Zarza de Gutiérrez, María E. 13-06-2017 - Tratamiento tributario aplicable al “rendimiento financiero” generado en desarrollo de una Transferencia Temporal de Valores
La necesidad de fortalecer las bases de nuestro estado de derecho, demanda reivindicar la importancia de la función judicial de los tiempos actuales, puesto que ésta constituye uno de los tres pilares fundamentales sobre los que se asienta el sistema democrático.
El principio de la división de poderes, implica equilibrar los mismos de tal suerte que el poder político no comprometa la independencia del Poder Judicial, y a su vez, que este último no altere el sentido de la ley al juzgar en el caso concreto.
Así, la independencia de la Magistratura y el rol del Poder Judicial en el estado liberal de derecho, constituyen temas sobre los que es preciso reflexionar, máxime en la hora actual en la que el descreimiento en las instituciones cobra cada vez mayor medida en la conciencia del ciudadano común.
Se hace preciso, en consecuencia, que quienes tienen encomendada la tarea de impartir justicia diariamente, asuman con profunda convicción su compromiso con determinados valores en tiempos de crisis.
En ese marco, debe velarse por el estricto cumplimiento de la ley y de los preceptos consagrados en nuestra Carta Magna, puesto que de otro modo se tornaría ilusorio el orden democrático, y la labor conlleva, irremediablemente, la lucha por una palpable independencia judicial que asegure la imparcialidad y la objetividad en el juzgamiento de las causas a cuya resolución son sometidas y otorgando efectiva tutela a los derechos fundamentales de los hombres, haciendo realidad la afirmación del juez John Marshall en el célebre leading case “Marbury vs. Madison” (1803) al decir: “Categóricamente, compete al departamento judicial, y es su deber, decir lo que es la ley”.
Así, la Corte Suprema de Justicia, cabeza de este Poder, cumple el sagrado rol de guardiana y custodio de la Constitución.
Tal como fue concebida por el constituyente de 1853, la función jurisdiccional adquiere rango de poder, con atribuciones que le son propias. Por ello, insistimos, es menester que el Poder Judicial se independice de la esfera del poder político e integra la tríada de órganos de gobierno estructurada por Locke y Montesquieu en condición de paridad jerárquica. A lo largo del presente trabajo, abordaremos la temática del Poder Judicial en la Constitución Argentina, sus orígenes, sus funciones, sus atribuciones, su historia. En definitiva, abarcaremos todos estos aspectos para luego concluir acerca del rol que le cabe en aras de preservar las declaraciones, derechos y garantías, como así también el equilibrio del sistema gubernamental, consagrados por nuestra Ley Fundamental.
Capítulo I: El poder judicial en el marco de la distribución funcional del poder en el estado de derecho liberal [arriba]
1. La división de poderes. Sus orígenes
Enseña Carl Schmitt en su “Teoría de la Constitución”, (Ed. Rev. De Derecho Privado, Madrid, 1934, Secc. 1º, parágs. 3 y 11) que las constituciones modernas liberales se hallan signadas por dos principios que les son típicos: el primero es el de distribución, y según él la libertad de cada individuo es, en principio, ilimitada, mientras que la facultad del estado de invadirla es, por contrapartida, en principio limitada; el segundo es el de organización, según el cual el poder del estado se divide en un sistema de competencias circunscriptas.
El principio de distribución halla su expresión en el reconocimiento de derechos fundamentales. A su vez, el de organización coincide con la tesis de la llamada división o distribución de poderes, cuyo máximo expositor fue Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, hacia mediados del siglo XVIII.
La teoría de la división de poderes conforma la estructura del Estado liberal de Derecho, y pese a los constantes avatares que debió superar a lo largo de la historia, garantiza la libertad política de los ciudadanos, al tiempo que constituye un nexo entre los conceptos de “Estado de Derecho” y “democracia”. Ignorar tal principio, implica la negación de ambos. Constituye un dogma que inspira la tarea del constituyente y conforma una parte esencial de la Constitución. Dicho de otro modo, no existe Constitución más que la democrática, la que a su vez demanda la división de poderes.
Imbuido de tales principios, el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 proclama que “toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni determinada la separación de poderes, no tiene Constitución”.
Es por ello que el análisis jurídico de las normas de organización de los órganos de gobierno en las que la división de poderes se articula, requiere que el intérprete se posicione previamente munido de criterios valorativos sobre el sentido que el principio adquiere en el Estado constitucional de derecho, acorde al momento histórico y la realidad social experimentada al momento en que los grandes pensadores elaboraron sus doctrinas.
Ya en el siglo IV a.C., Aristóteles había advertido las consecuencias perniciosas que podía acarrear el ejercicio abusivo del poder (o la ausencia total del mismo). Así, en su Política, explicita que es menester distinguir tres esferas de actividad dentro del estado, cuales son: la elaboración de normas, la ejecución de las mismas y la administración de justicia. Tal concepto, constituye el precedente más antiguo de lo que hoy llamamos división entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.
El poder que el estado ejerce dentro del territorio que le es propio, se caracteriza por poseer una jurisdicción universal, lo que implica que todas las personas que se hallan dentro de su territorio, están sometidas a sus leyes, por cuanto tal jurisdicción es obligatoria.
Los pensadores del Renacimiento defendieron tenazmente al poder absoluto que se identificaba con el monarca. Hacia 1513, el pensador italiano Nicolás Maquiavelo en “El Príncipe”, postula que la figura del gobernante es el vehículo para llevar adelante los fines del estado y para ello es válida la utilización de cualquier medio.
Enrolándose en la misma doctrina, Thomas Hobbes, filósofo británico del siglo XVIII, en su Leviatán (1651), concibe al poder del gobierno como una consecuencia de la delegación de los poderes individuales de los ciudadanos.
Ambas teorías, sirvieron de apoyo para justificar la acentuación del autoritarismo en la nación - estado europea.
Sin embargo, hacia 1665 en su Tractatus theologico-politicus, Baruch de Spinoza, encabezó la primera reacción en contra de la doctrina de Maquiavelo y Hobbes, justificando la reacción de los ciudadanos contra el gobierno si el mismo ejercía el poder en forma tiránica.
