerca de la necesidad de esa renovación son los numerosos trabajos oficiales y particulares para una nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, que se han producido en las últimas décadas […].
La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil sigue inspirándose en el principio de justicia rogada o principio dispositivo, del que se extraen todas sus razonables consecuencias, con la vista puesta, no solo en que, como regla, los procesos civiles persiguen la tutela de derechos e intereses legítimos de determinados sujetos jurídicos, a los que corresponde la iniciativa procesal y la configuración del objeto del proceso, sino en que las cargas procesales atribuidas a estos sujetos y su lógica diligencia para obtener la tutela judicial que piden, pueden y deben configurar razonablemente el trabajo del órgano jurisdiccional, en beneficio de todos.
De ordinario, el proceso civil responde a la iniciativa de quien considera necesaria una tutela judicial en función de sus derechos e intereses legítimos. Según el principio procesal citado, no se entiende razonable que al órgano jurisdiccional le incumba investigar y comprobar la veracidad de los hechos alegados como configuradores de un caso que pretendidamente requiere una respuesta de tutela conforme a Derecho. Tampoco se grava al tribunal con el deber y la responsabilidad de decidir qué tutela, de entre todas las posibles, puede ser la que corresponde al caso. Es a quien cree necesitar tutela a quien se atribuyen las cargas de pedirla, determinarla con suficiente precisión, alegar y probar los hechos y aducir los fundamentos jurídicos correspondientes a las pretensiones de aquella tutela. Justamente para afrontar esas cargas sin indefensión y con las debidas garantías, se impone a las partes, excepto en casos de singular simplicidad, estar asistidas de abogado.
Esta inspiración fundamental del proceso –excepto en los casos en que predomina un interés público que exige satisfacción– no constituye, en absoluto, un obstáculo para que, como se hace en esta Ley, el tribunal aplique el Derecho que conoce dentro de los límites marcados por la faceta jurídica de la causa de pedir. Y menos aún constituye el repetido principio ningún inconveniente para que la Ley refuerce notablemente las facultades coercitivas de los tribunales respecto del cumplimiento de sus resoluciones o para sancionar comportamientos procesales manifiestamente contrarios al logro de una tutela efectiva. Se trata, por el contrario, de disposiciones armónicas con el papel que se confía a las partes, a las que resulta exigible asumir con seriedad las cargas y responsabilidades inherentes al proceso, sin perjudicar a los demás sujetos de este y al funcionamiento de la Administración de Justicia”.
493. Leible, Stefan, Proceso Civil Alemán, Medellín, Dike Könrad Adenauer Stiftung, 1998, p. 63.
494. Pérez Ragone, Álvaro y Ortiz Pradillo, Juan Carlos, Código Procesal Alemán [ZPO], Montevideo, Fundación Konrad Adenauer Stiftung, 2006, p. 35.
495. Schönke, Adolf, Derecho Procesal Civil, Barcelona, Bosch, 1950, p. 23.
496. Ídem.
497. Ibídem, p. 25.
498. La comisión que precedió a la revisión definitiva del texto la compusieron: el guardasellos del Rey (Ministro de Justicia) Dino Grandi; los profesores Cogliolo, Scialoja, Tuumei, Schiaffini y Carnacini; los funcionarios de la judicatura Azzariti, Azara, Mandrioli, Lampis, Lugo y Berri; los abogados Rotigliano, Vecchini, Bagnoli y Galuppi; los cancilleres Campana y Stefani y el subsecretario de justicia Putzolu.
499. Calamandrei, Piero, Instituciones de Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, p. 393.
500. Carnelutti, Francesco, Sistema de Derecho Procesal Civil (Apéndice Código de Procedimientos Civil) (trad. de Niceto Alcalá Zamora y Santiago Sentís Melendo), México, Cárdenas editor, T. I, pp. 401-402.