Fue el filósofo británico John Locke quien en su obra Two treatises on Civil Government (1690), impulsa una incipiente teoría de división de los poderes legislativo y judicial, definiendo al estado como el depositario de la confianza del pueblo y guardián de sus derechos y libertades. La doctrina de Locke, surge como una reacción frente a las constantes interferencias del rey Jacobo II en el funcionamiento del Parlamento, dando así nacimiento a la corriente de la filosofía política del liberalismo que conlleva la negación de la legitimidad de origen divino del monarca y la defensa del gobierno representativo ejercido con el consentimiento y la confianza (trust) de los ciudadanos gobernados, fundado en el principio de la división de poderes. Tal postura, Locke la resume señalando que “el poder absoluto arbitrario o el gobernar sin leyes fijas establecidas, no pueden ser compatibles con las finalidades de la sociedad y del gobierno... Es impensable poner en manos de una persona o de varias un poder absoluto sobre sus personas y bienes.
Hacia el siglo XVIII, la corriente condenatoria de los abusos y desviaciones del poder centralizado y absoluto de los gobiernos de las naciones - estado, tuvo a su máximo exponente en el filósofo francés Montesquieu, quien en su obra política cúlmine, De l´esprit des lois (El espíritu de las leyes), de 1748, analiza las tres formas posibles de gobierno: la democracia, la monarquía y el despotismo (repudiando a esta última por ser causa y efecto de la corrupción de las costumbres, de los usos y de las instituciones formalizadas jurídicamente). Montesquieu se plantea el interrogante acerca de la forma de evitar que el gobernante se extralimite en la esfera propia de su actividad, de impedir la tiranía que rechazaba. La reflexión sobre tales cuestiones lo lleva a concluir que “para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder” (p. 150).”. Ello se logra distinguiendo las funciones del estado, separando los órganos que componen su gobierno, distribuyendo competencias, con el fin de evitar los riesgos que conlleva el ejercicio ilimitado del poder. Más adelante, Montesquieu agrega que “para que exista la libertad es necesario que el gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer nada de otro” (p.151). Por último, concluye que “todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre los particulares (p. 152).
Admirador del modelo de gobierno británico, Montesquieu enseña que en todo estado coexisten tres poderes: el legislativo, por el cual se promulgan leyes para un período determinado o perpetuas y se enmiendan o derogan las vigentes; el ejecutivo de los asuntos que dependen del derecho de gentes (poder ejecutivo), por el que se dispone de la guerra y la paz, se previenen las invasiones y se procura la seguridad; y el ejecutivo de los que dependen del derecho civil (poder judicial), cuya misión es reprimir los delitos e impartir justicia en los conflictos suscitados entre particulares.
Tal corriente de pensamiento constituyó una fuerte influencia en las constituciones políticas posteriores a la publicación de su obra cumbre. La organización constitucional de los estados democráticos mantiene el espíritu de la doctrina de Locke y Montesquieu. Sin embargo, la mentada división de poderes adquirió matices diferentes a los concebidos en su origen por los padres de la doctrina.
Así lo denotan el nacimiento de nuevos órganos constitucionales diversos de la clásica tríada de poderes. Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, surgieron Constituciones que en el afán de preservar la independencia de la función jurisdiccional, incorporaron institutos tales como los Consejos Superiores de la Magistratura o Consejos Generales del Poder Judicial. Tal es el caso italiano, el francés y el español. Con ello, se procuraba evitar la injerencia del órgano ejecutivo sobre la esfera propia del judicial. Estos nuevos órganos, insertos en la cúspide del Poder Judicial, estaban conformados por miembros elegidos por otros órganos jurisdiccionales o, inclusive, por los mismos Jueces y Magistrados a quienes sus resoluciones estaban dirigidas. Resulta difícil para estos órganos afirmar su autoridad dentro de la división de poderes en virtud de que la delimitación de potestades respecto del ejecutivo no siempre es tarea sencilla.
Pero el principio se vio revolucionado en gran escala a raíz del surgimiento de los Tribunales Constitucionales europeos, que en algunos estados integran el Poder Judicial, ya sea como órgano independiente (Alemania), como Tribunal Supremo (Estados Unidos) o como Sala especializada del Tribunal Supremo (tal es el modelo de algunos países latinoamericanos, entre ellos El Salvador). Mas en países tales como Italia, España y Polonia, entre otros, estos órganos se encuentran fuera de la esfera de la tríada clásica del poder. Así, la designación de Magistrados es tarea de los otros órganos constitucionales.
2. La división de poderes en la Constitución Nacional. La influencia estadounidense.
La relevancia del influjo del texto constitucional de Estados Unidos en nuestra Carta Magna no sólo se debe al hecho de ser su fuente primigenia, sino que también el desarrollo de nuestras instituciones se ha visto influenciado por las prácticas legislativas del Congreso del gran país del norte, como así también, y fundamentalmente, por las interpretaciones jurisprudenciales de los tribunales de esa nación.
Si bien las posiciones extremas de que nuestra constitución era un calco de la norteamericana (de amplia difusión y adhesión en los primeros tiempos de su vigencia), y que, como consecuencia, la doctrina judicial emanada de la Suprema Corte de aquel país conformaba la fuente de orientación para la resolución de conflictos llevados a los tribunales de nuestro país fue superado hace tiempo, no es factible soslayar el valor inconmensurable de aquélla como modelo de inspiración de los constituyentes de 1853, y fundamentalmente de Alberdi al escribir las “Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina”.
En igual sentido, conformó una característica que se ha dado asiduamente en los fallos de nuestra Corte Suprema, citar antecedentes jurisprudenciales de su par norteamericana, considerada esta última como fuente de autoridad en apoyatura de sus propias decisiones. Así, nuestro más alto tribunal explicó: “el sistema de gobierno que nos rige no es una creación nuestra. Lo hemos encontrado en acción, probado por largos años de experiencia y nos lo hemos apropiado. Y se ha dicho con razón que una de las grandes ventajas de esta adopción ha sido encontrar formado un vasto cuerpo de doctrina, una práctica y una jurisprudencia que ilustran y completan las reglas fundamentales y que podemos y debemos utilizar en todo aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones particulares” (“Fallos”, 19:236, 33:193, 172:40, 211:162).
Dentro de la pléyade de principios consagrados por el texto constitucional norteamericano (tales como la supremacía constitucional, el control judicial de constitucionalidad de las leyes, el sistema federal de organización del Estado y el presidencialismo), destacamos por su importancia en la conformación de nuestro sistema republicano el de la división de poderes. Tal principio fue adoptado con fuerte aceptación por los fundadores de la Unión americana (fundamentalmente Madison) al extremo de constituirse en su eje central, bajo el convencimiento de que el mismo oficiaría por si solo como instrumento de resguardo de la libertad, resultando sobreabundante, por lo tanto, la enumeración de los derechos y garantías (posición descartada a menos de dos años de vigencia del estatuto estadounidense cuando el mismo James Madison presentó el Bill of Rights a la Cámara de Representantes en 1789).
Nuestra constitución formal hace propio el principio de división de poderes (uno de sus más fuertes dogmas) a través del reparto de órganos y funciones dentro de la tríada compuesta por los denominados “poder legislativo”- “poder ejecutivo”- “poder judicial”. En otras palabras, establece un sistema de frenos y contrapesos (“checks and balances”) a través del cual cada uno de los órganos que integran la tríada bosquejada por Locke y pergeñada por Montesquieu, puede influir sobre los restantes y corregir los excesos en que pueden incurrir los mismos. Así, al Congreso y al Presidente les corresponde el control político, al tiempo que a la Corte Suprema y demás tribunales inferiores les corresponde el control jurídico sobre los órganos políticos del gobierno a través de diversos mecanismos, a saber: el control de constitucionalidad de las leyes, de los actos del Presidente y de los órganos administrativos; la concesión de “habeas corpus” contra actos de las autoridades públicas que priven de su libertad física a las personas, disponiendo en los casos en que la medida emane de autoridad incompetente o no haya observado las debidas formalidades de ley, la inmediata libertad del individuo; el otorgamiento de amparo rápido y eficaz contra todo acto u omisión de autoridad pública que, en forma actual o inminente, lesione, restrinja, altere o amenace, con arbitrariedad o ilegalidad manifiesta, los derechos o garantías explícita o implícitamente reconocidos por la Constitución nacional (art. 1º Ley 16.986); las medidas cautelares en aquellos juicios en los que el estado sea parte, siempre que se demuestre la verosimilitud y peligro de que el mantenimiento o alteración de la situación de hecho o de derecho pudiera influir en el fallo o tornar ilusorio su cumplimiento.
Este principio de división de poderes (o de funciones, ya que según lo enseña Bidart Campos “el poder del estado como capacidad o energía para cumplir su fin es “uno” solo, con “pluralidad” de funciones y actividades” Bidart Campos, Germán J., “Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino”, T.II., Editorial Ediar, Bs. As. 1995.) halla su origen en la idea de seguridad y control plasmada en una estructura de contención del poder tendiente a proteger la libertad y los derechos de los hombres.
Dentro de esa tríada de órganos de gobierno que estructuraron Locke y Montesquieu, el Poder Judicial, básicamente, cumple la función jurisdiccional. Así, el artículo 17 del texto constitucional dispone que “ningún habitante puede ser privado de su propiedad sino en virtud de sentencia fundada en ley. A su vez, el artículo 18 del mismo cuerpo normativo determina que nadie puede ser penado sin juicio previo realizado ante los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa. De ello, se colige que si bien la Constitución no prohíbe expresamente al Congreso dictar leyes de condena (a diferencia de su par norteamericana que veda el dictado de los “bills of attainder” en su artículo I, sección 10, cláusula 1), tal función le está implícitamente prohibida. También al Presidente le está prohibido ejercer funciones judiciales, condenar por sí o aplicar penas (arts. 23 y 109).
En líneas generales, podemos decir que este sistema de frenos y contrapesos ha resultado eficaz para la protección de los derechos y garantías consagrados por nuestra Constitución.
Capítulo II: El poder judicial: custodio de la Constitución [arriba]
1. Consideraciones preliminares.
La división de poderes, esquematizada en la doctrina republicana, implica el ejercicio de una magistratura independiente, cuyas implicancias exceden el marco de la mera aplicación e interpretación automática de la ley: la función jurisdiccional conlleva la facultad de determinar, en el caso concreto, si la norma sancionada por el legislador cuenta con los requisitos formales y sustanciales que determinan su legalidad, o dicho en otras palabras, si la norma encuentra su debida apoyatura en el texto y el espíritu de nuestra Constitución. Ello determina que dentro del estado de derecho, el Poder Judicial desempeña el rol fundamental de ser custodio de la Constitución y de la ley, al tiempo que se constituye en el garante de los derechos y libertades fundamentales del ciudadano a través del ejercicio de la función jurisdiccional. Así, se ha dicho, con referencia al sistema estadounidense, que “el Congreso dicta la ley y que el presidente de la República la hace cumplir. Sin embargo, se permite que nueve hombres –en realidad cinco de ellos– manifiesten que una ley propuesta por el Congreso y firmada por el presidente no es tal y que nadie debe obedecerla. Se les deja expresar que lo que ellos mismos llamaron ley ayer, no lo es ya hoy” JOHNSON, Gerald W. “La Suprema Corte”, Edit. Índice, Bs. As. 1962, pág. 42.
2. El control de constitucionalidad
El ideal de justicia, implica el respeto espontáneo a la Constitución. Cuando las disposiciones de esta última son violadas, es preciso apelar al control de constitucionalidad que conlleva la tarea de verificar si la legislación aplicable a un caso concreto se contrapone con los principios emanados del texto constitucional. De tal suerte, en el supuesto de constatarse la colisión entre una norma de rango inferior y una superior, deberá optarse por la aplicación de esta última, por aplicación del principio de supremacía constitucional ínsito en el artículo 31 de nuestra Carta Magna.
Así, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha entendido inveteradamente que “el artículo 31 de la Constitución Nacional al dar carácter de Ley suprema de la Nación a las leyes que se dicten por el Congreso de acuerdo con la Constitución haciándolas obligatorias para las provincias, no obstante cualquier disposición en contrario que sus leyes o constituciones contengan, encierra el medio efectivo en todo el territorio de la República el principio de la unidad de legislación común consagrado por el artículo 75 inc. 12” CSJN en “Diehl, José”, 24/11/1998.
También nuestro más alto tribunal ha sostenido que “es elemental en nuestra organización constitucional la atribución y el deber de los tribunales de justicia” de establecer la conformidad de las leyes con la Constitución y “abstenerse de aplicarlas si las encuentran en oposición con ella, constituyendo esta atribución moderadora uno de los fines supremos y fundamentales del Poder Judicial nacional y una de las mayores garantías con que se ha entendido asegurar los derechos consignados en la Constitución (“Fallos” 33:162, año 1888).
Por lo tanto, el rol fundamental que le cabe al órgano jurisdiccional y que le es conferido por el propio texto constitucional, es el de erigirse como máximo guardián y protector del fiel cumplimiento de la legislación acorde a los postulados inherentes a este último.