501. Fue Calamandrei quien expuso, dando un perfil de Giuseppe Chiovenda, que, visto desde fuera, el código de 1940 tuvo una paradoja: que entre los códigos “fascistas” figuró también este nuevo código de procedimiento civil, que en realidad, si se le quería precisamente aplicar una etiqueta política, habría debido más bien ser calificado como un código de oposición (y, en efecto, entonces no faltaron los ortodoxos que, dándose cuenta de ello, se indignaron); no solo porque a la revisión técnica del proyecto fueron invitados estudiosos públicamente conocidos por ser extraños o en absoluto abiertamente hostiles al régimen, sino, sobre todo, porque la sustancia del código era una enérgica reacción contra aquel deslizamiento de la justicia hacia la jurisdicción voluntaria y hacia la ilegalidad policial y paternalista, que en los mismos años se llevaba a cabo metódicamente en Alemania, y al mismo tiempo, una consciente adhesión a aquella armónica concepción de la jurisdicción civil que Chiovenda había puesto como centro de su sistema, en el cual queda superada la vieja teoría privadística que veía en la acción una función del derecho subjetivo individual, pero es, al mismo tiempo, rechazado el extremismo de la concepción contrapuesta (que después llegó a ser ley en Alemania), que disuelve el derecho subjetivo en el interés público, y que en el proceso civil, al par que en el penal, ve solamente un instrumento de represión, no ya una garantía de libertad. (En Revista de Derecho Procesal, año V, 1947, 1ª parte, p. 339).
502. Calamandrei, Piero, Instituciones de Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, p. 399.
503. Atinadamente dice el autor que debe hacerse una primera observación, de carácter terminológico, que concierne al empleo de la expresión “inquisitorio”. Este término está tan cargado de implicancias retóricas que lo hacen confuso o –en el mejor de los casos– inútil. Las implicancias retóricas son normalmente usadas con el objetivo de dar una valoración negativa a todo aquello a lo que se refiere (evocando más o menos explícitamente el espíritu de la Santa Inquisición, en cuyos procesos el investigado no tuvo ningún poder de defensa ante un tribunal omnipotente). El término “inquisitorio” es, por tanto, confuso porque no ha existido nunca, y no existe hoy en ningún ordenamiento, un proceso civil que pueda considerarse verdaderamente inquisitorio: es decir, en el que las partes no tengan derechos o garantías y todo el proceso sea impulsado de oficio por el juez. De otra parte, no es el caso que la tradicional contraposición entre proceso adversarial y proceso inquisitorio esté privada de validez sobre el plano de la comparación entre modelos procesales. Por estas razones parece particularmente útil una operación de terapia lingüística consistente en dejar de usar el término “inquisitorio”, al menos con referencia al proceso civil. Es más oportuno hablar de modelos mixtos para indicar aquellos ordenamientos procesales –que actualmente son muy numerosos– en los que se prevén extensos poderes de instrucción al juez, junto a la plena posibilidad que las partes tienen de deducir todas las pruebas admisibles y relevantes para la comprobación de los hechos. Taruffo, Michele, “Poderes probatorios de las partes y el juez en Europa”, en Ius et Praxis, V. 12, N° 2, Talca, 2006, p. 95 y ss. Disponible en: http://dx.doi.org/ 10.4067/S0718-001 22006000200005