Es misión ineludible de los jueces resolver en las causas a cuya decisión son sometidas, con el propósito de asegurar la vigencia efectiva de la Constitución Nacional. Al decir de Orgaz, “la supremacía de la constitución no se ha de considerar subordinada a las leyes ordinarias ... Estas leyes y las construcciones técnicas edificadas sobre ellas, tienen solamente un valor relativo, esto es, presuponen las reservas necesarias para que su aplicación no menoscabe o ponga en peligro los fines esenciales de la ley suprema. Todas las construcciones técnicas, todas las doctrinas generales no impuestas por la Constitución, valen en la Corte sólo ‘en principio’. Todo en la Corte es ‘en principio’, salvo la Constitución misma, que ella sí, y sólo ella, vale absolutamente” (ORGAZ, Alfredo, “El recurso de amparo”, Editorial Depalma, Bs. As., 1961, págs. 37/38.
3. El control de constitucionalidad en la doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación
Su precedente norteamericano, “Marbury vs. Madison”: La Corte Suprema, instalada en forma definitiva desde el 15 de enero de 1862, tuvo en sus inicios la oportunidad de comprobar la inconstitucionalidad de actos del Poder Ejecutivo (Fallos 1-32, 1863; 1-62, 1864), de tribunales inferiores (Fallos, 1-360, 1864; 10-361, 1871) y de gobiernos provinciales (Fallos, 3-131, 1865; 6-45, 1869; 11-139, 1871). Sin embargo, recién en 1887 se pronunció sobre la inconstitucionalidad de una ley del Congreso y ello acaeció en el renombrado caso “Sojo” (“Fallos”, 32-120, 1887), en el que se planteó una cuestión similar a la del célebre caso “Marbury vs. Madison” (1 Cranch 137,2 L. 60, 1803). En este último, la Corte debió decidir si estaba facultada a ejercer una competencia conferida por una ley en pugna con la constitución. Su brillante fallo, redactado por el entonces presidente del cuerpo John Marshall, concluyó que una ley repugnante a la constitución es inválida y que los tribunales, tanto como los otros departamentos del gobierno, están obligados a aplicar la constitución. Fue de esta manera como Marshall advirtió a los miembros del poder ejecutivo que debían obedecer a la ley o responder ante los tribunales. Del mismo modo, demostró al órgano legislativo que la Corte estaba facultada para anular cualquier ley que resultase anticonstitucional, y de tal forma posicionó a la Suprema Corte como guardián de la ley constitucional, realzando su poder y su majestad. A partir de este célebre leading-case, el pueblo norteamericano comprendió en su real dimensión el rol que le cabe a la Suprema Corte en el sistema democrático. Al decir de Johnson (en referencia a la Suprema Corte norteamericana): “Dado que ésta es la que tiene la última palabra, ya que su juicio es inapelable, todos los norteamericanos, sin excluir algunos abogados, han creído siempre que mientras los tribunales inferiores deben ser cortes legales, el más alto de todos debe ser corte de justicia. La diferencia reside en que cuando una Corte legal ha dicho “ésta es la ley”, es asunto concluido y no hay nada más que decir. Una Corte de justicia, no obstante, debe decir “esto es justo”, si no puede hacerlo a causa de una ley, tendrá que invalidar la ley”. (Johnson, op. cit. Pág. 43.)
Los casos “Sojo”, “Elortondo” y “Peralta”: En el caso “Sojo”, que versaba sobre la constitucionalidad de una ley que aparentemente ampliaba la competencia originaria de nuestra Corte Suprema, ésta interpretó que la norma legal no autorizaba a la interposición directa por ante dicho cuerpo de un habeas corpus a favor de un periodista detenido por orden de la Cámara de Diputados, dejando claramente establecido que para ampliar la esfera de competencia originaria era menester la reforma constitucional. El célebre fallo determina que “la misión que incumbe a la Suprema Corte de mantener a los diversos poderes tanto nacionales como provinciales en la esfera de las facultades trazadas por la Constitución, la obliga a ella misma a absoluta estrictez para no extralimitar la suya, como la mayor garantía que puede ofrecer a los derechos individuales”. Más adelante, afirma que “el palladium de la libertad no es una ley suspendible en sus efectos, revocable según las conveniencias públicas del momento, el palladium de la libertad es la Constitución, ésa es el arca sagrada de todas las libertades, de todas las garantías individuales cuya conservación inviolable, cuya guarda severamente escrupulosa debe ser el objeto primordial de las leyes, la condición esencial de los fallos de la justicia federal”.
Al año siguiente en el caso “Municipalidad de la Capital c/Elortondo” (“Fallos, 33-136, 1888), la Corte reafirmó la autoridad de los jueces de abstenerse de aplicar una ley inconstitucional, y lo fundó diciendo. “Es elemental en nuestra organización constitucional la atribución que tienen y el deber en que se hallan los tribunales de justicia, de examinar las leyes en los casos concretos que se traen a su decisión, comparándolas con el texto de la constitución para averiguar si guardan o no conformidad con ésta, y abstenerse de aplicarlas si las encuentran en oposición con ellas, constituyendo esta atribución moderadora uno de los fines supremos y fundamentales del poder judicial nacional y una de las mayores garantías con que se ha entendido asegurar los derechos consignados en la constitución contra los abusos posibles e involuntarios de los poderes públicos”. Más recientemente, en “Peralta, Luis A. y otro c/ Gobierno Nacional” (27/12/90), en consonancia con su inveterada doctrina, la Corte volvió a señalar que “es elemental en nuestra organización constitucional la atribución que tienen el deber en que se hallan los Tribunales de justicia, de examinar las leyes en los casos concretos que se traen a su decisión, comparándolos con el texto de la Constitución para averiguar si guardan o no conformidad con ésta y abstenerse de aplicarlas, si las encuentran en oposición a ella; constituyendo esa atribución moderadora uno de los fines supremos y fundamentales del poder judicial nacional y una de las mayores garantías con que se ha entendido asegurar los derechos consignados en la Constitución contra los abusos posibles ... de los poderes públicos”.
4. Reflexiones finales.
El texto de los tramos sustanciales de los fallos referidos, denotan que de haber sostenido un criterio disimil al adoptado, leyes futuras hubiesen podido demoler la Constitución y el sistema de unidad y autonomía gubernamental, al tiempo que evidencian con significativa elocuencia el rol de la Judicatura en el marco de la distribución de poderes del estado democrático, cual es el de ser custodio y garante de los derechos, deberes y principios consagrados por nuestra Constitución Nacional.
1. Regulación del Poder Judicial argentino en el texto constitucional. El marco normativo.
En la tercera sección, última del título I dedicada al Gobierno Federal, en su segunda Parte (Autoridades de la Nación) se determinan los lineamientos que rigen al Poder Judicial de la Nación.