504. Calamandrei, Piero, Instituciones de Derecho Procesal Civil, op. cit., T. I, p. 402.
505. Dice Juan Montero Aroca: “A pesar de que se ha estimado, pues, que el Codice de 1940 era chiovendiano y no fascista, y que en él se asumió el pensamiento chiovendiano sobre la oralidad, ello no es cierto. El nombre del Maestro se utilizó para justificar la concepción publicista del proceso, es decir, aquello que hace que el Código tenga base ideológica fascista, y desde luego en el Código no se asumió la concepción chiovendiana de la oralidad […] Se trata de que la base ideológica del Código, que es y no podía ser de otra manera fascista, no era la de Chiovenda, por mucho que este participara de una concepción en buena medida autoritaria y no liberal de las relaciones entre Estado e individuo. Chiovenda se había mostrado en desacuerdo con Menger, hablando de la necesidad de ser más prudente, aunque no puede desconocerse que se ha llegado a afirmar que es un precursor del fascismo. En cualquier caso no puede olvidarse, que incluso Calamandrei sostuvo, no ya en la Relazione al Re, de la que es autor, sino en obra científica propia y con autoría reconocida públicamente, que ‘el nuevo Código habría podido, teóricamente, adoptar el sistema propio del proceso penal, consistente en introducir el absoluto imperio del impulso de oficio, desvinculando el mecanismo procesal, una vez puesto en movimiento, de cualquier otra injerencia de las partes’ (Instituciones de Derecho Procesal Civil, op. cit., p. 212). Por este incierto camino acabará diciendo algún discípulo que el Código dio pocas facultades al juez civil…” (La nueva ley de enjuiciamiento civil espaúola y la oralidad, op. cit.).
506. Picó i Junoy, Joan, “El Derecho Procesal entre el garantismo y la eficacia: un debate mal planteado”, en Montero Aroca, Juan (coord.), Proceso Civil e Ideología, Valencia, Tirant Lo Blanch, 2006, p. 109 y ss.
507. Juan Montero Aroca transcribe una parte de la Relación de Grande para cimentar su argumentación. Allí se lee: “Si el Código de 1865 fue, por razones históricas que quizá ni siquiera fueron advertidas por sus autores, expresión de las premisas individualistas que estaban en la base del Estado liberal, el Código de 1940 quiere ser, con conocimiento decidido, expresión histórica del Estado fascista y corporativo. El fortalecimiento del principio de autoridad del Estado se proyecta y se traduce necesariamente, en el proceso, en un fortalecimiento de la autoridad del juez; fortalecimiento, con todo, que no se reduce a un simple aumento de los poderes de un órgano del Estado, ni a una ampliación de la injerencia de este en las relaciones de la vida privada y en la esfera de los derechos individuales del ciudadano, sino que es expresión de un cambio de perspectiva en la valoración de los intereses tutelados y garantizados por el derecho.
En el Estado fascista el proceso no es solamente el encuentro de la libertad del ciudadano con la autoridad del Estado, provocado por la necesidad de tutelar los intereses del primero; ni es el puro expediente formal para regular el conflicto de los intereses privados y para terminar el litigio entre sus titulares. El Estado fascista no niega los intereses privados, sino que antes al contrario reconoce la importancia de los mismos como impulsores de iniciativas privadas y por tanto los tutela; y no existe verdadera tutela de intereses que no se refleje en un fuerte sistema procesal. Pero esta tutela no es un fin en sí misma, pues no existe, en nuestro ordenamiento, interés que no sea tutelado en función de su valor social y, en definitiva, de los superiores intereses de la Nación. Por tanto en el Estado fascista el proceso no es solo lucha de intereses, sino instrumento para la composición fecunda de los mismos y, sobre todo, instrumento para asegurar, no solo un ordenado sistema de vida social, inspirado en los supremos fines del Estado, sino también para asegurar, por medio de la aplicación de las normas jurídicas que regulan la vida de la Nación, la realización en las relaciones privadas de los intereses supremos de esta. Y, sobre todo, es instrumento para realizar la que la palabra del Duce ha indicado como meta de la Revolución fascista: una más alta justicia social”.
508. Wyness Millar, Robert, “La reforma procesal civil en la legislación de las naciones”, en Revista de Derecho Procesal, Buenos Aires, Ediar, 1950-I, Año VIII, p. 13.