Surge de la combinación de tales normas con otras del mismo cuerpo legal (artículos 5, 75 inc.12, 121, 122 y 126) el doble orden judicial que impera en nuestro país y que respone al doble orden de competencias que es propio del estado federal: la justicia nacional, por un lado, y por el otro la justicia provincial.
2. Organización de la Justicia Nacional. La necesidad de su existencia.
El artículo 108 determina que “el Poder Judicial de la Nación será ejercido por una Corte Suprema de Justicia y por los demás tribunales inferiores que el Congreso estableciere en el territorio de la Nación”. En consonancia con tal disposición, el artículo 75 inc. 20 faculta a este último para “establecer tribunales inferiores a la Corte Suprema”.
El texto constitucional se limita a establecer la existencia de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores, determinando algunas bases para la organización de la primera, puntualizando los asuntos de competencia de la justicia federal y creando garantías de profesionalidad e independencia que analizaremos más adelante, al tiempo que libra los detalles de la organización del poder judicial a la legislación del Congreso.
Se abre aquí la cuestión acerca de la necesariedad de la existencia de un poder judicial nacional por cuanto es factible pensar que bien podría haberse encomendado a los jueces provinciales la aplicación de las leyes del Congreso, siendo menester únicamente crear tribunales nacionales para la capital y los territorios nacionales. El interrogante ya había sido planteado por los constituyentes norteamericanos. Así, la experiencia de los “Artículos de Confederación y Unión Perpetua” de 1787 y la influencia de Hamilton en El Federalista (quien sostuvo: “Debe existir siempre un medio constitucional de impartir eficacia a las disposiciones constitucionales. ¿De qué servirían, por ejemplo, las restricciones a las facultades de las legislaturas locales, si no existiera algún procedimiento constitucional para exigir su observancia?... Ningún hombre de sentido común será capaz de creer que tales prohibiciones se respetarían escrupulosamente si el gobierno careciese de poderes efectivos para impedir y sancionar las infracciones que se cometieran. Estos poderes deben consistir en un veto directo sobre las leyes de los estados o en la potestad conferida a los tribunales federales de hacer a un lado aquéllos que contravengan de modo manifiesto los artículos de la Unión”. El Federalista Nº 80) determinaron la decisión a favor del establecimiento de un poder judicial nacional. Con el devenir de la historia, ello se convertiría en una de las características más elocuentes del sistema político-institucional de los Estados Unidos desde que en 1803 el leading case “Marbury vs. Madison” afirmó la autoridad de los jueces de negarse a aplicar las leyes inconstitucionales. Así, por vez primera se establecía el principio de que la Suprema Corte estaba facultada para declarar la inconstitucionalidad de una ley del Congreso y declararla nula, de modo tal que la Corte y no el Congreso revestía la condición de autoridad final para la validez de una ley. En uno de sus párrafos más elocuentes del fallo, la Corte explicita: “De tal modo, la terminología especial de la Constitución de los EE.UU. confirma y enfatiza el principio, que se supone esencial para toda constitución escrita, de que la ley repugnante a la Constitución es nula, y que los tribunales, así como los demás poderes, están obligados por ese instrumento”. Así, la Suprema Corte del gran país del norte, proclamando tal principio, conformó un baluarte fundamental para la tutela de los derechos y libertades del ciudadano que posteriormente formó parte del legado institucional que se plasmara en nuestra Ley fundamental.
La organización del estado federal presupone las relaciones de supra y subordinación que resalta la primacía de la voluntad federal en casos de conflicto y resuelve a favor de la federación aquellas competencias que resultan inherentes a su existencia.
Por lo tanto, si la federación es suprema en su derecho, tal supremacía carecería de garantías efectivas en el caso de carecer de órganos de aplicación. Si los conflictos suscitados entre los estados miembros del estado federal quedasen librados al arbitrio de los jueces locales, sus decisiones estarían expuestas a los intereses propios del lugar y carecerían de independencia de juicio. Siguiendo el modelo del gran país del norte, nuestros constituyentes incorporaron los tribunales federales.
3. La Corte Suprema de Justicia de la Nación.
El texto constitucional establece la existencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación como cabeza del Poder Judicial. Sin embargo, no fija su composición, siendo ésta de resorte legal. No obstante, determina los requisitos para integrar la misma: a) ser abogado de la nación con ocho años de ejercicio; b) reunir las calidades propias para ser senador. Valga aclarar al respecto que los ocho años de ejercicio de la abogacía tiene por objeto procurar que los integrantes de la Corte aporten la experiencia y madurez que tanto puede adquirirse en el ejercicio liberal de la profesión como en el desempeño como funcionario judicial que requiera el título habilitante. No es suficiente, por lo tanto, la mera antigüedad desde la obtención del título de abogado, sino que es menester el haber desempeñado en forma efectiva una actividad de tal carácter. La norma regula, por lo tanto, las condiciones de idoneidad para ser miembro del más alto tribunal y el Congreso no puede agregar otros requisitos a los que el texto constitucional determina.
Originariamente, la constitución establecía en su artículo 91 que se integraría con nueve jueces y dos fiscales. Tiempo después, la reforma de 1860 suprimió tal parte de la norma. En la realidad de los hechos, tales disposiciones del texto de 1853 no llegaron a tener vigencia por cuanto la Corte no había llegado a instalarse, pese a que el presidente Urquiza había designado a sus integrantes el 26 de agosto de 1854. Posteriormente, vigente el texto de 1860, el Presidente Mitre nombró, en cumplimiento de la ley 27, a los primeros integrantes del Tribunal quienes tomaron posesión de sus cargos el 15 de enero de 1863: ellos eran Francisco de las Carreras (primer Presidente), Salvador María del Carril, José Barros Pazos, Francisco Delgado y Francisco Pico.
El artículo 112 dispone que los individuos nombrados para la integración de la Corte deben prestar juramento al tomar posesión de sus cargos “de desempeñar sus obligaciones administrando justicia bien y legalmente, y en conformidad a lo que prescribe la constitución”. Tal disposición reconoce su antecedente en el artículo 114 de la constitución de 1826.
Hemos visto que la mayoría de las disposiciones que regulan la organización de los poderes del estado argentino tienen como antecedente el texto constitucional estadounidense. Sin embargo, el juramento de los miembros de la Corte no está previsto por este último, pese a lo cual en “Marbury vs. Madison”, se aludió al compromiso de juramento impuesto por la ley a los jueces de desempeñarse de conformidad a la constitución, para fundar su obligación de abstenerse de aplicar las leyes contrarias a ella.