509. Couture, Eduardo, Trayectoria y destino del Derecho Procesal civil en Hispanoamérica, op. cit., T. I, p. 215.
510. Cfr. Ferrer Mac Gregor, Eduardo, Los Tribunales Constitucionales en Iberoamérica, Fundap, Querétaro, 2002. Este es una segunda etapa de los Tribunales Constitucionales. Este período se inicia con la reinstalación de la Corte Constitucional de Austria en 1945 (que había sido desplazada por un Tribunal federal en la Constitución de 1934, tras el golpe de Estado de 1933). En los años siguientes se dio la expansión en Europa occidental al crearse los tribunales constitucionales de Italia (1948), el Consejo Constitucional francés (1948), el Tribunal Constitucional de Turquía (1961, refundado en 1982), y el Tribunal de Yugoslavia (1963, 1974).
511. Couture, Eduardo, Trayectoria y destino del Derecho Procesal civil en Hispanoamérica, op. cit., T. I, p. 231.
512. Cappelletti, Mauro, La oralidad y las pruebas en el proceso civil, Buenos Aires, Ejea, 1972, p. 119.
513. Cipriani, Franco, “En el centenario del Reglamento de Klein”, op. cit., pp. 968-1004. Es cierto que esta evolución la discuten varios “revisionistas”, como Cipriani, que sostiene: “En cuanto, igualmente, a la concepción publicística del proceso civil, es ya, probablemente, el tiempo de decir que los estudiosos ajenos al pensamiento de Klein no pueden ser considerados como seguidores de una ya superada concepción privatista o, peor aún, individualista de la justicia civil. Tales ideas podrían tenerse en los tiempos de los fueros personales y hereditarios, pero, desde que la jurisdicción devino, con el Estado moderno, una prerrogativa exclusiva e inalienable del Estado, nadie ha tenido jamás una concepción privatista del proceso civil y todos han coincidido en advertir que el Estado siempre se ha preocupado de la administración de la justicia y quiere que los procesos se desarrollen en la mejor y más racional de las formas. Luego, es un mero artilugio dialéctico, sino propiamente una boutade, considerar a los Pescatore, Pisanelli y los Mattirolo (por no hablar de los Mortara y del primer Chiovenda) como personas que no se daban cuenta de la importancia que tiene el proceso para el Estado o como estudiosos que han escrito sus libros para demostrar que el Estado debe desinteresarse del proceso civil. Más bien es todo lo contrario, pues parece cierto que aquellos estudiosos eran legalitarios y tenían una concepción garantista del proceso civil, una concepción que los llevaba, por un lado, a combatir por la independencia del juez frente al Ejecutivo (problema que debía hacer sonreír a Klein...) y, por el otro, a no fiarse más de lo necesario en el juez, con el convencimiento que los jueces son ‘hombres como los demás’ y que, ampliando los poderes directivos discrecionales del juez, se deja a las partes a merced del juez, de sus errores y de sus eventuales abusos: no en vano Luigi Mattirolo enseñaba que el proceso ‘representa la necesidad de sustituir la licencia y el arbitrio de las partes y del juez por el sistema de la legalidad’. Hay que agregar que nunca nadie ha pensado, ni piensa, que las partes deban dirigir el proceso, tanto es así que, con nuestro viejo código, la dirección correspondía al juez y no ciertamente a las partes. Pero, parece evidente que, una cosa es dar al juez los poderes estrictamente necesarios, y no por ello poco vastos, para dirigir el proceso y otra muy distinta es establecer que el juez pueda hacer todo aquello que considere oportuno o, peor aún, que en el proceso civil no se pueda mover un dedo sin el permiso del juez”.
514. Morello, Augusto; Sosa, Gualberto L. y Berizonce, Roberto, Códigos procesales en lo civil y comercial de la provincia de Buenos Aires y la Nación, op. cit., T. I, p. 570.
515. Wyness Millar, La reforma procesal civil en la legislación de las naciones, op. cit., pp. 23-24.
516. Cappelletti, Mauro, La oralidad y las pruebas…, op. cit., p. 127.

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