4. El Presidente de la Corte.
Es quien cumple el rol de coordinador y representante del cuerpo. La constitución hace referencia a él en dos disposiciones: en el artículo 112 al aludir al juramento de los miembros de la Corte y en el artículo 59, al referirse al juicio político en los casos en que el acusado sea el Presidente de la Nación. Sin embargo, el texto constitucional no determina a quien corresponde su nombramiento.
5. La independencia, estabilidad y remuneración de los jueces en el orden nacional.
5.1. Introito.
A más de dos centurias de la consagración de los principios del Poder Judicial independiente, recogidos por la Constitución de nuestro país, parecería fútil ahondar aun más en la materia. Pese a ello, la realidad nos demuestra que la labor de muchos de nuestros jueces no ha permanecido inerte a los acontecimientos políticos que se fueron sucediendo a lo largo de nuestra historia, desdibujándose por ende la imparcialidad de criterio que debe primar en la tarea de impartir justicia.
Surge, por lo tanto, el interrogante acerca de la manera de lograr la mentada independencia del Poder Judicial de los restantes poderes (u órganos) que componen el gobierno del país, procurando efectivizar el equilibrio entre los mismos como presupuesto ineludible para ello, alcanzando la paridad de jerarquía.
Es preciso aclarar este último concepto por cuanto tradicionalmente el Poder Judicial se ha posicionado en situación de franca inferioridad con relación a los Poderes Ejecutivo y Legislativo. Así, John Locke no lo concibe como tal, sino que admite la existencia de una mera función judicial. Tal línea de pensamiento fue plasmada en varias constituciones del siglo XIX y aún hoy, la Constitución francesa designa a la función judicial como “La autoridad judicial”. También en el incipiente Estado liberal español de 1812 la premisa fue lograr la fidelidad de los jueces al naciente orden jurídico político. Las Constituciones españolas de 1837, 1845 y 1876 no distinguen al Poder Judicial como un poder distinto a los restantes y lo define simplemente como “administración de justicia”. Entrada en vigencia la Constitución liberal de 1869, cuyo artículo 36 determinaba que “Los Tribunales ejercen el poder judicial” y establecía en su Título VII, “Del poder judicial”, los principios de profesionalidad, inamovilidad, independencia y responsabilidad de los magistrados, fue promulgada la llamada “Ley Provisional sobre Organización del Poder Judicial”. Uno de los párrafos de la Exposición de motivos, resalta con elocuencia el significado de la independencia del Poder Judicial: “Si se quiere que la institución judicial sea en nuestra Patria un verdadero poder y no un peligro, si los individuos que representan ese mismo poder han de gozar de la inamovilidad práctica, contrapesada oportunamente por una responsabilidad civil y criminal verdadera, el legislador no puede menos de establecer las disposiciones conducentes para que ese poder, contenido en sus justos límites, no usurpe las atribuciones de otros y pueda al mismo tiempo defenderse si se siente estorbado en el libre ejercicio de su augusto ministerio, si se atenta de cualquier modo a su independencia, cualidad la más preciosa y esencial de la magistratura, sin la cual ésta deja de constituir un poder para transformarse en una rueda inerte de la Administración Política, ya que no en un terrible instrumento de pasiones bastardas y mezquinas”.
También el Poder Judicial estadounidense nació endeble, minusválido frente a sus pares Ejecutivo y Legislativo.
La propia Suprema Corte de los Estados Unidos en sus orígenes debió luchar por abrirse paso hacia el poder y la dignidad.
Ello parecería inverosímil toda vez que al presente, ser designado presidente de la Suprema Corte de Estados Unidos constituye el más alto honor al que puede aspirar un abogado de ese país. Más aún, la Presidencia de la Corte es considerado un cargo más codiciado que el de la presidencia del país, y ello se debe a dos razones: el nombramiento para ejercer el cargo es de carácter vitalicio (o hasta que el presidente de la Corte decida retirarse) y no por cuatro años; por otra parte, no requiere la permanente exposición pública. “El presidente de la Corte vive en Washington en una casa elegida por él mismo. Recibe y trata a las personas que son de su agrado. No tiene por qué preocuparse del Congreso, el partido o las elecciones; resultaría harto impropio que interfiriese en política. Sin embargo, él, como el Presidente, es jefe de uno de los tres poderes del gobierno. En cuanto a rango oficial se refiere, tiene el mismo que el presidente de la República y que el presidente del Congreso, pero nadie es su superior”. (Johnson, G., op. cit.), pág.55.
Sin embargo, esta posición que hoy ostenta la Suprema Corte norteamericana, no la tuvo en sus primeros tiempos. Hasta el mismo ámbito edilicio donde comenzó la Corte a celebrar sus sesiones reflejaba la posición de inferioridad en que se encontraba. Luego de la renuncia de su primer presidente John Jay y al poco tiempo de la designación de John Marshall, se requirió al Congreso la facilitación a la Suprema Corte de algún salón del Capitolio para celebrar sus sesiones y fue así que el Congreso eligió un cuarto de pequeñas dimensiones de 6,70 m. por lado, en la planta baja. Al ratificar el Senado el nombramiento de Marshall, comenzaba la lucha por un Poder Judicial más poderoso, del cual Jay se había despedido definiéndolo como un poder “sin la bolsa y sin la espada”, en alusión a la primacía de la que gozaban el Congreso y el Poder Ejecutivo en el manejo de los fondos del erario público (el primero) y la fuerza que le es propia a este último.
Surge entonces el interrogante de cuál es la manera de fortalecer a los jueces frente a los otros poderes que integran el gobierno del Estado. Al decir de Hamilton, es conveniente dar independencia a los jueces para lograr tal cometido, y así enseña: “Esta independencia judicial es igualmente necesaria para proteger a la constitución y a los derechos individuales, de los efectos de esos malos humores que las artes de hombres intrigantes o la influencia de coyunturas especiales esparcen a veces entre el pueblo, y que ... tienen... la tendencia a ocasionar peligrosas innovaciones en el gobierno y graves opresiones del partido minoritario... es fácil comprender que se necesitaría una firmeza poco común de parte de los jueces para que sigan cumpliendo con su deber como fieles guardianes de la constitución, cuando las contravenciones a ella por el legislativo hayan sido alentadas por la mayor parte de la comunidad” “El Federalista... pp.201-6). Así, fue recién al juzgar el precedentemente aludido caso de William Marbury (Juez de Paz) contra James Madison (Secretario de Estado) cuando los jueces que la integraban tuvieron la oportunidad de hacer valer su poder de anular una ley anticonstitucional aprobada por el Congreso.
El concepto de independencia del órgano jurisdiccional presupone las garantías de estabilidad, tutela en la remuneración y respeto de la investidura. Cada uno de estos caracteres se interrelaciona con los otros contribuyendo al afianzamiento de estos últimos.
El artículo 110 de la Constitución Nacional (o artículo 96 antes de la Reforma de la Constitución de 1994) establece que “Los jueces de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores de la Nación conservarán sus empleos mientras dure su buena conducta, y recibirán por sus servicios una compensación que determinará la ley, y que no podrá ser disminuida en manera alguna, mientras permaneciesen en sus funciones".
5.2. La inamovilidad.
Hemos visto que al sancionarse la constitución norteamericana el Poder Judicial era considerado como el más débil de los poderes y por tal razón fue dotado de garantías tendientes a protegerlo de la arbitrariedad y el avasallamiento de los otros. Al decir de Hamilton (op.cit. Nº 78) “El ejecutivo no sólo dispensa los honores, sino que posee la fuerza militar de la comunidad. El legislativo no sólo dispone de la bolsa, sino que dicta las reglas que han de regular los derechos y los deberes de todos los ciudadanos. El judicial, en cambio, no influye ni sobre las armas ni sobre el tesoro; no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad, y no puede tomar ninguna resolución activa. Puede decirse con verdad que no posee fuerza ni voluntad, sino únicamente discernimiento, y que ha de apoyarse en definitiva en la ayuda del brazo ejecutivo hasta que tengan eficacia sus fallos ... es, sin comparación, el más débil de los tres departamentos del poder; que nunca podrá atacar con éxito a ninguno de los otros dos, y que son precisas toda suerte de preocupaciones para capacitarlo a fin de que pueda defenderse de los ataques de aquéllos”.
Como se adelantó precedentemente, nuestra constitución consagra para los jueces que componen el Poder Judicial federal la inamovilidad vitalicia mientras dure su buena conducta. Tal garantía no sólo implica el resguardo de la remoción de los magistrados, sino que también procura el amparo de la “sede” y el “grado”. Dicho en otras palabras, un juez federal no puede ser trasladado ni cambiado de instancia sin su consentimiento.
Este principio fue víctima de una lamentable excepción al admitirse jurisprudencialmente la destitución de jueces que tuvieron lugar con motivo de los movimientos revolucionarios triunfantes. Sin embargo, finalizada la acción revolucionaria, el simple traslado de un juez federal de un juzgado a otro por parte del Poder Ejecutivo de facto vulnera la garantía de inamovilidad de los jueces.
5.3. La remuneración.
En 1936, en un extenso y significativo fallo, nuestro más Alto Tribunal se pronunció por la inconstitucionalidad del impuesto a los réditos a los sueldos de los jueces de la Nación. Utilizando la expresión “en manera alguna”, como indicativa de la voluntad del constituyente de liberar al Poder Judicial de “toda presión por parte de los otros poderes que tienen la fuerza y el dinero” (en otras palabras, la espada y la bolsa a las que aludiera Jay al renunciar a la Presidencia de la Suprema Corte Estadounidense). En esa oportunidad, la Corte compuesta de tres miembros, citó el fallo de su par norteamericana en “Evans vs. Core” donde se declaró la invalidez de una norma impositiva semejante del país del norte: “Si las funciones judiciales son las más débiles, son en cambio las más delicadas, por lo que es indispensable asegurarle la más completa independencia. El Poder Judicial penetra en el hogar de cada hombre, juzga su propiedad, su reputación, su vida, todo. El propósito principal de la prohibición de disminuir los sueldos, no es de beneficiar a los jueces, sino que, a semejanza de la cláusula que impone inamovilidad, es de atraer hombres cultos y competentes al tribunal y disponer la independencia de acción y juicio que es esencial para el mantenimiento de las garantías, limitaciones y principios de la Constitución ...” (“Fallos”, 176:73, año 1936).
Sin embargo, inveterada jurisprudencia de nuestra Corte Suprema de Justicia determinó que tal garantía “no es óbice a las sanciones pecuniarias módicas, previstas en las leyes orgánicas y procesales y aplicadas por los órganos jerárquicos superiores, integrantes del Poder Judicial, en ejercicio de facultades disciplinarias que le son propias” (“Fallos”, 254:184, año 1962).
La última parte del artículo 110 de nuestra Carta Magna dispone que los jueces “recibirán por sus servicios una compensación que determinará la ley, y que no podrá ser disminuida en manera alguna, mientras permaneciesen en sus funciones”. Tal disposición constitucional constituye otra de las garantías de independencia de los jueces. Hemos dicho que cada una de las garantías consagradas para el ejercicio independiente de la función judicial resguarda a las restantes, de tal suerte que carecería de sentido plasmar la garantía de inamovilidad si, a su vez, ésta no es acompañada por la de intangibilidad de la compensación de los servicios de los jueces, por cuanto una intervención arbitraria de los órganos políticos en el manejo de los sueldos de los magistrados podría colocar a estos últimos en condiciones inadmisibles. Así, Hamilton señala que “conforme al modo ordinario de ser de la naturaleza humana, un poder sobre la subsistencia de un hombre equivale a un poder sobre su voluntad” (Op. cit. Nº 79). Es por tal razón que el artículo 110 de la Constitución Nacional consagra el principio de inamovilidad y lo corrobora y complementa con el de intangibilidad de remuneración. El artículo III, sección 1 de la constitución estadounidense y las constituciones de 1819 y 1826 conforman los antecedentes de tal disposición.
Este principio fue interpretado en forma estricta por nuestra jurisprudencia, determinándose que la compensación por los servicios de los jueces no puede ser disminuida “en manera alguna”. Esta última expresión fue considerada harto elocuente del sentido de la norma, cual es tutelar a los jueces “de toda presión por parte de los otros poderes que tienen la fuerza y el dinero” (“Fallos” 176:73, 187:687, 191:65). Podría asimismo entenderse que la garantía se vería vulnerada en ocasión de demora en el pago o su efectivización de otro modo que en moneda corriente de curso legal. También cabe considerar que en períodos inflacionarios, la norma impone al Poder Legislativo el deber de ajustar periódicamente las remuneraciones de los jueces. En orden a ello, nuestra Corte Suprema de Justicia en autos “Bonorino Peró, Abel y otros c/ Estado Nacional s/ amparo” (“Fallos” 307:2174), sostuvo en su cuarto considerando “que la garantía de irreductibilidad de los sueldos está conferida en común al “órgano – institución” y al “órgano individuo”, no para exclusivo beneficio personal o patrimonial de los magistrados, sino para resguardar su función en el equilibrio tripartito de los poderes del Estado, de forma que la vía abierta en esta causa no tiende sólo a defender un derecho de propiedad de los actores como particulares, y a título privado, sino la ya referida garantía de funcionamiento independiente del Poder Judicial, cuya perturbación la Constitución ha querido evitar al consagrar rotundamente la incolumidad absoluta de las remuneraciones judiciales”. Más adelante, en el sexto de sus considerandos, el fallo agrega “que el control de constitucionalidad que el Tribunal asume en esta causa recae sobre la omisión de actualización de los sueldos judiciales mermados por la inflación y, por ende, nada le impide, como intérprete final de la Constitución, decidir que la pérdida no compensada del valor monetario real configura un supuesto de disminución de aquellas retribuciones que transgrede al art. 96. Tal interpretación se corrobora cuando se advierte que la citada norma prohíbe disminuirlas “en manera alguna”, lo que, aparte de vedar la alteración nominal por “acto del príncipe”, impone la obligación constitucional de mantener su significado económico y de recuperar su pérdida cada vez que ésta se produce con intensidad deteriorante”. El fallo, prosigue citando a Hamilton (El Federalista – Nº LXXIX): “Además de la permanencia en el cargo, nada puede contribuir más a la independencia de los jueces que una provisión establecida para su mantenimiento... En el curso general de la naturaleza humana, un poder sobre la subsistencia de un hombre equivale a un poder sobre su voluntad ... Se refiere a la disposición de que la compensación no será disminuida durante su ejercicio del cargo ... Las fluctuaciones del valor de la moneda y el estado de la sociedad harían inadmisible una tasa fija de retribución. Lo que podría ser extravagante hoy podría dentro de medio siglo resultar exiguo e inadecuado. Fue por lo tanto necesario dejar a la discreción de la legislatura la variación de sus provisiones de conformidad con la variación de las circunstancias, pero sin embargo bajo tales restricciones como para colocar fuera del poder de ese cuerpo el cambio en perjuicio de los afectados”.
Se ha pretendido demostrar a lo largo de los capítulos precedentes, que de todos los poderes que conforman la estructura gubernamental del estado, es el judicial es que se halla más estrechamente vinculado a la protección efectiva de los derechos y garantías constitucionales.
El primer avance en la consolidación de la confianza pública en sus instituciones lo conforma el conocimiento del ciudadano común de la facultad que le cabe de acudir ante ese poder con el propósito de reclamar el cumplimiento de los objetivos consagrados en el Preámbulo constitucional, sabiendo que existirá igualdad de trato, que las decisiones se basarán en leyes aplicadas conforme al ideal de justicia.
En la realidad argentina, amén de resolver los conflictos suscitados entre las personas en aras de preservar el bien común, nuestro Poder Judicial tiene la misión de ejercer el control de constitucionalidad sobre las normas generales e individuales emanadas de los restantes órganos estatales. Es esta última atribución, de carácter político institucional, la que al ser ejercida en última instancia por la Corte Suprema, confiere a ésta la posición de verdadero poder.
Para llevar a cabo tales cometidos, es preciso conformar una magistratura judicial idónea, independiente de los intereses y del poder político.
Producto de la problemática por la que atravesaba el poder judicial argentino, fueron las profundas reformas introducidas en el texto constitucional por los convencionales de 1994. Es de esperar que con ellas el Poder Judicial se robustezca dentro del plano de la conformación de poderes del gobierno, asegurando la mentada idoneidad e independencia de los jueces y a su vez adquiera una mayor efectividad y transparencia en su organización. Sobre el particular, se ha dicho que “... la demanda social traducida en términos más o menos técnicos se expresaba en la apetencia de una mayor transparencia en el nombramiento de los jueces; la sospecha sobre los nombramientos de los jueces es permanente en sistemas de nombramiento político, como el vigente en la Argentina, pero especialmente intensa en lo que va de esta década. La demanda de eficiencia en los procedimientos de disciplina y remoción de los jueces y la demanda central, la que justifica todas las otras, la demanda de independencia y eficacia en el ejercicio de la función” PAIXAO, Enrique, en “La Constitución Argentina de nuestro tiempo”, Ediciones “Ciudad Argentina”, Bs. As., 1996, pág. 119.
Hemos visto, asimismo, que en el sistema democrático estadounidense el Poder Judicial nació como el más endeble, el más débil de los tres departamentos. Así, Hamilton (op. cit. P- 200-1) explicaba que “...el (poder) judicial, debido a la naturaleza de sus funciones, será siempre el menos peligroso para los derechos políticos de la Constitución, porque su situación le permitirá estorbarlos o perjudicarlos en menor grado que los otros poderes... El judicial... no influye ni sobre las armas, ni sobre el tesoro: no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad, y no puede tomar ninguna resolución activa. Puede decirse con verdad que no posee fuerza ni voluntad, sino únicamente discernimiento, y que ha de apoyarse en definitiva en la ayuda del brazo ejecutivo hasta para que tengan eficacia sus fallos.” Más adelante, agrega que “aun cuando en ocasiones sean los tribunales de justicia los que oprimen a los individuos, la libertad general del pueblo no ha de temer amenazas ... mientras... se mantenga realmente aislado tanto de la legislatura como del ejecutivo”. Luego agrega que: “al ser el más débil de los tres departamentos del poder... nunca podrá atacar con éxito a ninguno de los otros dos”. Para ello propone valerse de “toda suerte de precauciones para capacitarlo a fin de que pueda defenderse de los ataques de aquellos”. (El Federalista, Nº 78).
Al presente, la situación ha variado sustancialmente. Ya no cabe concebir al Poder Judicial de Estados Unidos como el más débil de los tres que integran el orden gubernamental, mas tampoco ha superado el poder de los restantes órganos supremos, sino que se ha equiparado en jerarquía y poderío. Su autoridad proviene no sólo de su atribución de negarse a aplicar leyes consideradas inconstitucionales (cristalizada a partir de “Marbury vs. Madison, 1803), sino también del crédito y prestigio adquiridos en el ámbito de la opinión pública, interesada por el desempeño de la Suprema Corte de Justicia en la protección de sus derechos individuales.
Distinta es la situación en nuestro país, donde la mayor parte de la sociedad permanece ajena al sentido de su función, de su relevancia dentro del sistema democrático. Para ello, es imprescindible el fomento de la cultura cívica de la ciudadanía y generar una opinión pública que siga de cerca la tarea judicial y el nombramiento y remoción de los magistrados que la llevan a cabo.
Es de esperar que tal como está organizado al presente el Poder Judicial de nuestro país, se supere día a día el servicio de administración de justicia, bajo los postulados de independencia de los magistrados, custodios y garantes de nuestros derechos y garantías constitucionales.